Y así comienza. Todo empieza un lunes por la mañana, y allí sentada en la parte de atrás de la furgoneta que me lleva de la prisión de Holloway al Old Bailey, entre traqueteos y topetazos, entre las paradas y los bamboleos de mi trayecto en hora punta a través de Londres, la sensación es, básicamente, que tengo plena conciencia de lo ordinario que resulta todo, es decir, para los que me rodean. Para los que se encargan de mí esto no es más que el comienzo de una nueva semana.
Me acompañan dos guardias de Holloway, pero esa mañana no hay más prisioneros que vayan al Tribunal Penal Central, así que estoy sola en mi banca. El interior de la furgoneta huele a desinfectante, esa marca penetrante que usan en los aseos públicos con una gruesa capa de vainilla encima, un olor tan fuerte que me provoca náuseas. El conductor frena de golpe en todos los semáforos y cruces y acelera a fondo cuando tiene que arrancar. Empiezo a sudar, y viajar de lado no ayuda. A mitad de camino uno de los guardias de la banca de enfrente nota mi respiración dificultosa y me acerca un cubo de plástico con el pie sin decir palabra. Vuelvo el rostro.
Las ventanillas altas de la furgoneta no dejan pasar mucha luz, pero los cristales polarizados me permiten ver el cielo a retazos mientras nos trasladamos a través de las calles de Londres. Una gotita se derrama por uno de los cristales. Fuera los funcionarios estarán apresurándose y sorteándose entre ellos, algunos con verdadera prisa, otros corriendo por pura costumbre. Habrá quien pisará un charco y maldecirá. Otro parará a comprar café y recogerá su vaso desechable al tiempo que se marcha, y todavía alguno más, o tal vez el mismo, caminará por el arcén hasta que lo sobresalte el malhumorado e indiferente rugido de la bocina de un taxi. Jamás me habían parecido tan seductoras las irritaciones provocadas por los trayectos de los lunes por la mañana. ¿Dedicará alguno de esos transeúntes una mirada a la furgoneta, preguntándose quién habrá en su interior?
Al fin, la furgoneta baja por una rampa. Descendemos hasta las sombras y nos detenemos. Antes de permitirme levantarme y bajar los escalones de la furgoneta con un guardia delante y otro detrás, me esposan en el sitio. Cuando mis ojos se acostumbran a la luz percibo que hemos aparcado en un contenedor enorme, sobre una placa de metal giratoria. Me llevan a las profundidades del edificio. La grandeza que pueda tener el Tribunal Penal Central del Old Bailey no llega hasta el área a la que confinan a los prisioneros. Hay un mostrador de recepción similar a los de las comisarías de policía en el que me dan un peto de plástico naranja con un número. Tengo que llevarlo todo el tiempo, salvo cuando esté en el juzgado, así el funcionario que se encuentre de guardia verá de inmediato ante qué tribunal tengo que presentarme. Al ponérmelo caigo en que no llevaba peto desde la escuela primaria. El guardia que hay tras el mostrador es un negro viejo con el cabello blanco y unas gafas gruesas que le caen sobre la misma punta de la nariz. Habla conmigo en tono cálido y agradable mientras anota algo en su portapapeles. Está acostumbrado a tratar con personas angustiadas.
—La registraremos en un minuto, querida… —dice. Sonrío al oír que me llama «querida». Seguirá haciéndolo durante las siguientes tres semanas—. Bueno, mucha gente logra ocultar el tabaco aunque los registren, pero tengo que advertirle que si fuma lo oleré enseguida y que aquí abajo está estrictamente prohibido, ¿de acuerdo?
—No fumo —digo.
—Mejor —responde con una sonrisa de aprobación como la de un director de escuela. Me mira con fingida severidad—. Fumar es muy malo.
—¿Está usted aquí todo el tiempo? —pregunto.
Me refiero a si será él quien se ocupe de mí. ¿Puedo confiar en ti?
Sacude la cabeza.
—Todo el tiempo. Estoy aquí desde las siete de la mañana hasta las ocho en punto de la tarde. Llego aquí antes que vosotros y me quedo hasta que se va el último.
