Llegará un momento después de todo esto en el que piense en los manzanos en flor. Estaré tumbada en una hamaca entre los dos manzanos de mi jardín y miraré las constelaciones de flores blancas en contraste con las ramas negras, preguntándome si alguna vez existió un Apple Tree Yard en la era preindustrial que tuviera manzanos, o si se han sacado ese nombre de la chistera, como en muchas otras calles.
Ese momento está lejos. Ahora sigo en el estrado enfrentándome al interrogatorio hostil de la señorita Price, aunque la acusación tendrá poco trabajo que hacer gracias, Mark Costley, a los esfuerzos de tu abogada defensora.
Robert hizo lo que pudo. En cuanto le llegó el turno pidió tiempo para debatir con su cliente antes de proceder, petición que fue denegada. Atado de manos por su patente ignorancia de nuestra relación, se concentró en Craddock, volvió a incidir en la violencia de su agresión, el miedo que yo tenía a que reapareciera en mi vida… Pero mi afirmación siguió flotando sobre la sala durante todo ese tiempo, como un adorno de Navidad en unos grandes almacenes. E inevitablemente, a la luz de lo que acababa de admitir, las caras de los miembros del jurado denotaban que la agresión les parecía mucho más leve. El negro de la camisa rosa me miraba fijamente, impertérrito, el viejo del porte militar fruncía los labios y la china parecía en estado de conmoción. Esa nueva información cambiaba la visión que todos ellos tenían de mí. Mis actos y lo que habían hecho conmigo reemplazaban a mi personalidad. Me entraban ganas de decir que lo que hice no me define, y tampoco lo que me hicieron. Pero en lo que respecta a los demás, no somos más que la suma de nuestros actos y de aquello que actúa sobre nosotros. Solo eso cuenta como evidencia. Nuestras vidas interiores pueden ser muy diferentes a la imagen que tienen de nosotros mismos, pero ¿cómo esperar que la gente entienda eso? No pueden meterse en nuestra piel, por más intimidad que compartamos con ellos.
Me veo reflejada en los ojos del jurado, y es como mirar un espejo de feria que amplía y reduce mi imagen hasta distorsionarla por completo, pero dejándome reconocible. Tus tres décadas como científica respetada y madre de barrio residencial no cuentan si has echado un polvo en un portal.
Al día siguiente llega la hora de los alegatos finales. Comienza la acusación, y la señora Price tiene todo un arsenal a su disposición. El análisis forense te pone en una difícil posición y la señorita Bonnard, en su intento de defenderte de la cortina de fuego en la que te envuelve la ciencia, ha servido mi cabeza en bandeja a la Corona.
La hecatombe continúa con sus propios alegatos.
—Damas y caballeros, se les dio a entender al comienzo de este juicio que mi cliente se declararía inocente por inimputabilidad y que les daríamos pruebas de que tiene un trastorno de la personalidad. Damas y caballeros, seguimos sosteniendo que el señor Costley sufre un serio trastorno psicológico, pero ya no hay necesidad de probar esto ante el tribunal para que lo absuelvan. Permítanme que lo explique… —Desde que el tribunal conoce nuestra aventura, te declaras inocente por enajenación metal transitoria. El detonante del que hablaba Jas es, en efecto, yo misma. La señorita Bonnard continúa—. Puede que nunca sepamos la verdad de lo que sucedió entre George Craddock e Yvonne Carmichael aquella noche, la noche en que esta mantuvo relaciones sexuales con Mark Costley y con él en un espacio de horas, la primera ocasión en un portal de Apple Tree Yard, la segunda en un despacho de un edificio universitario después de una fiesta alocada. George Craddock está muerto y no puede explicar ni defender sus acciones, así que solo tenemos la palabra de Yvonne Carmichael de que ese encuentro no fue consentido. Pero podemos suponer que hubo un encuentro de un tipo u otro, y que Yvonne Carmichael se lo contó a su amante, mi cliente, y que después afirmó que George Craddock la acosaba. Entonces ¿de quién fue la idea de ir en coche hasta el piso de Craddock aquel día? Yo diría que fue de Yvonne Carmichael. Lo único en lo que pensaba Mark Costley era en proteger a la mujer que amaba. —Hace una larga pausa en este momento—. ¿Y qué pruebas tienen ustedes, damas y caballeros, de que Mark es un hombre que protegería a la mujer que ama? Bueno… —dice con una sonrisa desoladora—. Podría deducirse por el modo en que ha mantenido esa aventura en secreto para protegerla, llevándolo incluso a ocultárselo a este tribunal y decidiendo aceptar la culpa de lo sucedido el máximo tiempo posible, hasta que incluso él empezó a darse cuenta de que tenía que decir la verdad.
