18

El segundo día del juicio también consiste en análisis forense. No era así como lo había previsto. Imaginaba que la acusación se centraría primero en presentar el móvil y oscurecer nuestras personalidades progresivamente hasta llegar a nuestro horrible acto. Pero no, el segundo día tenemos a un experto en salpicaduras de sangre.

Hoy me veo capaz de implicarme menos. Todavía es el segundo día y ya he dejado de ver a la víctima como persona: Craddock es una prueba documental. No creo que sea solo porque lo odie. Tiene que ver con el proceso de reducción al que se ha visto sometido por su vida y su muerte. Esto es lo que sucede cuando morimos. Nos convertimos en una serie de hechos. Solo vislumbro la realidad de Craddock de vez en cuando, y siempre en los detalles más inesperados. En el pliego de gráficos hay dos esbozos de figuras como de maniquíes de costura a tamaño completo, uno junto a otro, en páginas correlativas. Uno de ellos eres tú, vestido con la ropa que descubrieron en la bolsa de plástico que tiraste en la papelera de un parque a unos tres kilómetros de tu casa. Son los pantalones de correr azul marino, los primeros, y la camiseta gris que llevabas cuando te recogí aquel día en el metro. La mayor parte de la sangre estaba en esos pantalones de correr oscuros, imposible de reconocer a simple vista, pero marcada sobre el esbozo con una línea que indica un casillero con una descripción. La camiseta gris tiene igualmente algunas manchas de sangre señaladas en el gráfico, pero también hay una fotografía ampliada de la camiseta que las muestra por separado, señaladas de círculos. Son parduscas, de color salmón, pero perfectamente visibles.

El otro gráfico de un cuerpo completo es el de Craddock. Llevaba una camisa marrón claro y la sangre se ve con más claridad, su propia sangre, la sangre que le manaría de la nariz una vez rota. Cuando se hable de esta ilustración con el experto en salpicaduras se hará notar que falta un botón de la camisa y no hay modo de saber cuándo se soltó, pero hay una pequeña mancha de sangre alrededor del ojal claramente visible que sugeriría que sucedió antes de las agresión. A mí eso me cuadra con el cuenco de cereales abandonado todo el día en la mesa del comedor. Craddock vivía solo, divorciado. Compraba camisas de diseño, pero no se molestaba en coserles los botones, a pesar de no tener mucho que hacer durante las noches, supongo: corregir los trabajos de sus alumnos, ver la televisión y masturbarse con el porno al que accedía regularmente desde su ordenador.

Una vez más, tu abogada, la fría señorita Bonnard, se levanta para interrogar al experto. Esta vez la discusión versa sobre la diferencia entre sangre y sangre diluida. La sangre diluida está mezclada con algún otro fluido, como el agua o la orina. No importa que sea un cubo lleno o una sola gota, está diluida igualmente. Hay cierto debate acerca de si Craddock perdió orina durante la agresión. Presentan al experto en salpicaduras de sangre la página en la que el informe del patólogo dice que la vejiga estaba vacía, pero no es capaz de confirmar si se vació durante la agresión o si la víctima había orinado justo antes. Una vez más desconozco el argumento de la señorita Bonnard. Por lo que parece, se propone resaltar que no se hicieron análisis de detección de orina en la ropa de Craddock manchada de sangre, y también se discute si una gota de sangre que encontraron en el suelo estaba diluida o no. Está claro que la señorita Bonnard no permitirá que ningún testigo de la acusación se vaya sin ser cuestionado. Todo testimonio de la acusación debe quedar en entredicho de alguna forma.

Y de nuevo, cuando mi abogado, Robert, se levanta es para dirigirse al juez, inclinarse cortésmente y decir: «No hay preguntas para este testigo, milord». Y una vez más, el jurado mira a Robert con incredulidad. En esta ocasión un par de ellos también me miran a mí.

