14

Llego a Vauxhall bastante antes del mediodía y al salir del metro me encuentro con el clamor de la autopista interior de la ciudad que lleva hasta Vauxhall Bridge. A un lado se yergue un vasto complejo de oficinas y tiendas con la terraza de una cafetería desde la que se ve el amplio cruce de carreteras. Me siento en una de sus sillas, aunque no pido café. Ya estoy lo suficientemente nerviosa. Los carriles —coches, autobuses, camiones— se bifurcan ante mí en todas direcciones. El estrépito de tantos vehículos resulta prácticamente insultante, cuesta trabajo no tomárselo como algo personal. A las doce y diez recibo tu mensaje: «¿Dónde estás?». Te contesto: «En Vauxhall, junto al puente». Tu respuesta: «Mal sitio. Pasa bajo el túnel, Kennington Road».

Las arcadas del ferrocarril de la estación principal cruzan la vasta intersección, y frente a ellas, la peculiar estructura de acero que alberga la taquilla que ganó un premio de arquitectura. Para llegar al túnel tengo que esperar a que se pongan en verde tres semáforos diferentes, saltando de la seguridad de una isleta hasta la siguiente. Una vez lo atravieso, sorteo dos transitados cruces más hasta llegar al principio de Kennington Road. Saco el teléfono para pedirte nuevas instrucciones, pero ya me has enviado un mensaje: «¿Abrigo nuevo? El cuello alto te sienta bien». Miro a mi alrededor, y aunque jamás habría imaginado que estaría para juegos, no puedo evitar sonreír. Miro al otro lado de la calle, arriba y abajo, y estoy a punto de escribirte: «¿Dónde estás?», cuando me vuelvo y te veo allí, a unos pocos metros, en un portal, observándome con una sonrisa, y tengo una leve y sorprendente sensación de desencanto, ya que no eres más que un hombre al fin y al cabo, un hombre trajeado con gafas delante de la puerta de una tienda, un hombre de altura media, complexión atlética y cabellos castaños hirsutos. Y esta reunión es muy pública, muy inesperada, y no sé en qué punto de nuestra relación estamos ni cómo me siento tras este largo silencio, todo lo cual juega en mi contra para que no sepa cómo actuar.

Veo mi propia incertidumbre reflejada en tu rostro por un instante, hasta que vienes a mi encuentro y me dices en un tono fingido de conspiración: «Ven conmigo…».

Bajamos juntos por Kennington Road y luego giramos a la izquierda. Al otro lado de la carretera hay un parque con un extraño potrero en el que una joven cabalga un caballo, a solo cinco minutos del estrépito de Vauxhall Station. Hay un letrero en la valla, entre unas altas ortigas, que dice: «NO DAR DE COMER A LOS CABALLOS. MUERDEN». Me detengo y lo señalo.

—Tengo algo mejor que eso —dices—. Mira.

En nuestra acera de la calle hay una entrada a una granja urbana y, justo tras ella, un cercado con heno y serrín en el que se ve sentada una llama blanca que nos da la espalda y mira a su alrededor con desprecio. Poco más allá, una pareja de pavos impertérritos picoteando y mostrando palmito, y una cabra que da tirones a una bala de paja.

—En Vauxhall hay llamas —digo—. No lo sabía.

—Creo que esa es la única.

—Ni siquiera sabía que hubiera una granja aquí.

—Soy una caja de sorpresas —dices, tan orgulloso como si la granja y los animales fueran tuyos.

Seguimos caminando por la calle hasta doblar una esquina y llegar a una isleta triangular en la que se bifurcan dos calles dejando una pequeña hilera de casas victorianas en medio —las habitaciones del vértice superior deben de ser enanas—. Caminamos hasta el otro lado del edificio, te detienes y sacas una llave. Te miro. Estaba convencida de que nos sentaríamos en el parque o en una cafetería. En el portal hay tres timbres. La pintura de la fachada de ladrillos está descascarillada. En la planta baja una funda de edredón sirve como cortina improvisada para la ventana.

