Cuando volvemos al banquillo de los acusados después del almuerzo la parte frontal de la sala, la que conduce al estrado desde la entrada, está cubierta con un pesado telón de terciopelo. En el techo hay una barra larga y fina para colgarlo. Ahora el testigo G puede entrar en la sala, dar su testimonio y marcharse sin que lo veamos ninguno de los que estamos en el banquillo o en la tribuna pública, aunque el jurado sí podrá verlo. Yo, obviamente, intento adivinar qué aspecto tiene mediante el timbre de su voz. Lo imagino parecido al miembro del jurado mayor, ese hombre blanco que adoptaba un porte militar, pero tal vez en una versión más dura y curtida. Imagino que ronda también el metro ochenta y que tiene un cabello cano impoluto. Lo visualizo de pie ante el espejo con uno de esos peines de púas muy finas como el que solía usar mi padre, y que ahora ya no se ven. Aunque también pienso que puedo estar completamente equivocada. El testigo G podría ser bajito, pelirrojo y despreciable; es una de esas cosas de las que jamás estaré segura.
El testigo recita el juramento en voz alta y clara, y declina la oferta de sentarse cuando el juez lo invita a hacerlo. La señora Price casi le hace una reverencia antes comenzar el interrogatorio directo.
—Testigo G, gracias por presentarse ante este tribunal. A modo de explicación a la sala para estas medidas especiales, ¿podría explicarnos en qué consiste su trabajo?
Por la dirección de la que proviene su voz imagino que el testigo G está de cara al jurado.
—Soy operativo jefe de instrucción.
—¿Trabaja usted para el MI5, nuestros servicios secretos?
—Sí, correcto.
El jurado al completo mira en dirección al estrado, atento e impresionado.
—¿Y puede explicarnos lo que es, o hace, un operativo jefe de instrucción?
—Sí, por supuesto. Mi trabajo consiste en supervisar las muy rigurosas pruebas a las que sometemos a todos nuestros potenciales operativos, tanto física como psicológicamente.
—¿Puede explicarnos por qué es tan importante el elemento psicológico de las pruebas?
La señora Price se mueve aquí como pez en el agua.
—Sí, sin duda. —El testigo se aclara la garganta para impartir sus conocimientos con la mayor eficiencia—. Una de las cualidades más importantes en un operativo de seguridad es su habilidad para ocultar su verdadera profesión a amigos y a familiares. Algunos dicen que son funcionarios, otros que trabajan para compañías de importación y exportación, unos que son académicos, que tienen un trabajo en la Unión Europea… Es necesario que nuestros operativos tengan la habilidad de llevar a cabo este ardid durante largos períodos de tiempo; de otra forma se pondrían en peligro a sí mismos, a sus familias y al servicio.
—A veces debe de causarles ciertas dificultades no poder contar lo que hacen ni siquiera a sus parejas, ¿no?
—Sí, correcto.
Como no puedo ver al testigo G, observo al jurado. Quiero ver qué cara ponen cuando se les revele la verdadera naturaleza de tu ocupación. Me pregunto si la señorita Bonnard incidirá en que estabas traumatizado por tu trabajo, si será esa la base de la petición de inimputabilidad.
Al jurado le pica la curiosidad. Por fin llega aquello que esperaban cuando los seleccionaron como miembros del jurado: una buena historia.
—Entonces ¿qué hacen para averiguar si un individuo en concreto está capacitado para llevar una vida a base de subterfugios?
El testigo G hace una breve pausa, imagino que esboza una fugaz sonrisa irónica.
—Bueno, obviamente, nuestros métodos exactos son confidenciales…
A pesar de que se trata de su testigo, la voz de la señora Price se tiñe de impaciencia. Supongo que no le hace gracia que la traten con condescendencia.
—Sí, sí, lo comprendo, pero ¿podría dar alguna idea al tribunal?
—Sometemos al candidato potencial a un proceso exhaustivo que dura varios meses. Hay cuestionarios psicológicos y entrevistas. Después lo ponemos a trabajar en una empresa en la que tienen que mantener un nombre, una historia personal y una identidad falsos durante un período de tiempo prolongado. Algunos de los trabajadores de la empresa forman parte de nuestro personal de instrucción, pero el operativo potencial no sabe quiénes son. El trabajo de esas personas es comprobar la capacidad del operativo para mantener su identidad encubierta.
