El día siguiente a la muerte de mi madre seguía a mi padre de habitación en habitación. No me acercaba a él ni intentaba tocarlo. No buscaba consuelo físico, simplemente su presencia. Mi madre se había marchado por voluntad propia de la unidad de cuidados mentales de Redhill. Las semanas previas a su muerte parecía estar bien, pero después habría una investigación para saber por qué le permitieron salir cuando sabían que estaba en peligro. Había caminado hasta las vías del tren, a la línea que mi padre usaba para ir a trabajar a Londres, la misma que yo usaría durante los siguientes años. Encontró un sitio por el que podía acceder a través de la valla metálica, seguramente tuvo que agachar la cabeza para entrar, y después descendió por una pendiente empinada. Un testigo la vio bajar a la cuneta deslizándose por el suelo con el trasero y las rodillas encogidas, con las manos a los costados, lentamente, como si tuviera miedo a caerse. El conductor del tren dijo que estaba en medio de las vías, entre los dos raíles, pero mirando en dirección contraria al tren, y que se preguntó si lo haría para que su rostro no lo persiguiera de por vida. No se me permitió asistir a las pesquisas, pero oí a mi padre y a mi tía hablando de ello más tarde, de lo que había dicho el maquinista y el calor que hacía en la sala del forense en comparación con el frío de fuera.
Los recuerdos que tengo de mi madre siguen siendo nítidos, aunque escasos. Recuerdo estar sentada con ella a la mesa de la cocina haciendo una cama para el gato, tendría cuatro o cinco años por aquel tiempo. La tejíamos con una lana verde recia. Ella sostenía el hilo en alto entre los dedos para que yo hilvanara la lana mientras cantaba alguna cancioncilla que había aprendido en la escuela. No lo hacíamos muy bien, al menos no tan bien como con mis amigas, parecía más una telaraña agujereada que un verdadero lecho. Mi madre llevaba las piernas al aire, recogidas con recato bajo la silla en la que estaba sentada. Los huesos de los tobillos se le veían enormes en las zapatillas.
El día después de la muerte de mi madre seguía a mi padre de habitación en habitación. Cuando se levantaba de la mesa de la cocina para sentarse en el salón yo iba detrás de él. Si se dirigía arriba también lo seguía, y cuando se metía en el cuarto de baño y cerraba con llave, supongo que incapaz de enfrentarse a mí, me sentaba en el suelo apoyada en la puerta y esperaba a que saliera abrazándome las rodillas.
Es primavera, un año después de nuestro juicio. Estoy en casa. Mi hijo ha puesto una hamaca en el jardín, una hamaca larga hecha con un recio encordado de plástico azul. La ha colgado entre los dos manzanos. Paso mucho tiempo en la hamaca, envuelta en una manta gris que Guy encontró en la habitación de invitados. Hace un tiempo extraordinario para ser abril. Me quedo allí cobijada en la manta, meciéndome suavemente entre los manzanos, mirando el cielo que dice adiós al invierno.
Salí de Holloway hace dos días. Adam ha estado viviendo en casa durante mi estancia en prisión. Dice que se ha cansado de la escena de Manchester, pero no me lo creo del todo. Pienso que se ha traslado aquí para estar con Guy. Me daba miedo que se marchara cuando me pusieran en libertad, pero en cuanto me trajeron a casa salió conmigo al jardín, me enseñó la hamaca y dijo: «Hace tan buen tiempo que hemos pensado que después de todo eso te gustaría pasar algunos ratos fuera».
Esa noche, la noche de mi liberación, no hubo alcohol ni celebraciones. Carrie vino de Leeds y por el camino llenó el maletero de comida. Todo lo que comí esa noche era fresco: cuatro ensaladas diferentes y una macedonia de fruta dispuesta en una bandeja. Nos sentamos todos a la mesa de la cocina, más o menos en silencio, y me observaron picotear de la fruta con el tenedor.
Carrie solo podía quedarse una noche, después tenía que volver al norte. Se casa con Sathnam en verano. Tiene muchos preparativos que hacer.