Tras los expertos llega el turno de una serie de testigos a los que yo llamo testigos amateurs, que consumen lo que queda de la segunda jornada y el tercer día al completo. Me da la impresión de que su principal objetivo es que se prolongue el testimonio de la acusación. Solo hay un testigo de los hechos previos a la agresión de Craddock, el empleado de la tienda de comestibles. Craddock había estado allí esa mañana para comprar el Guardian y The Sun, un litro de leche, un paquete de cigarrillos Marlboro Lights, un paquete de Werther’s Original y salami. Pagó con un billete de veinte libras. Le entregó los artículos en una bolsa de plástico a rayas blancas y azules. Guardó el cambio directamente en el bolsillo, y no en la cartera. Hay una grabación de la cámara de seguridad en la que se lo ve ante el mostrador. La veo cuando la proyectan en la sala mediante dos pantallas del tamaño de un televisor, una instalada en la pared y la otra suspendida justo debajo de la tribuna del público. Incluso ahora, incluso después de todo esto, la idea de verlo en movimiento como un ser humano me llena de repulsión y me devuelve fugazmente a lo que hizo: su cara frente a la mía, los estudiantes con las bolsas de basura deambulando por el salón de actos vacío, mi cara pegada al interior del taxi camino de casa, la sonrisa que me dedica a través de la ventana de la peluquería.

Una vez más, el interrogatorio es muy detallado.

—¿Y cómo describiría la forma en la que dijo eso? —pregunta la abogada de la acusación al de la tienda de comestibles en cierto momento.

La frase que se cuestiona es: «Y un paquete de Marlboro Lights».

Lo único que se establece con esto es que aquel día Craddock parecía completamente normal, sin inquietud ni miedos de ningún tipo, y que, por lo que se sabe, nadie lo seguía.

A algunos testigos los despachan con tal rapidez que parece descortés. A una vecina de Craddock que vio mi coche pasando por la calle le preguntan:

—Cuando dice que el coche iba despacio, ¿quiere decir muy despacio?

La vecina es una mujer mayor blanca que se ha vestido para la ocasión con un elegante traje azul marino. Le tiemblan las manos al leer el juramento, lo justo para que la tarjeta aletee. Mira hacia el banquillo al entrar y al salir, pero durante su testimonio mantiene la vista al frente.

—Bueno, yo diría que muy despacio, sí, como si buscaran algo…

La señorita Bonnard se levanta instantáneamente.

—Milord, este testigo no está aquí para especular acerca de los pensamientos de las personas que había en el interior de ese coche.

El juez asiente con la cabeza.

—Señora Morton, le ruego que se limite a responder específicamente a lo que se le pregunta.

—Oh, sí, señor… —dice la señora Morton con voz trémula.

—Entonces ¿muy despacio? —repite la señora Price.

—Sí, yo diría que muy despacio.

Ni siquiera la señorita Bonnard tiene preguntas para esta testigo y Robert, por supuesto, tampoco.

Cuando el juez le dice a la señora Morton que puede marcharse se la ve decaída, como si hubiera fracasado en una audición.

La mañana del cuarto día de nuestro juicio se va en discusiones legales, un debate sobre la admisibilidad del testimonio referencial y las pruebas de mal carácter, y tiene que ver con los testigos que la acusación quiere llamar en relación contigo, con tu vida anterior. Ahora que avanzamos hacia ti, nos dirigimos inexorablemente a mí y a lo que me hizo Craddock. Todo está a punto de volverse mucho más duro.

No hacen pasar al jurado hasta la tarde, durante la cual habrá otro suceso que devolverá a la sala a la realidad y hará que nos sumerjamos en su torbellino, al igual que otros acontecimientos cada tanto a lo largo del juicio, a menudo cuando yo menos lo espero. Llegado este momento estoy cansada, aunque no tanto como lo estaré después. No duermo bien en la prisión. Nadie lo hace, a menos que les den una pastilla que los deje completamente fritos.

La galería pública se encuentra vacía por una vez. El incidente con tu mujer todavía no ha sucedido, no hay estudiantes ese día, y Susannah no ha podido venir esta tarde. Hay dos personas sentadas a un extremo que parecen parientes lejanos de Craddock, y en el otro lado pegado a la puerta, dos jubilados que han venido casi todos los días.

