Regresé por Florence, haciendo un cambio de sentido aunque al frente hubiera un campamento de la Guardia Nacional. Quería ver si estaban haciendo cumplir las normas de tránsito. No era así.
A tres manzanas de la casa de la tía de Juanda, en el lado opuesto de la calle, había un edificio de dos plantas intacto y con una lona blanca y grande colgando de una ventana de la segunda planta. Las letras rojas, pintadas con aerosol sobre la lona, decían HERMANO. Sentado en el porche de la barbería convertida en librería estaba Paris Minton, el propietario único de la Librería Florence Avenue.
Me detuve junto a la acera y salí. La exuberancia que había sentido con Juanda se sumaba ahora a la alegría de que la librería de Paris se hubiera salvado.
La pequeña rata de biblioteca se levantó para saludarme.
—Hola, Easy —dijo. Noté el cansancio de su voz.
Paris era bajo y de constitución delgada. Su piel era del mismo tono oscuro que la mía.
—¿Qué haces fuera, Paris?
—Llevo seis días con sus noches aquí sentado, tío. Sin Miedo y yo estamos intentando que la gente no me eche abajo el local.
—Joder. ¿Y no has dormido nada?
—No mucho —dijo Paris de forma compungida—. Cada hora llega una nueva chusma que quiere prenderle fuego a mis paredes. Pero Sin Miedo logra espantarlos.
Sin Miedo Jones, el amigo de Paris, aparecía junto al Ratón en la lista de los hombres más peligrosos de Los Ángeles. Sin Miedo había sido soldado de comando en la Segunda Guerra. Yo había oído hablar de él cuando estaba en Francia. Decían que un general y él hacían un batallón entero. El general Thompkins se llevaba a Sin Miedo, lo apuntaba hacia el enemigo y disparaba. Ambos salieron de la guerra con más medallas de las que les cabían en el cuerpo.
—¿Dónde está el señor Jones? —pregunté.
—Se fue anoche —dijo Paris—. Se fue con su novia a pasar unos días a San Diego.
Paris se sentó en las escaleras de madera y yo me recosté en el pasamanos.
La avenida que teníamos ante nosotros estaba llena de Guardias Nacionales y policías y flanqueada por estructuras incendiadas y destruidas por dentro.
—¿Qué piensas, Paris?
—No he tenido mucho tiempo para pensar, Easy. He tenido que hablar mucho y muy rápido para conservar mi local. Ya han quemado el mercadito de al lado. Tuve que mantener ese lado de la casa empapado con una manguera para evitar que las llamas se extendieran.
—¿Has hablado con los blancos, con los dueños de estas tiendas?
—Algunos vinieron ayer —dijo—, y otros hoy. Es como si estuvieran en shock. Quiero decir que no saben por qué ha ocurrido esto. No comprenden que la gente negra esté tan enfadada con ellos. El dueño de la ferretería de más arriba dijo que si él no la hubiera puesto, no habría ferreterías en este lugar. Dijo que a la gente que vive por aquí no le gusta tener negocios.
—¿Qué le dijiste? —pregunté.
—¿Qué podía decir, Easy? El señor Pirelli trabaja como un burro. No sabe lo duro que es ser negro. Ni siquiera puede empezar a imaginarse algo más duro que lo que le ha tocado. Yo podría explicárselo, pero no me creería.
Paris me gustaba. Era un hombre muy inteligente. Pero, por lo que respecta a la naturaleza humana, era un pesimista. No creía que fuera posible enseñarle nada al dueño de la ferretería, así que se limitaba a asentir ante la ignorancia del hombre y lo dejaba correr.
¿Quién sabe? Tal vez Paris tenía razón.
Cuando salí de la librería Florence Avenue me sentí un poco perdido. Podía ir a varios lugares, pero no estaba seguro de por dónde empezar. Como no se me ocurrió nada mejor, me dirigí al Instituto Sojourner Truth, donde trabajaba como custodio principal a cargo de labores de supervisión.
El edificio principal de la parte superior del campus tenía señales de disturbios. Había una o dos ventanas ennegrecidas y muchas más que habían quedado destrozadas. La puerta principal estaba abierta y un Guardia Nacional negro estaba de centinela allí, apartándose cada vez que salía o entraba un uniformado.
El centinela era un hombre de piel morena. En realidad, era algo más que bronceado. Llevaba una metralleta y miraba hacia el horizonte como si montara guardia frente a las Puertas del Cielo.
—¡Alto! —gritó antes de que yo pudiera poner el segundo pie sobre la escalera de hormigón.
Seguí caminando.
—He dicho que se quede donde está —dijo en voz alta, levantando la metralleta pero sin apuntarme directamente.
—Trabajo aquí, hermano.
—La escuela está cerrada. La Guardia Nacional la usa como base ahora.
—Soy el supervisor del edificio. Quiero ver qué daños ha habido.
—Señor Rawlins —llamó la voz de una mujer.
Miré a mi derecha y vi a la señora Masters, directora del instituto, saludándome desde la ventana de su despacho, unos treinta metros más allá sobre la pared de revoque salmón.
