9

Me levanté antes de las cinco. Después de ponerme el traje adecuado para el día desperté a Bonnie y la saqué de la cama. Ella se envolvió en una bata de andar por casa, sin quejarse. Ni siquiera se detuvo para hacerme una taza de café, sino que salió trastabillando a su Rambler rosa y encendió el motor.

Ni Feather ni Jesus se despertarían antes de las siete. Para entonces Bonnie ya estaría de regreso en su cama.

De ida al despacho Bonnie y yo hablamos muy poco. Despertarse siempre le costaba esfuerzo al día siguiente de llegar de Europa. Pero se negaba a que yo cogiera un taxi.

Amanecía, pero el sol no había salido. Las calles estaban más bien desiertas hasta que cruzamos Florence. Después nos cruzamos con algún esporádico Jeep del ejército. Dos camiones llenos de soldados armados nos rebasaron en cierto punto. En algunas esquinas importantes había grupos de soldados. Pero la imagen principal fue la de los destrozos causados por los disturbios.

Bonnie daba gritos ahogados y suspiraba con cada nueva ruina que pasábamos.

En Avalon y en Central y en Hooper los edificios incendiados superaban en número a los que permanecían intactos. Había al menos un coche quemado junto a los bordillos de casi cada manzana. Había escombros desparramados por las aceras y las calles. Había sombras furtivas buscando entre los escombros, persiguiendo cualquier cosa de valor que hubiera sido pasada por alto.

Los autobuses de la ciudad funcionaban y la presencia de la policía se hacía sentir. Seguían desplazándose en grupos de cuatro por coche, algunos con cascos antidisturbios o con rifles erguidos sobre sus regazos. Seguían nerviosos después de aquellos días y noches en que la población negra se levantó y dio la batalla.

Bonnie me dejó frente a mi edificio. Me besó y me dijo que tuviera cuidado y volvió a besarme.

—Llama si crees que vas a tardar, cariño —dijo—. Sabes que Feather puede preocuparse.

La besé y caminé hacia mi coche.

Trini’s Creole Café, en la 105 con Central, era tan sólo un puesto de café al aire libre con un nombre de campanillas. Trini no tenía más que un mostrador y seis bancos bajo un toldo amarillo y sucio.

—Abriste tan pronto como quitaron el toque de queda, ¿eh, Trini? —le dije al propietario.

—He abierto todos los días, señor Rawlins —replicó Trini.

—¿Con todos estos disturbios y disparos? —pregunté.

—Los dólares no nacen solos, hermano.

Tenía el pelo negro y liso de su padre mexicano y el rostro color chocolate y la nariz achatada de su madre, que trabajaba en la cocina.

—¿No te han causado problemas? —pregunté después de disfrutar de la primera carcajada genuina de esa semana.

—Los disturbios más serios han ocurrido durante la noche. Lo mío son los desayunos. Aquí he atendido a saqueadores, alborotadores y hasta policías y soldados que compran café y rosquillas de mermelada.

—¿Policías y saqueadores en el mismo mostrador?

—Claro. Usted sabe, los polis llegan en grupos de seis o de ocho, y por eso no me preocupaba mucho. Pero la mayoría era gente del barrio que viene a ver qué se ha quemado y a tratar de sentirse un poco normal.

—¿No te pidieron que cerraras? —pregunté.

—Claro. Vinieron un par de veces y me dijeron que cerrara, ¿pero qué iban a hacer, ponerme una multa mientras hay bombas estallando por todas partes?

Volví a reír. Trini tenía mi edad, más o menos. Se comportaba, sin embargo, como un anciano. La sabiduría era su apoyo. Nunca se preocupaba porque todo podía explicado con un par de palabras sabias.

—Supongo entonces que ya conoces a toda la basura.

—Tanto que me toca lavarme las manos cada diez minutos.

Sonreí.

—Dame otra de esas rosquillas de limón, ¿quieres?

