22

Robert no malgasta demasiado rato en repasar mi carrera, solo deja claro dónde trabajo y el tiempo que llevo haciéndolo. Incide fugazmente en mi matrimonio, estable y de larga duración, alude a mis dos hijos ya criados y señala que mi marido es un respetado científico, igual que yo. No me gusta hablar de Guy, Adam y Carrie, noto que mi voz se apaga, pero sé que Robert está obligado a hacerlo para que dé una imagen de mujer completamente normal. Le resulta muy sencillo conseguirlo. Así es como soy. Al cabo de un rato llegamos a esa parte de mi trabajo que impresiona más a los demás, a pesar de que es una de las cosas peor pagadas que he hecho: presentar testimonio en la comisión permanente de la Cámara de los Comunes. Robert tampoco necesita extenderse mucho sobre esto, lo suficiente para darme credibilidad, y una vez ha concluido, yo misma me veo incapaz de cosas que en realidad he hecho, por no hablar de aquello que no he hecho y de lo cual me acusan.

—¿Y conoció al hombre que está en el banquillo durante la última sesión a la que asistió?

—Sí, correcto.

Robert se yergue un poco más, se cruza de brazos y dice con naturalidad:

—¿Puede decirme la impresión que le causó?

—Sí —respondo—. Me cayó bien. Estuvimos hablando en el pasillo. Conocía el Parlamento a la perfección y me hizo una visita guiada, el salón Westminster. —Una pequeña pausa—. La capilla de la cripta. Sabía mucho acerca de la historia y de cómo funcionaban las cosas. Parecía muy competente.

Paseo la mirada por la sala y obtengo lo que había esperado desde el comienzo del juicio, que me mires. Me miras con dulzura. Solo me atrevo a hacerlo durante un segundo. Cuando desvío la vista, advierto la expresión del inspector Cleveland, sentado detrás del equipo de la acusación, justo a la misma altura que tú. Su mirada no es dulce. Está pensando: «Has follado con él y lo sé, pero no puedo demostrarlo».

—¿Se hicieron amigos? —pregunta Robert.

—Sí, quedamos varias veces para tomar café.

—Solo amigos —afirma Robert, y yo asiento. Continúa sin dejarme elaborar una respuesta—. Creo que el señor Costley quería que lo asesorase.

—Sí —digo—. Su sobrino estaba pensando hacer una carrera de ciencias y hablamos de ello.

Robert hace una pausa llegado ese punto, una pausa dramática, lenta y deliberada, que todos los que están en la sala advierten.

—Señora Carmichael, ahora tendremos que hablar de los hechos que la han conducido indirectamente hasta aquí, dejándola en una posición en la que no creo arriesgado decir que jamás se habría imaginado. —Una nueva pausa. Robert se inclina hacia delante y pregunta—: ¿Quiere que desocupemos la tribuna pública?

Yo ya sabía que Robert haría esa pregunta y que tenía que responder afirmativamente, pero lo más extraño es que, a pesar de estar completamente preparada, se me ruborizan las mejillas al pensar en la humillación y me sale una tímida voz absolutamente sincera cuando digo:

—Sí. Si es posible sí, por favor.

Es la gentileza de Robert lo que me hace llorar. Es la moderación de su voz al incitarme a contestar las preguntas que el propio jurado puede hacerse.

—A alguna gente —dice lentamente— le resultaría difícil comprender que no fuera capaz de contarle a su marido esa brutal y despiadada agresión…

Mis ojos se inundan de lágrimas y noto que la cara se me tensa y tiembla al esforzarme por mantener la compostura. Aun así, llegado ese momento, ya puedo mirar al jurado, y quiero que también ellos lo entiendan, como lo entiendo yo.