Una vez completas las formalidades de mi admisión me llevan por un pasillo de techos bajos. Está pintado de un color amarillo crema, como una crema pastelera diluida, y bajo la emulsión se ve claramente la textura del ladrillo. Hay una señal que dice: «Está usted en el área ROJA», con la palabra «roja» rodeada por un círculo. En otra pone: «Está usted en el penal de Serco». No me da tiempo a leerlo todo, pero sí la frase final: «Cualquier acción criminal se denunciará a la policía». Me parece un tanto cómico, pero la diversión que pudiera causarme va teñida de histeria.
—Hace calor aquí —digo a la mujer que me acompaña por el pasillo.
La respiración se me acelera. No hay luz natural, los techos son bajos; ¿cómo pueden trabajar aquí día tras día?
Es una mujer blanca de caderas anchas de unos cincuenta años, con andares lentos y respiración entrecortada. Enfisema, pienso.
—Debería estar aquí cuando hace calor de verdad —dice, respirando por la boca. Se detiene ante la puerta de una celda abierta—. He visto a los acusados deambular por aquí desnudos. No querría presentarse ante el tribunal completamente sudada, ¿verdad?
Imagino que esta guardia, al contrario que el de recepción, no siente compasión por nosotros.
En cuanto entro en la celda se me encoge el corazón. Es una caja minúscula, sin aire ni ventanas. Las paredes están pintadas de amarillo y el suelo de azul, en un intento de darle vida, pero está completamente vacía, aparte del catre de cemento con listones de madera encima. Estoy bajo tierra, sin luz natural ni ventilación, llevando un peto de plástico, en una zona en la que hará un calor sofocante.
Las puertas se cierran de golpe tras de mí. Me siento en el catre con las rodillas juntas y las manos sobre ellas, inspirando por la nariz y espirando por la boca para intentar mantener la calma.
Más tarde viene a verme Robert, mi abogado en el juicio. Apenas he esperado una hora, pero me parecen días. Tengo que calmarme, me digo una y otra vez. Estaré aquí sentada día tras día, durante todos los descansos para almorzar, cada mañana y cada tarde, cada vez que haya un retraso. Esto es mucho peor que la prisión. Tengo que ser capaz de hacerlo. No puedo.
No puedo.
Viene a recogerme la misma guardia poco comprensiva. Me lleva a una sala de consulta idéntica a la celda que acabo de dejar. Tiene una mesa firmemente atornillada a un marco metálico y unas sillas de metal que forman parte de la misma estructura. Supongo que esto es para evitar que los prisioneros levanten las sillas y las destrocen contra la pared o las rompan en la cabeza de su abogado.
Robert ya se ha puesto la toga y la peluca. Cuando se sienta en la incómoda silla de metal la toga le resbala por el hombro. Permanece ahí durante el resto de nuestra entrevista y tengo que resistir la tentación maternal de estirar el brazo y colocársela bien. Después, me doy cuenta de que cuando está de pie ante el tribunal deja que la toga le resbale del hombro con bastante frecuencia. Ahora lo veo como un manierismo por su parte, un intento medio consciente de parecer desaliñado de forma adorable y familiar. «No subestimes a Robert —me dijo Jaspreet—. Puede que parezca desorganizado, pero es una estrategia. Es un manipulador muy astuto.»
Robert viene con un sumario enorme que coloca entre ambos sobre la mesa.
—No traigo muy buenas noticias esta mañana —comienza diciendo, y yo lo miro—. Están arreglando un acceso de minusválidos para el padre. —Continúa explicándome que el padre de George Craddock asistirá a todo el proceso, acompañado por la agente asignada por los asuntos sociales. Pueden asistir al juicio hasta cuatro familiares cercanos a la víctima. El único pariente cercano de «nuestra víctima», como lo llama Robert, es su padre, que está en los primeros estadios de la esclerosis múltiple. Robert continúa diciendo que no cree que ese hombre tenga que estar en la silla de ruedas todo el tiempo, pero que la agente de asuntos sociales le habrá dado a entender que hay más posibilidades de que nos condenen si durante el proceso se queda sentado en un rincón con su silla de ruedas a la vista del jurado—. Por otra parte, es algo que puede sacarse a relucir en la apelación, esos elementos del juicio que te han parecido perjudiciales. Todos los problemas tienen su aspecto positivo.
