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El aire de la mañana aún olía a humo. A cenizas de madera, principalmente, pero había también un hedor acre de pintura y plástico quemado. Y aunque sabía que no podía ser posible, me pareció que un tufillo a carne pútrida me llegaba desde debajo de los escombros del otro lado de la calle. El fuego había destruido el interior de la ferretería y la Papelería Bernard. El Mercado González había sido saqueado, pero sólo una parte del techo estaba chamuscada. Sin embargo, el edificio de la esquina, Licores Lucky Dime, se había quemado entero. Manny Massman recorría los escombros pateando los artilugios metálicos con sus dos hijos. En un momento dado, el comerciante, un hombre de mediana edad, bajó la cabeza y se echó a llorar. Los hijos le pusieron las manos en los hombros.

Comprendí cómo se sentía. Aquella tienda de licores lo era todo para él. Su vida entera. Y ahora, tras los cinco días de una erupción de furia que llevaba siglos a punto de estallar, se encontraba en la miseria.

Estaba convencido de que nunca había hecho mal a nadie en Watts. Ni siquiera se le había ocurrido llamar negro o chico a nadie. Pero los hombres y las mujeres de la Central con la 86 le habían robado todo lo que fueron capaces de cargar, y destrozaron y quemaron el resto.

Cuatro jóvenes negros pasaron frente al solar de la tienda de licores. Uno de ellos gritó algo a los blancos.

Manny les respondió con furia.

Los jóvenes se detuvieron.

Los chicos Massman se adelantaron con el pecho y la boca llenos de sonidos iracundos.

Allá vamos de nuevo, pensé. Quizás los disturbios seguirán durante todo el año. Quizás no acabarán nunca.

Los negros cruzaron el umbral de Lucky Dime.

Stephen Massman se agachó para coger un trozo de metal que una vez había sido parte del mostrador.

Uno de los jóvenes enfurecidos empujó a Martin. Respiré hondo.

—¡Alto! —gritó un hombre por un megáfono.

Una docena de soldados, tal vez más, apareció de ninguna parte. Un soldado negro que llevaba casco y pantalones de camuflaje se dirigió a los hombres negros mientras cuatro soldados blancos formaban un arco frente a los dueños de la tienda. El resto de la tropa permanecía fuera de la propiedad, entre el solar devastado y la calle.

La mayoría de los Guardias Nacionales llevaba rifles. Una multitud se agolpaba. Apreté los puños con tanta fuerza que sentí un calambre en el antebrazo derecho.

Mientras me hacía masajes sobre el punto adolorido, el soldado negro, un sargento, logró calmar a los cuatro jóvenes. Alcancé a oír su voz, pero mi ventana en esta cuarta planta quedaba demasiado lejos para entender las palabras.

Me di la vuelta y me dejé caer sobre la silla de felpa azul de mi escritorio. Durante la hora siguiente me quedé sentado allí, escuchando los sonidos de la gente en la calle pero sin atreverme a mirar por la ventana.

Así había sido los últimos cinco días: trataba de controlarme mientras el sur de Los Ángeles caía bajo las llamas de los disturbios raciales; mientras las tiendas eran saqueadas y los francotiradores disparaban, y mientras hombres, mujeres y niños gritaban: «¡Quémate, tío, quémate!» Y «¡Arde, blanco!» en cada esquina que me resultara familiar.

Me quedé encerrado en casa, en la pacífica zona occidental de la ciudad, sin beber y sin salir a la calle con el maletero lleno de cócteles molotov.

Cuando por fin salí de mi estupor, la calle estaba llena de gente negra, parte de la cual salía de su casa por primera vez desde la primera noche de disturbios. La mayoría parecía sorprendida.

Me dirigí a la puerta de mi despacho y salí al corredor. También dentro del edificio olía a humo, pero no demasiado. La Zapatería Steinman era la única tienda quemada. Había sido durante la primera noche, cuando los coches de bomberos todavía desafiaban las balas de los francotiradores. Los bomberos apagaron las llamas antes de que se propagaran.