Guy y Adam me cuidan. Los veo intercambiar miradas en torno a mí de vez en cuando.
A veces, cuando estoy tumbada en la hamaca, oigo sonar el teléfono en la casa. La puerta trasera de la cocina suele estar abierta, así que oigo murmurar a Guy cuando contesta. «Sí, está bien —imagino que dice—. Está muy delgada, pero bien.»
Adam ha estado ayudando a su padre a despejar el garaje. Tiene buen aspecto, atlético, con sus anchos pantalones de camuflaje, una camiseta con las mangas recortadas y esa barba de tres días que le sienta tan bien. Sé que cuando me recupere corro el peligro de ahuyentarlo. Pero no estoy recuperada. Me quedo tumbada en la hamaca mirando el cielo.
Hace dos años más o menos que nos conocimos. Me sacaron de la cárcel hace dos días, tras cumplir tres meses de una condena de seis por perjurio. Me declaré culpable en cuanto tuve oportunidad, así que en el juicio de enero la sentencia fue relativamente leve. Estoy en libertad condicional. Soy libre, pero no lo soy. Puedo volver a prisión en cuanto rompa las reglas de la condicional. Te declararon inocente de asesinato premeditado, pero culpable de homicidio involuntario. Te condenaron a catorce años de presidio. Con el tiempo que has pasado en detención y una reducción por buena conducta, podrías salir dentro de cinco o seis años. A mí me declararon inocente de asesinato y de homicidio involuntario, y salí del banquillo de los acusados, pero me arrestaron por perjurio en el pasillo inmediatamente después. En cuanto salí de la sala número ocho me esperaban tres agentes de policía. El inspector Cleveland me siguió y lo observó todo con sus pálidos ojos.
Traicionarme te funcionó, en parte. La balanza se equilibró. Que yo mintiera al tribunal te hizo parecer menos culpable. Las cosas feas que yo había hecho mejoraron tu imagen. Te declararon culpable de homicidio involuntario, pero no de asesinato, alegando enajenación mental transitoria.
Miro al cielo tumbada en la hamaca y pienso en ti, Mark Costley, mi amante, un ex policía que realizaba funciones administrativas en la seguridad del Parlamento y al cual le gustaba el sexo en lugares públicos e inventar dramas para sentirse menos corriente. Los espías no te quisieron, mi amor. Si te hubieran admitido, nada de esto habría sucedido.
Mark, mi amante, ¿quién o qué era? Un hombre al que la historia de su vida le resultaba demasiado vulgar. Un hombre que buscaba emociones principalmente a través del sexo, pero también inventando sucesivas historias hasta darse cuenta de que no bastaba con ninguna de esas emociones. Igual que George Craddock se obsesionó tanto con la pornografía que no distinguía la realidad de la ficción, a ti la necesidad de inventar una vida emocionante te llevó primero a tener aventuras sexuales, después a un romance en toda regla y, por último, a la violencia. El problema de las historias es que son adictivas.
Guy aparece y se queda de pie en el escalón de la puerta trasera. Cuando advierte que lo miro sonríe. Tiene una taza de té en la mano. Se la lleva a la boca, le da un sorbo y me la muestra en señal de ofrecimiento. Niego con la cabeza y cierro los ojos para que se vaya. Sigue observándome cuando vuelvo a abrirlos, pero entonces llega Adam con una lijadora que debemos de tener en casa desde hace veinte años.
Guy y él bromean sobre ello y regresan al interior de la casa.
Al cabo de una hora sale Adam, se sienta en el escalón sin mirarme y se pone a liar un cigarrillo. Al alzar la vista veo que Guy mira al jardín desde una de las ventanas. Tiene el teléfono móvil en la mano. Mira a un punto indeterminado en la distancia mientras habla, pero luego baja la vista y me descubre observándolo. Se da la vuelta repentinamente, por instinto, y se aparta de la ventana para que no lo vea hablar por teléfono. Me pregunto con quién estará hablando. Me pregunto si será Rosa.
