El ADN me hizo y luego el ADN me deshizo. El ADN es Dios.
Normalmente, cuando la gente piensa en el ADN se refiere a la herencia genética, piensan en que tienen esos mismos ojos marrones de su padre. Los genetistas pensamos en lo poco que conocemos de él, en cómo los factores medioambientales transforman el rasgo genético más reconocible en poco más que tendencias y en que lo inexplicable supera en mucho a lo probable. El genoma es como un lago cenagoso enorme, y los llamados científicos somos como buceadores, pero buceadores ciegos, nadando lentamente bajo el agua y recogiendo objetos de entre los sedimentos del fondo, girándolos sobre nuestras manos e intentando desprenderlos del lodo con nuestros torpes dedos enguantados, incapaces de distinguir si lo que hemos cogido es un guijarro, una perla o un botón perdido.
Pero hay ciertas cosas para las que el ADN es infalible, como por ejemplo la ciencia forense. El ADN es uno de los pocos descubrimientos de la humanidad que te dice que ser un mentiroso carece de sentido.
El primer error que cometí, aunque no el último, fue mentir a la policía cuando vinieron a arrestarme. Hay que ser muy estúpido para mentir, estúpido o arrogante. No soy ni una cosa ni la otra, pero me entró el pánico. Cuando me llevan a la comisaría, traumatizada y con náuseas, con el azúcar bajo, lo primero que me preguntan es:
—¿Dónde estuvo usted ayer a media tarde, señora Carmichael?
—Fui a llevar ropa al contenedor de reciclaje.
A partir de aquí mi relación con los agentes de la investigación se pone cuesta arriba. Me muestran la grabación de la cámara de seguridad en la que se ve mi coche por la Northolt Road y digo: «Fui a dar una vuelta». Confiscaron el coche, así que no tardaron en localizar tu ADN en una pequeña mancha de sangre de George Craddock que pasó de uno de tus calcetines a la alfombrilla del copiloto.
Más tarde cuento la verdad, o más bien, parte de la verdad. Te arrestan inmediatamente, pero me limito a la historia que acordamos: eres un conocido en el que confié porque estaba desesperada. Tiene que haber alguna razón por la que insististe en que dijera eso. Tú sabías lo que hacías. Eres un espía. Al fin y al cabo, tú también conoces el ADN, y tampoco eres estúpido ni arrogante.
No sé en qué lugar me deja eso, pero ni siquiera cuando me cuentan más detalles sobre la muerte de Craddock empiezo a asustarme. Me parece todo demasiado absurdo, no la muerte de un hombre, claro está, no hay nada absurdo en ello, ni tampoco en que digan que lo mataste tú, pero sí en que yo esté implicada. Lo más probable es que todo acabe cuando se conozcan los hechos, así de simple. Tal vez sea eso, mis ansias de que no haya complicaciones, lo que me lleva a concentrarme en una sola cosa: protegerte. Cuando la policía me pregunta no contemplo seriamente la posibilidad de que sea tu cómplice. Sé que yo soy inocente y tú, por supuesto, también les habrás dicho que es así. Lo que pienso es: ¿Cómo puedo ayudarlo? Aun en caso de que se demuestre que es responsable de su muerte, no puedo creer que fuera su intención hacerlo. ¿Cómo puedo ayudarlo?
Así que mantengo la misma versión. Hago lo que me pediste aquel día en el coche. Les cuento lo que hizo Craddock, que acudí a ti pidiendo consejo al no saber a quién dirigirme, que tuvimos esa charla con Kevin, que te recogí aquel día en el metro para llevarte a casa de Craddock y que hablaras con él. Durante el interrogatorio, la inspectora del traje gris me mira y pregunta:
—¿Y cómo describiría su relación?
La miro y contesto:
—Éramos amigos.
—¿Solo amigos?
Consigo incluso encogerme de hombros.
—Le tengo mucho aprecio porque me ayudó y me aconsejó cuando no sabía a quién acudir.
Esto lo digo mirando a la mesa.
La inspectora vuelve al cabo de un rato. Dice que has firmado una declaración en la que afirmas que somos amantes, que nos conocimos en una comisión de la Cámara de los Comunes. Es un buen intento, pero no puede darme detalles. No dice nada de sexo en una capilla o en baños para minusválidos. Por eso sé que se lo han sacado de la manga. No habla de Apple Tree Yard.
No tienen nada que nos relacione. No hay grabaciones telefónicas porque hemos usado los teléfonos de prepago de los que ya te habrás deshecho, no hay correos electrónicos. Están las cartas escritas en mi ordenador, que confiscaron el día de mi arresto, pero en caso de que las hubieran encontrado ya me las habrían mostrado. Solo había una persona que conociera nuestro romance, y esa persona está muerta.
Esta vez miro a la inspectora a la cara.
—No me cabe en la cabeza por qué iba a decir eso, porque es falso.
El hombre que traen para que me desarme es el inspector Cleveland, un tipo corpulento con cuerpo de jugador de rugby, cabello liso castaño y ojos claros, guapo, con los dientes algo torcidos. Apuesto a que era popular en la escuela, un hombre imparcial y sin complicaciones que bebe pintas de cerveza con sus compañeros y cuida bien de su equipo. Tiene cierto aire de amabilidad que contrasta con su corpulencia. Es el tipo de hombre al que las mujeres vulnerables quieren complacer, pensando que cuidará de ellas. Se inclina en su asiento cruzando los brazos sobre la mesa de tal modo que la chaqueta le tira un poco de los hombros. Me mira a la cara directamente, clavando sus ojos claros en los míos, y me pregunta que cómo resisto. Después dice que lo siente, y me presenta una declaración en la que Kevin expone nuestro encuentro y afirma que en aquel momento especuló con la idea de que fuéramos algo más que amigos. Aquí la palabra crucial es obviamente «especular». La memoria de Kevin es muy buena. Tienen muchos detalles acerca de la violación, todo escrito. El inspector Cleveland la repasa conmigo educadamente y me pide que confirme lo sucedido punto por punto. Desmonta mi versión con toda la delicadeza. Me cuentan que Craddock estaba divorciado y tenía un hijo, que su mujer le puso una denuncia por violencia doméstica, pero la retiró después para marcharse a América con su hijo. Me hablan de la pornografía que encontraron en su ordenador, del tipo de páginas que visitaba. Narran los contenidos de esas páginas de manera mucho más detallada de lo necesario. Durante este proceso el inspector Cleveland se muestra comprensivo. No quiere hacerme sufrir más de lo que ya he sufrido. Simplemente hace su trabajo.