—Suena como si… —dice la señora Price lentamente, eligiendo las palabras a conciencia— como si este método fuera una invitación a volverse paranoico. Debe de ser muy difícil conocer la verdad sobre uno mismo al final de todo. ¿No supone esto una puerta abierta a los mitómanos?
Ahora sé que un buen abogado jamás hace una pregunta sin estar seguro de la respuesta que dará el testigo.
—En absoluto —dice el testigo G con firmeza—. Todo lo contrario. Un mitómano que fuera incapaz de diferenciar la verdad de la ficción sería un peligro para sí mismo y para el servicio. Una de mis responsabilidades más importantes es erradicar a los mitómanos. No serían de fiar en una situación de estrés.
Los miembros del jurado están todos arrobados con el testigo G. Yo me muestro algo más escéptica. ¿Cómo diferencias a un auténtico mitómano de alguien que simplemente sabe mentir muy bien? ¿Existe algún procedimiento psicológico capaz de «erradicar» a un verdadero mitómano? Seguramente las fronteras entre uno y otro son muy difusas, y si no lo son cuando el individuo entra en el servicio, seguro que sí una vez que este lleva varios años en él.
—Gracias, eso ha sido muy revelador —dice la señora Price—. Me gustaría que dirigiésemos nuestra atención ahora al asunto que trata este tribunal, en particular, a su relación con Mark Costley. Retrocederemos unos cuantos años en el pasado, así que tal vez quiera mirar sus notas.
Hace una pausa. El testigo G debe de haber traído consigo una libreta o carpeta.
—Justo después de empezar a trabajar en el palacio, el señor Costley solicitó entrar a formar parte de los servicios secretos, ¿no es así?
—Correcto.
Miro al jurado de nuevo y siento una satisfacción pueril: Sé algo de lo que vosotros estáis a punto de enteraros.
—¿Me equivoco al decir que usted era el encargado de revisar su solicitud para entrar en el servicio tras la primera ronda de pruebas psicológicas, el cuestionario, la entrevista y demás?
—No, tiene usted razón.
—¿Y puede decirme a qué conclusión llegó?
—Sí, se decidió que el señor Costley no era un candidato idóneo para proceder al segundo estadio de la instrucción.
Lo que siento en ese momento no es tanto sorpresa como desconcierto. Mi primera reacción es preguntarme si no será algún tipo de ardid sofisticado. No puedo evitar mirarte de soslayo. Estás mirando al frente con el rostro impasible. ¿Y todas esas cosas que insinuabas? ¿Los teléfonos diferentes? ¿El refugio seguro? Cuando pasa este desconcierto momentáneo siento frío, simplemente frío. No eres un espía. Los espías no te admitieron. ¿Por qué me mentiste? O mentirme exactamente no, pero ¿por que me dejaste creer que eras mucho más enigmático de lo que realmente eres? ¿No pensabas que tener sexo en la capilla de la cripta mientras se celebraba una sesión en el Parlamento ya era suficientemente excitante? Me habría emocionado y trastocado igualmente si hubieras trabajado en el servicio de restaurante. No tenía nada que ver con tu trabajo. ¿Por qué sentiste la necesidad de seducirme con una mentira? Pero no me mentiste, claro está, directamente no. Tan solo mantuviste el misterio lo suficiente para que yo inventara mi propia historia.
—¿Y cuál fue el motivo? —pregunta la señora Price al testigo G.
—Quedó patente durante las pruebas que el señor Costley tenía dificultades para diferenciar los límites entre la realidad y la ficción. En resumen, que cuando se le invitaba a llevar una vida encubierta él mismo llegaba a creérselo. Es justamente lo que decía antes sobre los mitómanos, la diferencia entre alguien capaz de sostener una mentira durante un período de tiempo prolongado y quien se convence efectivamente de que es verdad.
—Eso que describe suena cercano a un trastorno de la personalidad, ¿no?