La mujer que descubrió el cuerpo de Craddock está en el estrado. Era su casera. Se presenta como la señora Asuntha Jayasuriya, la directora general de Petal Property Services. Es propietaria de diecisiete viviendas de alquiler en esa zona. Descubrieron el cuerpo tan pronto por pura casualidad. Podría haber pasado una semana, incluso diez días, antes de que alguien de la universidad denunciara que no había ido al trabajo y la policía fuera a su casa. Tuvimos mala suerte. Craddock iba atrasado en el pago del alquiler. El equipo de la señora Jayasuriya le había escrito varias veces sin recibir respuesta, así que decidió hacerle una visita sorpresa el sábado por la tarde. Normalmente no lo habría hecho, pero Craddock llevaba tiempo arrendando el piso y nunca antes se había retrasado en los pagos, así que quería saber si tenía algún problema, y de todos modos estaba ese día por la zona. Entró en el edificio y subió la escalera hasta el primer piso, esperando sorprenderlo, si bien al final la sorprendida sería ella. Había acudido con su sobrino, si bien le dijo que esperase en el vestíbulo. Nadie contestó cuando llamó a la puerta del piso B, pero al oír la radio sospechó que Craddock estaba dentro y no quería abrirle, de modo que aporreó la puerta con más fuerza y gritó: «¡Señor Craddock, voy a entrar!», y abrió con su propia llave. Una vez en el interior, ni siquiera tuvo tiempo de volver a gritar su nombre. La puerta daba directamente al salón, así que vio el cadáver de inmediato.

La señora Jayasuriya, aparte de una exitosa mujer de negocios, debe de tener también cierto autocontrol, porque no chilló ni dijo a su sobrino que subiera. Se quedó exactamente donde estaba y marcó el número de emergencias en su teléfono móvil. Cuando ponen la grabación de la llamada en la sala, la señora Jayasuriya permanece rígida en el estrado.

«—Servicio de emergencias, ¿qué servicio necesita?

»—La policía, por favor, una ambulancia, pero creo que es demasiado tarde. Creo que ha muerto.

»—¿Quién ha muerto, por favor?

»—Un hombre. El hombre al que le alquilo el piso. Estoy aquí en su piso y él está tirado en el suelo. Hay sangre. Está muerto. La dirección es… »

La señora Jayasuriya da el domicilio completo con el código postal.

«—De acuerdo. Ya están de camino. ¿Su nombre, por favor?

»—Mi nombre es Asuntha Jayasuriya. Es con J, A, Y…»

Deletrea el nombre completo.

«—¿Y cómo sabe que está muerto?

»—Es obvio.»

Después se oye una pequeña conmoción cuando el sobrino entra y se le oye gritar: «¡Tita! ¡Tita!».

La señora Jayasuriya le contesta en una lengua que no reconozco. Suena como si le dijera que se mantenga al margen.

Este no tendría por qué ser un momento impactante, ya que la señora Jayasuriya es comedida y pragmática, pero sigue habiendo algo que silencia la sala, incluso los pequeños movimientos de pies y papeles que caracterizan la mayoría de los testimonios. Es por el efecto espacio temporal. Estamos allí. Al escucharlo, imaginamos la escena y nos hacemos presentes, George Craddock yace en el suelo ante nosotros, con los pies apuntando hacia la puerta y la cabeza justo dentro de la cocina, hay sangre, el grito alarmado del sobrino suena de fondo, y tras eso, el incongruente tono urbano de un presentador de Radio 4 de la BBC.

El viernes no hacen pasar al jurado. Continúan las discusiones acerca del testimonio referencial. Tú y yo estamos allí en el banquillo, como siempre, escuchándolo todo. En cierto momento te inclinas sobre el asiento, colocas los antebrazos sobre el pequeño estante que tienes frente a ti, apoyas la barbilla en ellos y miras al frente. No sabría decir si estas aburrido o inusualmente atento.

Por el momento, no consigo imaginarme cómo estás viviendo todo esto. Imagino que el área de reclusión de categoría A debe de ser bastante parecida a la mía, pero supongo que tu experiencia carcelaria habrá sido muy diferente. Y ya llevas mucho tiempo encerrado. ¿Te has aclimatado? ¿Se han convertido las privaciones en rutina? ¿Tienes miedo? Se te ve muy cambiado, muy diferente del recuerdo que tengo de ti, de las fugaces ocasiones en las que te he disfrutado, y caigo en la cuenta de que aquellos embriagadores primeros días de nuestro romance me parecen sacados de una película. No puedo creer que hayamos hecho el amor en el Parlamento. Apenas puedo creer que hayamos tenido relaciones sexuales. Esa sensación tan acusada, el aturdimiento que me provocaba, la sensación de sumergir la cabeza en un ramo de lirios con un olor tan maravilloso que parecía a punto de desmayarme. ¿Era felicidad? ¿Solo se trataba de eso? ¿O era una especie de adicción a la historia y al drama de nuestros actos? Si se trataba de una película, nosotros éramos las estrellas.

