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El alto nos condujo al capitán Fleck y a mí a un despacho en cuyo letrero decía DR. TURNER. Dejamos al tercer blanco y a Suggs en el corredor incoloro.

El despacho de Turner fue un grato alivio. Había una alfombra naranja y azul, un escritorio marrón y cuatro paisajes ostentosos en la pared.

Y allí encontramos una verdadera prueba. En la habitación había tres sillas: una tras el escritorio y dos delante. El hombre alto se dirigió a la silla de visitantes de la izquierda. El capitán Fleck se giró hacia la silla del doctor, pero yo estaba más cerca. Le corté el camino y me senté en la silla giratoria y acolchada.

Fleck se quedó a mi lado, mirándome desde arriba, esperando que le cediera el lugar privilegiado.

Era una locura. El asunto entero era una locura. Nunca había hecho algo así con anterioridad: siempre practicaba la intrincada danza necesaria para mantenerme libre de problemas con la ley. Rara vez hablaba en presencia de blancos de autoridad. Nunca decía algo inteligente de forma voluntaria. Y llegar al punto de provocar a un policía… ése no era mi estilo.

Pero allí estaba, recostándome en la silla del jefe junto al capitán Fleck, que desde la altura me acuchillaba con la mirada.

—Siéntate, Lee —dijo el hombre alto.

Fleck permaneció inmóvil un instante.

—Lee.

Titubeó y yo sonreí. Si hubiéramos estado solos habría sacado la pistola, estoy seguro. Pero no podía más que obedecer las órdenes de su superior. Es lógico que siempre pida comida agridulce cuando vaya un restaurante chino. No es posible disfrutar los placeres de un ingrediente sin la presencia del opuesto.

Cuando estuvimos sentados y cómodos, el blanco alto dijo:

—Es un placer conocerle, señor Rawlins. Me llamo Jordan, Gerald Jordan.

—Usted es el delegado de la policía —dije recordándolo al fin—, el que está a cargo del toque de queda.

—Correcto. Pero el toque de queda ha sido levantado. La gente puede ir adonde quiera y cuando quiera, siempre y cuando respete la ley.

Jordan, el delegado de la policía, era el terror de la televisión. Llamaba a los alborotadores matones y criminales que no sentían respeto alguno por la propiedad y cuya única razón para protestar eran sus inmorales impulsos de saqueo y destrucción. Las palabras inflamatorias de Jordan habían sido, probablemente, la causa de que la violencia durase un día más de lo que hubiera podido durar. En la televisión siempre llevaba un uniforme negro con el pecho izquierdo lleno de medallas. Por eso no lo había reconocido allí, en esa morgue improvisada.

—Bien, delegado, ¿qué quiere usted de mí?

—Yo no estoy aquí, señor Rawlins —dijo él.

—¿No? ¿Y yo estoy aquí?

—No conmigo. Por lo que respecta a los registros, le hemos pedido que viniera para identificar a Nola Payne. Usted no logró hacerlo, así que lo llevamos de vuelta a casa.

—¿Y quién me trajo aquí?

—El detective Suggs lo trajo y el capitán Fleck tomó nota de sus declaraciones.

—Ya veo.

Jordan sonrió. Ese hombre me caía bien. Me caía bien de la misma forma que un esclavo aprende a querer a su señor o que un prisionero desarrolla cierta afinidad con su guardián. Gerald Jordan era el blanco en el poder. Era lo más cerca que jamás me había encontrado de la fuente de nuestros problemas. Me pregunté si matarlo en ese mismo instante aliviaría en algo los problemas de mi gente. Por supuesto que la idea era ridícula. Al darme cuenta de la impotencia de mi fantasía, solté una risotada.

—¿Qué le parece tan gracioso, señor Rawlins? —preguntó Jordan.

—No se trata de usted, señor.

—Vayamos al grano, ¿le parece?

—Usted manda.

—¿Lee? —dijo Jordan.

El capitán calvo carraspeó.

—Nola Payne fue descubierta hoy mismo por su tía en el salón de su piso, en la tercera planta de un edificio de Grape Street —informó el amargado capitán.

—No me hables a mí, Lee —dijo el delegado—. Es el señor Rawlins quien necesita esta información.

Fleck hubiera preferido escupirme en la cara, pero se controló. Se giró noventa grados sobre la silla del visitante y me fijó la mirada en la frente.

—La estrangularon hasta matarla y después le dispararon…

—¿La violaron?

—Tuvo relaciones sexuales dentro de las seis horas anteriores a su muerte. Puede haberse tratado de una violación, pero no hay moretones, cortes ni rasguños que lo sugieran.

Se atusó el bigote como preguntando: «¿Algo más?»

Negué con la cabeza.