Un poco más tarde nos visita Susannah. Sale al jardín conmigo. Trae una bandeja desechable de cartón con cuatro vasos de plástico encajados y una bolsa llena de dulces. Su alta y esbelta figura permanece inmóvil bajo el dintel de la puerta unos segundos y me mira allí tumbada, como si intentara tantearme un poco antes de acercarse. Después sonríe y se acerca, pisando el césped suavemente con sus sandalias de color claro. Se sienta al borde de los arriates, a un metro de distancia, suelta la bandeja, saca dos de los vasos con cuidado y me ofrece uno. «Eh, tú —dice. Se agacha para darme un beso, apartando el vaso del peligro—. He pensado que te gustaría tomar un café en condiciones.» Deja la bolsa de dulces encima de mi estómago y ahí se queda.
Me incorporo con torpeza sobre la hamaca para beberme el café sin tirármelo encima. Susannah vuelve a sentarse en el arriate con su taza para que le dé el sol en la cara. Nos quedamos bebiéndonos el café en silencio durante un rato. Después hablamos un poco de nada en concreto: cómo estoy, cómo está ella, lo que haré durante las próximas semanas, que me lo tendré que tomar con calma por el momento. En cierto momento mira hacia la casa y dice: «Creía que Guy y Adam saldrían para estar con nosotras». No contesto.
Susannah, esa amiga con la que ni siquiera soñaba de pequeña. La veo dudar. Intenta decirme algo, se detiene, quiere usar las palabras adecuadas. Espero, y al cabo de un rato empieza con serenidad:
«Todos los días, ¿sabes? Cada día después del juicio. Me parecía horrible dejar la tribuna del público, mirarte y saber que esas personas te llevarían, que no tenías más opción que volver a prisión. Todos los días bajaba los escalones de la salida y no importaba que lloviera a cántaros, respiraba hondo y me resultaba imposible creer que yo saliera de allí libremente y tú no pudieras. Era muy extraño. A veces veía a esa pareja de viejos hablando, él era el más mezquino, todo el tiempo diciendo que tú eras peor que el asesino. Me daban ganas de empujar a ese viejo cabrón por la escalera… —Tras eso me diriges una mirada de amor desmedido—. Lo primero que tenía que hacer, antes incluso de subirme al tren, era llamar a Guy, cada día tenía que llamarlo. Me hizo prometérselo. Cada día recogía el teléfono de aquella cafetería y después me quedaba en la calle, aunque estuviera lloviendo, lo encendía al momento y ni siquiera revisaba los mensajes ni los correos, porque sabía que Guy esperaba mi llamada. Y cada día tenía que contárselo todo. Qué aspecto tenías, si estabas soportándolo bien, quién había estado en el tribunal ese día, cómo había ido, si nuestro abogado lo hacía bien, qué impresión estaba causándome el juicio… Caminaba hasta la estación, pasaba ante el bar donde estaban los policías bebiendo cervezas y cruzaba la carretera atenta a los autobuses y los taxis, porque ese tramo tiene mucho tráfico, sin dejar de hablar con Guy en ningún momento. Aunque mi tren estuviera a punto de llegar, no podía entrar antes de contárselo todo, por si perdía la cobertura.»
No contesto nada. Susannah mira los cafés de Guy y de Adam, y sé que le inquieta que se enfríen. Hace muy buen tiempo para ser abril, pero el aire aún es frío.
Me pregunto cuándo sucedería. ¿Cuál fue el momento exacto de tu traición? Supongo que tendría lugar en las celdas del Old Bailey, durante una de las consultas que teníamos con nuestros abogados. Seguramente esa fría joven te impresionó, en cierto modo a pesar de ti. Se ganaría tu respeto gracias a su evidente talento. Llegarías a verla como tu ángel vengador, o como tu hada madrina.
