—Easy Rawlins, te presento a Randolph Hauser —dijo el Ratón cuando me acomodé en el puesto de la ventanilla. Cuando cerré la puerta vi que Bonnie volvía a entrar en casa. Ver nuestra puerta cerrándose hizo que el corazón me diera un vuelco: síntoma de una premonición que me resultó indescifrable y perturbadora.
—¿Qué tal? —me dijo el pelirrojo grandote.
Alargó una mano en la que se abultaban los músculos de un trabajador. Lo saludé y quedé inmediatamente convencido de su fuerza.
—Todo bien —dije—. ¿Y vosotros de reparto?
—Entregando la mercancía —dijo y soltó una carcajada.
Randolph Hauser era, en casi todo su aspecto, el opuesto exacto del Ratón. Era blanco, casi gordo de tanto músculo, y tenía unas facciones que resultaban burdas comparadas con las finas y cinceladas de Ray.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con simpleza.
El blanco metió primera y arrancó con un rugido.
—¿Tu chico no sabe cómo es el juego, Raymond? —preguntó Hauser.
—Puede darte más lecciones de lo que te imaginas, blanquito —replicó el Ratón—. Easy puede encontrar una aguja en un pajar más rápido de lo que tú puedes encontrar la paja.
—¿Qué haces con este camión, Ray? —pregunté.
—Hago mis recogidas a esta hora, Easy. Es tarde, pero no tanto, y con Hauser al volante, los polis nos dejan en paz.
—¿No es tan tarde para qué? —pregunté.
Siempre me costaba unos segundos comprender de qué iban los asuntos del Ratón. El hombre era astuto por naturaleza, y se mantenía alerta aun cuando hablaba con gente de confianza.
—Ya te lo he dicho. La recogida.
—¿Qué vamos a recoger?
—No lo sabremos hasta llegar. —Me enseñó una amplia sonrisa—. Eso es lo maravilloso de este trabajo. ¿No es cierto, blanquito?
—Seguro, hijo —dijo Hauser—. Es el mejor trabajo que he tenido desde que viajaba como guardia armado por la ruta de Baja.
Cambió de velocidad y el camión siguió estruendoso. Íbamos por Olympic hacia el este de la ciudad.
Las calles estaban silenciosas, igual que yo.
Girábamos por Western cuando Hauser preguntó:
—¿Y qué hay de las cosas que iban a llevar a tu casa?
—¿Qué pasa con ellas? —dijo el Ratón en tono menos que amistoso.
—Habíamos dicho que nos dividiríamos las ganancias… —Sobre lo que sacáramos de tu casa, hermano. De la tuya. Lo que yo me guarde queda para mí.
Eso de que hubiera mercancía que no le diera ganancias no hacía muy feliz a Hauser. Pero yo sabía, igual que él, que el Ratón no le tenía miedo a nadie, ni siquiera a alguien de su tamaño. Si Hauser quería discutir el asunto, más le valía estar dispuesto a todo, porque el Ratón siempre estaba listo para conseguirle una cita con la Muerte.
Hauser nos llevó por Western, pasando El Segundo, hasta un lugar solitario entre el campo de golf público de Western Avenue y el aeropuerto Gardenia. Una vez allí retrocedimos hasta un almacén oscuro. Al bajarnos del camión Se abrió la puerta del área de carga.
Me di cuenta de que Hauser era aún más grande de lo que había pensado. Medía como mínimo un metro noventa y pesaba alrededor de ciento treinta kilos. Su pelo rojo era grueso y ondulado y sus hombros eran tan musculosos que parecían una criatura independiente que se levantara sobre su espalda. Llevaba vaqueros y una camisa de trabajo de color azul claro sobre una camiseta azul oscuro.
Viéndolo a él me pregunté sobre el origen del pelo rojo de Nola. Tal vez los ancestros de Hauser habían sido dueños de los de Nola. Tal vez corrían juntos cuando se escondían de los ingleses.
El Ratón vestía un mono blanco con una camiseta azul que parecía de seda. En la solapa llevaba un prendedor de zafiro, y en la mano, un saco de lona para el dinero como los que usan los cajeros de los bancos.
