El azul del cielo en mayo no se parece en nada al de los otros meses del año. En esa época el verano se muestra en todo su esplendor, como si quisiera recordarnos qué se encierra en él: azul denso, impenetrable. Junio es más confuso: cielos revueltos, chaparrones. Junio nos recuerda, en efecto, cómo es el tiempo británico. Así es, una auténtica porquería. ¿Por qué vivimos en esta isla húmeda? Julio es impredecible a propósito. Le gusta hacernos saber que puede pasar cualquier cosa, dependiendo de su humor. La mayor parte del tiempo nos lo tomamos con filosofía, pero a veces llega ese raro día de bochorno que nos da falsas esperanzas. En agosto se apodera de nosotros una especie de firmeza colectiva. La lluvia nos azota los días de fiesta, pero somos británicos, podemos soportarlo. Jamás hemos supuesto que sería diferente. Ni las falsas esperanzas de julio, ni los cielos revueltos de junio, ni siquiera el azul de mayo, ninguno de ellos ha podido engañarnos un solo segundo.
Aquel fue un largo verano, mi amor.
Procuro salir de casa. Voy al Instituto Beaufort con más frecuencia de la necesaria teniendo en cuenta que no empiezo a tiempo completo hasta septiembre.
La mujer por la que hago la sustitución de maternidad, Claire, tiene un bombo enorme, lleva gemelos. La gente la evita cuando la ve por los pasillos del trabajo, como si tuvieran miedo de tropezar con ella y hacerla saltar como a la alarma de un coche.
Londres es una ciudad con más de ocho millones de habitantes. Este verano está abarrotada, pero sin ti está vacía. Guy y yo nos trasladamos a la zona más alejada de Londres para escapar de ello, pero nuestros trayectos siempre nos llevan hacia allí, como si fuéramos limaduras de metal atraídas por un imán. Vivir en el extrarradio significa ver la ciudad más que si vivieras realmente en ella. Tienes que atravesarla cada día.
La estación de nuestro barrio es la última parada. Cuando nos trasladamos aquí, Susannah nos dijo: «Solo hay un problema con el final de línea: es el final de la línea». Siempre que cojo el metro para ir a la ciudad hago un trayecto de media hora al aire libre en el que veo pasar las vastas extensiones de suburbios hasta el infinito, las casas que dan a las vías del ferrocarril, la ropa tendida, los niños y los perros en los pequeños jardines traseros. ¿Qué sentido tienen todos estos millones de personas si ninguno de ellos eres tú? Siento alivio cuando el tren entra bajo tierra en Finchley Road. La población se reduce a los pasajeros de mi vagón y ya sé que tú no eres ninguno de ellos.
¿A qué estoy agarrándome exactamente? Hemos pasado muy poco tiempo juntos y estoy demasiado traumatizada para echar de menos el sexo. Echo en falta la forma en que te centrabas en mí. Añoro el destello de tu atención, que parecía crear un escudo protector impenetrable. Echo de menos la persona que era cuando estaba contigo. Tal vez simplemente me encuentre a faltar a mí misma.
Quizá se trate de esto: el precio que debemos pagar por lo que hacemos es proporcionado. Puede que ese verano eterno fuera el inverso de la primavera embriagadora que habíamos pasado juntos. El secretismo y la excitación de lo que hicimos, la euforia, y sí, también el goce, disfrutar haciendo algo que no fuera sensato ni lógico, sino simplemente deseado. Ahora he de pagar por ello. Si uno va a una heladería y pide un helado a cambio tiene que dar dinero al dependiente. Tan simple como eso.
Mientras trabajo no puedo permitirme imaginar que estás a escasos metros de mí, sería demasiado doloroso, así que imagino que has desaparecido, que te has esfumado. Cuando empiezan las vacaciones es más fácil porque sé que tus hijos van todavía a la escuela, y que seguramente estarás en Francia, o en España o en Italia, en alguna parte. Te imagino en una playa ventosa jugando al críquet con ellos, lanzándoles la pelota con movimientos largos y fáciles por encima del hombro, con tu camiseta ondeando ante la brisa marina, los niños saltando y gritando, y tu mujer tumbada en una toalla a pocos metros, leyendo un libro. En septiembre volverá a ser difícil, pero entonces empezaré a cubrir la baja de maternidad y eso, unido a mi trabajo como autónoma, significa que los seis meses siguientes los tendré bastante ocupados.
