Dejé a Tina en su parada de autobús, en Pico, y luego me dirigí a la dirección de Peter Rhones, en Castle Heights, unas cuantas calles al sur de Cattaraugus. Tenía toda la información sobre el señor Rhones en los impresos de registro que había encontrado en el Galaxie 500.
Mientras conducía por la zona de Palms, buscando la casa de Rhones, llegué a estar perdido un buen rato. Iba pensando en Margie. Conocía el café Nip’s desde la época en que había comprado la casa de Genesee. Había visto a la pequeña camarera durante los últimos tres años. Sin embargo, ella nunca se acordaba de mí. Yo hacía mi pedido y ella me lo traía sin una sonrisa ni un ceño fruncido. Pero hoy parecía tener miedo de estar conmigo. Todavía no me reconocía, de manera que mientras conducía por aquel barrio blanco, comencé a darme cuenta de que mi propia historia con los blancos era mucho más compleja de lo que jamás había pensado. Por un lado, Margie había ignorado mi existencia, y por el otro parecía tenerme un miedo espantoso. Y al mismo tiempo que me temía seguía sin reconocerme. ¿Y qué decir del cocinero? ¿Cómo encajaba en todo aquello la impaciencia que demostraba ante los temores de la camarera?
No pude encontrar una respuesta. Pero después de cuarenta y cinco minutos de conducir en círculos encontré la casa de Peter Rhone.
Tenía forma de caja y era de color rosa coral. El techo era plano y los tubos de desagüe habían sido pintados de un color óxido claro. La puerta principal era turquesa, y la cerca que rodeaba el jardín estaba decorada con dalias blancas. En la entrada había un Chevy de color amarillo limón, y los tres escalones que llevaban a la puerta principal sólo contaban con un barandal.
Cuatro semanas atrás esta casa se hubiera vendido por tres veces la cantidad que se hubiera recibido por la misma casa en Watts. Ahora el factor de la multiplicación era probablemente cinco.
—Hola —dijo la mujer que respondió cuando llamé a la puerta.
Era una mujer pequeña de pelo castaño apilado sobre su cabeza como un casco. Tenía unos treinta años pero llevaba aparatos en los dientes.
—Peter Rhone —dije.
—Está enfermo —me explicó.
—Sí —dije—. Sé lo que le ocurrió. Pero tiene que creerme cuando le digo que de verdad le conviene hablar conmigo. Ahora.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre es John Lancer. Creo que tengo cierta información que a él le gustará saber.
—¿De qué se trata, .señor Lancer?
—Es algo privado.
—Soy su esposa.
—Y estoy seguro de que su marido querrá explicarle lo que vengo a decirle. Pero créame, señora, que no me corresponde a mí hacerlo.
Parpadeó tres veces y luego giró la cabeza.
—Peter. Peter, es un hombre, un tal Lancer.
Se dio la vuelta nuevamente y me miró de arriba abajo.
Yo vestía las mismas ropas de trabajo que llevaba cuando fui al barrio de Nola. Darme cuenta de ello dio lugar a una reacción en cadena de ideas. Primero pensé que necesitaba un baño y un afeitado lo antes posible. Enseguida me pregunté por qué ni siquiera bostezaba, cuando llevaba mucho más de veinticuatro horas despierto y moviéndome de aquí para allá. También me di cuenta de que no había hablado con Bonnie desde que me marché con el Ratón. Pensar en Bonnie me hizo recordar a Juanda. Por suerte, antes de que pudiera seguir por ese camino, un hombre apareció tras la niebla de la puerta mosquitera de los Rhone.
Tenía el labio inferior hinchado, un corte profundo en el lado izquierdo y un chichón encima del ojo derecho y llevaba entablillados dos dedos de la mano izquierda.
—¿Sí? —dijo con amabilidad a pesar de su evidente malestar.
—¿Peter Rhone?
—Sí. ¿Y usted?
—Me llamo John Lancer.
—Ah. ¿Nos conocemos?
—Creo que usted conoció a mi prima Nola hace unos días, cuando estuvo en Grape Street.
—Me parece que sí —dijo—. Era la vecina de la gente que me resguardó.
La señora Rhone escuchaba con atención nuestras mentiras.
—Sí —dije—. Eso es lo que me ha dicho ella. En todo caso, debo hablarle de algo muy importante, señor Rhone. Y lo siento, pero debo hacerla en privado.