El Ratón nos condujo por una rampa, hasta una mesa que ocupaba el centro de una habitación. A ambos lados había grupos de hombres negros, unos treinta en total. Cada grupo de dos o tres esperaba entre las mercancías robadas que habían traído. Un grupo tenía televisores, mientras que otro había traído cinco o seis lavadoras. Algunos tenían latas de comida. Un hombre solitario tenía una pequeña bolsa de tela verde echada al hombro.
El Ratón se sentó a la mesa y recibió a los grupos uno por uno. Hacía una oferta y los hombres discutían. Dos de los grupos se marcharon con sus bienes. Cuando se llegaba a un acuerdo, el Ratón sacaba el dinero del pago de la bolsa. Bajo la mirada vigilante de Hauser, los hombres cargaban el camión con la mercancía.
Había cajas de radios, bandejas de relojes, siete percheros con vestidos y cerca de una docena de abrigos de piel. El camión tenía un remolque de quince metros de largo, pero para cuando terminaron los negocios, ya estaba lleno hasta los topes.
El último que habló con Raymond fue el de la bolsa de tela verde. Era alto, de piel oscura y ojos pequeños y tenía una boca a la que sólo puedo referirme como sensual. Raymond lo llevó a un lado para mantener su conversación en secreto. Ambos se separaron sonriendo. El Ratón llevaba la bolsa.
—¿Lo ves, Easy? —me dijo—. Esto sí que es trabajo.
—Supongo que sí —dije.
Cuando el camión estuvo casi totalmente lleno, volvimos a subir a la cabina y Hauser arrancó. Se dirigió hacia el sur, a Rosecrans Avenue, y luego giró a la derecha hacia el mar.
—¿No habías dicho que sería un buen botín? —se quejó Hauser.
—Hay televisores, lavaplatos, aparatos de aire acondicionado y suficiente ropa para vestir a la Guardia Nacional —dijo el Ratón—. ¿Y no te parece un buen botín? Mierda.
—¿Qué tienes en esa bolsa? —quiso saber Hauser.
—A ti qué te importa. Lo que tengo aquí es mío. Lo había acordado desde antes.
—Yo no soy un gamberro cualquiera, Ray.
—Entonces no actúes como si lo fueras. Tengo mi parte de lo que la gente ha venido a vender. Si no fuera por mí, tú no tendrías ni una mierda.
—¿Cómo funciona todo esto, Raymond? —pregunté.
Realmente no me interesaba, pero pensé que podría amortiguar la furia que corría entre los socios cambiando un poco de tema.
—Tú sabes, Easy —dijo—, conozco a mucha gente que ha estado recogiendo a manos llenas en los disturbios, y cuando tienen suficiente como para llenar una casa, pues necesitan sacárselo de encima. Tú sabes que vender lavadoras de una en una es como llevar una gorra en la que ponga DELINCUENTE. Así que Jewelle me dio este almacén y le pedí a todos los que estaban en el negocio que me visitaran por las noches…
—¿Jewelle sabe lo que haces en su propiedad? —pregunté. Todavía me sentía protector de esa jovencita, aunque fuera mejor que yo en cualquier clase de negocio.
—No se lo dije y ella no preguntó —dijo el Ratón—. Pero tú sabes, yo compro al veinticinco por ciento lo que Hauser consiga y luego nos dividimos los beneficios mitad y mitad.
—Pero él se queda lo mejor —intervino el chófer.
—Coño, ¿y por qué no? —dijo el Ratón—. Tú no tendrías ni un céntimo si no fuera por mí.
—Tú no eres más que un mensajero —dijo Hauser en tono elevado—. Deberías recibir un diez por ciento.
—Pues tu diez por ciento lo tengo aquí en el bolsillo.
Me preocupaba que los socios comenzasen a pelearse allí mismo, en la cabina. No me preocupaba el resultado: sabía que el Ratón mataría a Hauser a pesar de su tamaño. Pero podríamos morir todos si el camión se salía del camino. Y aunque no muriéramos, me vería implicado en un traslado de bienes robados y además en un asesinato.