Cuando abres la puerta aparece un montón de correo y panfletos publicitarios. Te agachas para recogerlo y ojearlo antes de dejarlo en un pequeño estante tras la puerta mientras yo sigo tus pasos. Observo cómo haces todo eso, en parte porque todavía no puedo creer que esté contigo y en parte porque parece de lo más natural. El vestíbulo está pintado del mismo color que todos los vestíbulos de las casas victorianas de Londres con las que han hecho apartamentos: beige propietario, solía llamarlo Guy. Me recuerda al piso en el que vivíamos cuando nos casamos, aquel de la pareja de encima en el que crié a mis niños cuando eran pequeños y nos matábamos para escribir el doctorado, ese piso que, aún hoy, en mi espaciosa casa de los alrededores con su jardín y sus dos manzanos lo suficientemente separados para poder poner una hamaca entre ellos en verano, recuerdo con aprensión.

Subes la escalera delante de mí. Es como si fuéramos una pareja.

El piso está en la primera planta, y antes de abrir la puerta te paras a mirar su barato marco de aglomerado, en el que hay unos arañazos, como si te asegurases de algo. Supongo que este piso está relacionado con tu trabajo, que aunque hayas estado aquí otras veces, normalmente no puedes acceder a él, pero solo son suposiciones. Nos adentramos en un minúsculo recibidor de forma cuadrada. Permaneces en la entrada, escuchando atentamente. Está en absoluto silencio. Después, entras en el salón y te sigo: un sofá de dos plazas, una mesa de alas abatibles contra la pared y visillos a través de los cuales la ciudad se ve borrosa. Avanzo unos pasos y miro a mi alrededor: barato, vacío, anónimo. Quiero quedarme aquí para el resto de mis días.

Al volverme, veo que estás observándome a unos metros de distancia. Me miras con ternura, como disculpándote.

—No pude encontrar nada mejor —dices en voz baja.

Alzo los brazos y los dejo caer.

—Hace tiempo que imaginé a qué te dedicas… —Te quedas mirándome—. No pasa nada —digo—. Ya sé que no puedes hablar de ello, por eso no te lo he preguntado. —Miro en torno al salón—. Supongo que esto es lo que llamáis un piso seguro.

Te acercas. Te detienes ante mí, me abres el abrigo y me lo retiras de los hombros con mucha delicadeza. Bajo los brazos, dejándolo caer, y tú lo recoges y lo pones en el sofá. Entonces me miras de nuevo y con esa misma delicadeza me acaricias por encima de la blusa de algodón desde los hombros hasta los codos, ambos brazos al mismo tiempo, con el más delicado y suave de los roces.

—Es lo suficientemente seguro —dices—. Ahora estamos aquí y conmigo estás a salvo.

Y hago aquello que llevo queriendo hacer durante doce largas semanas. Derretirme entre tus brazos.

Más tarde, yacemos juntos en la pequeña cama de matrimonio de la habitación. Está en la parte trasera del edificio, y tiene los mismos visillos y vistas a la trasera de las casas: ventanas, cañerías y canalones. Aunque la cama es más para uno y medio que para dos, ocupa toda la habitación. A un lado hay una pequeña mesita de noche de madera laminada. Al otro un armario con puertas correderas; sería imposible poner uno con puertas que abran hacia fuera. Tiene un empapelado grumoso pintado del mismo beige que el recibidor. Del techo cuelga una bombilla de la que pende una telaraña de un solo hilo.

La luz natural en la habitación es grisácea, molesta. Nuestros cuerpos semidesnudos están enredados y a los pies tenemos un edredón sin funda; pasábamos demasiado calor bajo él. Después de hacer el amor nos quedamos hablando. Me has contado cómo me observabas aquel día tras la ventana de la cafetería, el día que nos intercambiamos los números de teléfono y comenzó nuestro romance, aunque antes ya hubiera habido sexo. Pienso en que esa cafetería estaba prácticamente frente a Apple Tree Yard, pero no podíamos saber lo que haríamos allí semanas después, ni adónde nos llevaría aquello. Al cabo de un rato las palabras se vuelven inconexas y te quedas dormido. Permanezco tumbada ahí, envuelta en tu cuerpo con los ojos abiertos. Tengo un brazo bajo tu espalda, siento el hormigueo, se me duerme.

