Paso el resto de la semana desalentada y no sé por qué. Tendría que sentirme mejor, aliviada. No puede hacerse nada, así que ahora solo queda superarlo. Tampoco es que Kevin me dijera nada que yo no supiera. Me despierto continuamente por las noches. Me quedo mirando al techo durante un par de horas antes de volver a dormirme. Por la mañana me siento como drogada y tengo que obligarme a incorporarme, e incluso esperar un largo rato en el borde de la cama hasta que puedo levantarme. Me quedo abatida, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza sobre las manos. Procuro tener cuidado para que Guy no me sorprenda en ese estado.
Guy está ocupado con su trabajo. Tú también. Llamas de vez en cuando, preocupándote por mí, pero a veces noto en tu voz que lo haces porque es lo correcto, lo noto por el modo en que preguntas cómo estoy. Ahora soy diferente. He empezado a rechazar tus llamadas hasta que me encuentro con fuerzas para fingir. Advierto el alivio en tu tono de voz cuando parece que estoy bien. Procuro ser yo siempre la que acaba la llamada y cuando colgamos lloro. Cancelo todos los compromisos de trabajo que puedo. Me he pedido unos días libres en el Instituto Beaufort, al que debería ir, y mantengo el contacto por correo electrónico y llamando de vez en cuando. Pero incluso las llamadas telefónicas me cuestan mucho esfuerzo. No quiero hablar con nadie.
Ese fin de semana Guy y yo salimos a cenar. En realidad no solemos celebrar estas cenas en grupo. Él odia hablar por hablar y estará allí sentado con la cabeza gacha hasta que alguien diga algo interesante. Cuando esto suceda levantará la cabeza como un labrador dispuesto a que lo lleven de paseo. Una cena es lo último que me apetece ahora, pero me esfuerzo por ser normal.
Cuando nos preparamos para irnos Guy me dice:
—¿No te duchas?
Estoy metiéndome por la cabeza un vestido azul ajustado de una tela sintética que cruje con la electricidad estática mientras lo deslizo por mi cuerpo.
—¿Va con segundas? —murmuro, acercándome al aseo para coger el caro perfume que me regalaste por mi cumpleaños. Plis, plis, hace cuando aprieto su botón dorado y aplico el vapor sobre mis muñecas.
—No, lo digo solo porque últimamente te duchas a todas horas.
Llegamos a casa de nuestros amigos en Harrow-on-the-Hill. La casa de Harry y Marcia es enorme, uno de ellos ha heredado. En la fiesta habrá desconocidos y al acercarnos a la puerta pienso que ojalá no sean abogados ni juristas. Desde esa conversación con Kevin miro a los que van sentados frente a mí en el metro, a los que van bien vestidos y podrían servir a la abogacía, preguntándome si serán de los que estarían encantados de conseguir un veredicto de inocencia para George Craddock.
Es una cena numerosa: doce personas sentadas en torno a una larga mesa ovalada en una cocina amarilla, situada en una terraza interior y con un techo de cristal. Llegamos a los postres sin incidentes, aunque Guy me dice después que he estado callada toda la noche. Entonces ocurre. La noticia de la semana es un político al que acusan de agredir sexualmente a una camarera de hotel en Nueva York.
—La que me da pena es la esposa —dice nuestro amigo Harry, el propietario de la casa en la que estamos, cuyos hijos adolescentes entran en la cocina para ir al frigorífico de puertas dobles y sacar dos botellines de bebidas gaseosas antes de salir otra vez.
Arriba tienen a sus amigos. También hay una niña pequeña, un bebé tardío, pero está durmiendo en alguna parte.
Al lado de Harry hay un hombre con una perilla blanca muy fina, una línea que apunta hacia arriba como una flecha puntiaguda.
—Bueno, yo vi a la camarera en la tele… —dice con desdén, como si eso lo diera todo por zanjado. Se queda callado, y luego cuando ve que todos estamos mirándolo, añade—: Mintió al gran jurado.
No te conozco, pienso, mientras lo miro.
La mujer del hombre de la perilla, a la cual tampoco conozco, se enoja.
—Mintió sobre sus papeles. ¿No te parece que cualquiera que esté desesperado por encontrar trabajo en Nueva York haría lo mismo?