Teniendo en cuenta lo poco que hace que nos conocemos, Robert me cae muy bien, así que el tono cínico de la conversación me coge por sorpresa, pero también yo me descubro asintiendo. Apenas hemos empezado y ya pienso como ellos. Hay otra cosa que me viene a la cabeza, aunque intento obviarla en cuanto aparece: ni siquiera hemos comenzado y ya ha mencionado motivos para la apelación.
Robert hace un repaso del horario habitual de cada día, el juramento ante el jurado y la presentación del caso que hará la acusación. No cree que el primer día haya ninguna pausa para hacer alegatos, pero pronto aparecerán, y entonces sacarán al jurado de la sala y todo se ralentizará un poco. Espera que comprenda que todo esto es necesario. Durante la conversación me muestro más calmada y lógica que nunca, pero la claustrofobia no disminuye. Tengo ganas de suplicarle que me saque de allí, por favor.
Cuando hemos acabado de discutirlo, Robert se levanta y se excusa. Debe ir corriendo a su sala, comprobar que tiene los papeles en orden y respirar un poco, espero. Me tiende la mano al despedirse y me pone la otra encima de modo conciliador mientras me mira a los ojos. Tiene los párpados muy blancos y los ojos de un azul sorprendentemente claro. Me entran ganas de llorar un poco y tengo que disfrazarlo con una sonrisa que demuestre seguridad. Se marcha. Vuelve la guardia. Me llevan a mi celda.
Y entonces, al cabo de una espera que parece alargarse días, llega el momento en el que se abre la puerta de mi celda y no aparece ante mí la misma carcelera, sino dos funcionarios del tribunal, un hombre y una mujer, ambos vestidos con elegantes camisas blancas. Me sonríen.
La mujer dice: «¡Bueno, pues allá arriba vamos!». Y yo me pregunto qué pasaría si me pongo histérica, si me resisto a abandonar mi celda. ¿Qué pasa si caigo al suelo echando espuma por la boca y gritando? La sonrisa del hombre es intencionada y sin brillo. Me mira como si evaluara, de manera rápida y maquinal, si les daré problemas o no. Regresamos fugazmente al mostrador de recepción, donde me quitan el peto de plástico. Lo colocan en un cubículo correspondiente a su número, como esos anticuados casilleros para las llaves de los hoteles.
Los funcionarios del tribunal toman posiciones, uno delante de mí y la otra detrás, y avanzamos varios pasos por el estrecho pasillo de color crema. Se detienen ante una puerta frente a mi celda y al abrirla descubren un pequeño tramo de escalones de cemento. Hasta que llegamos al final de la escalera y el agente abre otra puerta no me doy cuenta, en estado de conmoción, de que estamos a punto de entrar en la sala de justicia. Había imaginado que habría algún tipo de camino de transición, interminables pasillos que recorrer, la oportunidad de recuperar la compostura, pero no, el tribunal y el banquillo que me esperan están justo encima de mi celda, a unos pocos pasos subiendo la escalera.
Cuando atravieso el umbral veo la sala de justicia, una estancia de techos altos y revestimientos de madera, con mucha luz y abarrotada de gente. Robert y su ayudante ya están en sus puestos. Ambos se vuelven y me saludan con la cabeza. La ayudante es una joven que se llama Claire que solo conozco de nombre. Tiene una amplia sonrisa y un montón de pecas. Los abogados de la defensa están todos apiñados y hablando en voz baja. Tras la hilera de bancos de los abogados se encuentran los dos abogados de la Fiscalía General de la Corona y en la siguiente el inspector Cleveland. La atmósfera es como la de una pequeña estación de trenes, todo lleno de voces, bullicio, expectación y el deslumbrante brillo de la incómoda luz amarilla. Los agentes me hacen pasar directamente al banquillo de los acusados, que está rodeado por altos paneles de cristal de seguridad y tiene una larga fila de asientos abatibles con fundas verdes.
