Puede que el jurado no lo sepa, pero yo sí, porque Robert me lo ha contado, y seguramente tú, Mark Costley, también lo sabrás. La mayoría de los testigos de la acusación han sido insustanciales, el único que cuenta es el experto en psicología, y el único dato importante es saber si sufres algún trastorno de personalidad que te permita acogerte a la petición de inimputabilidad. El jurado está todavía impresionado con la llamada a urgencias y los debates sobre sangre diluida, así que supongo que no compartirá mi expectación por el retraso del día siguiente a mi sueño. El testigo especialista de la acusación, un psiquiatra llamado doctor Sanderson, tiene que entrevistarte en prisión y hacer una evaluación psicológica. Para los del jurado la única diferencia es que pueden tomarse el día libre.
Es miércoles por la mañana. El cielo estaba nublado cuando he salido de la prisión de Holloway, pero a los diez minutos de estar dentro del Old Bailey, pierdo toda conciencia de lo que sucede con el tiempo y el mundo exterior. En el mundo normal podría nevar o hacer un día espléndido, pero aquí dentro el clima es siempre el mismo, todos los días luz artificial, humedad, encierro. Mientras subo los escalones de cemento que llevan del área de reclusión a la sala se me ocurre que no estoy viviendo el juicio, sino embebiéndome de él. La rutina se ha vuelto tan conocida, tan cercana, que los días previos al juicio parecen pertenecer a un pasado lejano. Me resulta difícil creer que en su día tuve un hogar, un marido, una carrera y unos hijos mayores que no mantenían tanto el contacto como me habría gustado. El habitual quehacer de preparar el café y las tostadas me parece un sueño inalcanzable. Mientras subo esos escalones de cemento intento hacerme una imagen de las comodidades físicas de casa, el tupido tejido de la moqueta verde botella de nuestra escalera, la suave madera de la barandilla de roble bajo mi mano. Subir la escalera de mi propia casa…
Tú ya estás en el banquillo. Los agentes de policía hablan de pie en voz baja entre ellos. El inspector Cleveland está levemente inclinado sobre su silla, subiéndose los pantalones y sonriendo por algo que acaba de decir uno de sus compañeros jóvenes. Me he percatado de que se cruza mucho de brazos cuando está de pie y se los aguanta muy arriba, como si su tamaño le hiciera sentir un poco torpe a menos que los mantenga controlados. El ayudante de la señora Price, el joven que se balancea sobre la silla, ofrece un Murray Mint a Robert de un paquete grande que reparte entre ambos equipos jurídicos.
No veo a la señorita Bonnard, y eso es inusual. Normalmente siempre está preparada, esperando que comience el proceso con cierto aire de impaciencia diligente. Al cabo de unos minutos irrumpe en la sala con una carpeta llena de papeles aferrada al pecho, ignora al resto de los asistentes y cruza la sala hasta donde está su propio ayudante, otro joven. Tienen una conversación rápida y urgente y salen juntos de la sala. Vuelve unos minutos después. Tras ella vienen un hombre y una mujer que más tarde se revelarán como los expertos psicólogos de la defensa. Al contrario que a otros testigos, a ellos sí se les permite permanecer en la sala mientras testifica el psicólogo de la acusación; su trabajo consiste en contradecirlo cuando llegue el momento. Se sientan detrás de los abogados de la defensa, en la misma fila que los abogados de la Fiscalía de la Corona. La señorita Bonnard permanece medio vuelta y hablando en susurros con ellos hasta que se abre la puerta de las dependencias y llega el juez.
«Todos en pie», exclama la ujier mientras el juez entra con ceremonia. Y lo hacemos, vaya si lo hacemos.
El juez saluda con la cabeza como de costumbre, y todos nos inclinamos ante él y nos sentamos. La ujier ya está saliendo para recibir al jurado cuando se levanta la señorita Bonnard.
—Milord… —dice en un volumen un tanto exagerado.
