El lunes comienza la segunda parte del juicio. He vivido de la esperanza todo el fin de semana.
El traslado del lunes por la mañana me parece un trayecto ordinario en metro. Ya no me dan mareos en la furgoneta. Converso con los agentes de la prisión que me acompañan. Cuando llegamos, el viejo guarda caribeño del Old Bailey me saluda con una sonrisa. Le digo:
—¿Cómo fue tu fin de semana?
—¡Fantástico! —responde.
Ya en la sala, han abierto la tribuna pública y veo a Susannah. Al sentarme le hago una señal esperanzada con el pulgar. Ella me la devuelve con una débil sonrisa. Robert se levanta de su mesa y dice: «No te hagas ilusiones». Pero a pesar de esto, no me daré cuenta de que he estado mintiéndome durante toda la exposición de la acusación hasta más tarde, cuando estemos todos en posición esperando, pero antes de que entre el jurado, justo en el momento en que el juez dice: «Declino la petición de…». Durante todas estas dos semanas he estado diciéndome que la acusación no tenía una causa contra mí. Y durante todo el fin de semana he estado convencida de que, por supuesto, el juez sobreseería mi caso, no porque las mociones de sobreseimiento suelan tener éxito, más bien al contrario, sino porque sé que deben hacerlo y lo harán. ¿Cómo puede la mente dividir tan limpiamente? Nunca lo he comprendido. La psicología humana tiene zonas demasiado grises o ambiguas. ¿Cómo puede la gente funcionar en dos niveles, seguir con su vida diaria mientras el resto se derrumba? No hace falta ser un adúltero para saberlo. Solo tienes que verte obligado a ir al trabajo por las mañanas cuando tu hijo está enfermo o tiene problemas, y eso debe valer para la mayor parte de la raza humana. «¿Cómo estás?», me preguntó la recepcionista del Beaufort con mucho ánimo el día después de que le diagnosticaran trastorno bipolar a mi hijo. «¡Bien!», contesté yo con voz alegre.
Cuando se sobresee tu caso, o cuando te declaran inocente, ni siquiera vuelves a las celdas para que hagan el papeleo. Te dejan salir directamente. Hay una puerta en el banquillo de los acusados que da al interior de los tribunales y no tienes más que pasar por ella, recorrer el pasillo, bajar la escalera y salir a la calle.
Estoy sentada en el banquillo, preguntándome qué estarás pensando, pero permaneces en silencio e impasible, igual que durante todo el proceso. ¿No es de suponer que te alegraría verme libre, a pesar de la seriedad de tu propia situación? Y entonces acude a mí un pensamiento aleccionador: ¿Acaso tengo que preguntar eso para saberlo?
Estoy tan embargada por la decepción que ni siquiera me doy cuenta de que el proceso continúa. Por supuesto. Las defensas pueden proceder con celeridad ahora, empezando con la tuya. Me cuesta mucho levantar la cabeza y mirar a mi alrededor, pero me digo que debo permanecer alerta. Estaré en el estrado antes de que me dé cuenta de ello.
El juez ha terminado de arreglar los papeles que tiene ante sí, alza la vista, mira la sala, nos sonríe y dice: «¿Estamos preparados ya para el jurado?».
La señorita Bonnard empieza llamando a varios testigos que rebatirán la pobre impresión de ti que mostraron la subinspectora Amelia Johns y el testigo G; tu jefe en el Parlamento, un compañero de cuando trabajabas para la policía. Me da la impresión de que tu abogada tiene aquí una difícil papeleta. Quiere humanizarte y que empieces a caerle algo mejor al jurado, pero también desea mostrarte lo suficientemente perturbado para avalar su alegación de inimputabilidad. Es una tarea complicada.
El único testigo que importa, no obstante, es su psicólogo. «Más le vale que tenga a uno de los mejores.»
Al final resulta que la señorita Bonnard viene con dos. Desconozco la variedad de opciones que tiene un abogado para elegir a los psicólogos que testifican en sus casos. Supongo que habrá un registro y que ellos tendrán a sus favoritos. Pero la señorita Bonnard ha elegido una pareja de comodines: un joven que no aparenta suficiente edad para tener experiencia laboral y una mujer como ella. Me pregunto si pensaba que el jurado se mostraría más favorable a sus jóvenes y entusiastas psicólogos que al desagradable peso pesado doctor Sanderson. Conmigo funciona. Me caen bien ambos. Ellos eran las dos personas que había sentadas detrás de la señorita Bonnard durante el testimonio del psicólogo; los vi tomar notas.