—Sé que para quienes no han sufrido esto es difícil comprenderlo, yo misma habría pensado así antes de que me sucediera. Pero la realidad es que tu marido es la última persona a la que quieres contárselo. Si se lo hubiera contado a mi marido habría tenido que ser en casa. Habría hecho que invadiera mi hogar. Y tal vez dos años después habríamos estado sentados a la mesa de la cocina hablando de cómo se sentiría él respecto a esa agresión que él no había vivido y yo sí, porque a mí sí me pasó…

Entonces me derrumbo, lloro y me doy cuenta de lo enfadada que estoy. ¿Qué coño estaba haciendo Guy en Newcastle? ¿Por qué no estaba en esa fiesta? Y pensándolo bien: ¿Dónde estabas tú? ¿Dónde estaba toda esa gente que dice quererme, mi familia, mis amigos, dónde coño estaban todos aquella noche?

Cuando levanto la vista, una de los miembros del jurado, la mujer china, también tiene lágrimas surcando sus mejillas.

Esas cálidas y enfurecidas lágrimas tardan un tiempo en desaparecer. Robert hace pausas entre las preguntas, pero, poco a poco, va quedando claro que estoy deshecha. Incluso la pregunta más leve —¿Qué hice el fin de semana posterior a la agresión?— provoca un nuevo mar de lágrimas, y aunque me sorprende y humilla esa incapacidad para controlarme, una parte de mí siente un gran alivio al poder hablar al fin de ello, contar la verdad, reconocer mi furia y mi sufrimiento. Me desdoblo y me observo haciendo esto, sincerarme. ¿Cómo puede alguien dudar de mí en este momento?

Robert comprueba la hora, mira al juez y me hace una última pregunta.

—Señora Carmichael, cuando acudió a pedir consejo al señor Costley, ¿pensó en algún momento en vengarse del señor Craddock por lo que le había hecho?

Niego con la cabeza, lloro de nuevo, agarro el pañuelo entre los dedos como una niña, miro a Robert, vuelvo a sacudir la cabeza, lloro más.

—Solo para que quede claro —dice Robert en voz baja—. ¿Quería que George Cradock sufriera algún daño físico? ¿Instó o exhortó al señor Mark Costley a que matara a George Craddock?

Solo soy capaz de negar con la cabeza entre sollozos.

Robert baja la vista un momento, espera un rato y se dirige al juez:

—Milord…

—Sí —dice el juez.

Al mirarlo veo que tiene una leve expresión de desdén. Imagino que será de ese tipo de hombres que no soportan ver a una mujer llorar, que la impotencia y la irritación se apoderan de él, como le pasa a Henry Higgins en My Fair Lady. ¿Por qué no pueden ser las mujeres un poco más como los hombres?

—Me permite sugerir, dada la hora y el obvio estado de agitación de mi testigo…

—Sí, supongo que sí —acepta el juez de buena gana. Pasea la mirada por la sala—. La vista se pospone hasta mañana. Miembros del jurado, ¿podemos contar con su presencia a las diez de la mañana en punto?

Los miembros del jurado recogen sus cosas. Ninguno de ellos me mira cuando bajan de su tribuna y caminan presurosos hacia la salida. Resulta extraño que yo tenga que quedarme aquí y verlos marchar. No puedo evitar pensar que se acostarán pensando en mí, compungida y humana, llorando abiertamente en el estrado.

Cuando se marchan, Robert sale de entre las mesas y hace una ligera señal al funcionario del tribunal, que está esperando para llevarme de nuevo al banquillo. Entonces, se acerca hasta mí entrelazando las manos, las eleva y las sacude a modo de felicitación.

—Bien hecho —dice en voz baja y seria—. Lo has hecho muy bien.

Contesto con una tímida sonrisa, y solo entonces soy consciente de lo agotada que estoy y lo que echo de menos a Guy y a los niños. Esta experiencia estaba siendo tan distinta y extraordinaria que había conseguido mantener el sentimiento a raya y no pensar en ellos, pero ahora se cierne sobre mí inexorablemente y sé que moriré si no salgo de esta sala pronto y vuelvo a mi vida cotidiana.

Esa noche, por primera vez desde mi encierro, duermo profundamente en ese fino colchón de mi celda en la prisión de Holloway.