Durante el fin de semana no me visita nadie. Susannah se ofreció, pero como estaba dedicándole tanto tiempo al juicio, le dije que no debía hacerlo. Me inventé la historia de que necesitaba pasar el fin de semana sin pensar en el juicio, pero la verdad es que quería que se diera un descanso.

Para mí no había descanso, ni entonces ni después. Una mujer enorme llamada Letitia choca conmigo en la cola para el desayuno, me golpea con su robusto brazo, pega su cara a la mía y dice: «¿Qué, puta rica, cómo va ese juicio?». Puta rica, así es como me llaman aquí. Todo el mundo tiene un apodo.

Su pregunta no es amistosa ni educada. Aparto la cara, y Letitia, que tiene un cabello fino y cano, una nariz que le han roto varias veces y el brillo de la verdadera psicosis en la mirada, pone su gordo dedo índice bajo mi bandeja de plástico y la levanta limpiamente del mostrador, tirándomela encima. El té caliente me abrasa a través de la camiseta y las alubias chorrean por mi pantalón. El guardia de la esquina grita con aire cansado: «¡Letitia! ¡Aquí, ahora, por favor!».

Una chica negra muy joven y hermosa que tengo delante coge una servilleta de papel del montón del mostrador, me la da, y dice como si tal cosa: «Esa puta machorra está como una cabra».

Durante nuestra hora de recreo, Letitia se sienta en un rincón de la habitación y me fulmina con la mirada, mientras el televisor colgado en lo más alto de la pared ruge con anuncios y la nueva drogadicta de nuestra ala se pone a darse de cabezazos contra la pared lentamente.

«¡Eh, tú, fantoche! —grita Letitia a la drogadicta—. ¡Vas a provocarte un puto dolor de cabeza!» Y vuelve a asesinarme con la mirada. La ignoro. Me fastidia que tenga permiso de recreo después de lo de esta mañana. Pero su agresión no me asusta. Tras una semana de proceso supone un alivio.

El lunes la acusación comienza contigo, con nosotros.

El primer testigo es una agente de policía. Se trata de la subinspectora Amelia Johns. Es una mujer delgada de cabello rojo y corto, con la piel pálida y un rostro enjuto, prácticamente sin facciones. Recita el juramento y antes de sentarse en la silla abatible se ajusta la chaqueta de policía y se alisa la falda.

La señora Price ya está de pie.

—Gracias, agente —dice—. Usted es subinspectora de la policía metropolitana. ¿Puede constatar cuántos años lleva en el cuerpo de policía?

—Hace diecisiete años que trabajo en el cuerpo —responde la subinspectora Johns, mirando al jurado.

—Y al principio estuvo destinada en el distrito de Waltham Forest, ¿no es cierto?

—Sí, correcto.

—Pero la trasladaron al distrito de Westminster. ¿Es esto cierto?

—Sí, afirmativo, hace siete años. Me destinaron al equipo de seguridad del palacio de Westminster y sus alrededores inmediatos.

—¿Y podría explicar a nuestro jurado cómo funciona ese equipo de seguridad? Se trata de una situación un tanto inusual, ¿verdad?

La subinspectora Johns esboza una tímida sonrisa y dice:

—Sí, bueno, a algunos les sorprende su funcionamiento. La seguridad del Parlamento no está a cargo de la policía metropolitana en realidad, sino de los empleados del palacio. Todos los agentes de policía que trabajan allí están bajo el control del palacio.

—Entonces, si lo entiendo correctamente, los agentes que trabajan allí son más bien guardias de seguridad privados.

La subinspectora Johns vuelve a sonreír.

—Sí, podría decirse de esa forma.

—¿Podría darnos un ejemplo concreto de su funcionamiento?

