Cuando la abogada de la acusación comenzó la presentación del caso su voz era grave, apesadumbrada, como si realmente no quisiera estar allí llevando a cabo su triste labor. Pero al resumir los hechos de nuestra causa, su voz se recrudece y adopta una postura más erguida, como si la verdad la hiciera más alta y capaz, como si ni siquiera ella, por más comedida que sea, pudiera evitar la indignación ante la temeridad que supondría declararnos inocentes.
—Damas y caballeros —dice para concluir, mirando directamente al jurado.
»La defensa de este juicio expondrá sus argumentos. Oirán al primer acusado decir que deberían declararlo inocente a causa de su inimputabilidad, que no fue responsable de lo que hizo aquella tarde debido a un… —Aquí hace una pausa mínima, lo justo para dejar clara su incredulidad—. A un trastorno de la personalidad. También oirán decir a la defensa de la segunda acusada que ella es… —De nuevo esa pausa minúscula—. Es completamente inocente, que desconocía totalmente las intenciones del primer acusado cuando lo condujo en su coche a él y su bolsa, en la que había una muda de recambio, hasta la puerta de la casa de un hombre que la había agredido brutalmente. La oirán decir que no tenía ni idea de lo que sucedía mientras ella esperaba en su coche a las puertas de la casa, una eternidad, podría pensarse, para alguien que solo iba a acompañarlo. Les dirán que ella no creyó en ningún momento que algo fuera mal al ver que regresaba tan tarde, habiéndose cambiado de ropa y de calzado, pero olvidando cambiarse los calcetines, esos calcetines a través de los cuales se filtraría la sangre a la alfombrilla del coche. —Esta vez la pausa es larga, para que esas notas de incredulidad se encuentren unas a otras en el éter de la sala del juzgado, se unan como átomos y formen algo más que la suma de sus partes. Baja un poco el tono de voz—. La acusación considera que eso es, damas y caballeros… —Y vuelve a elevarlo de nuevo—. Pura palabrería. La acusación considera que este fue un asesinato perpetrado en connivencia, discutido y acordado por ambas partes, que planearon por anticipado con suma frialdad que uno de ellos cometería la acción y la otra conduciría el coche de la fuga para facilitar la escapada, que ambos tenían pleno conocimiento del comportamiento del otro y por lo tanto son tan culpables el uno como la otra.
Tras esta floritura retórica se detiene y mira hacia su escritorio, donde también ella tiene uno de esos enormes archivadores de plástico blancos con anillas de palanca, los mismos que tenemos aquí en el banquillo de los acusados y también el jurado, junto a otras dos carpetas apaisadas con una encuadernación de plástico a la izquierda. Se trata de las pruebas documentales números uno, dos y tres. La abogada desplaza las carpetas sobre el escritorio y las remueve innecesariamente, según creo, para demostrar que ahora entraremos en materia.
—Prueba documental número uno, damas y caballeros, esto será a lo que me refiera cuando hable del pliego de mapas. Los invito a que lo abran por la primera página.
En la carpeta hay una serie de mapas. El primero de ellos está a escala reducida: muestra la localización del piso de Craddock en South Harrow y después los paraderos de tu casa y la mía, cada una de ellas con una línea recta que llega hasta el margen, donde están nuestras direcciones: tú vives en Twickenham y yo en Uxbridge. Los siguientes mapas están hechos a una escala mayor y muestran el emplazamiento exacto del piso en la calle de Craddock. Algunos de los mapas llevan pequeños dibujos rectangulares adosados, señalados también con una línea recta, que indican las grabaciones de las cámaras de seguridad.
La abogada de la acusación hace un repaso ante el tribunal de cada uno de los mapas, explicando detalladamente el tiempo que se tardaría en llegar andando desde las diferentes localizaciones, cuánto se tardaría conduciendo, la situación exacta de las paradas de metro y autobús, la localización y el nombre de las tiendas cercanas. «Mucho ruido y pocas nueces —me dirá Robert después, desdeñándolo—. La acusación tiene que ofrecer muchos hechos. Los miembros del jurado ven todos la televisión. Esperan hechos, hechos convincentes, así que la acusación les ofrece todos los que puede, aunque no sean en absoluto relevantes.»