El sol había salido y las calles parecían casi normales. Mientras Trini me ponía mi rosquilla, repasé mentalmente un asunto.

El oficio de los sabios era educar. Eso significaba que siempre debían sentir que sabían algo que uno ignoraba. Así que al preguntar algo a un sabio, lo mejor era preguntarlo en la forma equivocada.

Trini trajo mi rosquilla sobre un grueso plato.

—¿Has oído lo del tío blanco al que sacaron del coche y mataron en Grape Street? —pregunté cuando puso el plato sobre el mostrador.

—No se ha enterado bien, Easy —replicó.

—¿No? ¿Por qué no?

—Había un chico dando una vuelta y mirando el espectáculo, y un par de hermanos lo vieron y lo sacaron para darle una paliza.

—¿No lo mataron?

—No. Era un simple ciudadano al que nuestros muchachos dieron una paliza. Dijeron que salió corriendo tan rápido que nadie pudo alcanzarlo. Nadie dijo nada de ningún cadáver.

—Pues eso no lo he leído en ninguna parte.

—Rumor callejero, hermano. Usted sabe cómo es.

—¿Me estás diciendo que un chico blanco viene en su coche y lo sacan a la fuerza y le dan una paliza y los diarios ni siquiera lo mencionan? —moví la cabeza como diciendo que aquello no podía ser cierto.

—Exacto, Easy. Sí señor. Bobby Grant en persona me lo dijo, y él vive cerca de ese lugar, apenas doblando la esquina.

Devoré la crema de limón sacándola a sorbos de su envoltorio de repostería. Me gustaba el relleno de limón que preparaba la madre de Trini porque no le ponía tanto azúcar como para que el limón perdiera sabor.

—¿Tienes cigarrillos, Trini?

—¿Qué marca fuma esta semana? —preguntó.

—Aquí necesitaré un cigarrillo de hombre —dije—. ¿Qué te parece Chesterfield o Pall Mall?

—Sin filtro, sólo tengo Lucky Strike, Easy.

—Dame uno, entonces… No, dame dos paquetes.

Hubiera podido pedirle a Trini la dirección o el teléfono de Bobby Grant… si hubiera querido que todo cliente que llegara a su tienda durante los tres días siguientes se enterara de ello. Si tanta gente desafiaba la violencia de las calles para venir al café de Trini, era porque a través de él uno se enteraba de toda la información del barrio. Lo que Trini escuchaba, lo repetía. Y tenía una voz penetrante, así que podía estar hablando con el hombre del extremo más alejado del mostrador y lo que decía se escuchaba a seis bancos de distancia.

Bobby Grant no aparecía en la guía telefónica, pero eso no era sorprendente. En 1965, la mitad de los pobres no tenía teléfono. Usaban el del corredor, o acaso la línea de un pariente del otro lado de la calle.

Cuando Raymond el Ratón Alexander se mudó a Los Ángeles, dio su nombre para que en Información lo pusieran junto a mi número. Todavía recuerdo su mirada cuando le dije que había ordenado que lo quitaran.

El Ratón era un tipo serio que llevaba la violencia en la sangre. Decirle algo así no era menos peligroso que transportar nitroglicerina en un camión sin amortiguadores.

—¿Qué has dicho, Easy? —dijo el pequeño asesino de los ojos grises. Recuerdo que llevaba un escandaloso traje naranja y un sombrero marrón.

—Si no lo aceptas, tendrás que dispararme —dije.

—¿Eh?

—Ray —le dije—, tus mujeres me llaman todo el día y toda la noche. «¿Dónde está Raymond? ¿Sabes cómo puedo encontrar al Ratón? ¿Cómo te llamas, cariño?». Suenas bien. Sé que no te gusta que nadie se meta con tus mujeres, pero es un poco raro cuando te sacan de un sueño profundo y tú estás solo en la cama.

La funesta mirada se transformó en una sonrisa, y Ray se encogió de hombros.

—Easy, eres un imbécil, ¿lo sabías?

—Nada de eso, Raymond. Nada de eso.