—Bueno, los agentes de policía patrullan y hacen informes de los crímenes, pero si se produjera un asesinato, por ejemplo, en la Cámara de los Comunes, en teoría ningún agente tendría derecho a entrar en la sala, a menos que se lo pidiera el sargento de armas o uno de sus portavoces.

La señora Price finge sorprenderse.

—Entonces, digamos que un parlamentario enloquece y se dedica a estrangular a otro… —Se vuelve hacia el jurado con una mirada irónica—. Algo que esperamos que no suceda nunca, claro, pero digamos que sucede. En teoría, los agentes de servicio no podrían intervenir a no ser que se lo pidiera el personal del palacio.

—Correcto.

—Y los trabajadores del palacio, ¿qué tipo de personas son?

Se lo piensa.

—Bueno, muchos de ellos han pertenecido al ejército, en realidad hay bastante variedad.

—¿Algún antiguo agente de policía?

—Sí, varios.

La señora Price hace una pausa.

—Y el hombre que tenemos aquí en el banquillo, el señor Costley, era uno de esos miembros del personal del palacio, ¿verdad?

Algo extraño sucede a la cara de la subinspectora Johns. Se cierra. Esa tímida sonrisa que esbozaba, lo que cualquiera habría pensado que era su comportamiento natural, desaparece. Su semblante está más compuesto que antes, y tengo la sensación, antes incluso de que hable, de que sus respuestas serán más cautelosas.

—Sí, era miembro del cuerpo de seguridad de palacio.

—Había trabajado en el cuerpo de policía durante once años, subinspectora, como usted misma; después salió de la policía metropolitana y empezó a trabajar en el palacio.

—No sé exactamente cuánto tiempo trabajó Mark en la policía.

—Sí, por supuesto, pero ¿podría explicarnos cuál era su función en el palacio?

—Era consejero de seguridad.

—¿En calidad de qué trabajaba?

Observo a la subinspectora Johns con mucha atención, su rostro pulcro y precavido, y tengo la certeza de que hubo algo entre vosotros cuando trabajabais en el Parlamento. No nos ha mirado una sola vez a ninguno de los dos.

—El señor Costley trabajaba como consejero del palacio. Me refiero a que aconsejaba al agente de policía encargado de planear los eventos. —Hace una pausa, como si le costara recordar esa información práctica por alguna razón—. Su trabajo era, bueno, asegurar el cumplimiento… Las regulaciones sobre seguridad e higiene en los eventos, revisar el cumplimiento de las tareas, supervisar los turnos del equipo de monitorización del circuito cerrado de televisión… y demás.

Me pregunto cuánto sabe realmente de lo que haces.

—De modo que era una suerte de burócrata, entonces. ¿O alguien importante?

Una breve pausa.

—Bueno, todos esos puestos son importantes para el funcionamiento adecuado del palacio. Detrás de todo lo que el público ve hay una cantidad ingente de burocracia.

—Lo que quiero decir es, si algo iba mal, digamos un incidente, ¿sería el hombre que corre por el pasillo o el que rellena el formulario después?

—Sería el hombre que rellena el formulario.

La señora Price guarda silencio. Se cruza de brazos y mira a la mesa durante lo que a mí me parece un espacio de tiempo excesivo. Advierto mirando de soslayo que durante este largo período de tiempo te has inclinado hacia delante y has bajado un poco la cabeza.

Al final la señora Price acaba por alzar la vista.

—Subinspectora, ahora me gustaría que contara al jurado lo que sucedió entre usted y el señor Costley justo antes de que pidiera el traslado a su actual puesto en la unidad de drogas y armas de fuego de Barking & Dagenham. —Mira a la subinspectora y la conmina a hacerlo cordialmente—. Por favor, si no le importa.

—Sí, por supuesto —dice la subinspectora Johns—. Emití una queja al palacio por el comportamiento inadecuado de un grupo de hombres, en particular del señor Costley, una queja al jefe de personal del palacio.

—¿Podría explicarnos, por favor, en qué consistía esa queja?

—Comportamiento inapropiado, es decir, en varias ocasiones. Había estado en la oficina de monitorización, que es el conjunto de estancias en el que monitorizamos todas las cámaras de seguridad del palacio, dividido en varias áreas. Miraban las cámaras y ponían notas a las mujeres según su atractivo sexual.