Desde mi despacho fui a la escalera del fondo y bajé las tres plantas hasta la entrada lateral de la tienda de Steinman. Un trozo de madera quemada bloqueaba el paso. Me hubiera ido de no haber sido por las voces.

—¿Qué coño quiere decir que no tienes mis zapatos, blanco?

—Todo se ha quemado —replicó una voz frágil con leve acento alemán.

—Eso no es culpa mía, tío —dijo la voz enfadada—. Si te doy mis zapatos, espero que me los devuelvas.

—Todos se han quemado.

—¿Y crees que si esta fuera mi tienda yo podría decirte que no hay nada? —dijo el cliente—. ¿Crees que un negro podría simplemente decir que su tienda se ha quemado para no cumplir con sus responsabilidades?

—No tengo sus zapatos.

Aparté el trozo de madera, ensuciándome las palmas de las manos con hollín. Cuando entré en la habitación destruida, ambos ocupantes se dieron la vuelta para mirarme.

Theodore era un blanco pequeño y macizo con poco pelo y manos grandes. El cliente iracundo era mucho más corpulento y tenía un pecho ancho y una cara grande que hubiera sido bella en una mujer.

—Hola, Theodore —dije.

—Espera tu turno, tío —me advirtió el cliente negro—. Yo tengo asuntos que arreglar primero. —Se giró hacia el zapatero y dijo—: Esos zapatos me costaron treinta y seis dólares, y si no me los puedes devolver ahora mismo, quiero ver ese dinero aquí en la palma de mi mano.

Tomé una rápida bocanada de aire y luego otra. Sentí un hormigueo eléctrico sobre el pómulo derecho y durante un instante la habitación se tiñó de rojo.

—Hermano —dije—. Tienes que marcharte.

—¿Me hablas a mí, negro?

—Ya me has oído —dije en un tono que no se puede fingir—. Llevo un buen rato en casa, tratando de no estallar, de no empezar a meterme en líos. He sido paciente, he intentado ir con cuidado. Pero si le dices una palabra más a mi amigo te voy a romper la cara y a echar a la calle.

—Quiero mis zapatos —dijo el hombre grande y bello, con voz lacrimosa—. Este tío me los debe. No me importa lo que le hayan hecho.

Escuché el tono quebrado de su voz. Comprendí que en ese momento estaba tan desquiciado como yo. Ambos éramos hombres negros llenos de una furia apasionada, una furia demasiado grande para ser contenida. No quería pelear, pero sabía que si empezaba, lo único que podría detenerme sería la garganta sin vida del hombre aplastada bajo mi mano.

—Aquí tiene, señor —dijo Theodore. Le alargó un billete de diez dólares—. Eran zapatos viejos y usted lo sabe. Ambos necesitaban suelas nuevas. Eran buenos y yo los hubiera comprado por siete dólares. Le doy diez.

El fornido se quedó un momento mirando el billete. Enseguida me miró a mí.

—Olvídalo —dijo. Se dio la vuelta con tanta rapidez que perdió brevemente el equilibrio y tuvo que agarrarse de una viga rota y quemada—. ¡Ay! —gritó, tal vez por culpa de una astilla, pero no lo puedo asegurar porque salió dando tumbos y al hacerla sacó la puerta de su último gozne.

Había una montura antigua y acicalada en el suelo, bajo una silla de madera destrozada. Aparté los restos de madera y levanté la montura. Theodore la había recibido de su tío, que fue profesor de equitación en Munich antes de la Primera Guerra Mundial. Yo siempre había admirado el trabajo del cuero.

Puse la montura sobre una parte más o menos estable de la arruinada mesa de trabajo y dije:

—No tenías que pagarle, Theodore.

—Estaba adolorido —replicó el hombre cito—. Quería justicia.

—No es problema tuyo.

—Es problema de todos —dijo, mirándome fijamente con sus ojos azules—. Que no se te olvide.

—¿Ezekiel Rawlins?

Era una voz llena de autoridad la que preguntaba. Era la voz de un blanco. Al juntar esos dos datos, supe que quien me hablaba era un policía.