10

Robert Grant no recibía talones por correo. Igual ocurría con los demás habitantes de las cinco plantas del edificio gris. El buzón estaba hecho con dos cajones, cada uno de los cuales contuvo en su momento seis botellas de un galón de leche. Los cajones colgaban juntos de la pared, y los nombres y pisos aparecían garabateados sobre los cuadrados de madera.

El de Bobby era el 4D.

Con toda la fuerza de mi sangre subí las tres plantas, corriendo pero tratando de no respirar demasiado fuerte.

Las escaleras y las paredes, los suelos y el techo habían sido blancos alguna vez, pero la pintura se había gastado casi por completo años atrás. Ahora eran de un color pino sucio y picado.

—¿Quién es? —dijo un hombre cuando llamé a la puerta.

—Easy Rawlins.

Las dos puertas vecinas se abrieron. Un anciano sacó la cabeza desde un lado y un chico espiaba desde las sombras del otro. Ambos parecían asustados.

Imaginé cómo debían sentirse rodeados de edificios que estallaban en llamas y de voces furiosas que iban de un lado al otro de la calle. A la gente podían matarla frente a su propia casa, y la leyera incapaz de mantener la violencia bajo control. Niños y ancianos, hombres y mujeres trabajadores… toda persona pacífica se veía obligada a agacharse en su salón y esperar que el fuego no se extendiera a sus paredes.

—¿Qué pasa?

La puerta se había abierto y revelaba a un hombre color de arena con un pelo que no era mucho más oscuro. Era delgado pero alto, joven aunque tuviera ya los hombros caídos de quien ha sido derrotado por la vida.

Tal vez leyó este juicio en la expresión de mi rostro, porque se irguió un poco más y levantó la cabeza con altanería.

—¿Quién eres?

—Easy Rawlins —dije—. He venido por lo de Geneva Landry. La policía se la ha llevado, y me gustaría ayudarla, si es posible.

—¿La policía se la ha llevado? ¿Por qué?

—No estoy seguro —dije—. Pero apuesto a que tiene algo que ver con Nola Payne.

Bobby no llevaba más que un par de pantalones cortos. Su pecho cetrino y sus rodillas huesudas me hacían pensar que las mujeres lo querían por lo que había en su interior. Pero quizás en su interior había billetes de veinte dólares.

—No sé exactamente cómo es el asunto —dije—. Pero por lo que se ve, Nola ha desaparecido y los polis piensan que la señorita Landry tiene algo que ver en ello. Y ella tampoco sabe nada, así que le dije que vendría a preguntar un par de cosas.

—¿Y a mí para qué me quieres?

—¿Puedo pasar? —pregunté—. Mejor que no se entere todo el edificio de estas cosas.

Grant me estudió un instante. Se encorvó de nuevo y el aliento amargo volvió a llenarle la boca.

—Está bien —dijo—. Supongo que sí.

Entré tras él a la única habitación del piso. No había a la vista muebles de verdad. Lo único que sus tres sillas tenían en común era que estaban hechas de madera. La cama era un colchón sobre resortes y la cortina era una sábana que hubiera podido servir para hacer trapos.

En la esquina, lejos de la ventana, había seis cajas de platos nuevos, tres trenes de juguete y una docena o más de pantalones de trabajo de color verde.

Me pilló observando y dijo:

—¿Quieres comprar platos?

—Ahora no.

Me senté sobre una silla blanqueada y Bobby me imitó. A pesar de su cuerpo de niño, Grant se tenía como un anciano. Estaba doblado sobre sí mismo, frotándose las manos como si nunca pudiera entrar en calor.

—¿Qué tienes que ver con la señorita Landry? —preguntó.

—Me llamó desde la cárcel y me pidió ayuda.

—Nunca he oído hablar de ti.

—Tengo un despacho en la Central. De vez en cuando ayudo a la gente. Me explicó su problema y me pidió que averiguara por ahí. Un par de personas me dijeron que habías estado hablando de un blanco al que sacaron del coche y dieron una paliza. Sólo quería ver si sabías quién era.

—¿Quién te ha dicho eso? —quiso saber Bobby.