Me pongo fechas límite falsas a lo largo del verano. Hacia finales de mayo empezaré a sentirme mejor, me digo. Venga va, y en junio, cuando Guy y yo pasemos ese largo fin de semana en Roma, o a la vuelta, empezaré a olvidar todo lo sucedido. A él y a ti. Roma está bien. En Roma puedo pasear por las calles sin tropezarme con nadie a quien desee ni tema, pero mi soledad retorna con fuerzas renovadas en el mismo momento en que bajo del avión en Heathrow, en cuanto regreso a la misma isla en la que estás tú. Examino absurdamente a la gente que espera tras las barreras en la terminal de llegadas, los taxistas con sus carteles, los parientes ansiosos, las familias. ¿Es posible que te crea capaz de averiguar que estaba fuera, revisar las listas de llegadas y disfrazarte de taxista solo para poder esperar tras la barrera y verme de refilón? En momentos así temo fugazmente por mi propia salud mental.
A finales de agosto Adam viene a casa. Es la primera vez que lo vemos desde hace prácticamente dos años. Durante ese tiempo hemos hablado con él varias veces, solo dos de ellas con cierta profundidad. La primera noticia que tenemos de su visita es un mensaje que envía a Guy el jueves después del día de fiesta: «Tal vez venga mañana a pasar un par de días. ¿Os va bien?».
A mí no me envió ningún mensaje. Sabía que si lo hacía le preguntaría a qué hora llegaría, si tendría hambre, cuánto tiempo se quedaría…
Así que Guy le contestó: «Genial. Nos vemos entonces». Después me dice que me siente y hace una larga lista de cosas que no debo preguntar a nuestro hijo. No debo preguntarle dónde vive en este momento. No debo preguntarle si tiene novia. No debo preguntarle si está tomando la medicación, ensayando con alguna banda o buscando trabajo. No debo decirle de esa manera tan significativa que tengo: «¿Y… cómo estás?».
El viernes me quedo en casa todo el día, cocinando un guiso y limpiando. A las diez de la noche, todavía sin noticias de nuestro hijo, Guy insiste en que nos comamos el guiso en lugar de guardarlo para el día siguiente y nos vayamos a dormir.
El sábado, a eso de las tres de la tarde, suena el timbre y dejo a Guy que abra mientras yo me quedo arriba. Él lo hará mucho mejor que yo.
Mi hijo. Lo oigo abajo, en mi casa. Mi hijo, esa voz que conozco tan bien que podría imitar cada uno de sus «sí» y sus «ya», la profunda aspereza que hay en ellos. Me obligo a bajar la escalera lentamente. «Hola», digo bajando a su encuentro.
Mi pequeño ocupa todo el recibidor. Ha heredado la altura y robustez de su padre, la delicada forma cóncava de sus hombros. Lleva tejanos y zapatillas de deporte, y una chaqueta verde con emblemas militares falsos. El amor me desborda nada más verlo y me recuerda, con un dolor que es como un destello de luz, la cantidad de chicas que lo verían de ese modo si estuviera abierto a dejarse amar.
«No tienes ni idea —me dijo cuando intenté hablarle de ello, de todo el amor que le esperaba ahí fuera, en una ocasión en la que nos visitó varios años atrás—. Ni idea.» Después Guy me dijo que salía con una chica que había abortado a su bebé, según le contó a Adam, pero que él no sabía si decía la verdad.
Tiene barba de varios días, le sienta bien, y lleva la espesa melena morena sin cortar, pero como si estuviera desarreglado a propósito, a la moda. Odia que me quede mirándolo, así que procuro hacerlo fugazmente, lo suficiente para verlo bien, y luego bajo la vista al suelo hasta llegar abajo. ¿Está más delgado o más gordo? ¿Tiene su mirada ese aire deprimido y distante de cuando tomaba Carbatrol? Me resulta difícil mirarlo sin emitir un diagnóstico o sin que se note la emoción en mi rostro, cuánto lo echo de menos, lo desesperada que estoy. Así que, a pesar de no haber puesto la vista encima a mi propio hijo desde hace dos años, procuro mantener la mirada en el suelo mientras bajo la escalera a su encuentro.