El de la perilla está borracho. Coge la botella de vino blanco que hay en el centro de la mesa y la vuelca sobre su copa.
—Mi mujer sabe de lo que habla —dice al vaso—. Es abogada y especialista en extranjería. Si volvemos a casa en un taxi pirata seguro que antes de que lleguemos ya habrá conseguido otro cliente.
—Considerando que mi marido… —comienza su esposa, mirándonos con una sonrisa, pero antes de que pueda ir más lejos, Marcia, nuestra anfitriona, la corta.
No quiere que la noche se agrie y no puedo culparla. No hay nada peor que una pareja de casados despotricando el uno del otro en la mesa a medida que va pasando la noche, no cuando has dedicado tanto esfuerzo a la cena. Me caen bien Harry y Marcia. Daban grandes cenas para mucha gente incluso cuando sus hijos eran pequeños, ese momento en el que la mayoría de nosotros apenas podíamos molestarnos en cocer un huevo para los invitados. La comida siempre está buena y el vino delicioso. Les gusta mezclar a sus amistades, gente que no se conoce, son hospitalarios por naturaleza, personas generosas.
—Lo que me parece de lo más ridículo —dice Marcia, dispuesta a aligerar el ambiente— en serio: ¿cómo puede obligarse a alguien a tener sexo oral contigo? ¿No se la morderías y punto? —dice golpeando levemente la mesa e invitándonos a reír con la mirada.
Tiene un cabello rubio cuyas puntas se mueven hacia arriba en pequeños saltitos que desafían a la gravedad. Lleva un traje negro liso y una gargantilla de plata con un broche. Su marido la adora.
Noto cómo se inflama mi garganta. ¿Por qué hace tanto calor en esta cocina? Y empieza a suceder algo muy extraño. Me imagino que la miro y le doy el discurso que me gustaría, sobre lo estúpido e ignorante que ha sido su comentario, que una no puede tener ni idea de cuánto paraliza el miedo a menos que lo viva, que resulta deprimente y enojoso, inadmisible, de hecho, que haya mujeres que propaguen esas sandeces tanto como los hombres. Y en mi cabeza expreso ese argumento a toda velocidad, muy bien articulado, para culminarlo diciendo:
—Bueno, supongo que tú, con tu casa perfecta, tu marido perfecto y tus malditos niños perfectos sí lo harías, ¿verdad, Marcia? Probablemente disfrutarías, incluso.
Pero esta parte la pronuncio en voz alta. Se me escapa, y no como el mordaz colofón a un discurso cáustico, nada de eso; lo suelto limpia y fríamente.
Se produce un feo silencio de desconcierto. Todos me observan.
Tengo la cucharilla del postre en la mano. Juego con ella. Marcia ha servido una especie de tarta de limón, mi preferida. Vaya noche más amarilla: las paredes pintadas de color girasol, la anfitriona rubia y la tarta de limón.
—Bueno… —dice Marcia, todavía sonriendo y mirando a su alrededor con cierta impotencia—. Bueno, no quería…
Me recuesto en la silla fingiendo naturalidad y tiro la cucharilla a la mesa, donde cae con un ruido metálico.
—¿Sabes lo que en realidad da más miedo, en mi opinión? Lo que pasa es que eres una mujer muy inteligente, pero nunca te ha pasado nada malo, y a pesar de tu inteligencia no tienes imaginación suficiente para ponerte en el lugar de las personas a las que sí les ocurren cosas malas. Pero lo que da más miedo de todo… —Me inclino sobre la mesa, mirándola con un inconfundible tono hiriente en la voz. Tiene la cabeza gacha y su perfecto cutis empieza a sonrojarse—. Es que permitan que gente como tú forme parte de un jurado.
A continuación se produce un espeso silencio en la sala amarilla. Todos nos quedamos mirando a Marcia hasta que uno de los adolescentes la libera, llamándola desde la escalera: «¡Mamá!, ¡mamá!».
Vamos de regreso a casa en el coche. Tras un largo silencio, Guy dice:
—¿Era realmente necesario ser tan dura?
—Madre del amor hermoso… —murmuro.
Me entran ganas de recordarle la cantidad de veces que ha ofendido a alguien en una fiesta.
—Es una mujer amable… —Guy suspira levemente—. Nos cae bien, ¿recuerdas? No es una estúpida, simplemente ha dicho algo estúpido. Es buena persona.