Pasados unos minutos alzo la cabeza tímidamente y veo que estás despierto a pesar de todo, mirándome, y me da la sensación de que llevas un rato haciéndolo. Libero el brazo y cambio de posición, alejándome un poco para verte bien. Levantas un brazo y me retiras el pelo de la cara. Un acto reflejo de vanidad me lleva a hacer una mueca ante la brutal luz natural de la habitación, el blanco y gris que atraviesa los visillos. Te sonrío, pero tú no lo haces. Tienes una mirada seria.

—Sabes lo que tendremos que hacer, ¿verdad? —Te devuelvo esa mirada. Luego dices sin retórica ni dramatismo—: Vamos a tener que darle un toque de atención a Craddock.

—¿Cómo? —pregunto.

Me acoges en tus brazos y me arrimas a tu pecho.

—Eso déjamelo a mí.

Tras un momento vuelves a quedarte dormido, respirando profundamente encima de mis cabellos. Hablaremos cuando despiertes, pero no tengo prisa por que suceda eso. De hecho, necesito ir al baño, pero no quiero romper este momento, quiero alargarlo y alargarlo, alargarlo en esa habitacioncita gris hasta que sea tan fino como los visillos de las ventanas o el hilo de telaraña que pende de la bombilla sobre nosotros.

Me cuentas el plan una vez estamos vestidos tomando café instantáneo —solo, porque en el piso no hay leche— en el desvencijado sofá del salón. Me dices que lo haremos juntos. Si esto nos acarrea consecuencias nuestra historia será que confié en ti porque me contaste que trabajabas en la seguridad del Parlamento, porque necesitaba consejo y no quería hablar con nadie cercano. El policía Kevin podrá confirmar la historia si es necesario. Te encargarás de averiguar el domicilio de Craddock. —Al preguntarte cómo lo harás me miras con cara divertida. «Esa parte no es la más complicada»—. Te recogeré ese fin de semana en la estación más cercana, dondequiera que esté, y te llevaré en coche hasta la casa de Craddock. Tú entrarás y hablarás con él. Yo me quedaré en el coche.

Ves la vacilación en mi rostro cuando te miro por encima de la taza barata y desportillada. La malinterpretas. Crees que pienso que eso no bastará para resolver el problema, cuando en realidad mis dudas son acerca de la perspectiva de acercarme a la casa de Craddock, la idea de aproximarme a él, incluso contigo. El miedo, pienso. Un tipo de miedo particularmente femenino. ¿Es justo pensar que deberías entenderlo? Tú, por supuesto, tienes tus propios miedos, pero sé que lo que siento es muy específico, la repugnancia de estar cerca de alguien a quien he tenido dentro a pesar de no quererlo. Una vez que alguien ha hecho eso, es muy difícil expulsarlo de tu interior.

Soy consciente de que no lo comprendes. Crees que dudo de que a Craddock le asuste lo suficiente que aparezcamos ante la puerta de su casa.

—Podría hacer una llamada anónima, pero no estoy seguro de que eso funcione. O podría decirle a otra persona que le dé un escarmiento —dices—. Conozco a algunas personas peligrosas, no me costaría mucho. —Niego con la cabeza—. O podemos volver a la policía, hablar con Kevin. Denunciarlo. Ahora podríamos añadir también acoso. Como mínimo las condiciones de la fianza incluirían una orden de alejamiento.

Niego con la cabeza más enérgicamente si cabe al pensar en Adam, Carrie, Guy y mi carrera, por ese orden. Caigo en la cuenta de las ganas que tengo de que te enfrentes a él, de lo mucho que disfrutaría imaginando el miedo y la incertidumbre de su rostro cuando te tenga delante. El muy cabrón se meará en los pantalones, pienso, un pequeño pensamiento vil que no tiene nada que ver con la justicia.

—La verdad es que —dices con cierta cautela— podrías venir conmigo. —Al ver que abro los ojos de golpe dejas la taza de café y te inclinas sobre mí—. Vas a encontrarte a ese hombre en un ámbito profesional tarde o temprano, y no podrás evitarlo. ¿No quieres mirarlo a la cara cuando haga que se cague de miedo?

—No —digo, negando con la cabeza—. No, no quiero.

Qué diferentes habrían sido nuestras vidas si hubiera dicho que sí.