Al día siguiente me escoltan de nuevo al estrado, compuesta y sin lágrimas, con una camisa blanca recién planchada, esperando que haya pasado la peor parte de mi interrogatorio y preparada para el contrainterrogatorio de la acusación, aunque sin poder imaginar por dónde atacarán. No pueden intentar desacreditarme expresando sus dudas acerca de la agresión, ya que quieren mostrar a Craddock como un monstruo. Supongo que podrían preguntarme por nuestra relación, pero tampoco tienen pruebas de ello. ¿Qué pueden hacer?

El repaso que Robert hace de las preguntas es fugaz, sabe que el jurado ha pasado la noche con la imagen de mí, llorando y angustiada, en la cabeza. Sabe que para ellos será un alivio verme más calmada y que desean que siga así. Están de mi parte. No reincide en la agresión ni en lo que sucedió después, sino que se centra en los acontecimientos de aquel sábado por la tarde, cómo te recogí en el metro y te llevé hasta su calle, la conversación que mantuvimos antes y después, cómo te negaste a contarme lo sucedido. Acaba preguntando:

—Señora Carmichael, ¿urgió usted en algún momento, ya fuera antes o durante el trayecto hacia la casa de George Craddock, a que matara o hiriera al hombre que la agredió?

—No.

—¿Sospechó en algún momento que Mark Costley pudiera estar a punto de matar o herir a George Craddock?

—No, en absoluto.

¿Siento inquietud cuando se levanta la señorita Bonnard? No, no lo creo. El momento no ha empezado a producirse. De hecho, ese momento es todavía inimaginable.

—Señora Carmichael —comienza—. Todos vimos lo difícil que le resultó el día de ayer ante el tribunal y obviamente no deseo causarle más aflicción, pero me gustaría hacerle varias preguntas acerca de la noche en la que usted asegura haber sido agredida por la víctima del caso. —La palabra «asegura» se hunde en mí tan limpia y finamente como si me clavara una aguja en el estómago. ¿Cómo desmentir esa palabra? No aseguro nada. Sucedió. La miro fijamente. Ella me devuelve la mirada—. Hay varios detalles que me gustaría que nos aclarase, si no le importa.

—Sí, por supuesto.

—Aquel día estuvo usted trabajando en casa antes de la fiesta. ¿Es eso cierto?

—Sí, es cierto.

—Y caminó directamente desde el metro hasta el edificio de la universidad, donde tendría lugar la fiesta. El complejo Dawson, ¿no es cierto?

—Sí, así es.

—¿Y estuvo en esa fiesta con el señor Craddock durante horas y bebieron juntos antes de marcharse con él a su alejado despacho de la quinta planta, una parte del edificio que ambos sabían que estaría desierta a esa hora de la noche?

—Dijo que tenía que coger unos papeles de su despacho.

—Sí, eso explicó usted ayer, señora Carmichael. —Su tono de voz es desconcertantemente neutral—. Solo quiero dejarlo claro. En esa fiesta en la que bebió y fumó junto al señor Craddock, ¿estuvieron ustedes sentados juntos fuera, en un pequeño patio de la parte trasera del edificio?

—Sí.

—Y durante ese período en el que estuvo sentada junto al señor Craddock en un murillo, ¿recuerda haberle puesto la mano en la rodilla?

—No, no lo recuerdo.

—¿Recuerda si él le puso la mano a usted en la rodilla?

Me quedo pensando un momento, y no es para ganar tiempo.

—Puede que lo hiciera, sí, lo hizo, creo, justo por encima de la rodilla, para que no me cayera.

—¿Puede ser más explícita?

—Nos reíamos de algo, una broma que hizo alguien. Había otras personas con nosotros en ese momento. Trajeron sillas y se sentaron enfrente. Uno de ellos dijo algo gracioso y espurreé mi bebida. Creo que se me derramó un poco, me tambaleé y le puse una mano en la rodilla para recuperar el equilibrio.

—¿Usted le puso la mano en la rodilla?

—O él la puso en la mía, o ambas cosas. No estoy muy segura. Puede que los dos lo hiciéramos.

—¿De modo que mantenían contacto físico abiertamente durante la conversación?

—Bueno, sí, pero era solo…

—Estaban coqueteando, ¿no es cierto?