La señora Price me da la espalda, pero puedo imaginar su expresión de sorpresa fingida. Después dice, con cierta cautela:

—Claro está que por más inadmisible que sea ese comportamiento, algunos podrían decir que sucede en muchos entornos en los que predominan los hombres, por ejemplo, los guardias de seguridad de los centros comerciales.

—El comportamiento del señor Costley fue un poco más allá.

—¿Ah, sí? ¿Le importaría explicárnoslo?

—Una trabajadora del palacio, una chica joven, se quejó ante mí de que miraba las cámaras de seguridad que monitorizaban la entrada de visitantes de Portcullis House y si veía a alguna mujer atractiva bajaba a la entrada y la seguía.

Al oír esto varios miembros del jurado te miran. Yo procuro mirar al frente.

—¿Y le contó esa trabajadora del palacio qué hacía después de eso?

La señorita Bonnard ya está de pie, pero antes de que pueda decir nada el juez suspira con hastío y levanta la mano de la mesa, diciendo:

—Señorita Bonnard, anticipándome a su objeción, creo que hemos pasado toda la semana ya con este mismo debate.

—Milord, creo que la pregunta que acaban de hacer a esta testigo va más allá de…

—Como confío en que la señora Price nos explicará lo necesaria que es esta pregunta, la permitiré. La defensa tendrá su turno después para interrogar a la testigo.

—Milord.

La señorita Bonnard hace una leve inclinación de cabeza como conclusión y se sienta.

La señora Price se inclina ante el juez y vuelve a dirigirse a la subinspectora Johns.

—Como decíamos, subinspectora Johns, ¿podría explicarnos, por favor, lo que sucedía después de que el señor Costley viera en las cámaras a una visitante femenina que le parecía atractiva y la siguiera?

—Volvía al centro de monitorización de las cámaras de seguridad y decía que la había seguido, comentaba su figura, lo que estaba haciendo y demás.

—¿Y observó usted misma cómo lo decía?

—No, me lo comentaron, pero una vez lo vi entrar en la lista de visitantes y contrastarla con los expedientes de autorización.

—Pero esto sería una actividad normal en su trabajo, ¿no?

—Había buscado a la mujer en cuestión en las imágenes de Google. En la pantalla de su ordenador había unas veinte o treinta fotografías pequeñas de ella. Cuando entré en la sala cerró la ventana, pero su escritorio estaba justo al otro lado de la puerta, así que lo vi perfectamente. Cuando salió vi el registro con el nombre de la mujer sobre su escritorio.

Pienso en las fotografías que aparecen de mí en Google. Cuando eres académica acabas teniendo unas cuantas, la mayoría de ellas poco favorecedoras. A veces los estudiantes te hacen fotografías en las conferencias, las publican, las envían por Twitter, y también algún que otro vídeo. La privacidad desaparece en el mismo momento en que tienes que presentarte ante otros. Aunque solo se trate de dos personas, todo el mundo verá que no te peinaste bien aquel día antes de que te enteres.

—¿Y cuándo sucedió ese incidente?

—Unos tres meses antes de que arrestaran al señor Costley por esta agresión que se juzga.

Me quedo mirando fijamente a la subinspectora Johns.

—Y sin intención de identificarla, ¿podría decirnos algo acerca de la mujer en cuestión?

—Era una funcionaria de inmigración que había venido a hablar sobre la selección del personal.

Estas palabras generan en mí cierta sensación de tristeza. Por supuesto. No era a mí a quien estabas buscando en las imágenes de Google aquel día del que habla la subinspectora Johns. Se trataba de mi sustituta virtual. En esos momentos yo estaba destrozada. Tú hacías lo que podías para apoyarme, pero ya mirabas hacia otra parte.

El interrogatorio a la subinspectora Johns continúa, pero el cuadro ya está esbozado.

Ha quedado establecido que eres un depredador, alguien cuyo comportamiento es preocupantemente deshonesto.

Cuando la señorita Bonnard se levanta para interrogar a la testigo lo hace con mucha calma y los ojos entrecerrados. ¿Son imaginaciones mías o un escalofrío de anticipación recorre la sala, como si fuera el momento de dar de comer a las fieras del zoo?