—Bueno, vale. —Te acercas a mí en el sofá. Me quitas la taza de las manos y la sueltas sobre la moqueta. Me besas. Saboreo el café quemado mientras nuestras lenguas se entrelazan fugazmente. Me besas la frente y sostienes mi cabeza con ambas manos—. Ya está arreglado. Esté fin de semana. Y una vez haya acabado no volverá a acercarse a ti.

Ese fin de semana llegó el caluroso octubre que nos habían prometido. Nos levantamos el sábado por la mañana, abrimos las cortinas y ahí lo tenemos. Guy y yo tomamos café al sol en el patio de ladrillos que tenemos detrás de la casa, yo con pantalones cortos, camiseta interior y gafas de sol y él descamisado. Nos sonreímos de vez en cuando por encima del periódico y avisamos cuando acabamos de leer cada sección. El retrato de la dicha de la mediana edad. Al volver al interior, la luz hace que la casa parezca invadida por el polvo. Esa mañana me muestro tranquila y relajada con Guy deliberadamente, ya que solo puedo pensar en lo que tú y yo nos disponemos a hacer.

Una vez llegado el momento me visto a conciencia. He dicho a Guy que iría a llevar ropa usada al contenedor de reciclado; tengo las bolsas en el maletero. Llevo una falda de algodón que me llega hasta las rodillas con un estampado llamativo de motivos azules y morados, una camiseta blanca de manga corta y una chaqueta tejana. Voy con las piernas al aire y unas bambas planas. Ropa de sábado. Es la primera vez que me ves vestida así. Me parece una buena señal que conserve un atisbo de vanidad. Estoy recuperándome, creo. Se debe a que estoy haciendo algo en lugar de ser un recipiente pasivo de lo que me ha sucedido. Estoy nerviosa, incluso un poco febril, pero más feliz de lo que había estado desde hace semanas.

Cuando entro en el coche, pasado el mediodía, Guy sale a la puerta a despedirme. Le dedico una alegre sonrisa.

Cuando llego allí ya estás esperándome fuera del metro de South Harrow y también tú vas vestido de modo informal: pantalones de correr anchos y camiseta gris ajustada, zapatillas de deporte y gafas de sol, una sudadera con capucha en una mano y una bolsa Nike en la otra. Ese eres tú, pienso, tú en modo informal pero resuelto, relajado pero decidido. Estás de pie con la espalda bien erguida, mirando a tu alrededor. Siento un repentino deseo.

—Llegas tarde —dices, mientras abres la puerta del copiloto.

—Cinco minutos —contesto.

Su casa resulta estar a unos minutos de allí, después de doblar varias esquinas de un barrio periférico que la mayoría de la gente espera dejar pronto: hileras de locales bajos con tiendas de baratillo, licorerías y alguna que otra cafetería desierta. Permaneces en completo silencio salvo para decirme por dónde tengo que ir, algo que me desilusiona un tanto. Supongo que estás concentrado en lo que tienes que hacer, lo que vas a decir, pero tenía la impresión de que haríamos aquello los dos juntos. Al cabo de unos minutos llegamos a un callejón sin salida y dices: «Gira aquí a la derecha. Ve hasta el final, da la vuelta y aparca allí». Me indicas el hueco. Hago tres torpes maniobras para dar la vuelta. Aparco donde me has dicho.

Esperaba que nos quedáramos hablando en el coche un momento, pero te agachas para coger tu bolsa de deporte.

—A lo mejor no está en casa —digo.

—Está —respondes—. Espera aquí —dices, como si cupiera la posibilidad de que hiciese otra cosa.

Vuelvo el rostro hacia ti, esperando un beso fugaz, pero ya estás saliendo del coche. Veo por el retrovisor cómo te diriges al fondo del callejón. A medio camino hay una pequeña tienda de comestibles y luego un bloque de casas baratas, bajas y cuadradas. Te detienes ante una puerta negra. Subes el escalón y te inclinas sobre el umbral. ¿Estás llamando al timbre o entrando por tus propios medios? No puedo verlo. La puerta se abre y desapareces tras ella. Miro a través del parabrisas la señal que tengo enfrente para revisar las restricciones de aparcamiento. Pasada la una del mediodía del sábado no hay problemas. No quiero que mi coche llame la atención por estar mal aparcado. Busco calle arriba y abajo alguna cámara de seguridad, pero no encuentro ninguna. Caigo en la cuenta de que estoy excitada. Empiezo a comprender la adrenalina de tu trabajo.