«Hola, mamá», dice, y por el sonido deduzco que se va a la cocina.
Adam se queda en casa cuatro días. Duerme mucho. Por las noches Guy y yo tenemos conversaciones susurradas en las que me exige que no le pregunte absolutamente nada, ni una sola cosa. Creo que exagera. Me parece que Adam está bastante bien, al menos comparado con lo que vivimos anteriormente. Creo que podría soportar una discusión leve, pero cedo ante la insistencia de Guy.
Oler a mi hijo en casa, eso basta, ver su figura y su sombra trasladándose de habitación en habitación. No trabajo durante su estancia, aunque finjo estar ocupada en el estudio con mi ordenador. No puedo soportar la idea de marcharme mientras él esté aquí, pero después de cuatro días me relajo y decido ir al supermercado. Lo dejo sentado a la puerta de casa bajo el húmedo sol con Guy, tomando ambos té en su mutua compañía silenciosa mientras Adam se fuma un cigarrillo de liar. Cuando estoy en el coche, pienso que es buena idea dejarlos solos. Tal vez Guy consiga sonsacarle alguna información que Adam no contaría conmigo en casa.
Empujo el carrito pasillo arriba y abajo, llenándolo de cosas que pueden gustarle, no lo que le gustaba de niño, sino lo que intento adivinar que podría gustarle ahora, dado que no tengo permiso para preguntar. Hamburguesas vegetarianas y chorizo, pasta fresca y patatas fritas al horno, soy ecléctica en mis elecciones. Compro en grandes cantidades, a pesar de que todavía queda un montón de comida en casa de la compra que hice antes de que llegara. Cuando estoy en la cola para pagar meto un paquete familiar de regalices variados en el carro.
Apenas he salido una hora, pero en cuanto llego a la puerta sé que Adam se ha marchado. Su ausencia se advierte en el aire, en la calidad de la luz y los nada silenciosos pasos de Guy, que recorre el pasillo para recibirme y ayudarme con las bolsas de plástico. Adam estaba esperando a que yo saliera de casa para marcharse. Quería evitar la conversación que tendría lugar cuando nos despidiéramos.
Me quedo mirando a Guy acusadoramente. Las bolsas de plástico van demasiado cargadas, pesan, y las asas se convierten en alambres que me cortan los dedos. Guy tiene que quitármelas de las manos. «Lo intenté», dice cariñosamente.
La visita y la partida de mi hijo lo empeoran todo de nuevo. Me mantengo ocupada y a la semana siguiente comienzo a cubrir la baja de maternidad. Esto ayudaría si no fuera por el trayecto, durante el cual me veo obligada a pensar. Pienso en mi hijo, en que tal vez no vuelva a verlo durante dos años más, en cómo he fracasado en la única relación con un hombre que realmente me importa. Pienso en Guy, en lo autosuficiente que es, y en cómo he permitido que eso ocurra porque a mí también me convenía. Pienso en ti, y poco a poco, inevitablemente, mis pensamientos se agrian. ¿Por qué me has apartado de ti tan fácilmente? ¿Por qué te tomaste tan a pecho el mensaje? Puede que me equivoque, claro está. Tal vez me echas de menos desesperadamente y reprimes las llamadas porque piensas que es mejor para mí. Podrías estar pensando en mí todo el tiempo. O podría importarte un pimiento cómo esté. Puede que un nuevo amor te tenga absorbido. Imagino todos los diferentes tipos de mujer con las que podrías estar liado. Las imagino a todas, una por una.
Y entonces, finalmente, sucede, y lo peor de todo es que resulta inevitable, ya que he estado esperándolo todo el tiempo con la única duda de saber cómo y cuándo.
A diez minutos de donde vivo, justo antes de llegar al centro comercial más importante, hay una peluquería que lleva un italiano bajito muy guapo. Su estilo es más informal del que una mujer de mi edad frecuentaría, pero esa es precisamente la razón por la que acudo a él. Me retocan las mechas, los reflejos o lo que quiera que sea que retoco cada dos o tres meses. Bernardo, el italiano, me habla de Italia mientras masajea mi cuero cabelludo. Me cuenta que en Italia todas las mujeres quieren parecerse entre sí. Por eso vino a Londres, porque todas las mujeres son diferentes. Trabaja con estilistas japonesas, coreanas y polacas, y otro italiano que hace ojitos a cualquier persona, hombre o mujer, cuya mirada abierta demuestre necesitar amor. Creo que tal vez salga con una de las chicas coreanas, pero no estoy segura. Disfruto con el culebrón de este lugar. Me gusta observar las intrincadas relaciones que los trabajadores tienen entre ellos y también con los clientes. Me agrada participar de los cortes de cabello del resto. Cuando me encuentro sentada con el papel de aluminio en el pelo miro sus imágenes reflejadas en el espejo. Nunca estoy segura de si se saben observados.