—Subinspectora Johns… —comienza la señorita Bonnard suavemente—. Gracias por venir hoy aquí, por tomarse este tiempo fuera de sus obligaciones. —La subinspectora Johns parece un tanto desconcertada. ¿Era eso una pregunta, o no?—. No la retendré mucho tiempo, se lo prometo… —La señorita Bonnard le sonríe—. Tal vez pueda explicarme algo. Entiendo que la joven que se quejó a usted, es decir, que dijo que el señor Costley observaba a las visitantes por las cámaras de seguridad, entiendo que la razón por la cual no está declarando ella misma en este juzgado es que está de viaje. En Vietnam, ¿no?

—En Tailandia, creo.

—Ah —dice la señorita Bonnard, fingiendo sorpresa—. Tailandia, pues me han informado mal. ¿Está usted en contacto con ella?

—No, no… no éramos amigas, lo que pasa es que, simplemente, he oído que se marchaba a Tailandia. Antes, quiero decir, antes del juicio.

—Bueno, estoy segura de que nos arreglaremos igual de bien con usted. ¿Por qué acudió esa joven a usted cuando le inquietó el comportamiento del señor Costley? Es decir, ¿por qué no fue ella misma a denunciarlo directamente al jefe de personal?

—Era nueva en el trabajo, y además le intimidaban un poco los hombres que había en la oficina. Fue a verme a mí porque…

—Esa no es la verdadera razón, ¿verdad, subinspectora Johns?

La señorita Bonnard mira al suelo cuando suelta esta frase incendiaria, y a pesar de que después tendré razones para odiar a esta joven, no puedo evitar admirar su estilo, la forma en que lanza esa acusación de manera tan casual, como si estuviera tan segura de sus razones que ni siquiera necesitara poner a la subinspectora Johns en su sitio.

La subinspectora Johns solo duda durante una fracción de segundo, pero es evidente.

—No, yo, sí lo es, creo que sí.

—La razón por la que dirigió la queja directamente a usted es que ella sabía que usted había tenido una relación fugaz con el señor Costley, que había terminado agriándose, y estaría dispuesta a oír hablar mal de él, ¿no es cierto?

—Eso es completamente falso.

La subinspectora Johns mira al jurado con rabia.

—¿Qué parte? ¿La de que mantuvieron una relación o la de que había terminado mal?

—La de la relación. No fuimos pareja, no es así como yo lo describiría. Me hizo proposiciones.

—Salió de copas con él después del trabajo, creo que tres veces…, ¿o fueron cuatro?

—Fueron pocas veces, una o dos.

—¿Una o dos?

—Tal vez dos.

—¿Ah, sí? Según mi información fueron tres veces. ¿Quiere que le diga las fechas? La última de estas ocasiones, en abril del pasado año, usted y él tuvieron contacto íntimo en un local muy conocido de Westminster, un pub llamado The Bull & Keg.

La pálida cara de la subinspectora Johns se contrae.

—Primero, la primera vez estábamos con un grupo de personas. Así que yo diría dos veces. Segundo, ese contacto al que se refiere usted lo inició él y le dije que parase.

—¿Inmediatamente?

—¿Disculpe?

—¿Inmediatamente? ¿Dijo usted al señor Costley que parase inmediatamente?

—No, inmediatamente no.

La voz de la señorita Bonnard se torna más suave.

—Al cabo de una hora, subinspectora Johns, usted y el señor Costley salieron del pub juntos y caminaron hasta la estación de metro, donde se despidieron amistosamente con un fugaz abrazo.

La subinspectora Johns suspira.

—Me… me hizo sentir incómoda. Habíamos tomado unas copas y a la tercera me puso la mano en la rodilla por debajo de la mesa durante un rato.

—Pero no se quedó ahí, ¿verdad?

—No…

—Subinspectora Johns… —La señorita Bonnard adopta cierto aire hastiado—. No tengo ningunas ganas de avergonzarla delante del tribunal, así que le sugiero que me permita que se lo explique yo al jurado. En aquella ocasión, usted y el señor Costley llevaban bebiendo juntos desde las seis de la tarde. Le puso la mano en la rodilla por debajo de la mesa, lo hacían a escondidas porque había un grupo de compañeros en el local, y en cierto momento subió la mano por debajo de su falda, pasó por encima de sus medias hasta llegar a las bragas, donde procedió a… creo que el coloquialismo apropiado sería: meterle el dedo. No impidió que él lo hiciera ni puso objeción de ningún tipo. En otras palabras, usted y él tuvieron contacto sexual íntimo, ¿o no? Algo que a los ojos de muchas personas supondría una relación.