Tal vez ocurriera antes, cuando viste que la señorita Bonnard suplicaba un aplazamiento tras leer el informe del doctor Sanderson en su teléfono camino del tribunal aquella mañana, puede que entonces te percataras de lo serias que se ponían las cosas. Quizá ocurriera cuando leíste el informe por tu cuenta en la celda, ese informe en el que se descartaba tan eficazmente cualquier diagnóstico de trastorno límite de la personalidad con elementos de narcisismo. Imagino que la señorita Bonnard te haría una visita tras conseguir el aplazamiento. Imagino que verías la expresión de su cara cuando te contaba con delicadeza que aquello probablemente anularía la alegación de inimputabilidad, que el debate que aquello suscitaría en el estrado sería problemático. Estoy segura de que usó esa palabra. Para nosotros. Los abogados lo dicen mucho: «Esto podría ser problemático para nosotros».
Tal vez lo pensaras entonces, o puede que más tarde, cuando estabas en el banquillo a solo unos metros de mí, observando al doctor Sanderson y cómo la hasta el momento brillante señorita Bonnard era incapaz de alterarlo lo más mínimo. Eso es lo extraño del caso, a pesar de retratarse como un ser horrible, un hombre sin un ápice de compasión humana, al final del interrogatorio de la contraparte nadie dudaba de lo que dictaminó respecto a tu cordura. ¿Cómo te sentiste al escuchar eso, al oír que las posibilidades de conseguir un veredicto de inocencia se hundían bajo el peso de su certeza? Puede incluso que sucediera tras presenciar el fracaso de la doctora Sadiq en el estrado, o al oír la primera de las autoridades que citó la señorita Price contra ella. ¿Cuánto tiene que calentarse el suelo de la jaula para que la madre chimpancé ponga a su bebé en el suelo y se suba sobre él?
En algún momento tomaste esa decisión que llevó a tu abogada a cambiar los fundamentos de tu defensa por trastorno mental transitorio en lugar de declararte inocente. Tú sabrías que ningún abogado hace eso a bote pronto. La acusación tiene un día para trabajar en caso de que la defensa cambie a mitad del proceso. Tu abogada solo habría aceptado este salto mortal en caso de que saliera a la luz nueva información durante el juicio. Necesitaba una razón, así que se la diste. Mirarías a la señorita Bonnard cuando se sentó frente a ti a la mesa de las celdas del Old Bailey, le dirigirías tu mejor mirada, esa mirada franca y directa, la mirada sincera que siempre me provocaba un nudo en el estómago, y le dirías: «Hay algo que no te he contado».
Abril termina y con él desaparecen los días soleados. Ahora toca lluvia de mayo. Una mañana, Adam y Guy discuten en el desayuno acerca de si debemos dejar la hamaca en el jardín o es mejor meterla en casa. Guy dice que si fuera de cuerda natural tendrían que desmontarla, pero siendo de plástico no pasa nada.
Ando por la casa como un fantasma. Evito recuperarme y tomar las riendas de mi vida de nuevo para impedir que Adam se marche.
Paso mucho tiempo en mi despacho fingiendo ponerme al día con el correo y reactivar mi vida. Es una explicación adecuada. A veces salgo del estudio y me quedo en el descansillo de la escalera oyendo a Guy y a Adam deambular por la casa y hablar entre ellos. En ocasiones, Guy trabaja y Adam rasguea las cuerdas de la guitarra en su vieja habitación. De vez en cuando uno de ellos sale de casa, pero nunca al mismo tiempo. Uno de esos días que Adam sale un rato, oigo cómo Guy se traslada por el piso de abajo como un oso grande y herido mientras estoy sentada en el último tramo de la escalera, y de repente su soledad me parece insoportable. No puedo resistir la idea de saberlo dolido y que tiene que ocultar su sufrimiento hasta que yo me recupere, así que bajo la escalera, pero se mete en la cocina antes de que llegue, y a mí no me apetece entrar, de modo que me siento en el salón sin ninguna razón y al cabo de un rato aparece con una taza de té. Se va inmediatamente después y cualquiera que no lo conociera diría que se comporta con naturalidad. Ha perfeccionado ese aire de lentitud sistemática en torno a las tareas domésticas. Tengo ganas de que vuelva, de que se siente conmigo para decirle: «Quiero que te sientas mejor, pero no hables». Como me parecería injusto, prefiero no decir nada.