Estoy sentada en el estrado escuchando su narración. Y se me ocurre que lo único que se necesita para construir una historia es ligar una serie de hechos. A veces la araña teje un hilo que va desde un arbusto hasta un poste a varios metros, y puede parece increíble, pero no por ello deja de ser una telaraña.
—Quién sabe qué encendió la mecha de la violencia entre esos dos hombres. Quién sabe si Mark Costley estaba alterado y angustiado en su desesperación por proteger a una mujer a la que amaba, una mujer que él creía en una situación de peligro real ante George Craddock (si eso es cierto o no, nunca lo sabremos), quién sabe el estado de ansiedad en que se encontraba cuando desafió a George Craddock, y quién sabe cómo respondió este, provocándole, tal vez, con la promiscuidad de su amante, una provocación que a Mark le pareció insoportable a la luz de lo que creía…
Era un buen intento, eso lo reconozco, pero no había pruebas que apoyaran la teoría de que Craddock te provocó, ¿verdad, mi amor? La enajenación mental transitoria siempre sería una defensa débil para ti. Tendrías que haber seguido con la inimputabilidad.
¿Quién sabe?, como diría la señorita Bonnard. A mí me gustaría saberlo. Tal vez me lo cuentes algún día. Yo tengo mi propia teoría y es la siguiente. No creo que supieras que ibas a matar a George Craddock aquel día. Si hubieras planeado asesinarlo no me habrías pedido que te recogiera en el metro y te llevara allí; ¿para qué tener un posible testigo? Un asesinato no requería testigo alguno, pero un acto de heroísmo sí, para justificar la visión que tienes de ti mismo de hombre que siempre hace lo correcto. Lo que sucedió aquel día fue una empresa conjunta, pero no en la forma en que dejaba ver la acusación. Querías una fantasía conjunta. Querías que te viera como mi héroe vengador. Llevaste la muda de ropa para poder decirme después que no la habías necesitado porque le habías dado una lección. Ya no volvería a molestarme. Ibas bien preparado para hacerle daño, asustarlo e infringir la ley en el proceso, pero no tenías intención de matarlo. Sabías lo difícil que sería librarte de eso. Puedes ser muchas cosas, pero no estás loco.
¿Te provocó, amor mío? ¿Te dijo que él había disfrutado haciéndolo y yo también? Cuesta imaginarse a Craddock retándote así a la cara. Tal vez le engañara tu complexión normal y la ropa informal. Tal vez no tuviera percepción del peligro. O quién sabe si lo agrediste para asustarlo y todo iba a acabar así en cualquier caso.
Pero se cayó, ¿verdad? Cayó al suelo. Y en un momento dado sucedió algo, algo que descargó tu rabia. Pudo provocarte, o quizá te dejaras llevar por la adrenalina del momento, pero lo cierto es que perdiste el control. Se cayó, o tal vez lo derrumbaste. Se golpeó la nuca con el borde de la encimera. Y una vez estuvo en el suelo no paraste. Saltaste sobre él. Le pegaste y lo pateaste hasta matarlo. Es posible que apenas durase unos segundos.
Llegado a un punto te detuviste. Después, te inclinaste para ver lo que habías hecho.