—Me alegra tanto que haya venido —gritó—. Las cosas están fatal.
—¿Está usted bien? —pregunté.
—Yo sí, pero nuestro pobre instituto… Venga a mi despacho.
—Me gustaría —dije—, pero aquí el general tiene órdenes de no dejarme entrar.
—Puede dejarlo pasar, señor —dijo la mujercita.
—No, señora. —El guardia no me quitaba los ojos de encima—. Tengo órdenes de que sólo los militares y la policía pueden entrar.
—¿Y ella qué rango tiene? —le pregunté al centinela. No le pareció que la broma fuera digna de respuesta.
—Descanse, soldado —dijo un blanco con uniforme de coronel desde el otro lado de la doble puerta—. Este hombre trabaja aquí.
—Pero señor… —comenzó el guardia.
Lo cierto es que yo no le caía simpático. Estaba dispuesto a discutir con su superior acerca de una orden que me permitiría a mí, un negro listillo, entrar en el complejo.
—Suficiente, soldado. Este hombre puede pasar.
Miré a mi hermano y le sonreí. Me puso cara de pocos amigos antes de hacerse a un lado.
Y así me vi de nuevo metido en las contradicciones que habían salido a la superficie tras los disturbios.
El centinela se tomaba su trabajo en serio. ¿Quién era el enemigo? La población negra. Aunque él mismo era de color, su trabajo era prohibirnos la entrada y estaba decidido a hacerla. Aunque en ese momento no lo supiera, ése fue el comienzo de la ruptura de nuestra comunidad. Por primera vez se vio que se podía estar del otro lado. Si te identificabas con los blancos, habría un lugar que te daría la bienvenida. Pasé frente al centinela y saludé con la cabeza al oficial. El blanco se limitó a observar mi entrada. Tan pronto me vio caminar en la dirección correcta se dio la vuelta y se fue marchando, dejándonos al centinela y a mí en los extremos opuestos de un enfrentamiento que ninguno había solicitado.
—Ah, señor Rawlins —se quejó Ada Masters.
Estábamos en la tercera planta del edificio principal. Casi cada puerta había sido abierta por la fuerza y los muebles estaban desparramados por los corredores. Aquí y allá se veía que alguien había querido encender un fuego. Pero no es tan fácil prender fuego a un edificio de instituto. La madera era gruesa y las paredes eran de piedra y ladrillo y yeso tanto como de cualquier otro material.
El daño parecía grave, pero no nos tomaría mucho tiempo repararlo. Necesitaría pintores y vidrieros, acaso un par de carpinteros, pero pensé que la instalación entera estaría funcionando normalmente en cuestión de dos semanas.
Se lo dije a la directora.
—No es sólo eso, señor Rawlins —dijo—. Es lo que intentaron hacer. ¿Por qué querría una persona quemar y destruir su propia comunidad?
Comenzó a temblar y a llorar.
Abracé a la mujercita blanca.
—No pasa nada —canturreé como si le hablara a un crío.
—¿Cómo puede decir eso? Este barrio es tan suyo como el lugar donde vive.
—Precisamente por eso puedo decirlo —dije.
—No le entiendo.
La solté y enderecé dos sillas para que nos sentáramos. Cuando estuvo cómoda y un poco más relajada, dije todo aquello que me habría gustado que Paris le dijera al dueño de la ferretería.
—Vivimos en un lugar difícil, Ada. Aquí hay hombres y mujeres que trabajan juntos como enjaulados, que meditan sobre lo que ven y no pueden tener. Casi todos trabajan para un blanco. Todos los niños crecen pensando que sólo los blancos fabrican cosas, dirigen países, tienen historia. Todos vienen del Sur. Todos vienen de un racismo tan terrible que no saben siquiera qué es eso de caminar con la cabeza en alto. Se ponen nerviosos cuando pasa la policía. Enfurecen cuando alguien se lleva a sus hijos encadenados.
»Casi todo hombre, mujer o niño de raza negra que uno pueda conocer siente esa furia. Pero nunca lo revelan, así que usted no lo ha sabido nunca. Estos disturbios lo han dicho en voz alta por primera vez. Eso es todo. Ahora ya se ha dicho, y nada volverá a ser como antes. Eso es bueno para nosotros, no importa cuánto hayamos perdido. Y podría ser bueno para los blancos también. Pero deberán comprender lo que ha ocurrido aquí.
Ada Masters tenía una mirada de admiración y terror a la vez. Era como si me viera por primera vez.
En el extremo opuesto del corredor, un soldado comenzaba a subir las escaleras. Cuando nos vio, comenzó a dar vueltas por ahí, vigilándonos.
—Voy a tener que ausentarme los próximos días, señora Masters —dije—. La policía me ha pedido que les ayude con Un asunto.
—¿La policía?
—Sí. Estaré de vuelta el lunes. Pero si necesita algo antes, llámeme a casa.
Me puse de pie, pero ella permaneció en su silla.
—¿Viene conmigo? —pregunté.
—Ahora no —dijo ella—. Debo pensar, pensar en lo que ha sucedido, pensar en lo que me ha dicho usted.