Aunque trabajan en equipo, la única que sube al estrado es la mujer. Su nombre es doctora Ruth Sadiq, cabello lacio oscuro y tez pálida, con unas manos muy bonitas, lo advertí desde el otro lado de la sala mientras recitaba el juramento secular, y me acordé de lo que Laurence dijo acerca de cómo recibimos la información. También ella te ha entrevistado en prisión y presenta un retrato mucho más compasivo que el doctor Sanderson. Sí, coincide con el doctor en que eres un «narrador poco fiable», pero eso es característico de las personas con problemas psicológicos que llevan a cabo trabajos con mucha presión y una vida familiar, podría verse como una estrategia de supervivencia. Resulta que la doctora Sadiq es especialista en trastornos de pacientes con nivel de funcionamiento alto. Normalmente los trastornos de la personalidad se diagnostican en personas con modos de vida caóticos, dice, como drogadictos, alcohólicos, vagabundos, el tipo de gente que vemos frecuentemente en los banquillos. El trastorno antisocial de la personalidad, por ejemplo, suele ir unido a esas condiciones. Pero en los casos de personas muy inteligentes que cuentan con una buena estructura de apoyo estas son capaces de desarrollar mecanismos de supervivencia que mejoran sus trastornos. Por ejemplo, en el trastorno límite de la personalidad, si el paciente está en un entorno tranquilo, rodeado de personas que se comportan de manera coherente, puede hacerse una idea del comportamiento adecuado según los que están a su alrededor. La doctora Sadiq habla en voz baja, el juez tiene que pedirle dos veces que hable más alto, y no muestra en absoluto la seguridad retórica del doctor Sanderson ni su socarronería. Noto que el jurado se ablanda con ella. Mis esperanzas aumentan.
—Entonces, usted dice, si no me equivoco —apunta la señorita Bonnard—, que el comportamiento inestable que suele asociarse al trastorno límite de la personalidad a veces no se muestra en quienes tienen una base de apoyo sólida.
—Sí, exacto, yo creo que se manifiesta de otras formas.
—¿Le importaría describir al jurado de qué formas?
—Bueno, en la fase de desarrollo los trastornos límite de la personalidad pueden llevar a lo que llamamos disociación, es decir, cuando una persona se desliga de la vida real y empieza a crear su propia narrativa de subsistencia, casi como si se viera en una película, si quiere, un pequeño drama a su alrededor en el que ella es la pieza central y en el cual se siente a salvo. Algo que también se ajusta, en mi opinión, al trastorno narcisista de la personalidad.
La señorita Bonnard adopta el aire de quien recibe una sorpresa agradable.
—Entonces ¿una persona en estado disociativo como consecuencia de un trastorno límite o narcisista de la personalidad, o de una combinación de ambos, podría usar invenciones sobre sí misma para hacer frente a su vida diaria y ocultar ese trastorno a sus allegados?
—Exactamente, sí. Si inventa una historia sobre sí misma está bajo control. A salvo, como dije antes.
—Estas personas ¿pueden parecer al resto, bueno, un tanto fantasiosas?
La doctora Sadiq ofrece una sonrisa y dice:
—Bueno, no es un término muy técnico pero sí, creo que así es como las llamarían, cuando en realidad lo que sufren es un serio trastorno psicológico sin diagnosticar y se sirven de una estrategia de subsistencia sofisticada para llevar a cabo su vida diaria.
Todo esto me suena plausible, y encaja con la idea que tienes de ti mismo, la necesidad de fingir que eres más interesante y excitante que en la realidad, el sexo arriesgado… las historias que nos contamos sobre nosotros mismos, el modo en que escogemos nuestro testimonio. Intento mirar esto con frialdad, extraer el elemento interesado de esa teoría, y sigo convencida de ello.
La señorita Bonnard sonríe agradablemente a la doctora Sadiq y dice:
—Gracias, doctora. No se vaya todavía, por favor.