—No sé nombres —dije, usando un lenguaje que nos hiciera sentir cómodos a ambos—. Simplemente oí hablar de ti y me puse a buscarte.

—Me gustaría ayudar a Geneva, tío, pero es que no sé nada.

—Sabes que sacaron a un blanco de su coche —sugerí—. Sabes que le dieron una paliza de cojones.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Según Geneva, Nola le dijo haber visto a un blanco corriendo cerca de su casa.

Vi que mis datos eran correctos en los ojos de Bobby Grant.

—Yo… yo de eso no sé nada —dijo Bobby—. Sólo sé que ella estaba en el edificio adonde el tío fue después, eh, después de que lo golpearan.

—¿Y quién lo golpeó?

—Unos tíos. Era viernes por la noche, y él estaba por aquí, dando una vuelta. Los tíos sacaban del coche a todos los blancos que veían. Los machacaban, ya sabes.

—¿Quiénes?

—¿Qué tiene que ver eso con Nola y Geneva?

—¿Qué coche conducía el blanco? —dije, cambiando fácilmente de velocidad.

—Uno rojo.

—¿Un Ford o un Chevy?

—Yo qué sé, hombre. Un coche. Un coche bonito. Lo sacaron y le rompieron la cara y luego alguien se llevó el coche.

—¿El blanco conocía a Nola?

—No, qué va. El hijo de puta estaba perdido, eso es todo, trataba de volver a Hollywood o adonde sea. ¿Eso dijo Geneva? ¿Que el blanco había ido a casa de Nola?

—Ya te lo he dicho. Ella sólo sabe que el blanco estaba corriendo cerca de casa de Nola. Así que si no te importa, me gustaría saber si Nola conocía a ese blanco que golpeasteis.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bobby con el rostro invadido por el miedo.

—Veo lo que tienes aquí, hombre —dije, señalando el patético botín—. Y veo también lo que no tienes. Tú estabas esa noche, cuando tus chicos sacaron al blanco del coche. ¿O vas a decirme que te habías quedado aquí, pensando en qué silla usar para sentarte? No, tú estabas presente esa noche. Tal vez no participaste en la paliza. Tal vez no. Pero lo viste todo, viste al blanco y viste adónde fue.

Todo eran especulaciones. Ese tío era un saqueador y era joven. Era un negro de Estados Unidos, transplantado del Sur y vivía en una habitación tan calurosa que se hubiera podido hacer té en ella.

Bobby me miraba con ojos calculadores y ansiosos. Quería eludir el problema, y se preguntaba si era mejor mentir o decir la verdad para lograrlo.

—No sé nada de Nola —dijo al fin—. Ni siquiera la he visto desde que comenzaron los disturbios. Sólo sé que unos tíos sacaron al blanco del coche rojo y le dieron una paliza. Escapó, y después de eso no sé nada.

Podía ser verdad.

—¿Así que no has visto a Nola desde el comienzo de los disturbios?

—No, señor.

—¿Alguien de aquí la ha visto?

—Nadie que yo conozca.

La policía había silenciado todo lo relacionado con el asesinato. Todavía no había ocurrido.

—Robert, necesito saber dos cosas —dije.

—¿El qué?

—¿Dónde vive exactamente Nola, y quién robó el coche del blanco?

—¿Y a mí qué me das a cambio?

—Para empezar, no te arrojaré por la ventana.

—¿Crees que te tengo miedo, viejo? —me preguntó el muchacho.

—Deberías, chico. Deberías.

Grant tenía una mandíbula débil. Con la boca abierta y colgando su aspecto era patético, aunque estoy seguro de que él pensaba que era amenazante.

—Pero si es broma, tío. Sí, claro que te lo diré. Nola vive en el edificio de la derecha, en la tercera planta, piso tres. Y el que robó el coche del blanco fue Loverboy.

—¿Loverboy?

—Ajá. Es famoso por aquí. Roba coches para vivir. Un chico trató de prenderle fuego al coche pero Loverboy y otro tío lo quitaron del medio y se lo robaron.

—¿Sabes cuál es su verdadero nombre?

Bobby Grant negó.

No se me ocurrió otra pregunta, así que lo dejé con sus trenes, sus pantalones de trabajo y sus pilas de platos vacíos.