Una vez concluido esto, la señora Price baja una o dos notas su tono de voz y dice al jurado:
—Damas y caballeros, los invito ahora a que pasen a la segunda carpeta, prueba documental número dos, a la que me referiré como el pliego de gráficos. —Estamos a punto de saber por qué ha ralentizado un poco su discurso y habla con más discreción, prácticamente con recato—. Tengo que pedirles que resistan la tentación de hojear los gráficos, ya que me gustaría explicárselos uno a uno.
El primer gráfico es un diagrama de un cuerpo en color carne, el torso superior, desnudo y sin vello, como un maniquí de costura. Al abrirlo, me percato con el rabillo del ojo de que tú no lo haces. Miras al frente.
—Ahora debo hacerles un repaso de las lesiones producidas al señor Craddock ese sábado por la tarde, damas y caballeros, heridas que fueron infligidas, como demostraré, solo unos minutos después de esa última llamada a su padre inválido, y a manos del hombre que tienen sentado en el banquillo, con el estímulo y la cooperación de la mujer sentada junto a él.
En el diagrama del cuerpo que tengo ante mí hay una serie de hematomas dibujados, o tal vez modificados con Photoshop, aunque sorprendentemente fieles a la realidad. En la parte superior se ven hematomas extendidos y difusos, de un tono gris. En la frente hay una marca roja amoratada y en el mentón un hematoma azulado. Los labios están partidos, la nariz claramente aplastada y rota. En el cuello hay una línea roja bien marcada.
Las páginas siguientes enseñan fotografías solo de la cabeza, una de ellas de perfil, que muestra una oreja desgarrada con parte del lóbulo colgando.
La señora Price enumera las lesiones de George Craddock mirando los gráficos y pasando las páginas una a una. Hay una serie de hematomas en el torso provocados por pisotones mientras la víctima estaba tumbada boca abajo. Se ven claramente las suelas de las deportivas. El cráneo está fracturado. La causa de la muerte fue un edema cerebral. Tenía la nariz rota. Tanto los labios como la oreja derecha sufrían heridas severas. Había perdido cuatro dientes frontales.
Tras la enumeración de las lesiones se produce un silencio en la sala. Yo me quedo mirando al frente, exactamente igual que tú. Toda la emoción que hubiera podido generar el comienzo del juicio, el ritual del juramento y el melodrama de la presentación del caso de la acusación queda en suspenso por esto: la horrible muerte de un hombre.
—Me gustaría presentar ahora al primero de los testigos, el doctor Nathan Witherfield.
La ujier sale de la sala.
El doctor Witherfield es más animado de lo que se esperaría de un patólogo del Estado. Es alto, de rasgos afilados, con una voz brillante y un aire entusiasta. Lee el juramento con voz alta y confiada. Prefiere quedarse de pie. Su tarea consiste simplemente en ratificar lo que nos ha contado la abogada, la naturaleza de las lesiones. Como experto, se le permite especular y dar su opinión, al contrario que al resto de los testigos, pero sus opiniones parecen solo una constatación de lo evidente.
—¿Es usted el doctor Nathan Witherfield?
—Sí, soy yo.
—¿Y es usted…?
Tras una serie de preguntas, establece sus credenciales. Hasta entonces no se le invita a mirar el pliego del jurado, el archivador blanco grande de anillas con palanca.
La señora Price se dirige al jurado.
—Quisiera pedirles que lo abran al mismo tiempo que el doctor y que se fijen en la fotografía que hay tras el cuarto separador, en la página doce. Una vez más tengo que urgirlos a que se resistan a pasar las fotografías. Es importante que se las explique en el mismo momento de verlas.
Todos abren las anillas de sus enormes archivadores blancos, la sala se llena de sonidos metálicos, y mientras pasamos las páginas se oye un fuerte murmullo, como si una bandada de pájaros volara en derredor, tal vez gaviotas. Durante unos momentos, ahoga el zumbido del ineficaz aire acondicionado.
La abogada de la acusación nos conmina a concentrarnos en las fotografías. Tu carpeta del jurado, igual que la de los gráficos, continúa cerrada.