Aparqué a tres calles de la dirección de Nola Payne e hice a pie el resto del trayecto. Había un grupo de hombres y unas pocas mujeres en la esquina de Grape con la 114. Eran obreros que recibían un dólar con quince centavos la hora, y eso cuando había trabajo disponible. Pero la mayoría de los potenciales empleadores se habían incendiado en los últimos cinco días.

Para poder confundirme con aquella multitud obrera, llevaba vaqueros gastados y una camiseta con algún rasguño y manchada de pintura. Mis zapatos de cuero marrón también tenían manchas y agujeros.

La mayoría de los hombres hablaban a gritos y echaban bravatas, riendo de sus aventuras y de las hazañas de sus amigos.

—Los polis persiguieron a Marlon Jones hasta las tiendas de White Front, en la Central —decía un hombre cuando llegué—. Lo acorralaron detrás del edificio y le dijeron que se echara al suelo o moriría. Pero sabéis que el tío está en libertad bajo fianza, así que se subió de un salto sobre un estante, llegó hasta arriba y salió por la ventana antes de que los polis alcanzaran a verle el culo.

La multitud estalló en carcajadas. Su audiencia no preguntó al narrador por qué no resultó él arrestado en vez de Marlon Jones. La audiencia no quería pruebas. Tan sólo pedían que los hicieran reír antes de los momentos difíciles que se aproximaban.

—Lonnie Beakman ha muerto —dijo un hombre mayor—. Le dispararon por la espalda mientras corría por Avalon.

Eso calmó al grupo.

Un muchacho delgado, vestido con mono y sin camisa, dijo:

—¿Lonnie? El año pasado se había comprometido con mi prima.

—¿Y ella cómo lo lleva? —preguntó una joven.

—No lo sé —replicó el muchacho—. Rompió con él hace tres semanas, cuando lo encontró en el fondo del corredor con su hermana.

Nadie se rió de esta historia, pero quedó la puerta abierta para otro tipo de charla.

—Meany consiguió como mil latas de aceite de motor —dijo alguien—. Las vende a cinco centavos la lata.

—Hijo de puta —dijo un hombre de piel oscura que estaba agachado—. Los hijos de puta han matado a Lonnie B, y Meany sólo piensa en sus centavos. No me hace gracia, ¿sabéis? No me hace ninguna gracia. Aquí llegan los polis, nos asesinan, y nosotros usamos el rastro de la sangre para llenarnos los bolsillos.

Precisamente en ese instante dobló la esquina un coche de policía.

Mientras pasaba frente a nosotros, un policía bajó la ventanilla y dijo:

—Nada de congregarse en la calle. Muévanse.

Como en una coreografía, cada una de las doce personas comenzó a caminar en una dirección distinta. Todos avanzamos unos cinco metros, lo justo para que los policías siguieran su camino. Luego regresamos a la esquina.

—¿Y tú quién eres? —me preguntó el hombre enfadado cuando me recosté en el poste.

La policía había roto el ambiente de camaradería, y ahora me veían como lo que era: un extraño y una amenaza en potencia.

—Easy Rawlins —dije.

—¿Y qué haces ahí, como espiándonos?

—Sólo espero, hermano. Busco a alguien, y estaba esperando una pausa en la conversación.

El hombre no era rechoncho, en realidad: eso era una ilusión causada por la inusual anchura de su espalda. Medía casi un metro ochenta. Menos de cinco centímetros más bajo que yo. Además de sus hombros, sus rasgos más notorios eran sus manos grandes y sus dientes amarillos, que enseñaba sin sonreír, como un perro salvaje o un lobo.

—Pues yo a ti no te he visto nunca.

Me di cuenta de que íbamos camino a la guerra, y me pregunté cómo declarar una tregua antes de haber luchado.

—Es Easy Rawlins —dijo una mujer con un vestido a cuadros azules. Parecía un montón de peras negras sostenido por el mantel a cuadros de un granjero.