La ujier llega hasta la mitad de la sala. El juez frunce el entrecejo encima de las gafas. Todos miran a esta joven a la que hasta el momento se veía tan comedida y confiada. Está de espaldas a mí, pero por el movimiento de los codos sé que se agarra las solapas de la toga con ambas manos. Se aclara la garganta. Tiene alguna instancia que reclamar. El juez la mira y le dedica una de sus habituales sonrisas indulgentes, pero un poco forzada esta vez; se avecina algo que no le gustará.
—Milord, antes de que entre el jurado, siento decirle que podemos tener otro retraso y me resulta difícil precisar cuánto tiempo durará. —El juez mira ostensiblemente el reloj que hay justo bajo la barra que recorre el frontal de la tribuna pública—. Me temo que el problema, milord, es el informe del doctor Sanderson. Al parecer, la fotocopiadora del edificio no funciona bien. Esto significa que, aunque he recibido el informe por correo a las siete de la mañana, yo ya estaba de camino, con lo cual solo he tenido oportunidad de leerlo en el teléfono durante el trayecto del tren, y como su señoría sabe, consta de veintiocho páginas de extensión… —Se detiene un momento. El juez simplemente se queda mirándola—. Milord, realmente tengo la sensación de que no podría ofrecer a mi cliente la representación adecuada y plena a menos que pueda leer el informe en profundidad, con una copia en papel, anotar lo que sea necesario y hablarlo con él. Hay partes del informe que nos parecen discutibles y algunas de ellas, sin duda, atacan el propio núcleo de nuestra defensa. No sugeriría un nuevo retraso si no se tratase de un problema de máxima importancia.
El juez suspira.
—¿En serio no es posible que la señorita Bonnard disponga de una copia?
Mira alrededor de la sala con una sonrisa forzada, como si la pregunta estuviera dirigida a cualquiera que tenga una copia, incluyendo a la ujier y a los que están en la tribuna pública, y no pudiera entender realmente por qué nadie lo ayuda. Siento un impropio —aunque instintivo— deseo de alzar al mano, como la favorita del maestro que siempre fui, a pesar de que yo, por supuesto, no tengo una copia del informe. Tampoco Robert.
—Milord, entiendo que hay una fotocopiadora en la otra sala y es posible imprimirlo, pero tendré que releerlo completamente. Comprendo que es un retraso muy enojoso, y si hubiera recibido el informe antes de salir de casa, obviamente lo habría impreso y lo habría leído en papel durante el trayecto.
El juez se inclina hacia delante.
—Tengo entendido que les enviaron el informe a todos a la medianoche de ayer.
Su sonrisa es cada vez más forzada.
—Puede que sea así, milord, pero mi conexión de internet se averió anoche y no he podido acceder a mi correo hasta que estaba en el tren.
El juez vuelve a suspirar y frunce los labios. Veo de repente lo malhumorado que puede ponerse un domingo en casa si las patatas asadas llegan antes que el cordero. Vuelve a mirar el reloj.
—Haremos un receso hasta las once. ¿Tendrá suficiente tiempo, señorita Bonnard?
La abogada inclina la cabeza fugazmente.
—Gracias, milord, eso sin duda me daría tiempo para imprimirlo y revisarlo lo más rápido posible. No obstante, puede que necesite más tiempo para consultar con mi cliente.
Robert está de perfil, con el brazo sobre el respaldo de la silla. Lo veo fruncir el entrecejo.
—¿Cuánto tiempo? —pregunta el juez, pronunciando cada sílaba por separado.
—Milord, le sugeriría respetuosamente que el jurado no entre hasta después del almuerzo, a las dos de la tarde.