Quiero complacer a este hombre. Quiero derrumbarme y decirle que tiene toda la razón, que pedí a mi amante que le reventara el cráneo al agresor, que fue deliberado y buscado, eso es lo que el inspector Cleveland quiere oír. Lloro un poco cuando llega al punto de la declaración de Kevin en que le hablo de la enfermedad de mi hijo. El inspector Cleveland dice que sabe lo duro que debe de ser esto para mí, que él no puede ni imaginar lo enfadada y asustada que debía de estar después de lo que hizo George Craddock, y luego el acoso, que comprendía perfectamente que quisiera que le dieran una buena paliza. Al fin y al cabo, eso es lo que él habría querido hacer si le hubiera pasado a su esposa, dice el inspector Cleveland.
Alzo la cabeza, me sueno los mocos con el pañuelo empapado que retorcía entre los dedos y digo:
—No le sugerí que hiciera eso y tampoco él lo sugirió. Solo somos amigos.
El inspector Cleveland pone cara de decepción y sale de la habitación.
Mi abogado se llama Jaspreet Dhillon, de Dhillon, Johnson & Waterford. No es el abogado de oficio que me ofrecieron en la comisaría de Harrow, sino uno recomendado por un abogado amigo de Guy con el que habló la mañana de mi detención, esa mañana que pasó al teléfono, llamando a todo el que supiera qué hacer. Jaspreet, Jas, como nos conmina a llamarlo, es un hombre de unos cuarenta años con gafas y aspecto inmaculado. Nos dijeron que es el mejor y enseguida nos cayó bien. Su primera victoria es obtener mi libertad bajo fianza. Toma el mando inmediatamente en la vista ante el magistrado y consigue una audiencia para concretar la fianza en el tribunal de la corte para dos días después. Todo sucede demasiado deprisa para mí, pero es gracias a esta rapidez que mi nombre no aparece en todos los periódicos e internet. Una vez imputada, todo queda sub judice y nadie puede publicar nada para evitar desvirtuar el juicio. Tú no estás en ninguna de esas audiencias, te imputarán más tarde. La fianza no es algo frecuente cuando te acusan de una cosa tan grave, pero mi buen comportamiento previo juega a mi favor. Las condiciones son estrictas. Tengo que alojarme en mi residencia habitual. Durante ese período nadie puede residir allí salvo mi marido. Tengo que acudir a la comisaría local tres veces a la semana y llevar en todo momento una pulsera electrónica. Debo entregar mi pasaporte y una fianza de cien mil libras. Vendemos nuestras obligaciones del Estado, sacamos los ahorros y pedimos dinero prestado a los amigos para alcanzar la cifra hasta que llegue lo que nos han concedido al volver a hipotecar la casa. Sobre todo, no puedo tener ningún tipo de comunicación contigo ni con tus allegados. La idea de que tengas algún «allegado» es un tanto desconcertante, y en cualquier caso, ¿cómo podría comunicarme contigo cuando estás encerrado en la prisión de Pentonville? Tú obviamente no consigues la libertad bajo fianza. Te han decretado prisión preventiva.
Tras la audiencia para establecer la fianza, llevamos a Jaspreet a cenar pizza. Ni a Guy ni a mí nos gusta la pizza especialmente y tampoco sabemos si le gustará a él, pero le estamos agradecidos y tras pasar varios días detenida me apetece darme el gusto de ir a un restaurante. También tengo ganas de darme una buena ducha, pero pasaré mucho tiempo en casa durante los meses siguientes. Mi casa será mi prisión.
Estamos los tres sentados a una mesa redonda demasiado pequeña, pegados uno a otro. Ya hemos pedido, y por hablar de algo le digo a Jas:
—Entonces, cuando hayan investigado más, ¿en qué momento reducirán los cargos a homicidio involuntario?
Solo me lo pregunto. Nunca he pensado que pudieras ser culpable de algo más, igual que yo solo soy culpable de llevarte en coche al sitio en el que te metiste en una pelea que tú no empezaste. Esto es lo que sucedió y seguramente lo que todos verán cuando estemos en el juicio.
Jas se queda mirándome completamente paralizado. Está a punto de llevarse a la boca el vaso de agua con gas con sus burbujas crepitando y la rodaja de limón agitándose de un lado para otro.
Desvío la vista hacia Guy.
—Pero todo acabará en homicidio involuntario y se llegará a un acuerdo, ¿no? —digo—. No malgastarán todo ese dinero público si confiesa que lo mató, pero no era su intención, ¿no?
Jas me dedica una de sus sonrisas forzadas.
—Siento informarte —dice mirándome y soltando el vaso del que aún no ha bebido— de que es muy habitual que la acusación se niegue a aceptar la petición de homicidio involuntario y que insista en juzgarlo por asesinato. En ese caso la carga de la prueba es diferente, claro está, ya no tienen que probar quién es el responsable de la muerte, sino simplemente determinar si la intención era cometer asesinato, o… —Pausa dramática—. O daños físicos graves. Eso basta para que te acusen de asesinato.
Guy frunce el entrecejo.