—Le he dicho que estabas enfermo, Pete —dijo su mujer.
—No pasa nada, Theda —le dijo él—. Sabes bien que tengo una deuda con esta gente. Señor Lancer, hay un parque a unas calles de aquí. Podríamos ir a sentarnos un rato en uno de esos bancos.
Asentí, sonriendo.
—Peter —dijo la señora Rhone.
—No pasa nada, cariño. —Abrió la puerta mosquitera y dijo—: Es a pocas calles. Podemos ir caminando.
Salimos caminando del jardín florido y giramos a la derecha por Castle Heights.
Peter Rhone era alto y bien parecido, aunque de una manera algo juvenil. Era delgado y de piel clara, de pelo rubio y ojos azules: exactamente el tipo de persona que nada tenía que ir a hacer a Watts en medio de unos disturbios.
Noté que cojeaba levemente al caminar.
—Parece que los días empiezan a enfriarse —dijo mientras paseábamos hacia la esquina.
—Sí. Pero no los ánimos —repliqué.
—Me gustan los días cálidos —dijo—. Después habrá suficiente frío y por suficiente tiempo.
Habíamos llegado a la esquina.
—Cuénteme qué pasó cuando estuvo en casa de Nola —dije.
—¿A qué se refiere?
—A eso. ¿Qué pasó?
—¿Es usted su marido? —preguntó entonces. En ese momento sospeché por primera vez que la situación era mucho más compleja de lo que había imaginado.
—Nola está muerta —dije.
Peter se detuvo. Me cogió del brazo.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado? —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Qué ha pasado?
—Eso es lo que quiero preguntarle.
Peter echó una rápida mirada hacia su casa. Lo mismo hice yo.
Theda Rhone estaba de pie en la acera, mirándonos.
—Venga —dijo Rhone—. Sigamos.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar a paso acelerado. Me mantuve a su lado. En Sojourner Truth, mi trabajo era caminar el día entero. Había un campus superior y uno inferior y suficiente espacio para más de tres mil quinientos estudiantes. Había días en los que no me sentaba ni una sola vez.
Mientras caminábamos Rhone preguntaba una y otra vez qué había sucedido. Finalmente le conté acerca de Nola y de Geneva y de sus acusaciones.
Al final de la tercera manzana llegamos a un pequeño parque. Había cuatro o cinco árboles y dos bancos. Peter se sentó y comenzó a mecerse.
—¿Quién ha podido hacer algo así? —dijo—. ¿Quién?
—Toda la gente con la que he hablado apuesta por usted.
—¿Por mí? ¿Por qué iba yo a hacerlo? Ella me salvó la vida.
—Tal vez Nola esperaba algo que usted no podía darle —sugerí.
—¿Como qué?
—Tal vez iba a llamar a su esposa.
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo iba a separarme de Theda, y se lo había explicado.
—¿Me repite eso, por favor?
—Yo estaba enamorado de su prima. ¿No se lo dijo ella?
—Bien, bien —dije—. Señor Rhone, tengo que admitir que lo he engañado. Mi nombre es Easy Rawlins, y la primera vez que vi a Nola fue en el laboratorio del forense.
—Yo… no entiendo. ¿Qué tiene que ver usted con su…?
Sus palabras se apagaron porque no quería hablar de Nola como de una mujer muerta.
—La policía se está tomando este asesinato con mucho cuidado…
—Asesinato —repitió.
—Sí. En todo caso, la policía me llamó porque conozco a la gente del barrio y puedo hacer preguntas sin llamar demasiado la atención. Se imaginará usted que si la gente se entera del asesinato, se podrían desencadenar nuevos disturbios.
—No lo entiendo, señor Rawlins.
—¿Quién querría matar a Nola?
Y allí estábamos de nuevo. En ese momento ya estaba casi convencido de que aquel hombre no la había matado. Rhone no trataba de ocultarme nada. Tenía miedo, pero no temía por sí mismo. Nola vivía aún en el corazón de ese hombre.
—¿Tiene usted armas, Peter?
—Una pistola calibre veinticinco.
—¿Dónde está?
—En casa. En el armario.
Era un bonito día. Cielos despejados y unos veintisiete grados de temperatura. En algún lugar cantaba un petirrojo y el tráfico era escaso.
—¿Por qué no me explica lo sucedido, Peter? Tal vez así pueda yo encontrarle un sentido a todo esto.