El juez la mira fijamente un instante y luego dice al vacío ante él:
—El jurado, por favor…
Robert me mira, aún con el entrecejo fruncido. La ujier sale y hace entrar al jurado. Cuando atraviesan la sala hasta sus asientos, un joven que va al final de la procesión se detiene a abrir su mochila y el juez le dice con un deje de impaciencia:
—Le ruego que tome asiento, señor, le prometo que seré breve. —El jurado se sienta y el juez declara—: Damas y caballeros, ha surgido un problema legal que requiere cierto tiempo. Como les he dicho antes, ustedes están aquí para juzgar las pruebas y yo estoy aquí para juzgar los temas legales. Lo que esto significa a efectos prácticos es que ustedes podrán tomarse un descanso y yo no. —El jurado prorrumpe en sonrisas de alivio al darse cuenta de que el juez ha hecho una broma bastante inesperada—. A resultas de esto, no necesitaremos su asistencia hasta después de comer. Pueden retirarse hasta las dos de la tarde.
Y eso es todo. Los acompañan afuera. Me maravilla que el juez no se disculpe por el innecesario viaje que han hecho esta mañana, pero supongo que eso debilitaría su autoridad. Las bromas pueden dispensarse desde lo más alto; las disculpas no.
—¡Pónganse en pie en la sala! —brama la ujier.
Todos nos levantamos, nos inclinamos ante el juez y este sale.
La señorita Bonnard se dirige a ti, mi coacusado, que estás en el banquillo, y dice:
—Bajaré a verte enseguida.
Estoy un poco desconcertada. ¿El problema inmediato no era imprimir el informe? El equipo de tu defensa recoge sus papeles y carpetas, y abandona la sala a toda velocidad.
El inspector Cleveland se vuelve hacia sus compañeros, arquea las cejas y se dirige hacia la mesa de la acusación. La señora Price va hacia él y alza las manos.
—Están ganando tiempo —dice. Y después baja un ápice la voz y añade—: La conexión de internet, y un cuerno.
Robert sigue sentado con un brazo apoyado en el asiento y la misma expresión pensativa. El ayudante está a su lado, en silencio.
El terror me invade en cuanto el doctor Sanderson aparece en la sala. Tiene el rostro antipático de un bulldog y un cabello cano esponjoso. No parece impresionarle en absoluto su posición allí, aunque supongo que le están pagando por ello. De pie en el estrado, la señora Price hace un repaso a la evaluación psicológica que te ha hecho, durante el cual, en suma, asegura que no cabe posibilidad alguna de que sufras un trastorno de la personalidad. Cita tu buena conducta durante la reclusión, la ausencia de un historial psiquiátrico previo y tu sólida experiencia laboral. Lo más dañino de todo es que afirma que eres lo que él llama un «narrador poco fiable», y como prueba de ello habla de lo calculador que has sido persiguiendo tus intereses sexuales extramaritales. En otras palabras, que eres un mentiroso. No estás loco o perturbado, no sufres ningún estrés postraumático ni ningún trastorno de la personalidad, ni límite ni antisocial. No eres más que un mentiroso.
La señorita Bonnard hace lo que puede. Intenta lidiar con el doctor Sanderson del mismo modo que con los otros testigos de la acusación: directa al ataque. Le pide un historial de sus testimonios en juicios y establece que casi siempre trabaja para la acusación. Cita un informe que escribió para el Ministerio del Interior titulado: «El enfermo imaginario en la defensa criminal». Le hace explicar cómo los criminales intentan evitar la responsabilidad de sus crímenes fingiendo enfermedades para parecer perturbados psicológicamente y cómo algunos de ellos investigan esos trastornos con mucho esmero.
—Usted piensa a menudo que la gente simula enfermedades, ¿no?
El hombre bulldog la mira con frialdad, imperturbable, y dice:
—Creo que fingen enfermedades cuando no hay evidencia de que sufran un trastorno psiquiátrico serio y simplemente quieren librarse de algo.
Mira al jurado tras decir esto de un modo que sugiere que alzaría la vista al cielo si no estuvieran ellos presentes.
Entonces la señorita Bonnard saca el arma definitiva de su arsenal. Pide al doctor Sanderson que comente un caso en el que testificó para la acusación de una mujer que había apuñalado a su padrastro tras años de abusos sexuales.