—Damas y caballeros, me disculpo por adelantado si a alguno de ustedes les resulta angustiosa esta parte del testimonio. En la mayoría de las fotos el rostro de la víctima ha sido oscurecido para evitar los elementos más alarmantes de las lesiones.
Lo que vemos ahora no son gráficos. Son fotografías a color del cadáver de George Craddock en su piso, tumbado de espaldas, con la mayor parte del cuerpo en el salón, pero la cabeza cerca de la pequeña cocina. Le han oscurecido la cara para otorgar dignidad a su muerte, pero los tejanos y la camiseta se ven claramente: una de las perneras arremangada muestra una pantorrilla blanca, calcetines grises y zapatillas de piel en ambos pies. A su alrededor, el sitio en el que vivía. Tras el cuerpo, la entrada a la cocina: elegantes módulos blancos con tiradores de madera, una nevera con congelador y un quemador de gas. Otras fotografías que veremos después mostrarán un sofá de piel con unos cojines de estampado africano de color naranja y marrón, fotografías de naturaleza salvaje —un leopardo al acecho, un águila planeando—, una toalla blanca grande encima de una silla de comedor moderna, papeles y libros desperdigados sobre una mesa de comedor con tablero de cristal, y un cuenco de cereales junto a una taza de té con su cucharilla olvidados en el otro extremo. Detrás de la mesa del comedor se ve una estantería de obra llena de libros. Es un piso de soltero bastante elegante, un buen intento de mejorar un piso de alquiler de una zona decadente. Funciona hasta cierto punto. Hay montones de personas en Londres que viven mucho peor. Pero hay algo que me inquieta en esta ventana a la vida de Craddock, y al final lo descubro: el cuenco de los cereales. Craddock era un hombre culto y respetable, un profesor universitario con libros en las estanterías, pero ver ese cuenco de cereales en la mesa del comedor a media tarde da una impresión de abandono.
La abogada de la acusación nos invita a contrastar el pliego de gráficos con el del jurado para repasar las heridas de Craddock en detalle. Al llegar a la lesión del cuello dice al patólogo:
—¿Y puede explicarme, doctor Witherfield, qué tipo de fuerza habría sido necesaria para causar una lesión de tal calibre en esta zona del cuello?
—Sí —responde el entusiasta patólogo—. Tendría que tratarse de una lesión por contusión a la que se ha aplicado una fuerza determinada coincidente con la de pisar a la víctima mientras esta estaba en posición decúbito supino, es decir, tumbada boca arriba en el suelo.
—¿Y cómo sabe que la fuerza debió de ser considerable?
—Bueno, por el hematoma, claro está. Además, el aparato fonador está aplastado. Para infligir una lesión de ese nivel yo diría que la persona que aplicaba la fuerza debió de saltar sobre el cuello para pisarlo.
Hay un ruido electrizante, imposible de describir con palabras. Es como un «¡Aaargh!», pero con una voz muy aguda e involuntaria, ahogada por el esfuerzo, casi como si se tratara de gárgaras. Todas las cabezas se vuelven hacia la esquina más alejada de la sala, junto a la puerta donde está sentado el padre de Craddock en su silla de ruedas. El juez lo mira con enfado. Los que están sentados en la tribuna pública se inclinan sobre ella; oyen el extraño ruido, pero no saben quién lo emite. Los demás nos quedamos mirándolo. La agente de los servicios sociales situada junto al padre de Craddock le ha puesto la mano en el brazo y se inclina sobre él para tranquilizarlo, hablándole con dulzura, muy cerca, pero su grito sigue sonando, durante tanto tiempo que llego a pensar que además de estar atado a esa silla de ruedas tampoco puede hablar. Entonces grita: «¡George! ¡George, mi niño! ¡Georgie!», y yo miro al juez, que frunce el entrecejo, pero el inspector Cleveland ya se ha levantado y se abre paso entre la gente. Junto a los otros policías, rodean al padre de Craddock y se lo llevan de la sala empujando la silla de ruedas, aunque su grito sigue resonando hasta desvanecerse en el pasillo.