—Bueno, yo no diría eso, estábamos hablando, bromeando, supongo, había mucha más gente…

—Señora Carmichael, no me veo inclinada a discutir demasiado la definición de «coqueteo», pero si le dijera que hay gente de esa fiesta que reparó en que estaban juntos, no se sorprendería, ¿verdad?

—No, supongo que no.

¿Coqueteé aquella noche con George Craddock? Es muy posible. Pero hay muchas formas de coqueteo. Existe el coqueteo social, el que todos practicamos, con los compañeros de trabajo, con el hombre que está detrás en la cola para comprar la tarjeta del metro, con el camarero que nos trae un vaso de agua helada. Y luego está coquetear con una intención. Lo que hicimos tú y yo cuando paseábamos por los pasillos del Parlamento. La diferencia entre las dos formas es abismal. ¿Quién podría confundirlo?

—Señora Carmichael, le dijo o no le dijo a George Craddock que usted era promiscua?

—¡En absoluto!

La pregunta es tan absurda que mi respuesta es triunfal.

La abogada alza su inmaculada ceja.

—¿De verdad? Parece muy convencida.

—Sí, claro que lo estoy.

—¿Qué me diría si yo le contara que puedo traer a un testigo que la observó hacer precisamente eso?

—Que se equivocan. Todo el mundo estaba borracho. Era una fiesta de esas en las que la gente bebe mucho.

Hace una pequeña pausa, durante la cual arquea la espalda casi imperceptiblemente, y después dice con voz grave:

—No me refiero a la fiesta, señora Carmichael.

—Pues no tengo idea de a qué se refiere.

Suspira, mira sus papeles, se inclina hacia delante, apoyando el codo en su caja de documentos, y se toma más tiempo. Yo espero en silencio.

—¿Recuerda usted… —empieza con lentitud— aquella ocasión en la que pasó una semana junto a George Craddock? Sucedió nueve meses antes de que lo mataran.

—¿Se refiere a cuando asistí a la universidad como examinadora externa para evaluar el trabajo de los estudiantes?

—Sí, exactamente a eso me refiero —responde rápidamente, como si me hubiera cogido por sorpresa en algún tema delicado.

—Sí, lo recuerdo. Pasé todas las mañanas de esa semana evaluando a los estudiantes con él y otra profesora de la universidad. Almorcé con ambos el viernes. Lo hicimos de mutuo acuerdo, no era más que un almuerzo de…

—¿Lo recuerda? Eso está bien… —Hace otra larga pausa, una inspiración, baja la vista y vuelve a alzarla—. Entonces ¿puede que también recuerde haber dicho a George Craddock que era promiscua en presencia de un testigo?

—No.

Niego con la cabeza.

—¿Se definió, o no se definió a usted misma, y cito de la declaración del testigo, que con gusto leeré en su totalidad, como: «Fácil y barata, así soy yo»?

—¡Ah! —Se hizo la luz—. ¡Eso es ridículo! Estábamos hablando del café, en el vestíbulo.

—¿Usó usted la frase, «Me gusta hacer ver que tengo clase, pero en realidad soy fácil»?

—Sí, pero estaba hablando de la máquina de café.

—Señora Carmichael, no le pregunto por el contexto de ese comentario. Estoy segura de que usted bromeaba sobre muchas cosas con el señor Craddock, pero, por favor, responda sí o no: «Fácil y barata», ¿usó usted exactamente esa expresión? ¿Sí o no?

—Eso es absurdo.

—¿Sí o no?

—Es ridículo, le intenta dar la…

—¿Sí o no?

—Estoy tratando de…

—¡Sí o no!

—¡No del modo al que se refiere!

Mi última respuesta es una exclamación. Me resulta imposible evitarlo. No puedo creer que esté sucediendo esto.