—Su testimonio, por lo que yo entiendo, fue que esta mujer no sufría ningún estrés postraumático.
—Sí, correcto —responde—. En mi opinión no sufría ninguno.
—Usted es escéptico respecto a la existencia real del estrés postraumático —afirma la señorita Bonnard, bajando la vista como siempre hace cuando asesta una de sus afirmaciones asesinas.
El doctor Sanderson no cede ni un milímetro.
—Mi trabajo no consiste en ser escéptico ni nada parecido. Mi trabajo consiste en hacer diagnosis de evaluación de acuerdo con la ley.
Ahora sé por qué la señorita Bonnard intentó ganar tiempo después de leer el informe psicológico que hizo el doctor Sanderson. Resulta devastador para tu defensa. El doctor Sanderson combina su cinismo con la justa moderación para no parecer demasiado brusco. Me parece una persona odiosa, sin un ápice de empatía humana, el tipo de persona que habría dicho hace unos años que el abuso sexual solo existe en la mente de la víctima, pero he de admitir que no dice una sola mentira. Le encanta su trabajo y es bueno en ello. Es completamente sincero.
Cuando Robert viene a verme a final del día se le ve descontento.
—Aunque nuestra defensa no dependa de la inocencia del señor Costley, obviamente nos gustaría que lo declarasen inocente, porque eso haría automáticamente que tú también lo fueras.
—¿Qué te ha parecido la defensa de la señorita Bonnard ante el psicólogo? —pregunto, a pesar de conocer la respuesta.
Robert frunce el entrecejo. La toga sigue cayéndole por el hombro y su peluca está un poco torcida. Se le ve cansado.
—Digamos simplemente que lleva las cosas de manera un poco diferente a como yo lo haría. —Hace un gesto burlón con la nariz—. Por lo general tengo mejor relación con el otro equipo de la defensa en casos de acusación múltiple. Al fin y al cabo, trabajar en equipo redunda en nuestro propio interés.
Nos quedamos en silencio durante un par de minutos, los dos solos en esa pequeña sala de consultas. Mañana será mi turno.
El caso de la acusación en mi contra es muy claro. Descalifican a su propia víctima. Presentan a George Craddock como un monstruo. No intentan desacreditar ni infravalorar la historia de la agresión, del modo en que habría hecho la defensa si Craddock estuviera en el banquillo de los acusados. Hacen justamente lo contrario. Cuanto peor lo pinten, más fuerza tendrá mi móvil. Tienen pruebas de los expertos de informática de la policía sobre las páginas pornográficas que visitaba. Su ex esposa no está disponible, no han podido localizarla en América, así que traen a la hermana para que testifique acerca del matrimonio de Craddock y las alegaciones de maltrato doméstico. No sabía que pudieran darse pruebas de mal carácter en contra de una víctima fallecida, pero al parecer sí se puede. Empiezo a pensar que en este juicio todo está permitido, porque es un juicio al revés. Es como ese espejo grande de la cafetería en la que hablamos con Kevin. Como atravesar el espejo. Todo lo que debería contar a mi favor cuenta en mi contra.
El propio Kevin es el siguiente testigo de la acusación en mi caso, y da un testimonio convincente de cómo, a pesar de que nuestra charla fue comedida y bien articulada, advertía la angustia que me causaba el suceso bajo mi apariencia de control. Kevin es un buen testigo, tan agradable en el estrado como me pareció en la cafetería, un hombre comprensivo cuyo trabajo es ayudar a las mujeres. Nada podría resultar peor para mí. Todo está al revés, patas arriba. El testimonio de Kevin es lo más cerca que me encuentro en todo el juicio de querer gritar y taparme la cara con las manos.
La señora Price no toca el tema de las especulaciones de Kevin acerca de nuestra relación. Se ha declarado improcedente. Solo hay dos personas a las que pueda preguntárseles por la naturaleza de nuestra relación: tú y yo.