Guy cree que me he desenamorado de él, que ha fracasado en el intento, por decirlo con las palabras que usaba para referirse a su propia aventura. Él cree que podía amar a Rosa y seguir queriéndome a mí porque es un hombre. Pero como yo soy mujer, y más sincera, no podría hacer lo mismo. Así que ha llegado a la conclusión de que yo no podía hacer aquello con Mark Costley sin desenamorarme de él. Se equivoca. He sido mucho más masculina en ese asunto de lo que podría imaginar. Su determinismo biológico a este respecto está basado en parte en la ciencia y en parte en su caballerosidad, pero se equivoca en ambos sentidos. Piensa tan bien de mí que sufre más de lo necesario.
En ningún momento me desenamoré de él. No me desenamoré de nuestra vida, la que tenemos en casa, ni del mundo que construimos a nuestro alrededor. Lo construimos por un motivo. Nos sienta bien. Aquí era donde teníamos que estar. Me desenamoré de algo más sutil y concreto. Me desenamoré de lo que he aguantado a lo largo de los años, de trabajar tan duro, de los sacrificios que he hecho, de mi capacidad para criar a dos niños mientras hacía todas esas otras cosas, por más que me hubiera comprometido a hacerlo.
Mientras me bebo sentada en el sofá el té que Guy ha preparado, me viene a la memoria súbitamente que siempre tenía una tetera y una taza de café preparadas en mi despacho mientras seguía la rutina previa a acostar a los niños, les cantaba una canción al tiempo que los metía en la bañera y pensaba en algún aspecto técnico de la secuenciación de proteínas para poder marcharme al escritorio en cuanto los sacara y les diera el beso de buenas noches. Carrie solía dormirse una hora antes del desayuno cuando era bebé, y yo dejaba a Adam viendo la tele y me ponía a escribir frenéticamente o a leer ensayos de investigación. A veces me descubría en esa fase y me permitía este pensamiento, nada más complaciente ni extremo: Puedo hacerlo. Mirad cómo me las arreglo. Cuando los niños eran pequeños solíamos ir de visita a casa de la madre de Guy para comer el asado del domingo. Murió cuando ellos tenían seis y ocho años respectivamente, pero cuando eran más pequeños a la abuela le gustaba hacer un buen almuerzo de domingo para Guy, sus dos hermanas y el resto de la familia. Cada vez que se levantaba para cambiar un pañal parecía que fueran a entonar todas el Aleluya. A mí nunca me alabó nadie por todos esos malabarismos y combinaciones que tenía que hacer. No pedía que lo hicieran. Daba por hecha mi competencia, igual que todo el mundo.
No fui vulnerable a ti y a lo que hicimos por estar desenamorada de Guy. Estaba hastiada, y me había desenamorado de todo lo que tuviera que ver con esa competencia mía. Me había desenamorado de mí misma.
Supongo que hay dos clases de adúlteros: los que repiten y los que solo lo hacen una vez. Yo soy de estos últimos. Nunca habría tenido un aventura de no haberte conocido. Fue una ocasión de esas entre un millón, como cruzar la carretera en el preciso instante en que la furgoneta blanca aparece por la esquina y el conductor está distraído con el móvil. Para los que lo hacemos una sola vez suele llegar en un momento crucial de nuestro matrimonio y en realidad tiene más que ver con el matrimonio que con la aventura. Después, la vergüenza y la culpa son tan grandes que sentimos una gratitud infinita hacia el cónyuge traicionado por permanecer ahí.
Tú eres del otro tipo, ahora lo sé, un adúltero en serie. Los adúlteros en serie serían infieles a cualquiera con quien se casaran, aunque ellos quieran pensar lo contrario. Sus aventuras no tienen nada que ver con sus matrimonios. Tienen que hacerlo porque de lo contrario sus vidas serían insoportables. Visto así, la forma de actuar del adúltero en serie puede parecer más censurable que la mía, pero en realidad son mejores mintiendo, y la posibilidad de que arruinen un matrimonio perfecto y decente por la emoción que encuentran en otra parte es menor.