—¿En qué afecta eso a Yvonne?
La camarera se presenta con un cuchillo en la mano.
—¿Para quién es el calzone? —pregunta.
—Gracias —dice Jas, y ella coloca el cuchillo afilado frente a él y se marcha. Jas suspira levemente. Se lo ve un tanto pálido. Me pregunto si será asmático—. Le afecta porque si dicen que lo hicieron en connivencia, le imputarán los mismos cargos que a él. Si aceptan la petición de homicidio involuntario eso será lo máximo de lo que puedan acusarla. Pero lo normal es que presionen para imputarlo por asesinato. Es decir, la mayoría de las personas que se ven obligadas a admitir su culpabilidad en la muerte intentan que se las juzgue por homicidio involuntario. La pena mínima por asesinato son veinte años, o veinticinco si es con arma blanca, y treinta si hay pruebas de beneficio económico. Con un homicidio involuntario puede reducirse a quince años, tal vez diez, dependiendo de las circunstancias, claro. Así que es obvio que si te acusan de asesinato siempre intentarás que se trate de homicidio involuntario.
Esos números hacen que me dé vueltas la cabeza. Son tan reales como los billetes de quinientas libras del Monopoly.
—Entonces, si le acusan de asesinato y se declara inocente, ¿qué diría, cuál sería su defensa? —pregunta Guy con calma.
Él está absorbiendo la información de manera más eficiente.
Jas se encoge de hombros. Al fin y al cabo no es tu abogado, sino el mío.
—Bueno, es imposible predecirlo en este momento. Ahora lo único que tiene que hacer es declararse inocente y los fundamentos, que pueden cambiar en el proceso, depende de lo que le aconsejen. «Inimputabilidad», tal vez.
—¿Inimputabilidad?
—Sí. Se basa en la reducción de los cargos, pero la carga de la prueba cambia. La defensa es la que tiene que probar la inimputabilidad. Dadas las circunstancias, si yo tuviera que aconsejarle algo alegaría enajenación mental transitoria, pero tendría que ser lo que se conoce como un agente detonante.
No puedo evitar el tono de indignación de mi voz, a pesar de que mi marido esté sentado justo frente a mí.
—Pero fue en defensa propia, ¿no? No puede ser culpable, no es culpable de asesinato o de homicidio involuntario si se pelearon y fue en defensa propia.
Guy y Jas intercambian una mirada. Luego Jas dice tranquilamente:
—He de advertirte de que su alegato, su defensa, Yvonne, es problema suyo y de su equipo de abogados. Mi trabajo es defenderte a ti. —Alza la mano izquierda y la gira, mirándola como si pudiera encontrar respuestas en ella, y luego vuelve a mirarme—. Yvonne, a pesar de que los cargos que os imputen sean los mismos, necesito que entiendas que es hora de que pienses en ti misma, por tu propio bien y el de tu familia.
Guy se queda en silencio. Todos nos quedamos en silencio. Este almuerzo ha dado un giro inesperado. Habíamos venido para celebrar mi libertad bajo fianza, no deberíamos estar hablando del caso, aquí no, y menos de esta forma. Pienso en los meses que tenemos por delante, la infinidad de tiempo que habrá para hablar del tema, para preocuparnos de lo que pueda suceder. Niego con la cabeza levemente. Justo en ese momento Guy se levanta de la mesa y suelta la servilleta.
—Voy al baño antes de que lleguen las pizzas —dice, aunque normalmente no habría sentido necesidad de explicarlo.
Por el camino se palpa la chaqueta para comprobar que lleva el teléfono.
Jas y yo nos quedamos en silencio durante un rato. Estamos sentados en un apartado separado por un enrejado de plantas artificial del que penden uvas de plástico. Me mira haciendo un mueca con los labios apretados. Se quita las gafas, bizquea un poco, vuelve a ponérselas y dice en voz baja:
—Sé que eres científica, pero no sé cuál es tu especialidad.
—Soy genetista —respondo—. Trabajé en el proceso de desarrollo del proyecto del genoma humano y después entré a trabajar en una institución privada llamada Beaufort, que aconseja al gobierno y a la industria. Me pagan bastante bien, pero echo de menos mis trabajos de investigación y la libertad. Hace dos años que soy asesora dos días a la semana en el despacho, pero básicamente trabajo por cuenta propia. Ahora he empezado a trabajar a tiempo completo para cubrir una baja de maternidad.
Sonríe tímidamente y luego dice:
—Debes de gozar de mucho poder.
Me encojo de hombros.
—Llegas a un punto en el que, bueno, no sé, supongo que adquieres cierta experiencia. Cuando haces tu trabajo durante un tiempo empiezas a ganar puntos.
—Me parece que en tu caso es algo más que eso, Yvonne. —Jas me mira y advierto que me declara culpable de falsa modestia. No, no, te equivocas completamente. Mi modestia es sincera al cien por cien—. Siendo científica —dice—, a lo mejor puedes ayudarme a resolver un problema. Ha habido innumerables experimentos con chimpancés, ¿verdad?
—Miles —respondo—. Son nuestros parientes genéticos más cercanos, compartimos el noventa y ocho por ciento del ADN. Eso sí, con la mosca de la fruta compartimos el setenta por ciento.
Jas no sonríe.
—Hay quien dice que son prácticamente humanos. Supongo que por eso a la gente le molesta tanto que experimenten con ellos. —Me percato de que se dirige a un punto que acabará siendo relevante para el tema que tratamos, es decir, mi defensa criminal, y que el hecho de que Guy se haya levantado es lo que lo ha provocado—. Seguramente conoces el experimento en el que estoy pensando —continúa Jas—. Lo leí en el periódico hace unos años y se me ha quedado grabado por su particular crueldad. Me enfadó bastante. Mi mujer y yo acabábamos de tener a nuestro primer hijo, y tú debes de conocer la sensación porque también tienes hijos, esa sensación que todos tenemos de que moriríamos por ellos. Miras a tu bebé y sabes que pondrías la mano en el fuego por él.