—Yo no diría eso —responde el testigo G—. Yo diría que…
La señorita Bonnard se levanta inmediatamente.
—Milord, este testigo no es un experto en psicología. No está cualificado para responder a la pregunta.
El juez se limita a mirar por encima de sus gafas a la señora Price, que se disculpa al instante.
—Le pido disculpas. Reformularé la frase. Testigo G, ¿sería justo decir que el señor Costley mostró durante su evaluación un comportamiento que sugería dificultad para distinguir la frontera entre la realidad y la ficción?
—Sí, correcto.
—¿Y fue esa preocupación por su incapacidad para distinguir la realidad de la ficción suficiente para rechazarlo como candidato adecuado, a pesar de que ya hubiera pasado las pruebas físicas y a usted le pareciera que tenía muchísimas ganas de acceder al servicio?
—Sí, afirmativo. No aceptamos a ningún candidato a la ligera, pero tampoco los descartamos a la ligera. No cabían dudas del entusiasmo del señor Costley y estoy seguro de que realizaba un trabajo muy competente en su puesto en la seguridad del Parlamento, pero en mi opinión no era un candidato apropiado para nosotros.
Hasta este momento, la señora Price parecía apoyar la idea de que eres mentalmente inestable, pero es obvio que solo quería que calara hondo para luego destruirla.
—Pero… ¿me equivoco al entender que, a pesar de no ser apto para los servicios secretos, no le preocupaba su estabilidad mental hasta el punto de comunicárselo a su jefe en el Parlamento?
—No lo consideraba activamente inestable, no.
—¿Podemos dejar esto claro a todos los efectos? El señor Costley, al fin y al cabo, era parcialmente responsable de asegurar que el proceso democrático de este país funcionara con normalidad. Tras su evaluación, ¿no le quedó ninguna duda de que fuera apto para continuar en su puesto?
—No, como ya he dicho antes, absolutamente no.
La señora Price decide trabajar más este punto.
—Así que, a pesar de que pensara que tenía dificultades para distinguir la realidad de la ficción, no le inquietaba tanto su salud mental para impedirle continuar con unas funciones burocráticas, aunque no por ello menos delicadas, que implican la seguridad de nuestros parlamentarios, en un edificio que debe estar siempre en alerta máxima de seguridad.
El testigo G deja que resuene su voz.
—Sí, correcto.
La señorita Bonnard prácticamente se retuerce cuando se levanta para hacer el interrogatorio de la contraparte. Tras su intervención durante el interrogatorio directo, la línea que seguirá resulta obvia. Hace esperar al testigo G durante un brevísimo momento, mientras se recoloca la peluca y oculta un mechón de pelo bajo ella. Esta parte se está observando al milímetro. No puede mostrar una cortesía obvia ni tampoco ser irrespetuosa, pero quiere dejar claro que, al contrario que a otros del tribunal, a ella no le impresiona demasiado. Cuando vuelve la cabeza veo que le dirige una cálida y lenta sonrisa.
Empieza por regresar al punto en que el testigo G descarta tu solicitud. Una vez hecho esto, añade:
—… Y la razón era, ya lo ha dicho antes, única y exclusivamente que le preocupaba su estado psicológico.
El testigo confirma este punto de inmediato.
—Ese era el único motivo, sí.
La señorita Bonnard le hace volver sobre lo mismo una y otra vez, incitándolo en todo momento a que detalle más sus preocupaciones acerca de tu estado mental. No hace más que repetir lo mismo, pero creo que tu abogada espera que cuanto más repita sus inquietudes el testigo G, más profundo calará en la mente del jurado. Al final se sienta, Robert rechaza hacer preguntas en mi nombre y el juez mira a la señora Price. A nadie le sorprende que vuelva a levantarse.
—Testigo G —comienza con lentitud, razonable—, ya sabemos que no tengo permiso para usar su nombre por motivos obvios… y aprecio que haya un límite a la información personal que puede revelar al tribunal, pero ¿podría informarnos un poco sobre su carrera?