Después apreciaré muchas más cosas acerca de la geografía de las celdas y de la sala de justicia. Nunca me acostumbraré a lo cerca que están las celdas del tribunal. Durante mi juicio en la sala número ocho, oigo con claridad en varias ocasiones los gritos de otros prisioneros que permanecen abajo. La puerta a través de la que entra y sale el juez está en la misma parte que la nuestra, al otro lado del tribunal, e imagino que los despachos de los jueces —moquetas afelpadas, espaciosos escritorios de roble, cubiteras de hielo con las iniciales grabadas— se hallan justo encima de nuestras celdas; el mundo de las pelucas directamente sobre el húmedo inframundo al que ahora pertenezco. Imagino a todos esos hombres comiendo juntos ante una gran mesa ovalada, servidos por funcionarios del juzgado, mientras yo despacho mi comida de avión en una caja de cemento justo debajo de ellos.
Esto no lo pienso hasta después, mucho después, durante el juicio, cuando hay tiempo de sobra para reflexionar a lo largo de los múltiples recesos legales y burocráticos que llego a apreciar como parte inherente al proceso. Pero cuando accedo al banquillo de los acusados por primera vez no hay tiempo para pensar en esto, ya que, a pesar de que lo primero que me impresiona es la luz y el bullicio de la gente, veo inmediatamente que ya estás sentado entre tus dos agentes de custodia personales.
Mi amor, pienso, cómo has cambiado. Aunque solo me permito mirarte fugazmente, me da tiempo a reparar en toda tu persona y se me rompe el corazón a pesar de las circunstancias. Has encogido, has encogido físicamente en todos los aspectos, eso es lo que parece, aunque yo estoy de pie y tú sentado. ¿Cómo puede ser que hayas empequeñecido desde que estás detenido? La chaqueta del traje, ese mismo traje caro que acaricié en la capilla de la cripta, bajo el palacio de Westminster, parece colgarte de los hombros. Tienes la cara demacrada y un tono de piel grisáceo, a pesar de haberte afeitado a conciencia para el juicio. La barba de tres días te quedaría mejor. Llevas el pelo bien peinado, un poco aplastado, y advierto que empieza a clarear por arriba. ¿Has empezado a perder pelo, o simplemente lo noto ahora porque te veo tan vulnerable? Tus grandes ojos negros, esos ojos que me miraban fijamente durante los primeros días de nuestro romance, están ahora vacíos, como si me mirases sin verme. Nuestras miradas se encuentran durante un instante, pero no muestras nada.
Me siento en el banquillo y quedamos separados por dos funcionarios del tribunal, uno de los que me escoltan a mí y otro de los tuyos. Está fingiendo, pienso. Él sabe que no puede haber conexión visual entre nosotros. Nos perjudicaría a ambos. Pero el vacío de tus ojos es terrible. ¿Dónde estás?
Te han confinado en las celdas de categoría A, un área diferente a la mía. Te trajeron aquí antes. Eres el primer imputado, así que durante el juicio lo harás todo antes. Incluso ahora que estoy sentada, no puedo resistirme a mirar más allá del funcionario para verte de nuevo. La última vez que te vi estabas sentado en el asiento del copiloto de mi coche mientras aparcábamos junto al metro de South Harrow. Daría lo que fuera por pasar media hora contigo a solas antes de que empiece todo esto y no hablar de nada relacionado con nuestra defensa, sino poder mirarte a los ojos y tocarte la cara.
Ese traje, el mismo traje caro gris oscuro que llevabas el día del Parlamento, cuando me llevaste a la capilla de la cripta. Te arrodillaste ante mí después para ponerme el botín y abrochármelo. Vuelvo allí por unos momentos y pienso que en el contexto de este tribunal lo que hicimos juntos parecería sórdido, a pesar de la inocencia del acto en sí. No dañamos a nadie con ello.
En cualquier caso, menos mal que nada de eso saldrá a relucir en el juicio, pienso entonces. La vergüenza que siento no es por el acto en sí, sino por cómo lo presentarían en relación con los cargos que nos imputan, cómo lo usarían para envilecernos y condenarnos. Cuánto le gustaría a la acusación disponer de esa información, pero no la tienen, y eso puedo saberlo gracias a la ley de revelación de información. También tú habrás visto la información disponible, los documentos en los que se resumen los cargos en nuestra contra. Me pregunto si por eso te has puesto ese traje gris para el primer día del juicio. Me gustaría saber si será tu forma de indicarme nuestro triunfo a ese respecto. Nadie conoce lo nuestro y nadie lo hará. Solo tenemos que mantener la calma.
