Recorrí los corredores de arriba abajo hasta que pude por fin regresar a la recepción. La chica pecosa levantó la cara para mirarme cuando atravesé las puertas batientes. Había alcanzado a llegar hasta la salida cuando me habló.
—Disculpe —dijo a mis espaldas.
—¿Sí? —Giré la cabeza para demostrar un mínimo de cortesía.
—Siento mucho… lo de antes.
—¿A qué se refiere? —Ya lo sabía, pero pregunté de todas formas.
—Soy de Memphis —dijo.
Al hacer énfasis en esta última palabra, el acento de Tennessee comenzó a dominar su voz. Sus orígenes explicaban por qué había mirado a Suggs y no a mí al preguntar nuestros nombres. En su lugar de origen, una mujer blanca no se dirigía directamente a un hombre negro. Yo no debía hablar en presencia de ella, ni siquiera mirar hacia el espacio en general que ella ocupaba.
—Ya —dije, volviéndome hacia la puerta.
Busqué el pomo con la mano.
—Señor Rawlings.
—Sin «g».
—Lo siento. Señor Rawlins.
Me di la vuelta y me acerqué a su mesa.
—No pasa nada. No ha sido grave.
—¿Es usted pariente de esas pobres mujeres? —preguntó.
—Sí, lo soy —dije. Y no sentí que estuviera mintiendo. Durante los días pasados había comenzado a sentir una conexión con aquella gente atrapada por la violencia. Era como si hubiera adoptado a Nola Payne como hermana de sangre.
—Las trajeron de madrugada —dijo la enfermera recepcionista.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
La atravesó un escalofrío y miró alrededor, buscando tal vez a los miembros del Ku Klux Klan que nos colgarían a ambos si llegaba a responder.
—Marianne —dijo en voz baja—. Marianne Plump.
Sonreímos.
—¿Qué me decía, Marianne?
—Tengo una amiga, una chica de color que tiene el turno de la noche. Me contó que la señorita Landry había dicho que estaban matando a los negros.
—¿Quiénes?
—Sólo dijo que había sido un blanco.
—¿Dijo algo más? —pregunté.
—Tal vez —dijo Marianne—. No lo sé.
—¿Cómo se llama su amiga?
—Tina Monroe.
—¿Tiene usted lápiz y papel, Marianne?
Señaló un bloc de hojas que había al borde del escritorio y me pasó un lápiz amarillo del número dos. Cuando recibí el lápiz nuestros dedos se tocaron. Creo que ambos sentimos un golpe de corriente. No fue nada sexual, sino el rompimiento de un tabú que había gobernado a nuestras gentes durante cientos de años.
—Éste es mi número —dije mientras escribía—. Agradecería mucho cualquier información sobre lo que le ocurrió a Nola, sobre cualquier cosa que haya dicho la señorita Landry. Quisiera que Tina me llamara, si le es posible.
La señorita Plump asintió solemnemente al recibir el endeble papelito.
Caminando por La Ciénaga pensé en Marianne Plump y en la descarga que ambos habíamos sentido al tocarnos. No es que no hubiera tenido contacto físico con una blanca en el pasado. Había estado en la Segunda Guerra. Había tenido muchas amantes, francesas e inglesas y aun alemanas. También había conocido blancas norteamericanas. Pero esto era diferente. Marianne y yo éramos parte del mismo paisaje. Hablábamos el mismo idioma. Y aunque no pudiera explicarlo, sabía que los disturbios habían derruido las barreras que existían entre nosotros.
Caminé hacia el sur hasta Wilshire y luego me dirigí al este.
Era un hermoso día. Estábamos a más de veinticinco grados y el cielo estaba casi limpio debido a una leve brisa. En esa época, Wilshire era una bonita calle, llena de negocios pequeños y unos pocos edificios de despachos sin ninguna característica distintiva. Caminaba a paso acelerado, preparándome para la segunda prueba del día.
Después de cruzar Fairfax Avenue el coche de policía se acercó a la acera y se detuvo a mi lado. Dos policías altos y blancos salieron a la vez. En realidad debería llamarlos chicos policías, porque me parecía que sus edades no alcanzaban a sumar mis cuarenta y cinco años.
—Quédese dónde está —dijo un policía. Tenía la nariz chata y pequeña, la piel pálida y los ojos pequeños y sorprendidos.
Su compañero era unos cuantos centímetros más pequeño y seis tonos más oscuro.
Ambos llevaban gorra, así que no supe de qué color era su pelo.
—¿Qué hace usted aquí? —dijo el policía más alto y más pálido.
—Voy a casa.
—¿Dónde vive usted?
Le di mi dirección: Genesee Avenue, a unas calles de allí. Sin pedirme permiso, el interrogador comenzó a darme palmadas en los costados y sobre los bolsillos. El policía de piel más oscura se quedó a un par de metros, con la mano sobre la culata de la pistola.
—¿De dónde viene usted? —preguntó el policía pálido, todavía cacheándome.
—¿Puedo darle algo, agente? —repliqué.
—¿Qué?
—Un documento que explicará mi presencia en este lugar.
—¿Has oído eso, Mike? —le dijo el chico pálido al más moreno.
—¿Qué, Gil?