El taxista que me llevó a casa aquella noche también testifica. Lo localizaron gracias al recibo que me dio, el cual encontraron entre mis papeles cuando registraron mi casa. Y también sale bien parado: posee un fuerte acento londinense, es algo patán, pero sincero, un hombre agradable.
—¿Qué observó entre la acusada y la víctima del caso? —pregunta la señora Price.
Por la acusada se refiere a mí. Por víctima quiere decir Craddock.
Robert se pone en pie. Es la primera vez en el juicio que objeta algo y varias de las personas del jurado lo miran con sorpresa.
—Milord, a este testigo se le está pidiendo que dé su opinión.
El juez alza la mano para interrumpir a Robert a media frase, reflexiona un momento y dice:
—Creo que a este testigo le están preguntando qué observó. Señora Price, se asegurará de que sus preguntas se limiten a eso, ¿verdad?
—Por supuesto, milord.
—Entonces, proceda.
Robert se sienta. Es su primera interpelación y lo han rechazado de plano. Pienso en cómo cualquier cosa que lo haga parecer débil seguramente debilite también nuestra causa.
—Bueno, como le dije a mi mujer aquella noche, me preocupó un poco —continúa el taxista prestando atención, dándose cierta importancia, alternando la vista de la abogada al jurado y viceversa—. Era mi último trabajo de la noche, yo mismo vivo en la zona oeste de Londres, así que me alegró llevarlos y pensé que acabaría un poco antes, y cuando llegué a casa mi mujer estaba esperándome despierta y le dije: «Creo que esa mujer que he llevado en el taxi estaba mal, arrinconada allí en una esquina. No sé lo que pasaba, pero no parecía estar bien».
El testimonio al revés acaba concluyendo y aquí es donde fallan los argumentos en mi contra. Sin nada que pruebe la naturaleza de nuestra relación no suena plausible sugerir que te insté a matar a Craddock. Más allá de dejar claro que Craddock me hizo mucho daño, poco más puede hacer la acusación.
Me pregunto si ellos sabrán eso en su fuero interno. Me pregunto si la señora Price piensa: «Bueno, con él tenemos suficiente. Haremos todo lo que podamos para condenarla, pero no pinta muy bien». Me pregunto, no por primera vez, hasta qué punto importa aquí la implicación emocional. ¿Cuánto importa esto a esa gente?
Es viernes por la tarde. El jurado está todavía volviendo a sus asientos, realizando esos pequeños movimientos que hacemos todos al sentarnos, cuando el ayudante de la acusación se levanta. En esta ocasión, la señora Price permanece sentada. Obviamente, los ayudantes de los abogados tienen que servir para algo.
—Milord, tenemos un documento que presentar… —El joven de los Murray Mints lee la declaración de un sanitario que no ha sido llamado al estrado porque están extirpándole el apéndice en el hospital. Pero su declaración es suficiente y el juez ha de atenderla—. Está en el pliego de milord, página dos, uno, tres… —«El pliego de milord», suena como la manta de un perrito. Se produce un silencio mientras el juez pasa las páginas del pliego. No llego a comprender la importancia del testimonio del sanitario ausente, pero Robert me explica más tarde que tiene que ver con la limpieza que hiciste tras el asesinato de Craddock. Esto es importante, porque alegarás inimputabilidad. Cuanto más exhaustivo fueras con la limpieza, más organizado y más responsable, o cuerdo, parecerás. Pero sigo viendo excesivo tanto detalle. La acusación ha demostrado ya que sabías lo que hacías. Aun así, tenemos que enterarnos de que los dos asistentes sanitarios se pusieron bolsas de quirófano en las botas antes de entrar en el piso. Normalmente habrían esperado a que llegaran los trajes y las botas especiales para proteger las pruebas, al fin y al cabo, el servicio de emergencias afirmaba que había un cadáver, pero como tardaban mucho en llegar tomaron la decisión de entrar en la propiedad de todas formas, por si era necesario reanimar a alguien. Esto me parece otro ejemplo más de cómo mucha de la información sirve más para proteger a alguien de la crítica que le harán después que por ser relevante para nuestro caso. El señor Murray Mint continúa hablando por el sanitario—: «Cuando entré en la propiedad procedí inmediatamente al interior de la cocina, donde encontré a un varón desconocido que yacía de espaldas con la cabeza mirando hacia la nevera. Advertí un gran charco de sangre bajo su cabeza». —Volvemos al principio una vez más: el cadáver. Una y otra vez damos vueltas alrededor del cadáver, no del hombre, sino del cuerpo. El cuerpo siempre está ahí, como el cadáver de una película de terror que aparece allá donde mire el protagonista: en la habitación, en la cocina, en el comedor, trabajando en la oficina, conduciendo su coche. Este cuerpo no nos sigue de tal forma, es un cadáver real y se queda en el sitio, pero tampoco nosotros podemos librarnos de su presencia. El imberbe sigue leyendo en voz alta la declaración del sanitario, la llegada de los agentes a la escena del crimen, y después, al final, el médico de la policía—. «… Y a las dieciocho horas se extinguió su vida.»