Moralmente no hay ninguna diferencia. Ahora lo sé.
No sé nada de tu matrimonio. No sé cómo manejas la parte normal de tu existencia. Lo único que supongo es que conseguiste llevar una doble vida en el sentido estricto de la palabra. En casa, en Twickenham además, eras completamente corriente. Veías la televisión con tu mujer y compartíais las tareas domésticas. De vez en cuando discutiríais acerca de a quién le tocaba renovar el permiso de circulación del coche, como hacemos Guy y yo. Y después estaban las aventuras, prácticamente una detrás de otra. Sin esas aventuras no habrías podido seguir casado, al mismo tiempo que la estabilidad de tu matrimonio las permitía. No podría haber existido lo uno sin su contrario. Tu vida estaba ligada a ese agotador juego de ping-pong, todo el tiempo saltando de un modo de vivir a otro. Te enganchaste tanto a la adrenalina de esa existencia que ya no sabías cómo vivir sin ella.
Tras el drama imaginado que hace nuestras vidas cotidianas soportables, llegó el drama real, más de lo que podíamos controlar, y entonces quisimos recuperar nuestras vidas, pero ya no existían. Descubrimos que la seguridad y la inmunidad no pueden recuperarse cuando las intercambiamos por emociones.
Me pregunto qué sucederá cuando salgas de prisión. ¿Recuperarás tu vida anterior? No sé por qué, pero no lo creo. Tu esposa no parecía de las que perdonan, y quién podría culparla. ¿Te pondrás en contacto conmigo entonces? ¿Nos veremos? ¿Nos sorprenderemos al comprobar lo mediocres, viejos y vulgares que somos? No lo sé. Lo único que sé es cómo lo llevo con Guy.
Nos queremos. Eso es lo que sé.
Poco a poco, nuestras vidas recuperan la normalidad. Guy vuelve a dar clases. Adam sigue con nosotros, pero dice que va a alquilar un piso. Está pensando en trasladarse a Crouch End. Tiene un amigo allí que toca el teclado. Crouch End está mucho más cerca que Manchester. Puedo soportarlo. La agente de la condicional, una irlandesa que ronda los sesenta, me anima a salir más de casa. Dice que hago bien tomándomelo con calma, pero que es hora de empezar a mirar al futuro. ¿He pensado en qué trabajo podría hacer ahora? No, no lo he pensado. Me pregunto si me cogerán en alguna tienda o cafetería de la zona.
Un mes después de salir de prisión me dejaron sola en casa durante todo el día y, sin pensarlo siquiera, decidí coger el metro para ir al centro. Si lo hubiera pensado bien no lo habría hecho, pero sabía que tarde o temprano me encontraría en el distrito de Westminster y no quería que sucediera por accidente. Quería ir allí a propósito para que no me pareciera una emboscada. El Instituto Beaufort, el Parlamento, los jardines de Embankment, pensé en arriesgarme a visitarlos para comprobar si estaban allí nuestros fantasmas de aquel tiempo, como si fuera a tropezarme con nosotros mismos caminando del brazo a la orilla del río o sentados juntos en una cafetería, con las rodillas apretadas con fuerza bajo la mesa. Pensé: Hazlo una vez y luego olvídalo.
No fui directamente allí. Antes hice otras cosas, como si pudiera engañarme a mí misma diciéndome que mi peregrinaje era accidental. Fui de compras a John Lewis y luego bajé por Bond Street mirando entre las puertas abiertas de sus desoladas tiendas de diseño, echando un vistazo a las escasas prendas negras que cuelgan con desahogo de sus percheros cromados y a la ocasional dependienta tiesa como una vela. Y entonces, juro que ni lo pensé, seguí caminando hacia el sur, crucé Piccadilly cerca del Royal Academy, miré la entrada y decidí que no me gustaba la exposición. Pensaba abandonar el propósito de mi viaje y volver directamente al metro, pero en lugar de eso bajé por Church Place, solo porque es peatonal y me apetecía huir del tráfico.