¿Quién habría pensado que mi abogado me mostraría tanta confianza? En nuestro breve encuentro anterior me había parecido un tipo simpático y organizado, pero frío, y sé que esto es relevante. La conversación de los abogados siempre tiene un sentido práctico. Miro al fondo del restaurante, pero no hay señal de Guy.
—Es amor, ¿no es cierto? Puro altruismo —dice pensativamente—. ¿Me equivoco al decir que los científicos nunca han sido capaces de explicar el altruismo?
Me encojo de hombros.
—Muchos científicos te dirían que el altruismo se explica fácilmente por la supervivencia de las especies. Estás genéticamente programado para sentir que pondrías la mano en el fuego para proteger a tu hijo.
—Sí, pero no estoy seguro de que eso explique el amor romántico entre adultos… —dice.
No lo dejo terminar.
—La propagación de las especies requiere…
Él tampoco.
—Pero bastaría con el mero deseo, y el amor adulto a menudo implica sacrificio, incluso los padres cuyos hijos ya son mayores y se han independizado sienten un profundo y sacrificado amor el uno por el otro. —Hace una pausa, una pausa reveladora—. Incluso las parejas, incluso las parejas más diferentes pueden enamorarse. Incluso cuando no tienen hijos juntos, o no pueden tenerlos por la edad o porque… porque ambos están casados con otra persona, incluso personas como estas pueden sentir un amor profundo, un deseo de proteger al otro, la capacidad de sacrificarse a sí mismos para proteger al otro.
Ahora entiendo por qué esta conversación solo puede tener lugar cuando Guy se ha levantado de la mesa. Pienso en el tacto y la inteligencia que hay que tener para ser abogado criminal.
—El caso es que —continúa Jas— lo que prueba ese experimento en particular, ese experimento que no he olvidado porque realmente me enfadó mucho, es que incluso el amor más altruista y sacrificado tiene sus límites. Da a entender que llega un momento en el que ponemos nuestra vida por delante. —Jas también mira al fondo del restaurante. Creo que ambos nos preguntamos por qué Guy tarda tanto. Jas habla sin mirarme, lenta y quedamente—. El experimento en el que estoy pensando es real. Unos científicos cogieron a un chimpancé, una hembra, y a su bebé recién nacido, y los pusieron en una jaula preparada a propósito. El suelo de la jaula era de metal y tenía unos filamentos mediante los cuales podían calentarlo más y más. Al principio, la chimpancé y su bebé andan a la pata coja alternando los pies; al cabo de un rato, obviamente, el bebé salta a los brazos de su madre para protegerse del calor y la madre continúa dando saltitos por la jaula durante un rato más, intentando escapar del suelo caliente y trepar a unas barras que no pueden treparse, pero al final, y lo hicieron varias veces con el mismo resultado, todas las madres acaban haciendo lo mismo. —Jas se queda mirándome y de repente desearía que no lo hubiera hecho—. Al final, la madre chimpancé pone a su bebé en el suelo y se sube encima de él.
—¿La marinara?
La camarera acaba de aparecer ante nuestra mesa con dos pizzas en una mano y una tercera que guarda el equilibrio inexplicablemente sobre su antebrazo. Las pone sobre la mesa una a una. Miro la que he elegido, cuyo nombre ya no recuerdo. Tiene un huevo cuajado en el centro rodeado por una blanda guarnición de espinacas y unos tacos de queso blanco que harán chirriar mis dientes cuando los mastique.
La detención fue difícil, las audiencias fueron difíciles, las interminables legalidades, reuniones y discusiones que se sucedieron durante los meses que estuve en libertad bajo fianza también fueron complicadas, pero nada lo fue tanto como la visita de mi hija de ese fin de semana.
Carrie. ¿Cómo describirla? Su pulcra media melena castaña, su inmaculada caligrafía. Era la típica niña que vaciaba las virutas del sacapuntas, eso lo sacó de Guy. De mí heredó su corta estatura y los ojos grandes. Me desconcierta, tanto antes como ahora. ¿Qué pasó con esos portazos, los gritos, la irracionalidad adolescente, su gesto de alzar la vista al cielo? No fue hasta mucho después, una vez que levantamos la cabeza del lento maremoto que significó la enfermedad de Adam, cuando nos percatamos de que siempre se había visto obligada a ser la niña buena.
Así que mi hija viene de visita ese fin de semana, después de que me arresten y me otorguen la fianza, y acabamos viendo la televisión las dos juntas y discutiendo hasta qué punto las presentadoras de noticias tienen una apariencia esculpida o moldeada. Esta sentada sobre las piernas en el sofá que hay perpendicular al mío, tan tranquila y cuidadosa como un gato. Creo que nunca he visto a mi hija tumbada o repantigada.
Cuando dan el parte del tiempo reúno el valor necesario para decirle:
—Papá te ha contado lo que pasa.
Guy no está en la habitación, porque se pasa el tiempo atendiendo a llamadas de parientes y amigos. Yo, por supuesto, no tengo permiso para hablar del tema con nadie. Guy se ha convertido en la tapia que me comunica con el mundo exterior.
Carrie tiene en la mano una taza de té verde, un tazón al estilo de las tradicionales tazas de café americanas, pero enorme. Me la compró de regalo cuando fue a Nueva York con Sathnam en una tienda famosa, pero yo nunca la uso; es demasiado aparatosa. La guardo para cuando ella viene de visita. Mi hija da un sorbo al té y me mira con sus ojos grandes mientras suelta la taza y dice:
—Sí, me lo ha contado.
Y después aparta la mirada de la mía lentamente, con el mismo cuidado que pondría al retirar una escayola del brazo de un paciente. Vuelve a ver la televisión y se lleva la taza a los labios.
