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Llevaba un traje verde y arrugado que se había puesto amarillento de tanto lavarse. No usaba sombrero, pero ya estábamos a casi veintisiete grados y hacía demasiado calor para el tipo de sombrero que aquel blanco descuidado debía llevar. Su corbata era como el lecho enlodado de un arroyo en el cual se alcanzan a ver algunas joyas opacas.

—¿Es usted Ezekiel Rawlins? —preguntó—. He estado en su despacho. El hombre de delante me ha dicho que había bajado.

Esperé a que dijera algo más.

—Detective Melvin Suggs —dijo el hombre.

Alargó una mano.

La miré. No eran muchos los policías que se habían ofrecido a estrecharme la mano. Las manos de la ley sostenían bastones de madera y pistolas, esposas y órdenes de arresto, pero rara vez una bienvenida y casi nunca una propuesta de igualdad.

—¿Qué desea, detective?

Melvin Suggs cerró la mano primero y luego la abrió para frotarse las yemas de los dedos. En su sonrisa había poca amabilidad, y ya me parecía bien así. En ese momento no necesitaba la amistad de un policía blanco. Mi mundo ya estaba bastante vuelto del revés.

—¿Ha venido por los daños que ha sufrido el edificio, agente? —preguntó Theodore Steinman.

Habría podido decirle a mi amigo que el policía no había venido por nuestros problemas estructurales. Había venido por mí. Necesitaba mi ayuda: eso fue lo que pensé en ese instante.

—No, señor —dijo Suggs—. Al final de la semana vendrá una unidad para investigar cada acto de incendio y saqueo. Pero ahora mismo debo hablar con el señor Rawlins.

—Pues qué lástima —dije—, porque ahora mismo debo ayudar a mi amigo a limpiar lo que queda de su tienda.

—Se trata de algo importante —dijo el policía, de nuevo en tono de autoridad.

—Toda la gente de la calle tiene sus problemas, agente. Cada puerta tiene alguna huella de lo ocurrido. La gente ha perdido sus negocios, ha perdido su empleo. Algunas ancianitas deben coger un autobús y viajar casi diez kilómetros sólo para encontrar una tienda y comprar diez gramos de margarina.

—Pero sólo treinta y cuatro personas han perdido la vida —dijo.

—La radio dijo esta mañana que los muertos eran treinta y tres —dije, sintiendo la necesidad de contradecirle.

—Hubo uno del que no se informó —replicó el policía—. Se trata de un caso especial, y nos gustaría que usted le echara una mirada.

—Discúlpeme, agente, pero debe usted confundirme con otro Ezekiel Rawlins. Yo soy un simple custodio, trabajo para el consejo de educación en el Instituto Sojourner Truth. No tengo ninguna clase de responsabilidad oficial.

—No. Usted es el hombre que busco.

Suggs tenía unos ojos brillantes de color marrón que de alguna manera casaban con su aspecto desaliñado. Seguía allí, mirándome fijamente.

Yo me di la vuelta para evaluar el local destruido del zapatero. No le quedaba más que la mesa de trabajo, quemada y rota, rodeada por unos doscientos pares de zapatos chamuscados. ¿Qué llevaba a una persona a quemar zapatos? Además de calzado, el suelo estaba cubierto de objetos salidos de los cajones, los estantes y el archivador de Theodore Steinman. Había una navaja de mango de hueso, un paquete amarillo de chicle Juicy Fruit, una goma de borrar gorda y rosa y unas mil gomas elásticas. Había fichas bibliográficas marcadas por las huellas de los saqueadores y los bomberos, y las hojas arrancadas y arrugadas de una Biblia escrita en alemán. Bajo una silla de roble destrozada había una lámina de vidrio hecha pedazos que descansaba entre las tablas sueltas de un marco de madera astillada. Me puse de rodillas y limpié las astillas de vidrio de un retrato de Sylvie, musa y esposa de Theodore.

—Dios mío —dijo el zapatero cuando le entregué la foto rasgada y agujereada.

La acunó entre ambas manos como si sostuviera un bebé.

—Señor Rawlins —dijo el detective Suggs.

Había olvidado que estaba allí.

—¿Qué?

—Ve con él, Ezekiel —dijo Theodore Steinman—. Te necesita.

—No puedo dejarte así, Theodore. ¿Y si viene alguien más a pedirte los zapatos, como el tío ese?

—Hablaré con él.