Una vez consigue hacerme gritar, la joven abogada cede, mira al juez y después al jurado, como diciendo: «¿Lo ven? Yo he hecho cuanto he podido. Ahí la tienen». Ahora sé por qué siempre asignan a mujeres jóvenes la defensa de los violadores, como dijo el pobre Laurence, a quien pusieron un cuchillo en el cuello solo por airear la verdad un tanto a la ligera, como el que juega a voltear monedas sobre una mesa. Por si no me había quedado claro, ahora sé perfectamente a lo que me habría enfrentado en caso de apostar por la vía legal y llevar a Craddock a juicio, y sé que esto solo es una pequeñísima parte. Me juzgan por asesinato, pero si declarase como víctima de una agresión sexual, el juicio habría ido por los mismos derroteros. Me alegro, pienso, y lo hago despiadadamente y sin vacilación. Me alegro de que le dieras una paliza de muerte. Merecía eso y más. Y sé, mientras lo pienso, que mi rostro es una mezcla de furia y odio, pero no expresa ni la mínima parte de lo que realmente siento.

El proceso sigue su curso. Hasta que paramos para almorzar.

Robert viene a verme a mi celda a la hora de comer. Para mi sorpresa, no parece demasiado preocupado con las acusaciones de la señorita Bonnard, sino que lo ve más bien como una estrategia desatinada.

—Es un torpe intento de mostrarte como una casquivana, cuando ya ha quedado claro que eres todo lo contrario.

—¿Por qué lo hace?

Robert se encoge de hombros.

—Se aferra a lo que puede. Cree que cuanto peor te pinte, mejor parado saldrá Costley.

Según Robert, el interrogatorio directo salió tan bien que no le preocupa lo que pretenda la señorita Bonnard ni lo que haga la acusación en su turno. Lo que quieran hacerme parecer no guarda ninguna relevancia respecto al trastorno de personalidad del señor Costley. Robert entiende que debe de ser angustiante para mí, pero me pide que no me preocupe demasiado por ello. Podría objetar, pero en realidad piensa que es mejor dejarla continuar y que se retrate como una persona desagradable y rencorosa. Además, está comiendo terreno a la acusación. Si tenían intención de seguir con ese mismo enfoque, parecerán repetitivos. «Ayer quedaste como una buena ciudadana respetable», dice Robert. Y es fácil creerse esa versión de mí, es muy reconfortante. Es posible que, en ese momento en particular, incluso yo misma olvidara la verdad.

Tras el almuerzo me llevan al banquillo de los acusados como de costumbre, me levanto cuando el juez entra y después me hacen pasar a la sala por la puerta lateral. Esta vez no miro al jurado cuando atravieso el tribunal, aunque todos me observan igual que antes. La galería pública está ahora abierta, pero ni siquiera les dirijo una mirada. En este momento no tengo miedo a la señorita Bonnard.

—Señora Carmichael —comienza la abogada. Su tono sigue siendo completamente neutral, como antes, y me pregunto si tendré que aguantar lo mismo, esas horribles preguntas insinuantes. En lugar de eso dispara lo siguiente—: Solo para tener un poco de contexto, y espero que me disculpe, usted era una persona bastante ambiciosa en la universidad, ¿verdad? La aceptaron en su primera opción, creo.

—Sí, es cierto.

Tras esto, dedica más tiempo a mi educación, matrimonio y aficiones. Después del modo en que iba a por mí esta mañana el desconcierto en los rostros del jurado es comprensible, incluso el juez empieza a sentirse un poco culpable. Al ver que continúa con mi matrimonio, frunce un tanto el entrecejo.

—Conoció a su marido en la universidad…

—Sí.

Al cabo de un rato el juez se incorpora y se aclara la garganta, y la señorita Bonnard dice:

—Lo siento, milord, una pregunta más y tendremos la coyuntura adecuada para un pequeño descanso. Señora Carmichael, ¿describiría su matrimonio como un matrimonio feliz?

—Sí, muy feliz.

—Ninguna separación de prueba, grandes peleas, ni aventuras salvajes?

La señorita Bonnard me sonríe.

—No.

—Gracias, señora Carmichael. Con eso basta por ahora. Continuaremos después del descanso.

El juez se dirige al jurado y dice:

—Miembros del jurado, sugeriría que no fuesen más de diez minutos. —Se levantan y comienzan a salir—. Señorita Bonnard…

La señorita Bonnard se levanta, inclina la cabeza y pide permiso para acercarse.