La señora Price se pone en pie para hacer el contrainterrogatorio. No posee esa presencia felina de la señorita Bonnard, su aterradora lentitud y precisión. Cuando se levanta, uno no tiene la sensación de que sus interrogatorios son un espectáculo. Al estar sentada más cerca del estrado que la señorita Bonnard, no tiene que volver la cabeza, así que no veo la expresión de su rostro, pero por la posición de sus hombros supongo que sigue teniendo ese aire hastiado, como si su punto de vista fuera tan evidente que apenas quiere molestarse en hacer el interrogatorio de la contraparte.
—Doctora Sadiq —dice, bajando la vista y alzándola de nuevo—. Su teoría, eso de que las personas que sufren trastornos de la personalidad y tienen un nivel de funcionamiento alto pueden desarrollar estrategias de subsistencia para que su modo de vida no se vuelva caótico, que pueden ocultar durante muchos años esos graves trastornos a sus amigos, familiares, compañeros de trabajo, doctores y demás… ¿no era la base de su tesis doctoral? La que hizo en la Kingston University. ¿No es cierto?
La doctora Sadiq permanece tranquila y habla en voz baja.
—Sí, es cierto.
La señora Price alza la vista y dice simplemente:
—Es su teoría fetiche, ¿verdad?
Y entonces la doctora Sadiq se lo toma de la peor forma. No dice nada. Mira a la señorita Bonnard, como pidiendo instrucciones, pero todo cuanto esta puede hacer es darle ánimos con la mirada. Es un error garrafal. Hace que parezca una pupila avezada en busca de la respuesta correcta. Mira al juez y al jurado, pero ninguno de ellos puede ayudarla. Mira al banquillo y me entran ganas de decirle: «Sigue, olvídate de tu baja autoestima y mantén una opinión firme, pero inequívoca». El sesenta por ciento es cómo te ven, el treinta por ciento cómo lo oyen y solo el diez por ciento lo que realmente dices. Ese treinta por ciento es tuyo.
La doctora Sadiq dice:
—Bueno, sí, podría llamarlo así, es una teoría en la que creo. No obstante estoy convencida de que es una buena teoría. Me parece que explica muchas cosas.
—Pero, discúlpeme, doctora Sadiq —dice la señora Price, pacientemente—. Lo que quiero decir es que la teoría sobre los trastornos de personalidad con niveles altos de actividad que usted expone en su tesis doctoral es rebatida por la mayoría de los instrumentos de diagnosis de psicología reconocidos que se usan en los casos criminales, ¿verdad? ¿El Manual de diagnosis y estadística de trastornos mentales, por ejemplo?
Y de nuevo esa pausa saboteadora.
—Bueno, sí, pero…
—¿Y la Clasificación internacional de enfermedades?
—Bueno… —titubea la doctora Sadiq.
Tras esto, empieza la carnicería. La señora Price enumera uno a uno los manuales, los ensayos y los trabajos de otros autores con un currículum impresionante. Se me cae el alma a los pies. Soy experta en citas. Sé que la presentación de una nueva teoría consiste en anticipar las refutaciones de aquellos que están en desacuerdo contigo y tener unas cuantas citas bajo la manga que las contrarresten. Esta mujer, la doctora Sadiq, es una joven agradable, inteligente y competente, con una teoría muy válida, pero carece por completo de la agresividad necesaria para presentarla como un hecho. El cuestionable doctor Sanderson la está barriendo de la pista sin necesidad de estar presente, simplemente con la fuerza de su convicción.
Cuando permiten a la doctora Sadiq bajar del estrado todavía no ha llegado la hora de comer. Si en ese momento el juez hubiera insistido en su pleno derecho a que la señorita Bonnard continuara con el caso, puede que nada de lo que vino después hubiera ocurrido. No habría habido tiempo. La señorita Bonnard habría anunciado entonces que no te sentarías en el estrado y el juez habría hecho su advertencia preceptiva de que la Corona podría colegir una inferencia negativa por negarte a hacerlo. Es posible incluso que Robert hubiera comenzado su caso y llamado a su único testigo: yo.
Lo cierto es que el juez mira el reloj colgado bajo la tribuna pública de la manera obvia que tiene de hacerlo, sonríe a la señorita Bonnard, tal vez compadeciéndose un tanto de ella, y dice:
—Creo que esta puede ser una coyuntura adecuada para levantar la sesión.
La señorita Bonnard no puede más que acceder con alegría. La observo atentamente una vez que nos hemos levantado para que salga el juez. Se desploma sobre la silla y se inclina un poco hacia delante. No veo la expresión de su rostro, pero creo que sabe que está perdiendo el caso.