Miro a los abogados para alejar los pensamientos de ti, y ahí es cuando sucede, una confusión momentánea que solo cobrará sentido para mí más tarde. Veo a la abogada de la acusación y es exactamente como me habían advertido que sería: una joven que rondará la treintena, menuda e impoluta, cabello caoba y mirada penetrante. Pero está sentada en el sitio equivocado, pienso, sorprendiéndome para mis adentros. Me han explicado la disposición del tribunal. ¿Por qué se sienta a la mesa que hay a la derecha de la de Robert? Miro al otro lado de la sala y entonces me percato. La abogada de la acusación no es esa joven impecable. La abogada de la acusación es de mi edad, se la ve grande con la toga negra, con gafas, como una matrona de hospital. Está sentada en su sitio, a la izquierda de la sala. Su ayudante es un joven que se balancea sobre la silla.
La joven metódica del flequillo caoba no es la letrada de la acusación, como he pensado en un principio. Forma parte de la defensa, aunque no de la mía, obviamente. La joven te representa a ti.
Se abre la puerta que da al estrado y entra la ujier, una mujer de rizos oscuros con toga, pero sin peluca. Y comienza su letanía: «Todos en pie. Aquellos que tengan que dirimir sus intereses hoy aquí que se acerquen… —Su voz se vuelve un murmullo hasta que se alza de nuevo con—: Dios salve a la reina».
Aguanta la puerta para que entre el juez y de repente todo el mundo se levanta. Los abogados de la defensa disuelven el grupo y se apresuran a colocarse en sus puestos, el joven ayudante de la acusación deja de balancearse en la silla y se pone en pie. La agente del tribunal que tengo a la derecha me avisa con el codo, a pesar de que ya estoy levantándome. Este acto de deferencia colectiva recalca la seriedad de mi situación mejor que ninguno de los acontecimientos de esa mañana y me hace sentir impotente ante la autoridad como solo me sentía cuando era niña.
Es la primera vez que veo al juez. Es bajito, con un rostro sin expresión, como de cara larga. No camina hasta la silla, más bien va en procesión, con el aire de un hombre a quien la responsabilidad no parece pesarle, un hombre agradecido por el poder que se le confiere, pero no impresionado por ello. Se vuelve y saluda a la sala. Los abogados se colocan en fila frente a él. Los letrados y los agentes de policía, todos inclinan la cabeza y se sientan. El juez mira hacia el banquillo de los acusados, y yo me inclino torpemente y tomo asiento como el resto.
Hacen entrar a los miembros del jurado. Llegan a través de una puerta que hay a la izquierda y se apelotonan de pie bajo la tribuna pública, que continúa vacía. Parece fuera de lugar ese grupo de hombres y mujeres ordinarios con sus abrigos de invierno, bolsas y mochilas. El secretario los va llamando uno a uno y los veo atravesar la sala a su debido momento. Todos los presentes los observamos y hacemos nuestros cálculos acerca de su posible inclinación. ¿No parece un poco ceporro ese joven calvo del pendiente que mantiene la cabeza alta al caminar a pesar de haberse ruborizado? ¿Uno de esos que se han metido en más de una pelea y podría admirar la capacidad de un hombre para defenderse? ¿Estará esa mujer del cabello canoso que parece trabajadora social predispuesta a una defensa de inimputabilidad? El hombre blanco mayor con aire de militar parece de los que piensan que las mujeres son taimadas por naturaleza, aunque también podría ser todo lo contrario, estar chapado a la antigua y pensar que las mujeres son incapaces de ser violentas.
Una vez los doce están en su lugar tardan algo en situarse, generando un desbarajuste con sus toses y movimientos de pies. La mayoría de ellos no nos mira, conscientes al parecer de que todos los ojos de la sala están puestos sobre ellos.
A ojos de los comunes mortales todos parecen terriblemente avergonzados de estar aquí.
Entonces llega la hora de los juramentos. Se pide silencio en la sala mientras se levantan uno a uno para jurar. Todos, salvo cinco, juran por Dios. De esos cinco, dos juran por Alá y otro por Guru Granth Sahib. Solo dos prometen al modo secular.
