El café Nip’s de la calle Olympic abría a las seis. Llegamos quince minutos más tarde pero ya había más de una docena de clientes comiendo huevos revueltos y rosquillas, bebiendo zumos de naranja artificiales y un café que sabía al recipiente de donde venía.
Nos sentamos el uno frente al otro en uno de los puestos de la ventana.
Tina no tenía un rostro bello. Habría sido incluso simplón si no fuera por esa luz interior que tienen los jóvenes. Aún así, probablemente se podía dar el lujo de escoger entre los jóvenes del área de los disturbios. Traté de no pensar en ello y empecé a hablar.
—Marianne dice que las dos os veis cada mañana —dije.
—Ajá —replicó Tina—. Normalmente ella llega a eso de las ocho y cuarto, y hablamos hasta las nueve, cuando comienza a trabajar.
—Pero si tú sales a las seis.
—Después del trabajo vaya la cafetería —dijo—. Allí estudio para mis exámenes de enfermería. Y cuando llega Marianne, hablamos de eso. Es una chica muy dulce. No sabe un pepino, pero al menos tiene ganas de aprender.
—¿Qué les pongo? —dijo un hombre.
Era el cocinero. Un hombre enjuto en todas partes salvo en el estómago, que era del tamaño de un balón. Llevaba pantalones blancos y camisa a cuadros y un delantal azul claro. Si se había afeitado esa mañana, no le había dado resultado. Todavía tenía la barbilla gris. Tenía las cejas tan largas que parecían cuernos. Tenía pelos incluso en las orejas.
Había salido de detrás del mostrador para tomarnos el pedido. La camarera, una casita pequeña de cabellos rubios con mechas, estaba tras el mostrador mirándonos con expresión aterrorizada.
—Para mí un par de huevos revueltos con jamón, zumo de naranja Y tostadas bien hechas —dije, sonriéndole—. Y café para los dos.
—Zumo y un panecillo inglés —añadió Tina.
Tomó nota del pedido y volvió a pasos largos a la cocina, arrojándole la libreta de notas a la camarera.
Ella cogió dos tazas de café y nos las trajo a la mesa. Las manos le temblaban tanto que los platillos que había debajo de las tazas quedaron llenos de café.
La observé regresar al mostrador. Miró por encima del hombro, y cuando nuestras miradas se encontraron se estrelló contra un cliente sentado frente a la barra.
—Cuidado, Margie —le dijo el hombre, jovial—. Mi mujer puede tener espías en la cocina.
Margie, pensé.
—Es una buena mujer —dijo Tina.
—¿La señorita Landry?
—Sí.
—Lo parece —dije—, pero supongo que ha pasado momentos muy duros.
—Eso es poco decir —dijo Tina—. La señorita Landry ha pasado las duras y las maduras tres veces, y ahora el Señor le ha dado otro turno.
—Te refieres a la muerte de Nola.
—Sí. Su sobrina asesinada de esta manera… eso le va a quitar años a esta mujer. Cada día está más débil.
—¿Qué le ha ocurrido? —pregunté.
—¿A Nola?
—No. ¿Qué le ha ocurrido a Geneva? Me dijo que le habían ocurrido cosas que nunca le había contado a Nola, y que si se las hubiera contado quizás estaría viva todavía. ¿A qué crees que se refería con eso?
—Yo…
—Aquí tiene —dijo una mujer.
Era Margie de nuevo. Temblaba tanto que apenas era capaz de poner el pedido sobre la mesa. No nos miraba a los ojos, y se escabulló tan pronto como dejó los platos y los vasos.
Me metí a la boca un buen bocado de huevos revueltos. Estaban deliciosos. Cocinados con mantequilla y apenas cuajados. Ese cocinero enjuto sabía lo que hacía.
—¿Qué tiene usted que ver en todo esto, señor Rawlins? —me preguntó Tina.
—Tengo un pequeño despacho en la Central con la 86 —dije—. No es más que una habitación con un lavabo al final del corredor. A un lado tengo a un tío que vende seguros de vida para gente que trabaja por días. Del otro lado del corredor tengo a Terry Draughtman. Es el experto en mesas de billar para Watts y sus alrededores. Si tienes problemas con los laterales o la inclinación de la mesa, Terry te los puede solucionar inmediatamente. En la puerta de mi despacho pone EASY RAWLINS–INVESTIGACIÓN y NOTIFICACIÓN. Y eso es lo que hago. Puedes encontrarme los martes y los jueves por la tarde y los sábados casi todo el día. Si tienes algún problema y quieres consejo, eso es lo que hago.