Y entonces me encontré allí. Había llegado por mí misma sin quererlo. Estaba en la mediación de Duke of York Street, mirando hacia la izquierda. Habíamos tenido sol y lluvia alternativamente durante toda la semana y el cielo era de un extraño color gris dorado. Alrededor del sol se agolpaban nubes de tormenta que lo empañaban con esa luz llena de nuevos presagios.
Lo primero que vi al acercarme fue que había andamios alrededor del viejo edificio ennegrecido de la esquina. Tenía la mitad de las ventanas rotas por los trabajos de demolición del edificio contiguo y estaba claro que sería el siguiente en caer. El bloque de oficinas que se erguía ante él, el que estaba frente al portal, ya había desaparecido. Esas ventanas vacías a las que miraba por si alguien salía, toda la cubierta del tejado, ahora formaban parte del cielo, de ese cielo gris dorado. Habían puesto vallas para proteger los trabajos y una gran señal con este lema escrito en mayúsculas rojas sobre fondo blanco: EN PROCESO DE DEMOLICIÓN: MANTENGÁSE ALEJADO. Tras las vallas se oía el rugido de las máquinas, las excavadoras, los martillos neumáticos y los taladros, y los gritos de los obreros con sus cascos. Entonces, mientras miraba a través de la valla, oí un sonido chirriante como el de un viejo tren entrando en una pequeña estación y apareció el brazo de una excavadora amarilla inmensa que se elevó por encima de la valla, abriendo la boca en el aire antes de sumergirse de nuevo y dar un mazazo. A pesar de que la valla me separaba del monstruo, retrocedí hasta la pared de enfrente.
Lo están derruyendo, amor mío, pensé mientras lo veía. Apple Tree Yard está a punto de desaparecer. Mi error ha sido borrado. Lo están desmontando ladrillo a ladrillo.
Me quedé allí escuchando esa destrucción que no podía ver. Después bajé un poco la calle en busca del portal en el que me habías inoculado tu ADN. No fui capaz de diferenciar cuál era. Ninguno tenía suficiente profundidad, y además aquella noche estaba a oscuras. El calor del momento, el ensimismamiento son difíciles de creer ahora, cuesta creer que yo hiciera algo así. Todo se ve diferente a la luz del sol, y a mi espalda, tras las vallas, las excavadoras, los martillos neumáticos y los taladros siguen trabajando, ruidosos y ajenos bajo el cielo gris dorado.
Y este es mi secreto, amor. A veces me levanto por las noches y salgo de la habitación; Guy se vuelve cuando lo hago, pero aunque lo despertara no se le ocurriría seguirme. Vengo aquí arriba, a mi despacho. Enciendo la estufa y el ordenador, que la policía nos devolvió tras el juicio. Las lucecitas parpadean al tiempo que la estufa empieza a crujir y abro la carpeta Admin. con la cabeza despejada y despierta. Hay unas carpetas dentro de otras y más carpetas en su interior. Al final voy a «Contabilidad» y, solo para asegurarme, me detengo en cada documento, a veces incluso los abro uno a uno. He hecho esto ya al menos una veintena de veces y no puedo evitar seguir haciéndolo en noches como esa. Busco algo que ya no está allí. Busco el documento llamado IVAdatos3, que empecé a escribir hace más de dos años, la noche de nuestro primer encuentro en la capilla de la cripta del Parlamento, donde contaba lo que habíamos hecho bajo aquellos santos abrasados, los santos ahogados y otros que habían sufrido todo tipo de torturas. Ese documento ya no existe. La única persona que podría haberlo borrado es mi marido. Debió de subir inmediatamente después de mi arresto, tal vez incluso con la policía todavía en casa. Y para hacer eso tendría que haber sabido que ese archivo existía. Corría un grave riesgo al borrarlo para protegerme. Si lo hubieran atrapado se habría convertido en mi cómplice.