Me pregunto qué pasaría entonces, mi amor. Me pregunto qué pasaría por tu cabeza mientras te agachabas y la sangre de ese hombre que exhalaba su último suspiro te salpicaba en la cara. A pesar del tiempo que tuviste para librarte de la ropa y lavarte, descubrieron su ADN en ti tras tu detención. El ADN llega a todas partes. Seguramente hubo un momento en que te levantaste y bajaste la vista para ver su cuerpo tumbado en el suelo, y también supongo que tu mente se dividió en dos, como probablemente pasara con las neuronas del cerebro de la víctima. En ese momento una parte de ti seguía viviendo en la narrativa imaginada que controlabas, y otra parte de tu mente intentaba absorber la dura realidad de lo que acababas de hacer. Ya que entonces debiste de percatarte de que tenías ante ti la esencia de la muerte: su irreversibilidad. Al fin disponías de una fantasía que tu otra vida, tu vida real, no podría desterrar, por más que se interpusiera. Aquello era una disociación permanente, la disociación de George Craddock de su propia persona. En los momentos que siguieron debiste de reconocer que ya no vivías en una ficción inventada por ti mismo. Habías perdido el control de la ficción. Aquello había sucedido y no podrías eliminarlo cuando volvieras a tu barrio residencial junto a tu mujer y tus hijos. Habías asesinado a una persona.
No puedo dejar de imaginar lo que sucedió entonces. Imagino cómo te alejas del cuerpo unos pasos y recobras la conciencia, cómo te echas las ensangrentadas manos a la cabeza a la altura de la sien y manchas de sangre esos hirsutos cabellos castaños entrados en canas, cómo te vuelves y compruebas que, efectivamente, el cadáver continúa allí. Aquello había sucedido de verdad. La paradoja de un cadáver es que escapa a la vida, pero su presencia sigue siendo palpable, y la razón de que ese cuerpo no pueda huir es precisamente que su vida ha escapado. Las historias de terror en las que los cadáveres se levantan y andan, o persiguen a sus asesinos, no pueden ser más atinadas. Cuando quieres que el cuerpo desaparezca, en realidad lo que quieres es dar marcha atrás a tus actos. Si pudieras insuflar vida a tu víctima de nuevo, esta podría levantarse, dar media vuelta y marcharse. Te he imaginado caminando en pequeños círculos por el piso en un intento por relajar la respiración, incapaz de calmar tus pensamientos.
Pero debió de llegar un momento, y, mi amor, me pregunto cuánto tiempo pasó, en que esas dos mitades desunidas de tu cerebro volvieron a juntarse para enfrentarse a una nueva realidad. Al fin y al cabo fuiste policía, así que te han adiestrado para salir al paso a un nivel profesional. Me pregunto si fuiste consciente realmente de lo que hacías, pero no creo que importe. Fuera como fuese, quizá después de unos minutos andando en lentos círculos, eligirías una vía para escapar de allí, de los círculos. Tus preparativos para cualquier eventualidad, la ropa, los zapatos y demás, impedían que llamaras al servicio de emergencias para denunciar una muerte accidental. Tenías experiencia suficiente, calma y sensatez de sobra, para saberlo. De no haberte esforzado tanto en esos preparativos para perpetrar un asesinato imaginario habrías tenido más probabilidades de librarte del real. Podrías haberles contado lo que pasó en realidad, confesar que os habíais peleado y había muerto accidentalmente, mostrarte alterado por ello. Cualquiera con un poco de sentido común sabe que, al final, esa es la mejor forma de librarse de una acusación de asesinato. Pero todo cuanto habías usado hasta entonces para alimentar tus fantasías hizo que la realidad se volviera sospechosa. Así que te la jugaste, tu libertad y la mía. No pensaste que yo esperaba en el coche. No pensaste en mí en absoluto. Solo pensaste que si llamabas a una ambulancia dirías adiós a todo, pero si adoptabas la muy arriesgada estrategia de huir, tendrías alguna posibilidad, mínima, pero real. Si no descubrían el cuerpo hasta pasado un tiempo, si las cámaras entre el piso y la estación estuvieran averiadas, como sucede a menudo…
Puede que en cierto momento te sintieras satisfecho contigo mismo. Al fin había sucedido. Tus fantasías paranoicas se transformaban en realidad. Ya no eras simplemente un hombre aburrido de su trabajo que inventa una historia más emocionante. La historia se convertía en realidad. Gracias a ti. Supongo que te pondrías en acción con bastante eficiencia. Te ocuparías del asunto de las pruebas forenses, volverías sobre tus pasos hasta el momento en que entraste en el piso, limpiarías todas las superficies que había que limpiar con un trapo de la cocina, el mismo que dejó un círculo en el suelo con la sangre diluida de George Craddock. Te asegurarías cuidadosamente de no olvidar nada. Irías al espejo del pasillo para limpiarte la cara y el pelo de sangre. Solo una vez que hicieras esto te habrías parado tras la puerta de entrada para sacar tus pantalones de la bolsa Nike y cambiarte las zapatillas de deporte. En este momento imagino que estarías al borde de algo similar a la euforia.