Y entonces miro con el rabillo del ojo, y veo que alzas la mano, te inclinas sobre el cristal antibalas y lo golpeas sonoramente: toc, toc. Las cabezas de la sala se vuelven, y yo también te miro y caigo en la cuenta de que has estado tan quieto hasta ahora, tan callado, que casi he olvidado que te hallas en el banquillo junto a mí. La verdad es que el hombre que tengo sentado a un metro de distancia, ese hombre que nunca se mueve ni deja traslucir nada en sus gestos o su expresión, se ha parecido tan poco a ti a lo largo del proceso que prácticamente he separado por completo tu destino del mío. Mark Costley, esa figura escuálida del estrado, es muy diferente de X, el amante que pegaba sus labios a los míos.
La señorita Bonnard alza la vista, se vuelve y te dirige una sonrisa cansada. El funcionario del tribunal que está a mi lado se levanta, me toca el codo y regreso a mi celda sin volver a dirigirte la mirada.
A la vuelta del almuerzo la señorita Bonnard parece recobrada, lo cual resulta extraño, porque las cosas se ponen mal para ella y no tiene adónde ir.
—Milord —dice, una vez que estamos todos en posición y ella se ha puesto en pie—. No hay más testigos.
Cuando Robert se pone en pie dirige una mirada inquisitiva a la señorita Bonnard, pero esta tiene la cabeza inclinada sobre sus papeles y no se la devuelve.
El juez sonríe a Robert como si se alegrara de tener al fin a un compañero varón ante él. Robert se inclina levemente y dice:
—Milord, nuestra defensa llamará a su único testigo: Yvonne Carmichael.
Me pongo en pie.
Hay sitio de sobra frente al banquillo cuando paso delante de ti y los funcionarios del tribunal, pero aun así solo tendría que deslizarme a un lado levemente para rozarte las rodillas. Permaneces inmóvil, mirando al frente fijamente. El funcionario del tribunal que va delante baja los tres pequeños peldaños hasta llegar a la puerta lateral que da acceso al banquillo. Al cruzar la sala para llegar al estrado paso ante los escritorios de los agentes de policía, juristas y abogados; sé que todos me observan, pero el jurado más atentamente que ningún otro. En cierto momento les dirijo una mirada. Mantengo la cabeza alta. ¿Sabéis qué?, pienso, preguntándome si lo verán en mi cara: Ya estoy harta. Estoy harta de que me digan lo que tengo que hacer, cómo mirar y cómo hablar. Soy inocente. Yo no he matado a nadie. Y no tengo nada que temer de estos trámites acartonados, ni de la policía, ni de Letitia en la cola del desayuno, ni de ninguna otra cosa. Ya estoy harta de tener miedo. Ni siquiera el jurado me espanta. Puede que sean ellos quienes tengan que asustarse de mí.
Los miembros del jurado están fascinados. Me observan con el mismo horror que sentirían si se encontraran de visita en el zoo y un jaguar se colara entre los barrotes de su jaula y caminara entre ellos. Estoy muy contenta de poder salir al fin del banquillo de los acusados. Miren, los acusados de asesinato de los juicios también somos humanos. Recito el juramento en voz alta y clara, devuelvo la tarjeta al ujier y después alzo la vista y miro alrededor como si inspeccionara la sala por primera vez.
La posición estratégica del estrado es muy diferente a la del banquillo de los acusados. Estás en un lugar elevado para que te vean todos, pero lo bueno es que puedes mirarlos desde arriba. A estas alturas conozco esta sala al dedillo. La calidad de la luz, el rumor del aire acondicionado… No tengo miedo. Tomo mi posición en el asiento abatible que está detrás de mí y cuando Robert se levanta me dirige una mirada afectuosa, con media sonrisa en las comisuras de la boca y un brillo amistoso en los ojos. Las dudas que tengo respecto a cómo lleva a cabo mi defensa se diluyen. Puedo confiar en él.
—¿Se llama usted Yvonne Carmichael? —pregunta.
Copio a los testigos profesionales instintivamente, a los agentes de policía y a los patólogos. No soy como los otros, los testigos accidentales, yo también soy una profesional. Miro directamente al jurado.
—Sí, correcto.
—Señora Carmichael, ¿puede decirnos cómo se gana la vida?
—Soy genetista.