—La señorita Landry —continuó—, que así se llama la tía de la señorita Payne, llamó a la policía de inmediato, pero, debido a los problemas de la zona, pasó un buen tiempo antes de que alguien pudiera llegar. Cuando por fin llegaron los agentes encontraron a la señorita Landry en estado de histeria. Gritaba que un blanco había matado a su sobrina. Por más que intentaran calmarla, ella seguía gritando que un blanco había violado y asesinado a su sobrina. Los agentes la detuvieron, temiendo que sus quejas pudieran provocar nuevos disturbios.

—¿Así que la arrestaron?

—No, señor Rawlins —dijo Gerald Jordan—. La mujer estaba destrozada. Los agentes recibieron la orden de traerla aquí, donde los doctores pudieran darle un sedante para aliviarle el dolor.

Cada vez que Jordan sonreía me daban ganas de abofetear su rostro flaco. En mi pecho los disturbios seguían vivos todavía.

—¿La drogaron?

—¿Habría preferido usted que la dejaran provocar nuevos disturbios?

—¿Dónde está?

—Un par de puertas más allá —dijo Fleck—. No se despertará hasta mañana.

—Necesitamos saber qué ha ocurrido allí, señor Rawlins —dijo Jordan, fingiendo que el asunto le importaba.

—¿Por qué?

—Porque queremos que Los Ángeles vuelva a la normalidad.

—Es decir, quiere que los empresarios vuelvan a sus escritorios, los compradores vuelvan a las tiendas y los turistas vuelvan a ponerse orejas de ratón en Disneylandia.

—No es broma, Rawlins. —Éste fue Fleck—. El Departamento de Policía de Los Ángeles necesita su ayuda, y usted cooperará si sabe lo que le conviene.

—¿Qué quieren que haga, exactamente?

—Que hable con la señorita Landry cuando se despierte —dijo Jordan—. Vaya a Grape Street y averigüe, si puede, las circunstancias de la muerte de la señorita Payne.

—No entiendo. ¿Por qué les preocupa tanto la muerte de una mujer negra? No veo que hagan lo mismo con todos los negros asesinados.

El capitán y su jefe intercambiaron miradas. Jordan se encogió de hombros.

—El segundo día de disturbios recibimos informes sobre un blanco que fue sacado a la fuerza de su coche en Grape Street. Lo hostigaron, lo golpearon, pero logró escapar finalmente. Desde entonces, nadie ha vuelto a saber de él. En otras circunstancias podríamos ignorar el informe. Quizás el hombre escapó y se fue a casa. Pero la historia de una mujer negra que es asesinada enfrente del lugar donde un blanco escapó podría causar rumores, y los rumores podrían degenerar en algo feo.

Como Nola Payne, pensé.

—¿Así que quieren que encuentre al blanco? —pregunté.

—Queremos que averigüe lo que pueda —dijo Jordan.

—¿Y qué harán con lo que averigüe?

—Trataremos de controlar el flujo de información.

—¿Y si resulta que la mató un blanco?

Jordan y Fleck intercambiaron miradas nuevamente.

—No queremos que haya un asesino suelto —dijo Jordan—. No importa su color. En este caso, si resulta que un blanco mató a la señorita Pane y lo llevamos a juicio, la gente sabrá que nuestra intención es mantener el equilibrio de la justicia.

Sus palabras hubieran podido salir de un anuncio de whisky o cigarrillos. La justicia no le importaba. Ni la negra muerta ni su asesino le importaban. Esos dos sólo llegarían a importarle si alguien lo hiciera responsable de las consecuencias de sus actos.

—Vale —dije.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el capitán Fleck.

—Lo haré. Iré al lugar y haré algunas preguntas. Trataré de ver qué ha ocurrido.

Jordan pudo haber sonreído, pero no estoy seguro. Sus labios se movieron un milímetro y la piel de sus ojos se relajó un poco.

—Gracias —dijo.

—Pero necesitaré algo para poder llevar esto a cabo.

—¿Y de qué se trata?

—Hay un blanco metido en todo este asunto. Eso significa que tendré que pasearme por barrios blancos. Para hacerlo, necesitaré algún tipo de identificación del departamento de policía.

—En cuanto encuentre algo, su deber es avisarme —dijo el capitán Fleck—. No tiene nada que hacer en un barrio blanco.

—En ese caso, olvídenlo —dije.

Me puse de pie, me aparté de la cómoda silla del doctor y di tres pasos hacia la puerta.

—¿Quiere usted esperar fuera, señor Rawlins? —pidió Jordan—. Veré qué puedo hacer al respecto.

Salí y esperé unos segundos. Pero no me gustó aquello, así que me puse a caminar por el corredor, fingiendo que no estaba atendiendo al capricho de un policía.