Estoy sentada en el asiento, recibiendo los últimos toques. Bernardo me ha pasado el secador y está recortando al milímetro por aquí y por allá, tomándose su tiempo para hacerme sentir un poco más especial que el resto de sus clientes. Me pregunta si debería poner una máquina de café en la peluquería y le digo que no se preocupe. Acaba de separarse un poco para admirar su obra y yo vuelvo la cabeza levemente, agitándola un tanto para ver cómo caen las capas, cuando miro por la ventana y veo que al otro lado del cristal, en la calle, está George Craddock. Me observa a través del ventanal. Está sonriendo.
Me oculto en el aseo de la peluquería durante casi quince minutos. Bernardo estará ahí fuera preguntándose si me pasa algo. Quién sabe si al final no me ha gustado el corte o si me he puesto enferma. Podría llamar a Guy y pedirle que me recogiera, pero tendría que fingir que estoy enferma y después seguir haciéndolo, y mi comportamiento reciente ya ha sido lo suficientemente extraño. Y si viene y George Craddock sigue fuera, vería a Guy, lo reconocería, si no lo conoce ya, y podría acercarse a él, tal vez lo suficiente para decirle: «Hola. George Craddock, trabajo con Yvonne. Qué casualidad que nos hayamos encontrado».
No puedo llamarte. Es sábado. Y de todas formas, no puedo llamarte.
Al final, sé que no tengo más opción que marcharme, mantener la cabeza alta, aunque me sienta fatal por dentro, y salir del salón.
Al salir a la calle miro a derecha e izquierda, pero no hay ni rastro de Craddock. Podría estar observándome, claro está, pero tengo la sensación de que si continuara por aquí me habría abordado inmediatamente. Me digo que no es más que una fea coincidencia. Es una zona llena de franquicias, puede que estuviera simplemente de compras. Tendré que ir a un nuevo peluquero a partir de ahora. Bernardo se preguntará por qué no vuelvo.
Doblo a la izquierda, alejándome de casa en dirección a las grandes tiendas, enérgicamente, sin mirar a mi alrededor. Tengo que asegurarme de que no me sigue. Paso por Mark & Spencer y atravieso bruscamente las puertas automáticas. Me dirijo a la escalera mecánica sin mirar atrás. Es una de esas escaleras que se ponen en marcha en cuanto te acercas a ellas, algo que normalmente me resulta desconcertante, pero que en este momento en particular me sirve de ayuda. Al llegar a la primera planta, me abro paso entre los clientes del sábado hasta la sección de lencería de señoras. Aquí no podrá llegar sin que resulte obvio. Saco la cabeza para vigilar la escalera mecánica de subida, escondida tras una hilera de ropa interior y sujetadores de deporte. Me quedo varios minutos con el corazón encogido esperando verle la cara —esa cara que tenía pegada a la mía— y luego salgo.
No sucede. Al cabo de diez minutos dejo de vigilar y empiezo a rondar lentamente por la sección, recogiendo cosas y devolviéndolas después a su sitio. Exploraré un poco antes de irme, creo, solo para asegurarme. Acabo de decidir que voy a marcharme cuando siento vibrar el teléfono en mi bolsillo. Pienso en ignorarlo, pero aun así lo saco del bolsillo interior de mi chaqueta. Hay un mensaje de un número que no reconozco. «Me encanta tu corte de pelo», dice. Lo borro.