El juez hace los comentarios previos en los que indica a los miembros del jurado que deben llegar a una conclusión solo a través de las pruebas que oigan en ese tribunal. Pone especial énfasis en lo perjudicial que es investigar el caso por internet. Les advierte acerca de Facebook, Twitter y todas las redes sociales, y oír esos términos en boca de un hombre con una peluca de pelo de caballo resulta tan cómico que más de uno de ellos sonríe. Luego el juez mira los papeles que tiene ante sí, se inclina hacia delante y dice al secretario judicial cortésmente:
—Parece que no tengo por aquí el orden del día.
El secretario se vuelve, se levanta y señala un trozo de papel a su izquierda.
—Lo tiene justo ahí, milord.
—Ah, muchas gracias.
La abogada de la acusación, la matrona de hospital, ya se ha puesto en pie y se la ve tan grande y lenta como aparenta, pero seria, digna de confianza. Yo confiaría en ella. El juez le hace un gesto con la cabeza, y ella mira al jurado y luego dice educadamente: «Damas y caballeros, represento a la Corona en este caso…».
Su voz es muy queda, con un suave acento escocés. Habla en un tono apagado, sin exagerar la teatralidad ni ofrecer un sermón indignado, más bien como mero reconocimiento pesaroso de lo tristemente necesaria que es su presencia y la de todos nosotros en ese lugar.
—Un sábado por la tarde de octubre del pasado año un hombre se preparaba un té en la cocina. —Toda la sala permanece en silencio—. Vivía solo, llevaba divorciado unos años y no tenía mucho que hacer los fines de semana. Había preparado la tetera y estaba poniendo dos galletas en un platillo cuando sonó el teléfono. Era su padre, viudo, que lo llamaba desde West Midlands.
En ese momento se abre la puerta de la tribuna pública. A ellos no les permiten acceder hasta un poco más tarde. Todos miran hacia arriba cuando el guardia de seguridad admite a la pequeña multitud, que avanza tímidamente. Veo a Susannah de inmediato. Me ofrece una lánguida sonrisa. Dos hombres jóvenes y uno más mayor aparecen tras ella —estudiantes de derecho y su profesor, supongo— y después unas seis personas que deben de ser simples curiosos.
La abogada ha hecho una breve pausa.
—Su padre se llama Raymond —continúa, y todos volvemos a dirigirle la atención.
»Raymond era un predicador metodista laico, la única persona con la que ese hombre tenía contacto y cariño verdadero. El hombre contestó al teléfono y preguntó a su padre por su salud. Su padre estaba, está, en la primera fase de la esclerosis múltiple, parcialmente incapacitado. Al cabo de unos diez minutos el hombre le dijo a su padre que tenía el té todavía en la tetera y este le respondió que debería servírselo antes de que estuviera demasiado fuerte, o para usar sus palabras, “demasiado cocido”…
Cuando llega aquí la abogada de la acusación se detiene, mira sus notas, coge el vaso de agua que tiene ante ella y da un pequeño sorbo. Después vuelve a mirar sus notas antes de continuar, no como si hubiera olvidado algo, sino como si nos recordara a nosotros la seriedad de la historia que está contando. Observaré cómo hace esto a menudo durante el juicio y enseguida lo reconoceré tan bien como el amaneramiento de la toga que cae por el hombro de Robert, un tic físico perfectamente controlado. Vuelve a alzar la vista.
—Ese hombre acabó la conversación diciendo que se tomaría su taza de té y llamaría a su padre cuando terminara. Su padre le respondió que saldría un momento a la tienda del barrio, pero que si no, ya lo llamaría él. El hombre aconsejó a su padre que tuviera cuidado, ya que no mantenía bien el equilibrio. Le preocupaba que su padre se cayera en la acera.
En este momento hace otra pausa, pero solo momentánea. No quiere ponerse melodramática.
—Esa fue la última conversación que tuvo con su padre. De hecho, fue la última conversación que ese hombre tuvo con una persona.
Una pequeña tos.
—Es decir, aparte de la persona que estaba a punto de asesinarlo.
Estaba tan embelesada con el tono de su voz, por su habilidad para contar historias que no me doy cuenta de que ya hemos comenzado hasta que llegamos a este punto. Ya no hay X ni Y, mitologías personales ni misterios: solo pruebas. El juicio de la Corona contra Mark Liam Costley e Yvonne Carmichael ha comenzado.