Se extinguió. Se fue para siempre. No se ausentó simplemente, no se marchó un momento. Se extinguió, para nunca volver.
La palabra «extinguió» sigue resonando en mi cabeza cuando el ayudante del abogado dice:
—Y una información más, milord. —Y arroja otra carga de profundidad más a las ya de por sí turbias aguas que son los datos que el jurado tiene de ti—. En el año 2005 declararon a Mark Costley culpable de agresión.
Los miembros del jurado parecen sorprendidos, y un poco desconcertados. Tienen la sensación de que esa información es relevante y por supuesto quieren más detalles. No han tenido acceso a las discusiones legales acerca de la admisibilidad de las pruebas de mal carácter, durante las cuales salió a la luz que te declararon culpable de agresión tras pelearte con un hombre a la salida de un pub. Al parecer, ese hombre había insultado a tu esposa. El jurado no tiene permiso para oír los detalles, porque la señorita Bonnard adujo que podría perjudicar su juicio.
Sigo observando la reacción del jurado a esta información cuando se levanta la señora Price. Solo consigo oírla decir serenamente:
—Milord, con eso concluye el caso para la Corona.
La acusación ha terminado tan tranquilamente y sin dramatismos que miro a mi alrededor en la sala para ver si todos están igual de sorprendidos que yo. No puedo evitar sentir que debería haber algún tipo de gran conclusión final, pero eso vendrá más tarde, en los alegatos de clausura. Ahí es donde pueden esperarse los fuegos de artificio, si es que hay alguno.
El jurado también parece un poco sorprendido. El juez se dirige a ellos y les dice que, siendo las tres de la tarde del viernes, no cree razonable pedir a la defensa que empiece en ese momento. Les recuerda que no deben hablar del caso con nadie durante el fin de semana. Pueden marcharse hasta las diez y cuarto del lunes por la mañana. La causa de la acusación contra nosotros ha durado dos semanas. La defensa resultará mucho más rápida.
Los miembros del jurado salen uno a uno de la tribuna y desfilan ante nosotros. Los vemos marcharse, van a continuar con su vida cotidiana.
Hay un suspiro colectivo en la sala. Los abogados de la defensa y la acusación se miran entre ellos. La agente de asuntos sociales cierra su carpeta con una exhalación. El juez se dirige a Robert y le pregunta si presentará algún documento, y él le contesta que sí, que lo tendrá en su escritorio para la medianoche.
Robert se vuelve hacia mí y dice:
—Bajaré en unos minutos, ¿vale?
Me levanto del asiento decepcionada. No sé lo que esperaba de las conclusiones de la acusación, pero esperaba más que esto. Tal vez porque pensaba que la declaración del sanitario nos llevaría a algún sitio y no ha sido así. Puede que sea porque todavía no me he sentado en el estrado. ¿Es arrogancia o desesperación lo que me lleva a tener tantas ganas de hacerlo?