Tardas una eternidad. Por Dios santo, ¿cómo no sospeché que algo iba mal? ¿Por qué no hice nada? Esto traería cola después en el juicio, como bien sabes, eso de quedarme sentada en el coche a esperar. ¿Por qué no intenté llamarte al teléfono?, me preguntará la acusación. ¿Por qué no salí del coche y llamé a la puerta por la que habías entrado? ¿Qué pensaba que sucedía? Sabía perfectamente lo que ocurría, dirá la acusación. Por eso me quedé allí quieta. Por eso esperé.

Esperé porque tú me dijiste que esperase.

No sé cuánto tiempo estoy esperando. Pongo la radio. Los titulares de las noticias vienen y van. Un programa de Radio 4 habla de la libertad de expresión en el sudoeste asiático. Al cabo de un rato pulso el botón y pongo música, primero clásica, luego lo intento con el jazz, pero solo hay anuncios. La apago. Envío un mensaje a Guy diciendo que estoy en un atasco. El sol se desvanece y el azul del cielo se vuelve más apagado, después se torna simplemente gris y las farolas naranja del final de la calle se encienden, a pesar de que falta un buen rato para el anochecer. Observo a la gente que pasa, una mujer con dos niños, uno de ellos en un cochecito, dos adolescentes. En cierto momento aparece en la calle una mujer muy mayor con un sari verde mar que avanza lentamente hacia mi coche. Es diminuta, como un niño, con una piel muy oscura y arrugas profundas, pero cuando pasa por delante advierto que sonríe a pesar de sus manos agarrotadas y su andar lento y artrítico, como si estuviera perdida en un recuerdo distante pero infinitamente placentero.

Entonces, al fin, te veo. No he estado pendiente de la puerta todo el tiempo, pero da la casualidad de que estoy mirando porque el empleado de la tienda de comestibles está metiendo en ella las cajas de plástico marrón que tiene apiladas fuera, y lo observo, intrigada por saber cuántas cajas puede acarrear en un solo viaje —las amontona por encima de la cabeza—. Me pregunto si haciéndolo de ese modo no dañará el producto. Sales tras la puerta negra y la cierras con cuidado. Miras calle abajo, después al otro lado, te pasas una mano por el pelo y repites la misma operación. Llevas la chaqueta puesta y sigues con la bolsa de deporte en la mano. Caminas hacia el coche, deprisa pero con calma, abres la puerta del copiloto y subes. Cierras la puerta, y mientras te pones el cinturón dices una sola palabra: «Arranca».

Cuando nos aproximamos a la estación de metro dices:

—Da la vuelta a la esquina y aparca por allí.

Conduzco hasta la vuelta de la esquina y aparco en una calle adyacente. Permaneces inmóvil durante un minuto y luego observas la calle arriba y abajo. Al cabo de unos momentos no puedo soportarlo más y pregunto:

—¿Qué ha pasado?

No respondes. Sigues mirando al frente y vuelves a tener esa expresión, la que ya conozco, esa expresión que me dice que estás lejos, perdido en el pensamiento al que da prioridad tu cabeza. «Estoy aquí», tengo ganas de decir. Necesito que me expliques qué ha pasado.

Continúas mirando al frente, estiras el brazo y me lo colocas sobre la rodilla, agarrándola con firmeza; no es una sensación afectuosa ni consoladora.

—Necesito que recuerdes —dices, todavía con la vista al frente— lo que hemos hablado antes… Nos conocimos en la Cámara de los Comunes, amigos, nada más. ¿Vale?

No tenía más alternativa que creerte, ¿verdad, mi amor?

Me miras al fin.

—Dame el teléfono.

Te devuelvo la mirada y luego cojo el bolso del asiento trasero. Abro la cremallera del bolsillo interior y te doy el teléfono. Lo agarras, te inclinas, lo metes en la bolsa de lona que tienes a los pies y vuelves a ponerme la mano en la rodilla.