—Sin duda —responde él—. Puedo decirles que pasé un período de tiempo en las fuerzas armadas, en operaciones que requerían viajar al extranjero, y después me establecí en nuestro territorio. Ahora estoy llegando al final del servicio. Llevo un período de ocho años en mi puesto actual al mando de la instrucción y la evaluación.
—Usted no es psiquiatra, ¿cierto?
—No, aunque obviamente he recibido una extensa instrucción en…
—Pero usted no es especialista en psiquiatría en el sentido médico, no tiene un doctorado relacionado con ello.
—No, eso es cierto.
—¿Es usted miembro del Instituto Británico de Psicología o alguna otra organización acreditada?
—No, no lo soy.
—A lo que me refiero es, y espero que me perdone, pues lo digo sin ánimo de crítica, a que la única instrucción psicológica que usted ha recibido es la relativa a si un hombre es capaz o no de mentir a su familia o a sus compañeros de trabajo, a si es capaz de sostener la farsa. En resumen, que usted no se consideraría a sí mismo, ni está, cualificado para pronunciarse sobre si el señor Costley tiene algún tipo de trastorno de la personalidad de los que reconocen las guías de diagnóstico legales a disposición de este tribunal.
Hay un breve silencio en el estrado.
—Es cierto que no tengo ninguno de los títulos que usted ha mencionado.
—Gracias. —La señora Price mira al juez—. No hay más preguntas, milord.
El juez se dirige al testigo G:
—Gracias, puede usted marcharse. Tengo la obligación de advertirle igual que a cualquier otro testigo de que no hable del caso con nadie.
Escuchamos en silencio cómo el testigo G baja los escalones de madera del estrado, un caminar que me suena pesado, sí, un metro ochenta más o menos, como pensé. Imagino que sale a los pasillos del Old Bailey, baja la ancha escalera de piedra con naturalidad, sale a la calle, y la gente que lo ve pasar piensa que es simplemente un policía, un abogado o un hombre de negocios, si es que piensan en él de alguna forma. ¿En qué te convierte esa clase de trabajo, si no es en un mitómano? ¿En un robot? ¿No dice algo a tu favor que no te aceptaran, Mark Costley? Nunca me mentiste, directamente no. Dejar que la gente piense que somos más interesantes está en nuestra naturaleza. Yo te dejé creer que era una de las genetistas más importantes del país cuando en realidad no soy más que una científica de éxito relativo que vive de las investigaciones del pasado y sirve aquí y allá como analista o examinadora. Hace años que no estoy en la cresta de la ola.
Esa noche, por primera vez desde que comienza el juicio, sueño con ello. No sueño con esa árida sala de justicia ni contigo, tampoco tengo ninguna pesadilla visual del asesinato de Craddock, nada de imágenes de cadáveres ensangrentados persiguiéndome con los brazos tendidos. Sueño con un sitio del Old Bailey en el que nunca he estado.
Ese mismo día habíamos empezado tarde porque el tren de uno de los miembros del jurado se había retrasado. Nos lo comunicaron justo cuando nos habían trasladado arriba, así que los funcionarios del tribunal dieron media vuelta para devolverme a la celda y, justo al bajar la escalera, el viejo negro del cabello canoso que está tras el mostrador gritó:
—¡Preguntadle si quiere beber algo caliente!
—¡Me encantaría tomar un té! —grité yo en respuesta, a pesar de que en realidad no me apetecía.
Esperar a que lo preparasen haría pasar el tiempo y mientras me lo bebía transcurriría algo más.
«Que se siente en la zona de cocina», dijo el viejo a los funcionarios del tribunal, y para mi sorpresa y alegría, no me hicieron regresar a la celda, sino que me hicieron sentar a la entrada de una pequeña habitación de servicio en la que calientan nuestra comida en un microondas. Uno de los funcionarios del tribunal se marchó, pero el otro se quedó apoyado en una mesa al otro lado de la entrada para vigilarme. Estaba claro que oficialmente no podía sentarme allí, pero habían decidido que yo no era de las que correría como una loca a la cocina en busca de un cuchillo, aunque, en cualquier caso, toda la cubertería era de plástico. El simpático caribeño pasó a la cocina y regresó con dos tazas de té en vasos de plástico. Di un sorbo a la mía en cuanto me la puso delante. Sentí un calor agradable. El viejo se sentó en la silla al lado de la mía y me dio la sensación de que si hubiera sido apropiado habría dicho algo como: «¿Qué hace una señora como usted en un sitio como este?». Pero dijo: «Usted es una mujer con una educación». En realidad dijo «heducación», «una mujer con heducación». Eso mismo hacían mis abuelos de Fenland, los padres de mi madre, con los que perdí todo contacto tras su muerte; pronunciaban todas las palabras que empezaban por vocal con un sonido aspirado. «¿Ha hecho la visita alguna vez?»