Busco el archivo a pesar de saber que no se encuentre ahí, pero más que ese archivo busco otra cosa. Busco una información que nunca estuvo en este ordenador. Una prueba que solo obtendría si la relación entre una persona y su ordenador fuera reversible, si el ordenador fuera un ojo enorme que observa al individuo que está ante él y grabara todos sus pensamientos y acciones. Me quedo sentada, mirando fijamente un archivo que ya no existe mientras intento adivinar si Guy lo leería antes de borrarlo.
He dejado de escribir. Sé lo que me conviene. Paseo por los archivos hasta que me canso de hacerlo, y después cierro la carpeta que contiene cada uno, y después la que contiene a esta otra, y otra… dándoles las buenas noches a los documentos como si apagara una a una las luces de un dormitorio escolar. Luego me recuesto en la silla, me ajusto la bata y me dejo mecer por el calor de la estufa y el vacío de mis pensamientos. La noche languidece, igual que yo en la silla, y me viene a la cabeza una imagen lánguida pero dolorosa. Somos nosotros. Estamos tumbados, medio desnudos, saciados, en el piso de Vauxhall que yo creí un piso seguro y al final resultó que era del difunto tío de tu esposa y aguardaba el momento en que lo amueblaran y lo alquilasen. Yacemos sobre el colchón sin sábanas, con la blanca montaña del edredón sin funda a nuestros pies. La luz que atraviesa los visillos está teñida de gris, pero sigue iluminando demasiado. Se me ven todas las arrugas y manchas de la piel, esas señales que revelan lo que soy en realidad, aunque tampoco tú escapas de eso. Estamos a finales de septiembre y hace un día sorprendentemente bueno como anticipo del octubre que tendremos. La habitación es pequeña y está vacía. Nos miramos, medio desnudos, envueltos el uno en el otro, enredados. Me agarras por la cintura con un brazo y me pasas el otro por los hombros, con los dedos ensortijados entre mis cabellos, sosteniéndome la cabeza por detrás para pegarme a tu pecho. Creo que estás dormido, te has despertado antes, pero has vuelto a caer. Yo estoy completamente despierta, respirando tu aroma, tu piel, tu pelo, un ligero sudor, el olor del amor saciado. Necesito ir al baño. Me pregunto si seré capaz de desengancharme de ti sin despertarte, moviéndome muy lentamente. La mano enredada en mi cabello lo impide. Me quedo tumbada un rato disfrutando del peso de tu brazo sobre mi cintura, de su solidez y determinación, de su intención. Aunque tenga la nariz pegada a tu pecho, tan cerca que los pelos me hacen cosquillas, sonrío.
Sé que te has despertado. Hablo en voz baja contra tu pecho.
—¿Sabes lo que quiero realmente?
—¿Mmm…? —murmuras.
—Quiero que lo mates —digo—. Quiero que le revientes la cara.
No respondes. Te aprietas contra mí. Yo también te abrazo con más fuerza. Al cabo de un rato tu respiración vuelve a hacerse pesada.
Al final, transcurrido un tiempo, aunque sigues respirando profundamente y no quiero despertarte, intento cambiar de posición, deslizar la cabeza hasta abajo y deshacerme de la mano que se aferra a mi pelo. Echo la cabeza atrás lo justo para verte la cara. Ni siquiera abres los ojos. Solo frunces un poco el entrecejo. Te aprietas contra mí y me agarras por la cintura con más fuerza. Tu mano vuelve a posarse sobre mi cabeza.
—Lo dudo mucho… —murmuras.
Sonrío al tiempo que nos abrazamos con fuerza. Sonrío por mi locura, por la nuestra. Ambos sabemos que podría levantarme si quisiera, que se trata de un juego, que te gusta reclamarme como tuya, un juego que nos halaga a ambos. Durante unos minutos más fingiremos que soy tuya y tú eres mío, y no podemos evitarlo, lo cual significa que no somos responsables de ello. Si somos víctimas de nuestros deseos, esos deseos sobrecogedores, esto no puede ser culpa nuestra, ¿verdad? No hacemos daño a nadie. No tenemos por qué sentir vergüenza. No tenemos por qué sentirnos culpables. Somos inocentes.