Tras esto se produce un vendaval de incidentes. Empiezo a recibir llamadas de números ocultos en mi teléfono habitual prácticamente a diario, a veces doce seguidas, otras a intervalos, y en ocasiones pasan horas sin que llame nadie. Después la cosa se tranquiliza durante una semana. Y luego vuelve a comenzar. Recibo otro correo suyo al trabajo, un mensaje informal al que hay otras cinco personas agregadas, Sandra incluida, en el que sugiere que nos veamos todos una noche en un pub para proponer una lluvia de ideas acerca del futuro del programa de posgrado. Al principio me quedo un poco desconcertada, porque había bloqueado el correo de trabajo de Craddock, pero al revisarlo veo que lo ha enviado desde otra cuenta. Los destinatarios teclean «Responder a todos»: dos de ellos dicen que les parece una idea estupenda y otros dos que irán si pueden. La respuesta de Sandra recuerda a George y a los otros que el año próximo no seré examinadora externa, pero dice que ojalá opte por ir de todas formas para que puedan beneficiarse de mi sabiduría. No respondo. Bloqueo también ese correo electrónico.
Una semana más tarde recibo un mensaje cuando voy de camino al metro para regresar a casa. Es de mi prima Marion, que vive en Bournemouth. Solo nos ponemos en contacto ocasionalmente: «Será mejor que revises tu correo. ¡Estás enviando spam a todo el mundo! Espero que estés bien. Te quiere, Marion. Bso». Al llegar a casa me entero de que han bloqueado el correo de Hotmail que abrí cuando empecé a trabajar por mi cuenta porque alguien lo ha saboteado y está enviando enlaces pornográficos a toda mi lista de correos. La cuenta de Google es más reciente y hay varios correos de personas que tienen ambas direcciones avisándome de lo que pasa. Algunos de ellos son comprensivos, otros están indignados, como si hubiera cometido la estupidez de mandar deliberadamente a todos un enlace corrupto. Tardo tres días en arreglar el entuerto.
Después se interrumpen.
Cubrir la baja por maternidad me mantiene ocupada. No el trabajo en sí, que lo conozco bien, sino reconciliarme con el proceso de trabajar a tiempo completo, que la semana tenga un ritmo diferente, que el cansancio sea distinto, todo eso supone una distracción. Un mes después del correo, Sandra me envía la confirmación de la fecha y la hora del encuentro en el pub. Imagino a George Craddock de pie en su despacho, diciéndole: «Por cierto, ¿por qué no animas a Yvonne diciéndole dónde hemos quedado? Aunque no examine para nosotros sería genial contar con su información». Contesto el correo brevemente: «Lo siento. ¡Hasta arriba de trabajo! Hablamos pronto. Bso. Y». En circunstancias normales habría añadido: «Saluda a todos de mi parte». Imagino la desvergüenza con la que George Craddock le diría a Sandra: «Qué pena, tendremos que tomarnos una copa con ella otro día». Hay un centenar de formas inocentes en las que podría ponerse en contacto conmigo. Tengo que preparar una estrategia para cada una de ellas.
Lo que siento durante ese período va del miedo visceral y la paranoia a algo parecido a un decidido pragmatismo. A veces pienso que corro peligro. A estas alturas ya sabe que hay motivos personales que me impiden denunciarlo a la policía, y si no estoy dispuesta a denunciar una agresión, ¿por qué iba a denunciar la siguiente? Otras veces me digo que es miembro de la sociedad en activo, que probablemente tiene cosas que perder, su casa, su familia. No le intereso. Simplemente intenta convencerse a sí mismo de que en realidad no hizo nada malo, de que puede contactar conmigo sin que me importe y reforzar así su convicción de que su comportamiento fue aceptable. Tal vez incluso se dijera al día siguiente: «Creo que anoche me pasé un poco, pero ella se moría de ganas». Puede que cuando me enviaba un correo o un mensaje lo viera como una broma. ¡Cuando lo lea le dará un patatús! Es profesor universitario. Tiene un trabajo, actúa solo si se le presenta la oportunidad, es de suponer que carece de antecedentes policiales. Ni en sueños seguiría a una mujer a un callejón oscuro para luego arrastrarla a los matorrales. Bueno, tal vez sueñe o fantasee con ello, pero jamás llegaría a hacerlo. Hoy día a los acosadores de estudiantes los descubren rápidamente, al menos en la mayoría de las instituciones. Y él no es estúpido. En cualquier caso, creo que lo que en realidad le gusta es humillar a una mujer que se considera superior a él. Y caigo en la cuenta de ello, allí en el escritorio, de que me consideraba superior a él y seguramente resultaba obvio.