El inspector Cleveland se retrepa en su asiento, saca pecho, levanta los brazos por encima de la cabeza y los baja lentamente. El padre de Craddock permanece inmóvil en su silla de ruedas. La agente de los servicios sociales le habla con delicadeza, pero no parece reaccionar. Te miro, pero estás sentado con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Ya casi ha terminado, pienso. Por lo visto, todo se decidirá en los alegatos de clausura.

El descanso dura más de lo esperado. Cuando el juez entra, la ujier va a buscar al jurado y vuelve al cabo diciendo que uno de ellos está todavía en el lavabo. La ujier transmite su mensaje con el aire de alguien a quien van a fusilar por ello. Por la cara que pone, parece que el juez realmente podría fusilarla, pero eso no es nada comparado con lo que hará al desafortunado miembro del jurado cuando regrese. El juez deja que su brazo caiga sobre la mesa ruidosamente, se quita las gafas con rapidez y dice: «Quiero a mi jurado en la sala ya». La ujier vuelve a presentarle respetos y sale. Mientras sucede todo esto, el inspector Cleveland está junto a la mesa de la acusación hablando con la señora Price. El juez se vuelve hacia él y gruñe: «¡Por favor, agente, a su sitio!». Y el inspector Cleveland se pone en posición de firmes como un soldadito de plomo, se sonroja de vergüenza, inclina la cabeza y regresa a su sitio, a pesar de que la mitad de la sala continúa sin sentarse.

Yo he permanecido en el estrado durante todo el descanso y empieza a parecerme un error. ¿Cuánto más puede tardar esto? El agotamiento se apodera de mí.

En esta ocasión, la señorita Bonnard se levanta lentamente y siento algo, un indicio de ansiedad. Miro a Robert, pero él sigue inmerso en sus papeles.

—Me gustaría que retrocediéramos un poco en su carrera —dice la señorita Bonnard—. Espero que sepa disculparme.

En ese momento, el negro de mediana edad que lleva la camisa rosa y se sienta en el extremo derecho del jurado bosteza ostensiblemente. Advierto que todos están cansados, no solo yo. Creo que es por el aire viciado de la sala, eso no ayuda. El aire acondicionado parece producir un irritante murmullo, pero no tiene ningún efecto.

—¿Puede recordar a la sala —prosigue la señorita Bonnard— cuándo fue la primera vez que asistió a una comisión en el Parlamento? ¿Cuánto hace de eso?

—Cuatro años —respondo.

—Eso fue en una comisión de estudio de la Cámara de los Comunes el día…

—No —digo—, en realidad era una comisión permanente en la Cámara de los Lores. Ya no existen las comisiones permanentes, pero en aquel momento la Cámara de los Lores tenía cuatro de ellas y cada una cubría un aspecto diferente de la vida pública. —Esta parte ya la repasamos ayer con Robert, pero continúo—. Me presentaba ante la comisión permanente de Ciencias para dar fe de los avances en secuenciación informática para mapeo genético.

Me pregunto si intentará hacerme parecer una trepa como en los culebrones televisivos, presentando la ambición de la mujer en el trabajo como algo patológico.

—Pero antes trabajaba a tiempo completo en el Instituto Beaufort, ¿verdad?

Querido, tardé mucho más tiempo del debido en darme cuenta de que no quería hablar de la naturaleza ambiciosa de mi carrera, sino de la geografía de mis paseos.

—¿Puede decir a la sala dónde estaba situado el Instituto Beaufort?

—En Charles II Street.

—Esa es paralela a Pall Mall, creo; ¿no llega hasta Saint James’s Square Gardens?

—Sí.

—Hay una cantidad enorme de instituciones por allí, ¿verdad? Institutos, clubes privados, bibliotecas de investigación… —Mira hacia el jurado y les dedica una tímida sonrisa—. Círculos de poder, ese tipo de cosas…

—No estoy… Yo…

—Disculpe, ¿cuánto tiempo decía que trabajó para el Instituto Beaufort?

Me resulta imposible evitar el tono de irritación de mi voz. La razón es que estoy cansada.

