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Había un enorme mercado de pescado en Hoover por aquel entonces. Consistía simplemente en una serie de puestos en una plaza, en un solar vacío. A lo largo de todo el día, un tipo llamado Dodo recogía hielo y hielo seco y lo entregaba en aquellos puestos para mantener bien húmedo y fresco todo el pescado, caballas, percas, anguilas y halibut; platijas, cangrejos, tiburón y pez espada. Unas camionetas traían el pescado muy temprano por la mañana en cuanto llegaban los barcos de pesca que faenaban por la costa de California.

Gente de todos los barrios de Los Angeles acudía a aquel mercado de pescado sin nombre: japoneses, chinos, italianos y mexicanos. A todas las culturas angelinas les gustaba el pescado.

El propietario de aquel mercado al aire libre era un irlandés grandote llamado Lineman. No sé si ése era su nombre de pila o su apellido o quizá sólo un apodo que le habían puesto al jugar al fútbol de joven, ya que «lineman» significa «defensa de línea».

Lineman era un tío enorme, un personaje de lo más adecuado para la parte más oscura de la ciudad. Hablaba muy alto y trataba con confianza a todo aquel que conocía. Decía palabrotas, contaba bromas subidas de tono y juzgaba a las personas únicamente por la forma que tenían de responderle en los negocios y en la vida. No encajaba demasiado bien en el mundo de los blancos. Quizá si hubiese sido un trabajador silencioso en la trastienda de algún negocio las cosas no le habrían ido tan mal, pero Lineman era un buen negociante, y por eso los blancos se ponían furiosos cuando aparecía en alguna fiesta de postín con una señorita de piel demasiado oscura o cuando invitaba a alguien como yo a asistir con él al club de campo en la parte más occidental de la ciudad.

Los círculos blancos más adinerados de Los Angeles encontraban a Lineman demasiado intransigente con su intransigencia, y por tanto el empresario del pescado poco a poco fue limitando su vida a trabajar con las comunidades negras y morenas. Vivía en Cheviot Hills, un enclave sobre todo judío, y trabajaba en Watts sirviendo a todo el mundo igual que los demás le servían a él.

—Eh, Lineman —le dije, dándole unas palmaditas en la amplia espalda.

—Easy Rawlins —me saludó—. ¿Qué tal te va?

—No me han dejado acercarme al mostrador de quejas, así que supongo que todo debe de ir bien.

A Lineman le encantaba reír.

Estábamos de pie en la esquina más al norte de los dieciséis puestos. Todos los que vendían pescado eran independientes. Alquilaban los puestos por cien dólares a la semana cada uno. Lineman aseguraba el suministro de hielo y hacía tratos en todo el sur de California vendiendo pescado fresco a todo el mundo, desde restaurantes a cafeterías de los colegios.

—¿Qué puedo hacer por ti, Easy? —me preguntó Lineman.

Le hablé de Pericles Tarr y de que su esposa me había dado el nombre de Jeff Porten Fuimos caminando por el perímetro de los puestos mientras hablábamos. Lineman nunca estaba quieto. Siempre estaba haciendo algo, yendo a alguna parte o cogiendo carrerilla para salir hacia algún sitio.

En una ocasión le arrestaron por secuestrar y matar a una chica negra, Chandisse Lund, que tenía dieciséis años y trabajó en el mercado de pescado un par de años. La última vez que la vieron entraba en el Cadillac nuevecito rojo cereza de Lineman. El pagó la fianza y vino a mi oficina y me contó la historia de una jovencita de la que abusaba su propio padre, y que quería escapar a la casa de su hermana mayor. El único problema era que las dos hermanas habían desaparecido, y nadie pudo encontrar un testigo que dijera que ambas iban juntas.

—¿Cómo iba a decir que no? —me preguntó—. Si viene una niña a verme y me dice que su padre le está haciendo eso, yo tengo que hacer lo que me pide.

—Podía haber acudido a la policía —le sugerí.

—Sí, y yo también podía haber escupido a la chica en la cara —me contestó Lineman—. Ya sabe que a la policía no le importa en absoluto lo que le pase a una niña negra de Watts.

—O a lo mejor sí.

—¿Correría ese riesgo con una hija suya?

Eso me convenció del carácter de Lineman y de su inocencia, así que salí por ahí y acabé averiguando que la hermana, Lena, tenía un novio llamado Lester. Éste también había desaparecido, pero seguía en contacto con su tío Bob, y así los localicé en Richmond, allá arriba, en Bay Area.