—Nunca he oído que ningún Easy Rawlins viva por aquí —dijo el muchacho delgado.

—Es el mejor amigo de Raymond Alexander, Newell —dijo la mujer al hombre de los hombros anchos—. Ray y él han sido amigos desde Texas. ¿No es verdad, señor?

Asentí.

—Sí —dijo otra mujer—. Lo he visto con el Ratón, allá en casa de EttaMae Harris. Hacían una barbacoa.

En ese momento Newell levantó un poco la barbilla. Todo el mundo conocía al Ratón. Era uno de los hombres más peligrosos de Los Ángeles. Sólo un idiota se enfrentaría a un amigo suyo.

—¿Newell? ¿Así te llamas?

—Sí.

—Sólo busco a un tío que vive por aquí, según me han dicho. Se llama Bobby Grant.

—¿Y qué quieres de Bobby? —preguntó Newell. Le tenía tanto miedo a Raymond como los demás, pero Ray no estaba allí y Newell no quería pasar por cobarde.

—Una mujer que conocí, una tal señorita Landry, quería que le hiciera una pregunta.

—¿Conoce a Geneva? —preguntó la mujer de azul.

—Acabo de conocerla.

—¿Y cómo sé que eso es verdad? —preguntó Newell con ira—. Podrías no ser más que un mentiroso de mierda.

—¿Y por qué iba a mentir acerca de Bobby y de Geneva, Newell? —preguntó razonablemente el hombre mayor—. Sabes que Bobby vive a dos puertas de su tía.

—Sólo sé que este hijo de puta podría estar mintiendo —contestó Newell.

—¿Y por qué coño iba a mentir a cualquier tonto de la calle? —dije.

Era mi única opción: o nos peleábamos o no. Si lo hacíamos, o ganaba él o ganaba yo. Así era el mundo en las esquinas de Watts en 1965: disturbio o no disturbio.

—Vive en ese edificio gris de enfrente, señor Rawlins —dijo rápidamente la tercera mujer, intentando evitar el conflicto.

La miré por el rabillo del ojo. Luego me volví hacia ella. La joven llevaba un vestido de una pieza hecho de alguna tela elástica. Era de rayas horizontales blancas y amarillas que abrazaban su cuerpo como una segunda piel. El pulso se me había acelerado, preparándose para una eventual pelea con Newell, pero la furia se transformó en excitación cuando la vi.

Me miraba a los ojos y sonreía de manera satisfecha.

—En la cuarta planta —dijo.

—¿Tú también vives allí? —pregunté. No era mi intención hacerla, no era mi intención seguirla hasta la puerta.

Pero la pregunta me salió de la boca por sí misma.

—No —dijo—. Vivo al lado, en el edificio azul.

—¿Cómo te llamas?

—Juanda, con «j» y no con «w».

—Bonito nombre.

—¡Cuidado! —gritó el viejo.

Vi de reojo que Newell se movía. Me habría noqueado si no hubiera sido por la advertencia y la rapidez de mi sangre.

Di un paso hacia atrás, haciendo que Newell y sus hombros anchos fallaran el golpe y perdieran el equilibrio. Enseguida di un paso adelante y le lancé un uppercut casi perfecto en el abdomen. Continué con tres golpes más, no para causar dolor sino para asegurarme de dejar a Newell fuera de combate.

Cayó al suelo, y dos de sus amigos corrieron a su lado. Mis inesperados golpes lo dejaron sin aliento y había llegado el momento de que me marchara.

En mi juventud aquél hubiera sido el momento de hacer un comentario insultante sobre la hombría de Newell, pero ya había dejado atrás ese tipo de comportamiento. Me limité a darme la vuelta y crucé la calle, con la esperanza de poder terminar mis asuntos con Bobby antes de que Newell me pidiera la revancha.

Me giré al llegar al bordillo opuesto para asegurarme de que nadie me seguía. Todos atendían al amigo caído. Todos menos Juanda. Tenía los ojos fijos en mí.