Todas las madres se sienten juzgadas por sus hijas, es inevitable. Cuando ellas alcanzan la madurez sexual, tras salir de la crisálida de la adolescencia, nosotras estamos en el otro extremo del ciclo reproductivo, fofas y desvaídas. ¿Qué adolescente querría transformarse en su madre de mediana edad? Todo cuanto decimos o hacemos, los vestidos que nos ponemos o la pintura de uñas nueva que usamos les parece repugnante. Somos aquello en lo que se convertirán cuando acabe todo.
He sufrido muchos fracasos como madre, pero puedo decir a mi favor que la única discusión que no he tenido con mi hija es esa de «No tienes ni idea de lo complicado que lo teníamos en nuestra generación. Ni idea de cómo se burlaban y nos menospreciaban cuando decíamos que queríamos ser científicas». Nunca le he dicho eso a mi preciosa y exitosa hija. Nunca he estado convencida de que conocía su vida interior ni la he acusado de dar por supuestas sus libertades. La quiero mucho y estoy muy orgullosa de ella. Sé que ella también me quiere, pero después de lo que pasamos con Adam hay algo en las emociones familiares que no puede soportar.
Al poner las piernas en un reposapiés frente a mí se me arremangan los pantalones y la veo fijarse en la pulsera electrónica que llevo en el tobillo, un grillete de plástico duro al que nunca me acostumbraré. Aparta la vista rápidamente.
Después Guy me dice que cree que ella y Sathnam estaban pensando casarse el próximo verano pero que debido a nuestra crisis han pospuesto sus planes. Cuando le pido pruebas de ello cambia de tema, y yo me encierro en el cuarto de baño y me cepillo los dientes con furia mientras me fulmino con la mirada en el espejo y escupo en el lavabo. Decido que esa Navidad no los invitaremos como hacemos normalmente. Tampoco invitaremos a ningún amigo. Bueno, tal vez a Susannah, que ha estado llamando un par de veces a diario, pero incluso a ella, puede que también a ella le digamos: «Preferimos pasar una Navidad tranquila este año, solo nosotros, es complicado».
En Año Nuevo nos llega la noticia de que la fecha del juicio será en marzo. Después viene el inevitable retraso y la posposición de la fecha, esta vez para junio. Cuatro semanas antes del juicio Guy concierta tres sesiones con un abogado que me preparará para lo que puedo encontrarme en el tribunal. No se trata de mi abogado defensor, Robert, sino de un especialista en adiestrar a testigos. Según nos dicen, también trabaja mucho para la policía y los funcionarios del Estado. Estoy sentada ante el ventanal del salón cuando llega. Últimamente paso mucho tiempo frente a esa ventana. Tengo allí una montaña de cojines. Mirar por la ventana se ha convertido en una actividad importante para mí, ya que hace meses que apenas salgo de casa.
El abogado pasa a toda velocidad en su coche. Deduzco que es él porque lleva un elegante descapotable negro con la carrocería brillante y la capota mate. No sé de qué marca es. No entiendo mucho de coches. Va demasiado rápido para ver quién conduce, pero no me cabe la menor duda. Tiene que ser él. Seguramente ha dado la vuelta a la manzana, porque a los pocos minutos vuelve desde la misma dirección pero conduciendo más lentamente, como un ladrón al acecho. Se sube a la acera, aparca y veo desde mi sitio privilegiado que se inclina a un lado, abre la guantera y saca una pequeña bolsa negra. Me pego al borde de la ventana para que no me vea en caso de que mire hacia la casa. Saca un espejo compacto de la bolsita, un espejo anticuado igual que el que tenía mi tía, con una tapa dorada. Se mira en él y se alisa el pelo.
Me han dicho que la primera reunión será en mi casa y las dos siguientes en su bufete. No lo ha dicho, pero supongo que quería verme en mi hábitat natural. Esperará hasta las siguientes sesiones para darme caña, ponerme a prueba y prepararme para la intimidación.
Me quedo en el salón un rato hasta que oigo el timbre y luego voy al recibidor. Guy sale de la cocina en ese momento y me mira fijamente, como diciendo «Esto nos cuesta una fortuna». Sabe que tengo tendencia a ser competitiva con profesionales de otros ámbitos, a comportarme como si pensara que podría haber hecho su trabajo si me hubiera dedicado a ello. Le devuelvo la mirada: «Ya lo sé, ya lo sé».
El abogado es joven, dentudo, con gafas y el cabello moreno y liso. Cuando abrimos la puerta nos recibe con una sonrisa perfectamente preparada.
Mientras el abogado y yo nos sentamos a la mesa de la cocina, mi marido rellena la cafetera y pone a hervir el agua; intento no pensar en que voy a beber el café más caro de mi vida.
El abogado continúa sonriendo hasta que remueve el azúcar que se ha puesto en el café con una de nuestras finas cucharillas de plata y alza la vista desde la taza para decirme con ligereza:
—Entonces, Yvonne, ¿eres culpable?
Me ofende que empiece con un truco, pero he prometido a mi marido que cooperaré. Lo miro a los ojos y le contesto con una voz a la vez firme y suave:
—No, Laurence, no lo soy.
El abogado Laurence me sonríe, mira a mi marido, después otra vez a mí y dice:
—Bueno, eso es un buen principio, ¿no? —Golpea el borde de la taza con la cucharilla y la suelta—. Eso es lo que quiero en el juicio. Firme pero educada, y sin la más mínima sombra de dudas, ¿vale? Es muy buen comienzo.