Trataba de pensar en palabras que les calmaran el ánimo cuando una luz roja se encendió en el espejo retrovisor. Poco después sonó la sirena.
—¡Mierda! —dijeron a la vez Hauser y Raymond. Raymond sacó su pistola calibre 41.
—Guarda eso —dije.
—No dejaré que me encierren, Easy.
—Guárdala, tío —dije de nuevo.
—Yo a la cárcel no voy, tío.
Pero puso la pistola detrás del asiento y todos bajamos por la puerta del pasajero. Me acerqué a los policías antes que los demás y levanté las manos. Eran cuatro los policías que venían hacia nosotros. Todos habían sacado las pistolas.
Yo llevaba en la mano izquierda la carta que Gerald Jordan me había dado.
—Antes de que cometan un error, agentes —dije—, por favor, lean esta carta.
Hacía mucho tiempo que no me habían dado un culatazo.
El policía que iba delante me golpeó sin ninguna razón. No me conocía. Para él, no había cometido crimen alguno. Llevaba las manos levantadas y lo único que sostenía en ellas era una nota de papel. Y sin embargo me golpeó con tanta fuerza que fue él quien resopló.
Con todo, no me tumbó al suelo. Y en vez de devolver el golpe le alargué la nota.
—Mejor lea esto —dije.
—Espera, Billings —dijo otro policía.
Billings me lanzó un golpe de todas formas, pero me agaché y el brazo con la pistola me pasó por encima. La comisura de los labios me sabia a sangre, pero lo único que me preocupaba era que el Ratón fuese a matar a estos cuatro polis. El que había dicho a Billings que esperara se detuvo frente a mí.
—¿Qué tienes ahí? —dijo el poli.
—Una carta sobre mis amigos y yo —dije—, de parte de su jefe.
No imaginé que funcionara, pero el agente leyó la carta mientras el resto cacheaban a Hauser y a Raymond.
—¿Dónde está la llave del trailer? —le preguntaba Billings a Hauser.
—La he perdido —dijo el pelirrojo grandote.
Para ese momento mi policía había leído la carta.
—Esto no tiene nada que ver con que vayas por ahí, en camión y en mitad de la noche —me dijo.
—Pues llame y averígüelo —dije.
Tenía los ojos marrones y me hubiera parecido musculoso si no fuera por Hauser. Sonny Liston hubiera parecido escuálido en presencia del contrariado compañero de Raymond.
Y allí estaba yo, junto a mis amigos, esposado y pegado a la carrocería de aquel trailer de quince metros.
—¿Dónde está la llave? —gritaba un policía al oído de Raymond.
—Yo no soy el encargado —dijo Raymond—. Y deje de escupirme.
—Quítales las esposas —dijo el agente que había leído mi permiso para no ir a clase.
—¿Qué? —dijo Billings con beligerancia.
—¿Qué palabra no has entendido?
Según vi, los dos policías se llevaban tan bien como Hauser y el Ratón. Pero eso a mí no me importaba. Me quitaron las cadenas y tres de los policías dieron un paso atrás. El líder, el que había leído la carta, se me acercó.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor Rawlins? —preguntó. La noche entera hubiera valido la pena sólo por el gesto de sorpresa que penetró el rostro de Raymond. En todos los años de nuestra amistad, desde que éramos unos adolescentes, yo nunca lo había sorprendido. El hombre era una fuerza de la naturaleza, hijo de un dios de los infiernos. No había nada que un mortal como yo pudiera hacer para sorprenderlo con la guardia baja.
Pero esa noche lo logré.
—La verdad, agente, es que sí —dije—. ¿Podría explicar a sus amigos que estos señores, el señor Alexander y el señor Hauser, estarán trabajando conmigo durante las próximas noches? Preferiría que no se les volviera a molestar.
—Faltaría más —dijo. No sonaba ni siquiera enfadado. Gerald Jordan no era tan sólo enemigo de mi gente, sino que en cierto sentido era más poderoso que todos nosotros juntos.