—Todavía trabajo allí. Pero trabajé durante ocho años a tiempo completo.

—Ah, sí, lo siento, ya nos lo había dicho. Y durante esos ocho años ¿usaba el transporte público todos los días, autobús y metro?

—El metro normalmente, sí.

—¿Iba andando desde Picadilly?

—Desde la estación de metro de Picadilly, sí.

—Y durante las horas del almuerzo, los descansos para el café, con tantos sitios para comer por allí y bares para ir tras el trabajo… —En ese punto la abogada de la acusación, la señora Price, suspira y alza el brazo. Me sorprende que el juez no haya intervenido ya, dado su enfado por el retraso en el almuerzo, pero simplemente mira a la joven letrada por encima de las gafas y esta pide perdón con la mano en respuesta—. Disculpe, milord, estoy a punto de llegar, sí… Así que en total, lleva visitando el distrito de Westminster ¿cuánto, unos doce años? ¿Más?

—Seguramente más —digo, y noto entonces cómo se acerca el momento, una profunda sensación de incomodidad en mi interior similar a una ligera punzada en el plexo solar. Yo misma me lo diagnostico, al tiempo que me desorienta.

—Entonces —dice con una voz que se ralentiza y se vuelve más cortés— ¿sería justo decir que tras todos esos trayectos y paseos desde el metro, a la hora de comer y demás, está usted bastante familiarizada con la zona?

Va llegando. Mi respiración se hace más profunda. Siento cómo mi pecho se infla y se desinfla, al principio imperceptiblemente, pero cuanto más intento controlarme más evidente resulta. El ambiente en el interior de la sala se tensa, todos lo advierten. El juez me mira fijamente. ¿Son imaginaciones mías o el miembro del jurado de la camisa rosa que veo de reojo se ha enderezado un tanto y se incorpora en su asiento? De repente no me atrevo a mirar al jurado directamente. No me atrevo a mirarte a ti, que estás sentado en el banquillo.

Asiento, y no soy capaz de pronunciar ni una palabra. Sé que en unos segundos empezaré a hiperventilar. Lo sé, a pesar de que nunca antes me haya pasado.

La voz de la abogada es grave y sinuosa.

—Conoce las tiendas, las cafeterías… —El sudor me provoca cosquillas en la nuca. El cuero cabelludo se me contrae. Hace una pausa. Ha notado mi intranquilidad y desea que sepa que he acertado: sé adónde quiere ir con el nuevo rumbo que da al interrogatorio y ella también sabe que soy consciente de ello—. Las callejuelas adyacentes… —Se detiene de nuevo—. Los callejones traseros…

Y entonces llega el momento. Te miro, sentado en el banquillo, y veo que te llevas las manos a la cabeza.

Ahora hiperventilo de manera obvia, respirando a grandes bocanadas. Mi abogado defensor, el pobre Robert, se queda mirándome, sorprendido y preocupado: «Hay algo que Yvonne no me ha contado».

El equipo de la acusación también me mira fijamente: la señora Price y su ayudante, tras ellos la fiscal general de la Corona, una fila más atrás el inspector Cleveland y su equipo, junto a la puerta el padre de Craddock y la agente de asuntos sociales. Todos tienen la vista clavada en mí. Todos menos tú. Tú ya no me miras.

—¿No es cierto que conoce usted un pequeño callejón llamado Apple Tree Yard? —dice la señorita Bonnard con su voz sedosa y entrecortada. Cierro los ojos. La señora Bonnard se queda en silencio durante largo rato. Al ver que continúo callada repite en voz baja—: Apple Tree Yard…

Pronuncia esas tres palabras de manera bastante contemplativa, como si ella misma recordara haber estado allí. Lo hace para que el nombre del lugar, su importancia, resuene en el aire de la sala, ese aire acondicionado reciclado que llevamos semanas respirando. Abro los ojos y la miro. Me devuelve la mirada. Quiere que todos los presentes, pero especialmente el jurado, adviertan la importancia del momento.