Hablamos en términos generales de los procesos judiciales y nos da unas estadísticas deprimentes. Una investigación llevada a cabo en Harvard demuestra que las personas reciben mensajes de diferentes modos. Han hecho gráficos circulares. Al hablar con alguien recibimos los mensajes de acuerdo con la siguiente proporción: el sesenta por ciento por el aspecto del transmisor, el treinta por ciento a través de cómo suenan y solo el diez por ciento por lo que se dice realmente. Como científica, me muestro escéptica con las estadísticas, y esa pequeña parte hipersensible de mí se acuerda de ti y quiere decirle: «¿Y qué pasa con el tacto y el olor?». Solo pienso en esto fugazmente. No puedo permitirme pensar en ti. Mientras yo estoy aquí en mi cocina tomando café de máquina —mi mezcla preferida de café guatemalteco— con mi marido y un abogado comprensivo, tu estás en la prisión de Pentonville. Me dejo llevar y te imagino brevemente con tu indumentaria de preso, tumbado de espaldas con las manos cruzadas por detrás de la cabeza, mirando al techo.
—¿Qué ropa debería llevar en el juicio? —dice mi marido, yendo al grano.
Él sabe que no pagamos a este chico listo imberbe cuatrocientas libras a la hora para que se beba nuestro café y se trague mi sarcasmo.
—Elegante, pero no demasiado formal —contesta Laurence—. Queremos que el jurado vea tu parte femenina.
—Por Dios… —susurro entre dientes. Laurence no parece percatarse de ello. Guy me dedica otra de sus miradas.
—Digamos ¿una blusa con algún adorno?
Laurence me sonríe de nuevo, todo dientes.
A ti nadie te aconsejará que lleves una blusa con algún adorno, querido. ¿Cuál sería el equivalente masculino? Tal vez no lo haya. Tal vez lo masculino sea único.
—No estoy seguro de si el abogado de la acusación será hombre o mujer —dice Laurence—, pero si es hombre, lo normal sería que su ayudante fuera una joven agradable y que ella se encargue de hacerte las preguntas.
—¿Por qué lo dices?
Laurence se encoge de hombros.
—Por algún motivo siempre usan abogadas en los casos de violación, para que el jurado piense: «Bueno, si esa bonita joven defiende al tipo que se sienta en el banquillo de acusados no puede ser tan malo, porque si no, no lo haría». —Da un sorbo a su café—. Es una estrategia de lo más exitosa, debo reconocer.
Soy incapaz de alejar el tono de frialdad de mi voz.
—Y si tú lo sabes y todos los que trabajan en un bufete lo saben, es lógico pensar que esas bonitas abogadas jóvenes también lo saben. —Bebo un sorbo del mío—. ¿No le preocupa eso a nadie?
Laurence esboza una sonrisa de disculpa por encima de sus dientes. Habla con cautela.
—Bueno, incluso los violadores merecen una defensa…
—Aunque de ello dependa la…
Guy me corta.
—Entonces ¿es más probable que el jurado piense que Yvonne es culpable si la interroga una mujer?
—Sí.
Se me escapa un suspiro y miro a otro lado. Mi marido y Laurence se quedan callados, y sé que ambos me miran. ¿Para qué han traído a este chavalín? Más tarde, alguien dirá con seriedad: «Es el mejor abogado de su promoción, un lince».
Tras una pequeña pausa, el mejor abogado de su promoción dice:
—¿Hacemos un descanso? Estoy seguro de que esto no resulta fácil.
—No, no pasa nada —digo, quitándome las manos de la cabeza—. Seguid vosotros dos. Dadme cinco minutos.
Me levanto de la mesa. Laurence vuelve a alisarse el pelo. Guy observa cómo salgo de la habitación. Cuando subo la escalera, agarrándome con fuerza a la barandilla, oigo que se levanta y cierra la puerta de la cocina. Las voces suenan apagadas, pero imagino que mi marido le dice algo así como: «Está bajo una presión enorme en estos momentos». Laurence asentirá, comprensivo.
Cuando llego a la habitación voy a la cama y me tumbo de espaldas. Al cabo de una rato me pongo las manos detrás de la cabeza y me quedo mirando al techo.
Bajo unos diez minutos más tarde. Cuando entro en la cocina Guy está serio. Miro a Laurence, que permanece inmóvil en su silla con la mirada baja. Una vez me siento, alza la vista.
—Tu marido me ha dado algunos detalles más, Yvonne.
—Le he contado más acerca de lo que hizo ese hombre —dice Guy sin mirarme.
Laurence me mira con compasión.
—No tenía conocimiento de que fue algo tan violento, tan… bueno…
—¿Creías que fue solo un…? —Miro fijamente a Laurence y decido dejarlo pasar—. ¿Eso mejora o empeora mi situación según tu opinión?
Laurence mira a Guy.
—Estaba explicando a tu marido que legalmente hablando más bien la empeora. Te da un móvil. Por supuesto eso no explica por qué tu coacusado se comportó de esa forma, dado que solo erais amigos. No lo conocías desde hace tanto, ¿verdad?
—No —digo.
La respuesta omite tantas cosas que el ambiente se carga con ellas. Las cosas que no digo son como murciélagos gigantes que revolotean por la cocina, todos lo sabemos, pero ninguno lo dirá. Ni siquiera Guy, mi propio marido, me ha preguntado por la naturaleza de nuestra relación. Ha creído mi palabra.
—Y por supuesto, es difícil saber cómo actuará la acusación llegados a ese punto —añade Laurence—. Tal vez incidirán en la brutalidad del señor Craddock para dar fuerza al móvil, o pueden intentarlo afirmando que todo es mentira, que tuviste sexo consentido con el señor Craddock y mentiste para crearle problemas.
Miro fijamente a Laurence, consciente de que no reconocerá el peligro que encierra la tranquilidad de mi voz.
—¿Por qué iba a hacer yo eso?
Laurence se encoge de hombros.
—Quién sabe, estabas enfadada con Craddock porque no te llamó después o algo así. Eso suele suceder bastante.