—Me quiere dar un documento que explica por qué está aquí.
Mike hizo una mueca socarrona y su compañero se acercó a él. Discutieron mi insólita petición durante un instante.
Mientras tanto, los peatones y los dueños de las tiendas se habían acercado para ver qué ocurría. En Los Ángeles, todo el mundo estaba alerta. En el punto más álgido de los disturbios, las iracundas multitudes negras habían amenazado con salir de sus guetos y traer la violencia a los barrios blancos. ¿Quién sabía cuándo comenzarían a estallar los cócteles molotov en Beverly Hills?
Mike se acercó a mí.
—¿Qué quiere enseñarnos?
Saqué la carta de Gerald Jordan del bolsillo de la camisa y se la entregué.
El chico de aspecto mediterráneo se tomó el tiempo suficiente para leer la carta seis o siete veces. O era lento, o el contenido y la firma de la carta lo habían sorprendido. Levantó la cara y me miró con ojos helénicos y oscuros.
—¿Es una broma? Quiero decir, ¿cree que se puede salir con la suya de esta manera?
—No es broma, agente —dije—. Y sí, espero salir de aquí, aunque no me salga con la mía.
Mike regresó al coche de policía e hizo una llamada por radio mientras su compañero me vigilaba.
Más y más personas se habían agolpado al otro lado de la calle, frente a May Company, los grandes almacenes. Mi mente conservaba la calma, pero mi cuerpo comenzaba a reaccionar ante aquella situación. Sentía la sangre correr y los músculos tensarse. Habría podido lanzarme a una carrera de cincuenta metros, pero preferí sacar un cigarrillo nuevo, bajo en alquitrán, y encenderlo.
Un día los cigarrillos acabarían por matarme, y lo sabía, pero en ese momento inhalar el humo probablemente me salvó la vida. Sin el efecto calmante del tabaco, habría podido lanzarme contra aquel chico que se hacía llamar «la autoridad».
Mike salió del coche patrulla y se dirigió a su compañero. Hablaron de la carta, echándome una mirada de vez en cuando. Al otro lado de la calle, la gente me señalaba y hablaba de mí. No había un solo rostro oscuro en la esquina de Wilshire y Fairfax.
Di una calada profunda a mi cigarrillo, y deseé que fuera un Pall Mall sin filtro.
Al final, los policías se me acercaron.
—Identificación —ordenó Mike.
Saqué la cartera, saqué mi licencia de conducir de su funda y se la entregué.
Miraron el nombre que había en la carta y lo compararon con el de la licencia.
—¿Es usted Ezekiel Rawlins?
—Soy yo.
—¿Qué está haciendo para el delegado?
—Eso a usted no le incumbe.
—¿Qué has dicho, chico? —preguntó Mike.
Eso me hizo sonreír. La carta funcionaba. Los policías se sentían impotentes, y eso los hacía rabiar.
—¿Puedo marcharme, agente?
—Le he hecho una pregunta.
—Hágasela al delegado Gerald Jordan —dije—. Porque sólo a él le debo rendir cuentas, chico.
Mike me miró con furia, memorizando mi rostro. Quería que supiera que un día nos encontraríamos de nuevo, cuando yo no estuviera ya protegido por sus jefes.
Era una amenaza grave, pero no me importó. Estaba llevando a cabo mi propia rebelión contra las estructuras de poder. Estaba oponiendo resistencia justo allí, en la zona oeste de Los Ángeles, bajo el escrutinio de tres docenas de blancos.
—Váyase —dijo Mike—. Váyase de aquí.
Los policías regresaron al coche. Tomaron hacia el este por Wilshire, así que decidí seguir por Fairfax hasta Pico.
—No vamos a aceptar estas sandeces, negro de mierda —dijo la voz de un hombre.
Me di la vuelta y vi a un blanco junto a su mujer blanca, ambos mirándome con odio.
—¿Está hablando conmigo? —le pregunté.
—Sí.
Era un hombre flojo de arriba abajo: su ropa deportiva, su piel, su mandíbula abierta.
Di un paso hacia él y se escabulló, remolcando a su chica. Después de cinco pasos se giró para ver si lo había seguido. Di un paso más, y el hombre y su chica salieron corriendo.
—Es un idiota —dijo otro blanco. Éste tenía acento europeo. Me di la vuelta, esperando verlo hablar de mí con alguien más, pero el hombre estaba solo. Era un hombre bajo; llevaba gafas con marco de alambre. No era viejo: unos cincuenta y cinco, tal vez—. Tiene miedo, y los hombres asustados casi siempre se portan como idiotas.
—Yo no me he portado mejor —dije—. Mire cómo me he irritado.
—Usted no puede evitar defenderse —dijo—. Incluso golpearlo hubiera estado bien. Tal vez el tío hubiera aprendido una lección.
—Ésa es una escuela muy dura —dije.
El pequeño del traje gris sonrió.
—Soy Henry Berg —dijo—. Tengo una tienda de relojes a una manzana de aquí, en el lado este de la calle. Si alguna vez necesita que le arregle algo, tráigamelo.
Nos dimos la mano y me marché pensando que debía mantener bien cerrada la tapa de la olla. De lo contrario, herviría el infierno y acabaría por derramarse.