No es necesario, porque mi respiración agitada señala su importancia de manera mucho más efectiva que el histrionismo de cualquier abogado. «Mucho ruido y pocas nueces», todo ello, incluso el análisis forense. Los abogados tienen que dar al jurado lo que espera para conseguir lo que quieren. La señorita Bonnard está dando al jurado más incluso de lo que espera. Una testigo en el estrado al descubierto. ¿Qué más podrían pedir?

La parte lógica de mi cerebro, el córtex, funciona lo justo para que pueda pensar esto mientras la miro fijamente, a pesar de que mi parte intuitiva, la amígdala, está tan confundida que no sabe cómo discurrir ni qué sentir. Mis pensamientos son como ratas que corren sin parar de una pared a otra en un edificio en llamas.

—Apple Tree Yard —continúa la señorita Bonnard, mirándome a los ojos— es un callejón del distrito de Westminster, Saint James, para ser exactos, en el que usted tuvo relaciones sexuales con su amante, Mark Costley, en una vía pública, supongo que apresuradamente, a la hora punta, en un portal, de pie, antes de asistir a una fiesta en la que se emborrachó y tuvo relaciones sexuales con el señor George Craddock en su despacho del complejo Dawson mientras sus alumnos limpiaban los restos de la fiesta. Al día siguiente dijo al señor Costley que había tenido relaciones sexuales con George Craddock y aseguró que él la había forzado. Poco después volvió a quejarse al señor Costley de que George Craddock estaba molestándola. Le dijo que le diera su merecido. Llevó en coche al señor Costley hasta la casa del señor Craddock, sabiendo perfectamente lo que pasaría. El señor Costley, su amante, entró para enfrentarse al señor Craddock consternado por su historia en un estado de extrema tensión, y este último se burló de él porque lo había hecho con su pleno consentimiento, lo cual provocó que el señor Costley lo golpeara varias veces, resultando esto en su muerte.

Miro fijamente a la señorita Bonnard. Todos los demás me miran a mí. ¿Por qué no interviene Robert? ¿Por qué no se levanta? No se levanta porque está tan sorprendido con esta vuelta de tuerca como el resto de la sala. Está planeando una estrategia. ¿En serio? ¿Es eso lo que hace?

Hay muchas cosas de lo que ha dicho la señora Bonnard que quiero negar, pero primero habría que desmenuzarlo todo. Lo único que consigo es un débil y extrañamente amable:

—Eso no es cierto…

Pero no puedo mirar al jurado.

—Señora Carmichael —dice la señorita Bonnard. No me mira a la cara mientras habla, mira al frente, como si estuviera cavilando e invitara al jurado a observar. Su voz es firme, pero no especialmente acusadora. No hace más que constatar un simple hecho—. Ayer mismo estaba usted en ese estrado, igual que ahora, y dijo a este tribunal bajo juramento que su matrimonio era feliz, que nunca había tenido una aventura, e insistía en que su relación con Mark Costley era meramente platónica. Ha mentido a su marido, ha mentido a la policía y ha mentido a este tribunal. —Hace una nueva pausa y me mira con benevolencia—. Es usted una mentirosa, ¿verdad?

—No… —respondo débilmente.

—¿Quiere que le dé ejemplos de aquellos a los que ha mentido? ¿Otra vez? Tuvo una aventura con Mark Costley que le ocultó a su marido, a la policía y a este tribunal. ¿Su declaración jurada como testigo, los documentos del tribunal? —Alza un poco la voz con indignación—. ¿De verdad quiere que lo repita de nuevo? ¡Usted ha mentido a su marido, ha mentido a la policía y ha mentido a este tribunal!

—Sí —susurro.

Diría lo que fuera para que me dejaran salir del estrado. Volvería con gusto a esa celda de cemento subterránea con sus ridículas paredes amarillas brillantes y su brillante suelo azul, con tal de que me permitieran hacerme un ovillo sobre el catre de madera. Haría o diría lo que fuese para que me dejaran en paz.

—¿Disculpe?

Inclina la cabeza hacia mí inquisitivamente, pero mira al jurado.

—Sí.

La señorita Bonnard deja que el monosílabo flote en el aire como una estrella, y después dice tranquilamente:

—No hay más preguntas, milord.

Y se sienta.