Lo que me resulta ofensivo es la ligereza con la que lo dice, su familiaridad con todo esto, su forma fácil y constante de generalizar lo que sucede en «estos casos». No soy un caso general, tengo ganas de decirle. Soy un caso particular.
Llegados aquí, incluso este chico poco intuitivo reconoce la expresión de mi rostro. Intenta desdecirse, a su manera.
—Solo juego a ser abogado del diablo, trato de sondear todas las posibilidades. Si vamos a prepararte, necesitarás estar lista para todo lo que puedan echarte encima y, quién sabe, es un enfoque que podrían adoptar. El mayor problema con los casos de agresión sexual es que parece que las mujeres nunca ofrecen resistencia. —El tono de incredulidad de su voz me parece imperdonable—. A decir verdad, esto dificulta nuestro trabajo.
Miro a Laurence con tanto odio que apenas reparo en que Guy se ha levantado. Después veo que ha cogido un cuchillo de la barra imantada que tenemos tras la hornilla y se lo ha puesto a Laurence en el cuello. Este se ha quedado paralizado, con la barbilla hacia arriba. Tiene las manos suspendidas a poca distancia de la mesa. Me mira con ojos saltones, pidiendo clemencia. Me quedo contemplando a Guy conmocionada, pero no digo ni una palabra.
La voz de Guy es muy tranquila.
—¿En qué piensa ahora, señor Walton? —le pregunta. Silencio. Laurence ha decidido claramente que lo mejor es no responder—. ¿Quiere que le diga en qué piensa? —continúa Guy, amablemente—. ¿Le gustaría saber lo que está pasando por su cabeza, es decir, biológicamente? —Laurence permanece en silencio y paralizado. Ni siquiera traga saliva. Guy prosigue—. Así es como su cerebro funciona en una situación de amenaza. Le daré la versión simplificada. En sus lóbulos temporales medios tiene un grupo de núcleos conocidos en conjunto como amígdala. Forma parte del sistema límbico, pero no nos preocupemos ahora por eso. En una situación de amenaza la función de la amígdala es comunicarle lo más rápidamente posible que actúe de acuerdo a una sola cosa: asegurar su supervivencia. Usted también tiene un córtex, claro está, eso controla la lógica, pero no funciona tan rápidamente como la amígdala, como puede comprobar ahora. Permítame explicárselo. —Guy ni siquiera se toma un respiro. Así es como son sus clases, lo he visto, punto por punto, sin pausa alguna—. La parte lógica de su cerebro sabe que no existe la más remota posibilidad de que le raje la garganta. A: Mucha gente sabe dónde se encuentra. B: Estamos en mi casa y lo pondríamos todo perdido de sangre. C: ¿Cómo podríamos deshacernos Yvonne y yo de su cadáver? D: ¿No tiene ella ya suficientes problemas? La parte lógica de su cerebro sabe que solo hago esto para demostrar algo. Pero su amígdala, su parte instintiva, le dice, le grita, de hecho: «Permanece inmóvil, por si acaso, haz lo que te diga tu instinto para salvar la vida». Como he dicho, la amígdala funciona con más rapidez que el córtex, así hemos evolucionado. En una situación de amenaza, particularmente en una situación que nos coge desprevenidos y sin tiempo para evaluar de forma lógica nuestras posibilidades de vivir o ser asesinados, estamos programados para hacer aquello que asegure nuestra supervivencia. Lo único que queremos es vivir, punto y final. En cualquier situación en la que el nivel de amenaza sea desconocido, la amígdala superará al córtex, siempre.
Guy deja de hablar pero no se mueve, y al cabo de unos instantes Laurence levanta una mano lentamente y aparta el brazo de Guy de su garganta.
—Creo que lo ha dejado muy claro —dice.
Guy devuelve el cuchillo a la barra magnetizada y se sienta.
El abogado Laurence me mira.
Le devuelvo la mirada. Prefiero morir antes que disculparme. En lugar de eso, digo con la suficiente delicadeza:
—Ya ve, una cosa es discutirlo profesionalmente, es decir, como usted lo hace, pero para nosotros hay mucho en juego, toda nuestra vida. —Al ver que eso no lo aplaca, añado—: Estos días han sido muy angustiosos para ambos.
Laurence alza la barbilla, como si necesitara estirar el cuello, todavía intacto.
—Sí, estoy seguro de ello.
En cuanto Laurence se va, cierro la puerta con llave, y pongo los pestillos y la cadena, a pesar de que tan solo es media tarde. Después de todo, ninguno de los dos saldrá esta noche y nadie vendrá a visitarnos. Nuestras miradas se encuentran. Guy dice: «Vamos arriba». Y por la suavidad de su voz y la expresión de su rostro entiendo que no puede más. Asiento. Lo observo subir la escalera delante de mí, y por la curvatura de sus hombros sé que realmente no puede aguantar más, está cansado de ser el hombre fuerte, cansado de no hacer preguntas y agotado de apoyarme.
Lo sigo a la habitación. Me mira mientras se sienta al borde de la cama y apoya la cabeza sobre las manos. Voy hasta él, me arrodillo en la moqueta, entre sus rodillas. Le aparto las manos de la cara, se las bajo y me quedo mirándoselas. Las sostengo entre las mías, y de repente me percato de que debo pedirle, rogarle, que haga la única cosa que realmente necesito de él durante el transcurso de lo que está a punto de sucedernos. No sé si pedírselo en ese estado momentáneo de debilidad es una idea buena o terrible, pero sé que tengo que hacerlo ahora, porque es muy importante y puede que no haya otra oportunidad. Esto se demostrará como un acto profético por mi parte. Dentro de dos semanas la policía vendrá a arrestarme de nuevo. Me dirán que has intentado enviarme una nota desde prisión, al parecer una nota de lo más inocente, pero suficiente para contar como contacto potencial entre nosotros, lo cual significa un incumplimiento de las condiciones de mi fianza, aunque la iniciativa no procediera de mí. Se establecerá una audiencia sin que yo lo sepa y se me revocará la libertad bajo fianza. Durante el tiempo restante y mientras dure el juicio, permaneceré en la prisión de Holloway.