Pero lo más probable es que se olvide de todo y pierda el interés en cuanto pase el tiempo. Para él es un juego. Si no respondo, si me dedico a seguir con mi vida normal, se detendrá. No ha sido constante, ni directo. Bueno en ciertas cosas, como en el sabotaje de mi cuenta de Hotmail sí, pero ni tan siquiera estoy segura de que fuera él.
Esto ocurre en domingo. Guy está fuera de la ciudad, en una conferencia en Northampton, pero acaba de llamar para decirme que llegará pronto. Decido salir e ir a una tienda de comida para llevar que los domingos abre hasta las cuatro para comprar algo: delicias de bienvenida, aceitunas, anchoas y una focaccia demasiado cara. Quiero hacer un buen recibimiento a mi marido. Lo he echado de menos durante el fin de semana. No me siento especialmente ansiosa ni deprimida ese día. Creo que lo llevo bastante bien.
Puede que todo hubiera sido diferente si Guy no hubiera llamado cuando lo hizo, si yo no hubiera salido a comprar. Gracias a mi excursión a esa tienda lo vi sin que él se percatara.
Estoy volviendo a casa y cuando doblo la esquina hacia nuestra calle, la llovizna de septiembre empieza a caer en una fina pátina. Estamos a finales de mes y, aunque ha brillado el sol, hoy ya empieza a notarse la proximidad del mes de octubre, como un cambio en el aire. Los hombres del tiempo pronostican un veranillo de San Martín, según ellos octubre será cálido y maravilloso, pero lo cierto es que no tiene visos de serlo. Me paro, suelto las bolsas de la compra y me cubro con la capucha del impermeable, alisándome los cabellos y poniéndolos por dentro. Y entonces, cuando alzo la vista, veo que a poco menos de cien metros por delante de mí está George Craddock, caminando hacia nuestra casa. Mi estómago da vueltas sobre sí mismo una y otra vez, no puedo describirlo de otra forma. Lo observo y veo que al pasar ante nuestra casa aminora la marcha y mira al interior, aunque no se detiene.
Doy media vuelta inmediatamente y desando el camino recorrido. ¿Qué hará cuando llegue al final del callejón sin salida, volver por donde ha llegado o dar un rodeo? Si da un rodeo tendré tiempo de llegar a la calle principal antes de que me vea. Si se vuelve justo al pasar frente a la casa verá cómo me alejo apresuradamente.
Ando rápido, pero no corro. Cuando llego a la calle principal la atravieso y voy directamente a la estación, recorro el amplio vestíbulo de techos altos, planto la tarjeta Oyster en el lector y paso por el torno con un movimiento rápido, con las bolsas oscilando en mi mano y el bolso dándome en las caderas. Hay un tren de la Piccadilly Line esperándome, las puertas se abren. La Piccadilly es mucho más larga que la Metropolitan para llegar a la ciudad. Normalmente tomo la línea morada y cambio en King’s Cross, pero en este momento la línea azul me parece perfecta. En cuanto entro suena el pitido y se cierran las puertas. Espero a que el tren salga de la estación para volverme y mirar desde el asiento si me ha seguido hasta el metro. No se le ve por ninguna parte.
Voy en el tren hasta Green Park. Me bajo allí, camino hacia el parque y, sin tan siquiera pensarlo, abro la cremallera del bolso donde el teléfono de prepago que me diste ha estado oculto todo este tiempo como un amuleto de la suerte, lo enciendo y marco el único número que hay en su agenda, el tuyo. Para mi sorpresa se oye el tono de llamada. Esperaba el mensaje grabado del buzón de voz. El corazón me da un vuelco al pensar que has dejado conectado el teléfono, aunque claro está que podrías tener un buen número de razones distintas para hacerlo.
Estoy de pie junto a uno de esos árboles grandes de Green Park que parecen extender los brazos, uno cuyas hojas empiezan a amarillear tímidamente, y cuando la llamada acaba al final en el buzón de voz me quedo escuchando el silencio tras el pitido y digo estúpidamente, con redundancia: «Soy yo». Cuelgo.
Un par de gotitas caen desde el árbol, y una de ellas consigue encontrar un hueco desnudo entre el cuello de mi abrigo y el pelo. Me siento en un banco con el teléfono en el regazo. Veinte minutos más tarde, llamas. Parece de lo más natural que lo hagas. No tenía ninguna duda.