Ya sabía que Theodore tenía los ojos azules. Durante casi veinte años le había traído a este hombre mis zapatos. Yo puedo ver cosas, cosas que pasan desapercibidas para la otra gente. Es por eso que la enseña de la puerta de mi despacho reza EASY RAWLlNS–INVESTIGACIÓN y NOTIFICACIÓN. Pero había algo en los ojos de Theodore que no había visto nunca. Era como si la violencia de los días pasados me hubiera dado una mirada más profunda, o quizá era que la gente a mi alrededor había cambiado: Theodore y su cliente iracundo e incluso Melvin Suggs, el policía que se me había acercado con la mano extendida a manera de saludo.

El detective Suggs y yo atravesamos el umbral, ahora sin puerta, de la zapatería. Nos dirigimos a la Central. Había docenas de personas vagabundeando por la calle. Esto era inusual, porque en Los Ángeles incluso la gente pobre se desplazaba en coche. Pero tras los disturbios, el humo que llenaba el aire hacía que la gente saliera a pie para investigar las secuelas de una guerra racial.

Suggs conducía un Rambler Martin. Era espacioso y estaba equipado con cinturones de seguridad.

—Nunca utilizo estos chismes —me dijo el policía—. Es por mi ex. Me dice que no puedo llevar a los chicos sin ellos.

Habíamos recorrido un buen trecho cuando pregunté:

—¿Qué quiere de mí, agente?

—Tengo un caso que necesita resolverse fuera de la escena pública.

—¿Usted?

—El Departamento de Policía de Los Ángeles —dijo—. El jefe Parker, el alcalde Yorty.

Suggs no me miraba mientras me hablaba. No parecía ser el tipo de conductor que necesita mantener los ojos en el camino, así que supuse que le avergonzaba el hecho de necesitar mi ayuda. Esto era bueno y malo al mismo tiempo. En ese momento (y en todo momento), para un hombre negro en Los Ángeles era útil tener enchufes con las autoridades. Pero no debían ser demasiado profundos; cuanto más alto llegas, más dura es la caída.

—¿Qué caso? —pregunté.

—Lo verá al llegar.

—De ningún modo.

—¿Qué?

—O me cuenta adónde vamos y en qué me está metiendo, o tan pronto como se detenga el coche buscaré un autobús que me lleve de vuelta a casa.

Suggs me miró de soslayo. Murmuró algo que me resultó incomprensible.

En ese momento habíamos llegado al extremo sur del Boulevard La Ciénaga.

Aparcó junto a la acera, dio un tirón a la palanca del freno de mano y se giró hacia mí. En ese momento noté que el hombre no olía a nada. No despedía olores corporales ni a colonia. Era una unidad independiente sin ningún tipo de fragancia ni estilo: el envoltorio perfecto para un cazador.

—¿Ha oído hablar de una mujer llamada Nola Payne? —preguntó.

Nunca había oído ese nombre, y moví la cabeza para indicárselo.

—¿Qué pasa con ella? —pregunté.

—Es la víctima número treinta y cuatro.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Las circunstancias que rodearon su muerte son algo confusas y pueden ser problemáticas si llegan a la prensa antes de que tengamos el caso bajo control.

—No me está diciendo nada.

—No quiero decirle cómo la encontramos hasta que sepa adónde vamos, Rawlins. Pero puedo decirle que necesitamos su ayuda porque en este momento un policía blanco investigando en Watts tan sólo llamará la atención sobre algo que debemos mantener en silencio.

—¿Y por qué cree usted que me interesa ayudarles? —pregunté, incapaz de resistirme a atacar al hombre cuando más indefenso estaba.

—¿Qué significa la enseña que hay sobre la puerta de su despacho? —preguntó a manera de respuesta.

—Significa lo que pone.

—No —dijo Suggs—. Significa que usted actúa como detective privado sin tener licencia para ello. Si alguien quisiera llevarlo a juicio, eso le garantizaría un buen tiempo en la prisión. Seguro que si me diera una vuelta y hablara con algunos de sus clientes podría armar un caso bastante completo.

Yo no estaba tan seguro. Casi ninguno de mis trabajos era susceptible de meterme en problemas. Nunca me presenté como detective privado. Y Suggs tenía más razón de lo que creía acerca de los policías blancos en Los Ángeles: nadie estaba dispuesto a hablar con ellos después de los disturbios, ni tampoco antes.

Y sin embargo dije:

—Está bien, agente. Iré adonde me lleve. Pero le diré algo ahora mismo: si no me gusta el aspecto de este asunto, me largaré enseguida.

Suggs asintió, quitó el freno y volvió al boulevard. La facilidad con que aceptó mis condiciones me hizo pensar que aquel simple paseo en un coche de policía me iba a llevar por un camino mucho más largo de lo que había pensado al salir de la cama esa mañana.