Verme a mí, sentada en el coche, esperando pacientemente, ¿no te bastó?
¿No era suficiente eso para despertar a la realidad de lo que habías hecho, de lo que arriesgabas por mí y sin mi consentimiento? ¿En ningún momento me viste la cara cuando te acercabas al coche y te sentiste un poco culpable? Te olvidaste de mí, con lo cual quiero decir que te olvidaste de que era una persona real, con sus propias necesidades y deseos, con su propia historia. Para entonces yo no era más que una pequeña parte de la tuya: «Arranca».
Sala número ocho del Tribunal Penal Central, Old Bailey, ECI, limpia, moderna y eficaz. Pero incluso en esta estéril habitación de madera con sus fluorescentes cuadrados en el techo y el cansancio cayendo como un telón sobre sus personajes habituales, incluso aquí, se genera un inconfundible frenesí cuando el jurado regresa a la sala. Sé, tan bien como tú, cuánto nos jugamos los dos en esto, pero hasta que nos exhortan a levantarnos y miro a mi alrededor no me percato de lo que se juegan también todos ellos. Cada victoria o derrota cuenta a favor o en contra del abogado. La señorita Bonnard se aclara la voz compulsivamente. El juez ha hecho patente su sentir en la conclusión, así que su reputación en el oficio también está en juego. Después de todo, es la primera vez que su poder está en tela de juicio. Los agentes de policía saben obviamente qué resultado quieren, y el inspector Cleveland se ajusta la corbata, la recoloca bajo la americana y yergue la espalda como si con su apariencia pulcra pudiera manipular el resultado. También los miembros del jurado, que ahora entran por la misma puerta que el juez —les han destinado una sala específica para deliberar—, ni siquiera ellos que conforman el todopoderoso gran jurado saldrán de allí sin mácula. Al cabo de unos momentos, cuando se pronuncien, un hombre y una mujer saldrán libres del Old Bailey y volverán con sus familias, sus hogares, sus vidas cotidianas; o irán presos durante muchos años a los bajos fondos, a otro mundo. Los miembros del jurado tendrán que convivir con esa decisión durante el resto de sus vidas.
Cuando me levanto dirijo la vista a la tribuna pública y solo entonces advierto que mi marido, Guy, está sentado junto a Susannah, esperando que alce la vista y lo reconozca. Va vestido con una camisa celeste y una americana, lleva su abundante cabello lacio recién lavado, y muestra un rostro ancho y diáfano que parece embeberse de mí, intentar descifrar cómo estoy. Es demasiado. Las rodillas me flaquean. Mi vida, mi vida real, está ahí arriba, a solo unos metros. Sé que quiere apoyarme, pero sufro un tormento. Intento sonreír y también Guy lo intenta, pero ni siquiera él puede ocultar su miedo. Susannah me ofrece una esperanzada sonrisa y Guy levanta la mano en un pequeño gesto de reconocimiento, disculpándose un poco, creo, porque debe de saber que su inesperada aparición hace que la cabeza me dé vueltas. «Lo siento», musita. Más tarde me diría que había mantenido su promesa de no asistir al juicio, pero no había prometido nada respecto al veredicto. Regresaba de Marruecos después de un fin de semana con Carrie, Sath y Adam. Él permaneció en nuestra casa todo el tiempo. Susannah lo llamaba diariamente para mantenerlo informado. En este momento en el que yo estoy en el banquillo y él en la tribuna pública lo sabe todo. Nos quedamos mirándonos un par de instantes antes de volvernos para ver pasar al jurado.