—Hola —digo.
—Hola —contestas—. ¿Ha ocurrido algo?
Me alegro de que nos saltemos la charla de paso, los cómo estás y cómo ha ido tu verano. Eso no lo habría soportado.
—No estoy segura —digo—. Creo que sí. Creo que tengo un problema. Lo siento. ¿Dónde estás?
—He ido a comprar tabaco para mi cuñado —dices—. Bueno, esa es la versión oficial. Estaba allí sentado intentando encontrar una excusa para salir, pero por suerte a mi cuñado se le ha acabado el tabaco justo cuando necesitábamos leche, así que esa es la historia; de no haber sido así podría haber tardado una o dos horas en llamar. ¿Dónde estás?
—En Green Park.
—¿Trabajas hoy?
—No —digo—. He tenido que salir de casa a toda prisa. Bueno, en realidad estaba fuera, pero he recibido una visita. No puedo volver a casa.
Y te cuento todo, todo lo que ha estado pasando, limitándome a los hechos. No necesito explicarte cómo han sido estas últimas semanas, eres el único al que no tengo que explicárselo. Supongo que si hubiera sido una llamada normal te habría reñido por ese largo silencio, pero ahora mismo parece carecer de importancia. Ahora simplemente te necesito y estás ahí. Cuando acabo de contártelo se produce un largo silencio y después suena tu voz, cálida y baja.
—¿Estás bien? —dices.
—Lo estaré. Llamaré a Guy dentro de un rato. Le daré una excusa por haber venido al centro y me encontraré con él cuando salga del tren en Saint Pancras. Así volveremos juntos a casa. —Me sorbo los mocos—. Lo único que ha hecho ha sido pasar por delante de casa. Que pase por delante de casa es completamente legal, ¿verdad? —No me has preguntado si estaba segura de que era él. Te lo agradezco—. Incluso lo del peluquero es en la calle principal. Puede que solo pasara por allí.
—Mmm… —dices—, ¿dónde estarás mañana por la mañana?
—No lo sé, en el trabajo, supongo. No quiero estar allí, pero tampoco puedo quedarme en casa. No sé. Soy fácil de encontrar.
—Vale —dices—. Te diré lo que harás. No vayas a casa, como has dicho. Ahora ve a algún sitio bonito, a una tienda o a ver una película, llama a tu marido y queda en que os veréis en Saint Pancras, pero actúa con normalidad, no dejes que lo adivine. Es importante que actúes con normalidad, cuando lo veas y en el trayecto de vuelta a casa. ¿Podrás hacerlo?
—¡Dios! —digo, alzando la vista al cielo.
¿Actuar con normalidad? ¿Qué si no es lo que he estado haciendo durante las últimas semanas?
—Puedes hacerlo. Eres más fuerte de lo que piensas.
—Lo sé, lo sé.
—Escucha, mañana por la mañana, ¿puedes tomarte el día libre, llamar diciendo que estás enferma o algo así, y estar en Vauxhall al mediodía?
—Sí, por supuesto. Bueno, estaré en el trabajo a la hora de siempre y una vez allí me sentiré mal y me iré a media mañana.
—Vale, coge el metro hasta Vauxhall, ve allí al mediodía, y cuando salgas mira el teléfono. Te llamaré o te enviaré instrucciones.
—¿Nos veremos?
—Sí, Yvonne, claro que sí, claro que nos veremos.
—Di mi nombre otra vez.
—Yvonne. Nos veremos mañana. Estaremos juntos mañana.
Expulso el aire con mucha lentitud, como si llevara conteniendo la respiración doce semanas enteras. Nos quedamos escuchando nuestras respiraciones en silencio durante un momento.
Al cabo de un buen rato dices con voz dulce:
—Tengo que dejarte. Ten cuidado hoy, sigue haciendo cosas y dando vueltas, esta noche en casa con tu marido. Y mañana nos vemos, ¿de acuerdo?
—Me alegro de oír tu voz —digo.
Guardas silencio un segundo y luego dices:
—Yo también me alegro de oír la tuya.
Cuelgas el teléfono.
Me quedo sentada en el banco con el teléfono en la mano. Al cabo de un rato alzo la vista al cielo.