Cuando Robert baja a mi celda tiene el aire de un hombre contento de marcharse, seguramente porque es viernes por la tarde. Trae con él a su ayudante, Claire, y ambos se sientan juntos en la minúscula mesa de la sala de consultas mientras yo lo hago frente a ellos y Robert me dice que esa tarde presentará un documento al juez para que mi causa sea sobreseída. El único testigo efectivo para la acusación que ha presentado la Corona es Kevin, dice, pero aunque su testimonio ofrezca al jurado un móvil para implicarme, no queda probado en absoluto. Y la clave de ello es sin duda, aunque Robert no lo diga abiertamente, que no podía especular sobre la naturaleza de nuestra relación. A pesar de todo lo que he averiguado sobre ti recientemente, tengo ganas de decirte: «Tenías razón, ocultar lo nuestro es lo que me está salvando».
Cuando Robert y Claire se preparan para irse los miro. Quiero retrasar su marcha, aunque ambos parecen deseosos de hacerlo. Una vez que se hayan ido lo único que podré hacer es esperar en mi celda hasta que me devuelvan a la prisión. Ellos, y el resto de los profesionales de la sala de justicia, pasarán el fin de semana lejos de esto, regresarán al mundo exterior, a la vida corriente, el tiempo, las noticias de las diez, un restaurante que les parece caro o una botella de vino que sabe peor de lo que debería. Estas cosas y muchas más aguardan a Robert, a Claire y al resto de los profesionales implicados en nuestro caso, pero no a mí, y a ti tampoco, ni al padre de Craddock.
En cualquier caso, mi pregunta es sincera:
—¿Cómo os parece que lo tiene Mark?
Al oír esto se quedan callados e intercambian miradas.
—Bueno, solo puedo decir que si yo fuera su abogado no alegaría inimputabilidad. Ya lo viste tú misma, la señorita Bonnard no pudo con el doctor Sanderson. Más le vale que tenga a uno de los mejores psicólogos de su parte, eso es todo lo que puedo decir. Puede que guarde algo debajo de la manga. Costley mantuvo un puesto de responsabilidad durante años, tiene familia y ningún historial psiquiátrico serio. Me sorprende que se basaran en eso, dadas las circunstancias. Obviamente, todos estamos obligados a seguir las instrucciones de nuestro cliente, y no estoy al tanto de sus conversaciones, así que…
Robert frunce los labios y ladea un poco la cabeza.
Les pregunto lo mismo que le pregunté a Jas en la pizzería.
—¿Por qué no ha alegado defensa propia?
Una vez más, Robert y Claire intercambian una mirada fugaz. Luego Claire dice cuidadosamente:
—Las pruebas forenses habrían dificultado mucho esa defensa.
Una vez que se han marchado no sé cómo sentirme. Tal vez el lunes, gracias a la información que presente Robert, sobreseerán mi caso y pueda marcharme. Parece todo tan repentino… Ni siquiera me he sentado en el estrado. No han presentado ningún testimonio en mi favor, pero tampoco el que tengo en contra es muy poderoso. Estamos a mitad de partido. Los entrenadores se encuentran con sus equipos, dándoles una charla, revisando el juego hasta ahora y diciéndoles lo que ha de suceder en la segunda parte. Para mí pinta bastante bien, para ti fatal. Estoy preocupada por lo que te pase, por supuesto. Pero no puedo quitarme de la cabeza la aterradora y tentadora idea de marcharme a casa el lunes, como si fuera una nube, como una migraña. No puedo pensar en otra cosa. En ese momento tendría que haber recordado la historia que me contó Jas acerca del experimento del chimpancé. Si lo hubiera hecho, no me habría permitido esa desoladora, tímida y estúpida sonrisa que dediqué a Robert y a Claire aquel viernes por la tarde cuando me estrecharon la mano y se despidieron de mí en la sala de consultas.