No estaba segura de a qué se refería, pero luego me percaté de que hablaba del Old Bailey, de la parte histórica, no la zona moderna en la que estamos, sino las viejas salas de justicia que aparecen en todos los culebrones televisivos. Negué con la cabeza.
Él también sacudió la cabeza en respuesta, como si le entristeciera que no la hubiera hecho. «Ya sabe, realizan visitas guiadas de la zona antigua. Debería venir en alguna ocasión, mucha gente lo hace.»
Incliné la cabeza mientras daba un sorbo al té para ocultar la sonrisa que me provocó que pensara que cuando acabase el juicio tendría ganas de regresar allí a pasar el día, por placer. El hombre volvió a negar con la cabeza.
«Muy hinteresante, se lo aseguro, hay mucha historia en este sitio.»
Después sorbió su té ruidosamente para tamizarlo en el aire y que se enfriara un poco. «Esas viejas salas de justicia de allí son tan pequeñas que es comprensible que necesitaran las nuevas.»
Y luego me contó la historia del Dead Man’s Walk.
Esa misma noche sueño con el Dead Man’s Walk y soy capaz de imaginármelo con exactitud simplemente a través de su descripción, aunque nunca haya estado allí. Se halla en la parte trasera del edificio, en un callejón que ya no se usa. Me entero de que el Old Bailey tiene muchas zonas en desuso, incluso un tramo de muralla romana en alguna parte. El Dead Man’s Walk existe desde hace siglos y probablemente fue construido en piedra. El amable guardia de seguridad caribeño me contó que actualmente —él no lo creía, pero es cierto— está cubierto de baldosas rectangulares blancas, como si fuera un baño público. «Ahí es donde empieza», dijo.
Y en mi sueño estoy justo al principio del Dead Man’s Walk. Ante mí hay una serie de arcos que van haciéndose cada vez más pequeños. Camino bajo ellos. La altura de la primera arcada con sus baldosas blancas es la justa para que pueda pasar sin agacharme y tan estrecha que roza mis hombros. Pero la siguiente es más baja y estrecha aún, y la otra, y la otra… hasta que tengo que arrodillarme y ponerme de costado para pasar por arcos cada vez más pequeños, pero por más pequeños y bajos que sean los arcos siempre consigo atravesarlos, lo cual resulta horrible, porque son infinitos…
El simpático guardia me dijo que la idea de hacer arcos cada vez más pequeños era que los prisioneros condenados a la horca tendían a entrar en pánico al llegar al final del pasadizo. «¿Quién no lo haría si tras ellos espera la horca?» La reducción progresiva del espacio era para que tuvieran menos sitio por donde escapar. Pero la lógica que se oculta detrás es un tanto extraña, pues ¿qué podría aterrar más a un condenado que camina hacia la muerte que una serie de arcos que se cierran sobre él y se hacen cada vez más pequeños con la certeza de que el arco final será un ataúd?
En mi sueño no hay ataúd, horca, ni multitud expectante. Solo hay un arco tras otro, y cada vez que cruzo uno me parece increíble que pueda pasar a otro más pequeño, pero lo hago. Y nunca acaba. En eso consiste el sueño simplemente, en una serie de sensaciones al intentar pasar a través de arcos cada vez más pequeños, sin sangre ni violencia, sino una sensación asfixiante y creciente de horror a cada arco que atravieso. Despierto de este sueño con la respiración sobresaltada y el pelo pegado a la cara para encontrarme en una celda, en la cárcel.