—¿Cómo podré contactar contigo? —digo débilmente, porque ahora sé lo suficiente para reconocer que no debo saber más.

—No podrás, al menos durante un tiempo. —Suspiro—. Todo saldrá bien —dices. Pero no estoy segura de que hables conmigo—. Ve directa a casa y actúa con normalidad, ¿vale? Si te pregunta alguien recuerda lo que he dicho.

En ese momento es cuando me doy cuenta de que llevas unos pantalones de correr diferentes, muy parecidos a los otros, azul marino también, pero la franja blanca que había junto a la costura ha desaparecido. Miro al suelo y veo que también te has cambiado las zapatillas de deporte.

Me miras y me das un fugaz beso en los labios, te separas, me besas de nuevo, dices esa brutal frase: «Recuérdalo, ¿vale?», y luego sales del coche y me quedo viendo cómo te alejas por la acera sin volver la vista atrás, mirando de un lado a otro, con la cabeza un poco gacha y los hombros un tanto encorvados, como si quisieras ahuyentar la caída de la noche.

Cuando llegan ya ha anochecido. Después nos enteraremos de que tardaron tan poco a causa de la casera, esa casera que apareció inesperadamente, el empleado de la tienda de comestibles que te vio salir del piso y entrar en un Honda Civic blanco, y la cámara de seguridad de la calle principal que identificó el número de la matrícula en nuestro trayecto de vuelta al metro. Es de noche. Por una vez estoy bien dormida, en las profundidades, muy abajo. Todo se ve tan negro como el fondo del océano. Más tarde pensaré que no estaba soñando. Había caído en el abismo.

Me despiertan los golpes en la puerta principal. Tenemos un viejo aldabón dorado, más antiguo que la propia casa. Produce un grave sonido metálico que retumba por todo el interior. También tenemos un timbre eléctrico instalado en el marco por los anteriores propietarios, que al parecer debían de preocuparse mucho por sus visitas. Pero lo que me despierta son los aldabonazos: pom, pom, pom, tres golpes en rápida sucesión. Después una pequeña pausa y tres aldabonazos más. Luego suena el timbre, pulsado durante varios segundos sin interrupción.

Me incorporo al momento, apoyándome en los codos, con la cabeza funcionando a toda velocidad, resollando en la oscuridad. Me han sacado de mis sueños con una premura peligrosa, y de repente lo entiendo todo y me doy cuenta de que lo sabía desde el mismo momento en que saliste del piso. Sé lo que pasó, sé quién llama a la puerta en plena madrugada y sé por qué han venido.

El reloj eléctrico marca las cuatro menos veinte en el techo. Gracias a su tenue luz distingo que Guy está incorporado sobre un codo dándome la espalda y buscando el interruptor de la lámpara. Cuando se vuelve tiene el rostro cansado y confundido.

¡Pom, pom, pom! Alto y claro de nuevo, con fuerza para hacer temblar el marco, pienso. Guy se levanta y coge su bata de algodón, tirada sobre la silla de mimbre que tiene junto a su lado de la cama. Hasta que llega a la puerta y la abre no pienso en que debo advertírselo y digo: «Es la policía».

Mi querido Guy. Me mira, sale de la habitación y baja corriendo la escalera. Me percato de que cuando he dicho que era la policía él ha pensado en Adam, en que le ha ocurrido algo. De hecho sale corriendo. Me siento al borde de la cama con la cabeza entre las manos. Yo no corro a ninguna parte, porque sé que no se trata de Adam. Han venido a buscarme a mí.

Adam, Carrie, mis hijos… ¿Qué les dirá Guy? Saldrá en los periódicos, no podrá mantenerlo en secreto.

Abajo se oye el clamor y el estrépito de las personas que entran en casa, la voz indignada de Guy que les pregunta. Mi casa, he dejado que invada mi casa, ahora todo saldrá a la luz. Me quedo paralizada donde estoy, sentada al borde de la cama, mientras oigo los pasos de los hombres que suben la escalera atronadoramente. Ni siquiera voy a ponerme la bata. Imagino a Guy hablando con Carrie esa misma mañana: «Cariño, no te lo vas a creer, pero han arrestado a mamá».

«¿Por qué?»

Sería lo primero que preguntaría cualquiera.