Sigo en pie. No sé cómo, pero sigo en pie. Es un milagro porque no puedo respirar. Mi pecho parece un saco lleno de piedras que golpea el resto de mi cuerpo, e incluso tengo tiempo para pensar si será esto lo que uno siente cuando le da un ataque al corazón. Aunque yo sé que no. El inicio de un ataque al corazón suele ir acompañado por una sensación de hundimiento, un negro descenso hacia un mundo desconocido pero inevitable. Mi ahogo no produce ese efecto, al contrario, me da alas, soy ligera como el aire porque de repente me percato de que todo está a punto de acabar. Gracias a Dios, gracias a Dios… Ya me veo escapando del banquillo de los acusados como una exhalación, cruzando a sala y saliendo al pasillo. Imagino que corro escalera abajo hacia la salida y que Susannah y, ahora también, Guy me esperan en la calle. Me permito visualizar aquello que he evitado durante todo el juicio: mi cocina, el sillón de cuero gastado donde suelo sentarme a tomar café ante las puertas dobles que dan al jardín y en el que el sol da de pleno en esta época del año; a Guy trabajando arriba, distraído y ausente; a mi hijo sentado en el escalón de atrás fumándose un cigarrillo durante una de sus raras visitas; a mi hija y a su novio en la cocina —les gusta cocinar cuando vienen—. Estas son las imágenes que ocupan mi cabeza, unas imágenes separadas y a la vez interconectadas, instantáneas de mi vida anterior, mi vida doméstica, que por fin se ven cercanas. ¿Cuándo volverán los chicos de Marruecos? Pase lo que pase, dijeron que volverían este fin de semana.
Pero antes, el veredicto.
Las relaciones de pareja se basan en historias, no en la realidad. Solos, como individuos, tenemos nuestra mitología personal, las historias que nos contamos para que la vida cobre sentido. Eso suele funcionar bien si mantenemos la cordura y la soltería, pero en cuanto tienes una relación íntima con otra persona se produce una discordancia automática entre la historia tal como tú la cuentas y la historia que narran ellos.
Esto lo recuerdo gracias al juicio. Recuerdo lo tranquila que se sentía y lo bien preparada que estaba la rolliza señora Price cuando se levantó para la presentación del caso. Tenía su historia completa. Ni siquiera necesitó aclararse la garganta. Se miró los pies brevemente, supongo que para mostrarse humilde respecto a la verdad que iba a contar al tribunal. Esa mirada gacha quería decir que no era su historia, nada de eso, ella contaba lo que había sucedido realmente. Sean cuales sean mis sentimientos hacia esa mujer y el proceso que representa, puedo distanciarme lo suficiente para observarla y admirar que tenía una hipótesis, exactamente igual que yo tengo las mías. La suya quedó comprobada gracias a mi afirmación, con triquiñuelas, si se quiere, sacando el testimonio de contexto para vender humo con artificios, así que no estoy muy segura de que la analogía con la ciencia se sostenga, pero al menos me hizo pensar algo: como científica he contado más historias de las que era consciente, o de lo que admitía. Tú, Mark Costley, eras un mitómano, una persona que solo podía sobrellevar su vida diaria bajo el palio de una serie de cuentos narcisistas en los cuales eras espía, experto seductor, héroe vengador y quién sabe qué más. Tus historias se han vuelto tan necesarias que te reclaman y te impiden sentir la realidad objetiva en modo alguno. Y el fin de nuestra historia fue este: ambos fuimos a la cárcel.