Y llegados a este punto sucede algo. La subinspectora Johns se transforma ante nuestros ojos. Deja de ser una profesional, una agente de policía que testifica ante el tribunal, y se convierte en una persona sobre cuya vida sexual especulamos todos, vista bajo el prisma de nuestras ideas personales respecto al tema. Estoy bastante segura de que los hombres de la sala, los compañeros de la policía sentados al fondo, los miembros varones del jurado y tal vez incluso el juez están imaginándosela con falda y las piernas abiertas. Están imaginando qué tipo de bragas llevaba en ese momento. Yo, por supuesto, contrasto las fechas en mi cabeza y siento náuseas al darme cuenta de que estabas metiéndole el dedo a la subinspectora Johns dos o tres semanas después de conocerme. Al menos, dos de las mujeres del jurado parecen impactadas. Jamás permitirían que un hombre les hiciera eso, así que la subinspectora Johns debe de ser muy diferente a ellas. Otra mujer, una señora mayor, entrecierra los ojos con simpatía. Estoy segura de que aquello con lo que simpatiza es la humillación pública de la subinspectora Johns. De cualquier manera, cada uno de nosotros, según nuestros propios prejuicios, reduce a esa mujer a un mero símbolo de lo que provoca ese tipo de cosas en nosotros. Ahora se la define por ese acto, o por el hecho de no saber impedirlo.

—Después le dije que no me gustó, al día siguiente en el trabajo.

—Se lo dijo después, ¿no en el momento?

—Sí, así es. —La subinspectora Johns respira lentamente y con cuidado, y parece haber recobrado la compostura—. Al día siguiente en el trabajo le dije que no me interesaba. Después de eso se volvió antipático y hostil. Me dejó claro que estaba haciéndome el vacío. En las reuniones se dirigía a todos menos a mí. Traía té para todo el personal excepto para mí.

—Así que cuando su joven compañera acudió a usted para quejarse del señor Costley, le alegró poder llevar la queja al departamento de personal.

—Sí —contesta la subinspectora Johns con firmeza.

La señorita Bonnard hace una pausa para que la firmeza de su respuesta flote en el aire antes de decir tranquilamente:

—No hay más preguntas para la testigo, milord.

El juez mira a la señora Price y esta se pone en pie. Su voz es cariñosa, maternal.

—Subinspectora Johns, no la retendré mucho más. ¿Puedo preguntarle simplemente si después de que el señor Costley empezara a hacerle el vacío por negarse a sus proposiciones, lo reprendió o sacó el tema con él en alguna ocasión?

—Intenté hablar con él. Una vez que nos quedamos solos en el despacho traté de decirle que lo olvidáramos.

—¿Y cuál fue su respuesta?

—Me contestó que estaba paranoica.

La señora Price no dice nada en este momento, simplemente espera un segundo, supongo que para permitir que pensemos en lo injusta que es esa acusación.

—Gracias, subinspectora Johns.

El juez se inclina hacia delante y comunica a Johns que su sufrimiento ha acabado.

Mientras miramos cómo abandona la sala, la información que tenemos de ella permanece en el aire como un perfume. Yo la veo marcharse y reparo en que se ve pequeña, impecable y joven.

La señora Price se ha quedado de pie, alza la vista hacia la tribuna del público, tose y dice:

—Milord, nuestro siguiente testigo es el testigo G.

—Sí, gracias, ya me han informado —dice el juez—. Sugiero que hagamos un descanso para almorzar.

No eres más que un hombre, Mark Costley. ¿Qué cabía esperar? ¿Realmente creí que me habías elegido porque yo era especial? Estoy tan cansada y triste porque sedujeras a la subinspectora Johns que no me doy cuenta —claro que no— de que esa pequeña traición no es nada comparada con la que ella ha sufrido. No me percato de que en algún momento has tenido que hablar de ella detalladamente con la joven y fría abogada de lacios cabellos de color caoba.