Poco después el tribunal hace un descanso para almorzar. El secretario clama: «Todos en pie», nos levantamos y el juez abandona la sala. Los abogados se recuestan en sus asientos y estiran los brazos. Los agentes de policía forman un corro junto a la puerta y hablan en voz baja. La agente de los servicios sociales regresa a la sala sin el padre de Craddock y niega con la cabeza mientras habla con sus compañeros. El funcionario del juzgado sentado junto a mí me toca el hombro y regreso a las celdas de abajo sin dirigirte ni una mirada.
Ya en mi ataúd de cemento con su pintura azul y amarilla, me traen el almuerzo: albóndigas grises sobre un charco de salsa marrón pastosa. Picoteo unos granos de arroz de la guarnición. Doy un bocadito a un triángulo de pan blanco untado con margarina, me entran arcadas y el trozo de pan reaparece de inmediato, como un pedazo de cuero imposible de digerir. Me lo trago, bebo un poco de agua de un vaso de plástico, suelto la bandeja de la comida en el catre y me recuesto contra la pared de cemento con los ojos cerrados, todavía con el grito ahogado del padre de Craddock en la cabeza; la realidad de tus actos conformando una imagen ante mí me parece tan obscena, tan diferente a lo que conozco que apenas puedo comprenderla, por más que mi imaginación distorsione tu apuesto rostro hasta hacer de él una máscara de odio y rabia.
Tras el almuerzo, tu abogada, la joven señorita Bonnard, se levanta para interrogar al patólogo. He aquí una peculiaridad del esquema que no entiendo bien. El contrainterrogatorio de este testigo supone la primera intervención de la defensa, pero al contrario que con la acusación, aquí no hay presentación del caso, eso vendrá después, así que cuando la señorita Bonnard se levanta no conocemos su línea argumental, qué sentido tendrán sus preguntas.
La motivación de esas preguntas permanecerá oculta para mí. Le pide al patólogo que estime cuánto tiempo tardaría en causar la muerte la lesión contusiva que Craddock recibió. Después saca a relucir algunos aspectos técnicos sobre el edema cerebral y se manifiesta que, aunque el doctor pueda estimarlo, el margen es muy amplio. Establece que resulta imposible precisar cuál de los golpes en la cabeza causó el edema; también tenía una lesión en la nuca posiblemente originada por una caída.
Si lo que intenta demostrar es, tal como creo, que su muerte fue accidental, mi opinión sincera en este momento es que con eso no llegará a ninguna parte. La severidad de las lesiones indica con claridad que fue una agresión intencionada.
El padre de Craddock regresa a la sala, aún en la silla de ruedas, con la agente de asuntos sociales a su lado. Mi abogado, Robert ,me cuenta después que el juez se ha quejado a la policía de que cualquier intervención del padre sería perjudicial para el juicio y que si no permanece en silencio lo expulsarán de la sala definitivamente.
A partir de ese momento se mantendrá impasible, pero su presencia seguirá siendo potente. Al final, la señorita Bonnard dice:
—Gracias, doctor Witherfield, si no le importa permanecer ahí un momento. —Se vuelve hacia el juez, inclinando un tanto la cabeza—. No hay más preguntas, milord. —Y se sienta.
Mi abogado, Robert, se levanta.
—No hay preguntas para este testigo, milord. —Vuelve a sentarse.
El juez mira al doctor Witherfield.
—Gracias, doctor, puede usted retirarse. Permítame recordarle que no debe hablar del caso ni de su testimonio con nadie.
El médico asiente diligentemente y baja los escalones.
Algunos miembros del jurado miran a Robert. Le dirigen unas miradas un tanto incrédulas que se repetirán varias veces durante la exposición de la acusación. Sé que se preguntan por qué no interroga al doctor Witherfield. Yo misma me lo estaría preguntando si Robert no me hubiera explicado la estrategia de antemano.
«Nos mantendremos a la espera —me dijo—. Dejamos que la otra defensa lleve la voz cantante, que abran fuego, por así decirlo. Eso reforzará la idea de que el autor del crimen es el señor Costley y no tú. Así que no preguntaremos nada al patólogo ni a ninguno de los testigos de la acusación. Tú no eras más que una inocente transeúnte, así que ¿para qué preguntarles? Haremos que esta idea se afiance en la mente del jurado simplemente evitando el interrogatorio.»
Yo seré el único testigo al que Robert llame durante todo el proceso.