Llevé a Chandisse a la comisaría de la calle 76, donde ella y el pastor de su hermana presentaron cargos contra su padre y al mismo tiempo exculparon a Lineman de cualquier posible delito. Dos semanas después, Lineman volvió a mi despacho.

—No me ha enviado usted la factura, señor Rawlins —me dijo—. Suelo pagar mis deudas.

—Donde yo vengo, lo que hacemos es intercambiar favores —le dije—. Así que pensaba que quizá cada dos meses o así podría pasarme por aquí y llevarme un par de platijas para freír, o unos cangrejos azules para hacer un gumbo.

Desde entonces nos hicimos amigos.

—Tengo que hablar con un tío llamado Jeff Porter —le dije a Lineman mientras íbamos pasando ante los puestos.

Él se detuvo, se volvió al estilo militar y me hizo retroceder tres puestos.

—Hola, Jeff —dijo Lineman a un hombre negro que parecía una morsa por el tamaño, forma y color de piel. Incluso tenía un mostacho caído y canoso.

—Hey, Lineman —respondió Jeff—. ¿Qué pasa?

—Éste de aquí es Easy Rawlins —dijo Lineman—. Es un amigo mío muy especial. Me salvó la vida. Y es un buen hombre, de confianza.

Porter asintió, muy digno.

—Quiere saber algunas cosas —continuó Lineman—. Me harías un gran favor si le respondieras.

Lineman me dio unas palmaditas en la espalda y se alejó como un tiburón que se ahoga si no se mantiene en movimiento. Al mismo tiempo Jeff Porter me tendió su mano para que la estrechara. Fue una extraña experiencia. La mano de Porter era al mismo tiempo potente y fofa. Me pareció en aquel momento que todo el mercado con sus puestos se convertía en una especie de fabuloso paraíso subacuático.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Rawlins? —me preguntó el hombretón.

Quise responder, pero me distrajeron la sangre y las entrañas que festoneaban su enorme delantal blanco. Las miles de muertes representadas en aquel confuso mapa de destrucción me oprimieron.

¿Había sido asesinado Pericles Tarr en San Diego, como decía Blix? Yo no estaba seguro de tener ánimos para averiguarlo.

—Parece que va a hacer un buen día, ¿eh? —dije.

—El sol no es bueno para los pescadores, señor Rawlins. Nos gusta más la sombra y las brisas frescas, o si no el producto se estropea.

—Pericles Tarr —dije.

—Dicen que ha muerto —respondió Porter a la pregunta no formulada por mí.

—Me gustaría tener pruebas.

—Es un asunto bastante peligroso, la verdad.

Yo sabía de qué hablaba.

—Yo me crié en Boston —le expliqué—. Uno de mis mejores amigos era un niño muy delgado y algo bocazas llamado Raymond Alexander.

Resulta difícil que una morsa parezca sorprendida, pero Porter consiguió demostrarlo.

—Soy detective privado, Jeff —dije—. Soy uno de los mejores amigos de Ray, pero estoy buscando a Perry porque su hija Leafa me dijo que ella no creía que su padre estuviera muerto.

—Leafa no es más que una niña.

—Pero es la que tiene la mente más aguda en casa de Tarr —dije.

Jeff se echó a reír y luego asintió.

—En eso podría tener razón —dijo—. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor la chica está en lo cierto.

—¿Por qué dice eso?

—Ya sabe que Perry no era feliz en esa casa llena de niños feos y traviesos. Venía muchas veces a mi casa a echar la siesta porque decía que cada vez que oía pasos en la suya se echaba a temblar. Meredith era peor que una puta barata en la cama, y Perry trabajaba más duro que tres esclavos en los campos de algodón. Yo no sé si el Ratón lo mató o no, pero si lo hubiera hecho habría sido una liberación, y no un crimen.

—¿Dijo alguna vez que quería huir? —le pregunté.

—No demasiado. Sólo cada día durante cinco años.

—¿Y dice que Meredith no le satisfacía? ¿Tenía otras mujeres para eso?

—Perry es amigo mío. Y uno no habla así de sus amigos.

—Cada uno de los hombres y mujeres con los que he hablado hasta ahora dicen que Perry está muerto. ¿Cómo voy a conseguir que alguien me diga cómo resultó herido?

El hombre-morsa se rascó el mostacho y se quedó pensativo. Al final se encogió de hombros y dijo:

—Nena Mona.

—¿Cómo?

—Así se llama. Su madre le puso ese nombre.

—¿Sabe dónde vive?

—Ni siquiera sé cómo es. Lo único que sé es que Perry la llamaba desde mi casa, a veces. Quizá viniera por aquí y se echara una siestecita con él cuando yo no estaba en casa.