Aunque observo las manos de Guy entre las mías, sé que él me mira a la cara. Jamás le he suplicado nada en todos los años que llevamos juntos. Hemos discutido, le he pedido cosas de vez en cuando, que si podía pasar la aspiradora por la escalera porque odio hacerlo, si podía ser más paciente en la carretera, si podía entender que me pongo de mal humor cuando tengo un encargo que terminar, si podía poner fin, por el bien de ambos, al romance con su joven amante de una vez por todas. Pero ni siquiera entonces supliqué. Nunca había tenido una razón para suplicar como la tengo ahora.
—Guy —digo. Rara vez usamos nuestros nombres. ¿Qué pareja de larga duración lo hace? Los nombres son para los conocidos o los extraños, solo significan algo para aquellos que no nos conocen de manera íntima—. Tengo que pedirte una cosa. —El tono de mi voz es lineal. No puede dudar de las seriedad de lo que le pido. Guy no dice nada—. Tengo que pedirte por favor, por lo que más quieras… —Mi voz no se quiebra ni tiembla. Lo miro a los ojos. Me mira fijamente. Todavía tengo sus manos en las mías—. Por favor, no vengas, no vengas al juicio. —Sigue mirándome, así que añado—: No puedes hacer nada allí.
Cuando digo esto me aparta las manos con gesto enfadado, se levanta y se aleja de mí. Bajo la cabeza, pensando que está a punto de marcharse, tal vez de casa incluso, y se me rompe la voz.
—Por favor, habla conmigo de esto, Guy, por favor…
Guy se dirige a la cómoda y apoya las manos en ella con la cabeza gacha.
—No pensaba salir de la habitación. No te dejo sola cuando tienes problemas, ¿recuerdas? —Me quedo arrodillada junto a la cama. No respondo. Al final añade—: Jas dijo que era importante que estuviera en la tribuna. Así todos verán que te apoyo. El jurado se dará cuenta. Su marido la apoya.
—Lo sé —digo—. Sé que Jas dijo eso, y tal vez sea cierto. —Suspiro profundamente—. Pero no podré hacerlo si estás allí escuchándolo. Lo que tendré que decir, las cosas que dirán de mí, de lo que sucedió. —Mi voz se transforma en un susurro—. ¿Cómo podré soportarlo? ¿Cómo podrás soportarlo tú? Acabará con nosotros.
No puedo arriesgarme a que Guy se sienta expuesto y humillado. Si tuviera medios lo enviaría a Sudamérica durante las siguientes semanas. A todos los que quiero, los quiero lejos de todo esto.
Guy no responde, así que digo:
—No podré hablar de ello ante el tribunal si pienso que… No puedo…
—En casa tampoco has podido hacerlo.
—No.
Entonces se vuelve hacia mí con los ojos dolidos y bien abiertos.
—¡Por qué no me lo contaste! —Da unos cuantos pasos inquietos y vuelve al sitio—. En lugar de eso acudes a un extraño, un hombre al que apenas conoces, solo porque trabaja en seguridad, un hombre que conoces tan poco que acaba haciendo esto y te implica en ello, y tienes que ir a juicio con él. Sentarte en un, en un… —La voz se le quiebra por la frustración—. Un banquillo de acusados con él. ¿Te arriesgas a eso, en lugar de contármelo a mí?
—No sabía que lo mataría. No tenía ni idea.
—Eso no explica por qué acudiste a él y no a mí.
Y entonces me percato de que la verdad es incluso peor que la mentira que no puedo contar. Quería convencerme de que no le conté a Guy lo de Craddock porque tenía una aventura, pero ahora sé que no se lo habría dicho de todas formas. No se lo habría contado porque estaba avergonzada, y no se lo habría explicado porque había demasiado en juego: nuestro hogar, nuestra felicidad, nuestros hijos. Y lo peor de todo, y aquí está la verdad real del caso, es que sabía que mi afecto por Guy no sobreviviría a una respuesta incomprensiva por su parte. Si me hubiera preguntado, por ejemplo: «¿Por qué subiste a su despacho?», jamás se lo habría perdonado. Eso habría acabado con nosotros, no inmediatamente, sino dos, tres, cuatro años después. Nos habría desgastado sin remedio.
Tengo que decir algo, así que doy a mi marido una razón parcial para no confiar en él, un motivo real pero que solo esconde un pequeño porcentaje de la verdad.
—No quería que te… contaminara.
No supe encontrar otra palabra.
—¿Que me contaminara? —dice, mirándome con incredulidad.
—Ya lo sé, solo quería… —Me pongo de perfil para mirarlo. Alzo las manos con impotencia y las pongo sobre el regazo—. Solo quería alejarlo de ti, de nuestro hogar, de los niños… —Guy resopla con desdén, convencido solo en parte—. Quiero que te vayas, al extranjero, hasta que termine todo. Le diré lo mismo a Carrie este fin de semana, puede preguntar a Adam, es mejor si se lo dice ella. He pensado que quizá unas vacaciones, tal vez…
—No pienso marcharme del país.
—Bueno, aunque vayan solo ellos, si es que quieren. Tal vez Sath y Carrie quieran llevarse a Adam, pero sería preferible que fuerais los cuatro. Lo único que quiero es que os alejéis de esto. ¿Acaso es tan difícil de entender?
Me mira. Su voz es ahora más amable.
—¿Aunque eso signifique una probabilidad mayor de que te condenen?
Le devuelvo esa mirada y también el tono de voz.
—No me condenarán. Soy inocente.