—¿Y qué hay en el despacho del otro lado? —preguntó Tina.
—Era de un contable, pero tuvo un infarto y murió. Después de eso, nadie se ha quedado más de dos meses allí.
Por alguna razón eso hizo que Tina sonriera.
—¿Y ahora a quién ayuda? —pregunté.
—Te ayudo a ti —dije.
—¿A mí?
—Vives en South Central, ¿no es así?
—Sí. ¿Y?
—Pues, ¿qué crees que ocurrirá cuando la gente sepa que una piadosa mujer de color fue asesinada por un blanco? ¿Cuando sepan que la violó y la estranguló y le disparó en el ojo?
—Ah.
—Yo estoy buscando a ese blanco y me gustaría saber cómo fue lo ocurrido.
—Pero la señorita Landry ya se lo ha explicado —dijo Tina.
—Ella no vio el asesinato de su sobrina. Nunca llegó a ver siquiera al hombre. Y Nola no tenía pistolas ni armas de ningún tipo en casa.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Si Nola no tenía armas, ¿con qué le disparó este hombre?
—Con la suya.
—¿Y si tenía una, por qué no disparó contra la turba que lo atacó?
Ese argumento le hizo fruncir el ceño y ladear la cabeza.
—¿Cree usted que la señorita Landry se lo está inventando? —preguntó.
—No —dije—. Creo que está llenando espacios en blanco con sus propias experiencias.
—¿Y por eso quiere averiguar qué es lo que la señorita Landry debería haberle dicho a Nola?
Asentí y me metí en la boca otro buen bocado de huevos.
—¿Por qué no se lo preguntó usted mismo cuando estábamos con ella?
—Por lo que tú has dicho. Está débil, frágil. He pensado que tal vez tú lo sabrías.
—Puede ser, pero… Ella me habla porque se cree en confianza y cree que lo que me diga será un secreto.
—¿Te ha pedido que no digas nada?
—No. Pero estoy segura de que no le gustaría.
—Si lo que te dijo no tiene relación alguna con la posibilidad de que otra persona haya asesinado a Nola, no se lo diré a nadie —dije—. Sólo quiero saber cómo interpretar su idea de que ese blanco mató a Nola.
—Es por lo que le sucedió a ella. Por eso está tan alterada —dijo Tina—. Pero eso no quiere decir que ese blanco no la haya matado.
—¿Y qué le sucedió a ella?
—Ella, quiero decir, su padre trabajaba para un blanco cerca de Lafayette…
—¿En Louisiana?
—Ajá. El hecho es que cultivaban pacanas y el padre de la señorita Landry se pasaba el día entero en las plantaciones, cuidando de los árboles. Y cuando el blanco veía que el padre estaría ausente un buen rato, iba a buscar a la pequeña Ginny y le hacía cosas. Cosas que la mayoría de las mujeres no les permitirían a sus maridos.
—¿Qué edad tenía?
—Todo comenzó cuando tenía doce años —dijo Tina—. El blanco se lo hacía tres o cuatro veces a la semana. Y cuando ella lloraba y le rogaba que no, el tío le decía que si su padre se enteraba habría que matarlo, porque se volvería loco y trataría de matar a un blanco.
—¿Y ella nunca se lo contó a nadie?
—No. Y es eso lo que la tiene tan alterada. Siente que si se lo hubiera contado a Nola, ella habría sabido que no se puede confiar en los blancos. Que todo lo que un blanco quiere es violar y deshonrar a las mujeres negras.
Tina sintió en ese momento el dolor de su carga.
La cogí de la mano y ella se aferró con fuerza. Lo que le había ocurrido a Geneva Landry podía ocurrirle a cualquier mujer negra. Había debido soportar toneladas de ultrajes mientras protegía su propia sangre. Jamás había podido hablar de las atrocidades sufridas, y mientras tanto se dedicaba a cuidar las heridas de sus seres queridos. Por supuesto que ambas odiaban al blanco que se había refugiado en casa de una mujer negra.
Pero aun así tuve que preguntarme: ¿de dónde había salido esa pistola?
En la caja tuve que alzar la mano para llamar la atención del cocinero.
—¿Cuánto es? —le pregunté.
—Margie —le gritó a la camarera—. El hombre quiere la cuenta.
La rubia de aspecto desamparado negó con la cabeza y salió corriendo por la puerta trasera del restaurante.
—Pues nada —me dijo el cocinero—. Supongo que hoy la casa invita.