—Eso lo empeora todavía más.
Tiene la sensatez de dejarlo ahí.
Llegamos a casa. La verja está abierta y Guy da marcha atrás por el camino de entrada con cuidado; el familiar sonido de la gravilla crujiendo. Deja el motor en marcha unos segundos y luego lo apaga. Nos quedamos sentados en silencio en la oscuridad. Ninguno de los dos se mueve.
Guy mira al frente. Por favor, te lo ruego, no me preguntes qué me pasa, pienso.
—Yvonne… —dice.
Abro la puerta y escapo con rapidez, dando un portazo al salir. Al llegar a la puerta de casa, me doy cuenta de que es él quien tiene las llaves. Tengo que esperar a que salga lentamente del coche, lo cierre meticulosamente y compruebe que está cerrado.
Tardo dos semanas más en saber qué debo hacer y sigue habiendo momentos turbios en el proceso. No puedo contactar contigo y empiezo a pensar que has bloqueado mis llamadas. No te culpo. Desvías las llamadas hasta que tengas tiempo para una conversación larga, porque ya no te ves capaz de mantener conversaciones breves conmigo. Evito a todos los demás. Eres lo único que tengo en la vida. Lo siento.
Un funcionario del Ministerio de Interior que participa en un debate sobre agresiones sexuales dice una mañana en Radio 4 que cree firmemente en que las sentencias deberían endurecerse cuando se trata de una agresión «grave». En momentos como ese soy capaz de perderme en mi propia cocina.
Sucede lo inevitable. Llevo una semana sin verte y hemos hablado fugazmente en una ocasión. Pienso que tienes miedo. ¿Por qué no habrías de tenerlo? También yo lo tengo. Espero a que Guy salga de casa por la tarde, e incluso me llevo un vaso de vino al estudio con la esperanza de que me ayude.
Abro el conocido archivo. Mi corazón parece de plomo. Soy consciente de que sigo sin poder enviarte una carta ni un correo electrónico, ahora menos que nunca, y que si voy a escribir esto tendrá que ser en el formato ridículamente reducido de un mensaje de texto, pero para saber lo que voy a decir en ese formato condensado primero tengo que intentar comunicarme conmigo misma.
Querido X:
Antes de empezar esta carta, he tratado de releer las anteriores, aquellas en las que estaba tan segura de mí misma. He tenido que dejarlo. Era muy doloroso ver mis delirios hechos palabras en toda su extensión, lo segura que estaba de que podría soportar cualquier cosa que me hicieras tú u otra persona. Nada de lo que creía de mí misma es cierto.
¿Cómo podría hacer un listado de las múltiples ironías de mi situación actual? La más grande de todas es que si hubiera descrito tu comportamiento a alguna amiga se habría preocupado por mí. La incertidumbre, el sexo arriesgado, que seas tan posesivo, todas esas cosas habrían hecho encender las alarmas en cualquier persona a quien le importe, como yo me habría preocupado si una amiga me detallara su relación con un hombre como tú. Y a pesar de ello, mientras deliberaba si existía peligro, mientras me preguntaba si la excitación que me causas es simplemente apasionante, o temeraria de los pies a la cabeza, durante todo ese tiempo había otra persona de aspecto inofensivo esperándome, aguardando para aprovechar su oportunidad.
Cuando era más joven un hombre como tú me habría dado miedo. Me habría alejado de ti como de la peste. Pero llegaste a una edad en la que pensaba que ya no tenía por qué sentir miedo de nada. De qué hombres hay que tener miedo, eso es algo que las chicas jóvenes aprenden instintivamente en cuanto tienen la edad para salir de casa solas. El hombre del traje que se pega demasiado a ti en la parada de autobús, el viejo de labios húmedos que espera en medio de la acera mirando cómo te acercas o los jóvenes borrachos y ruidosos del pub que gritan obscenidades a la hora del cierre.
Pero ahora sé lo equivocados que pueden estar esos instintos. Ahora sé que puede llegar de cualquier lado, incluso de ese hombre que crees tan inofensivo que no pasa nada si te emborrachas y te quedas sola con él en una habitación, porque, claro, este no parece en absoluto peligroso. Oye, e incluso en caso de que se propase, puedes controlar la situación, ¿verdad? Eres una mujer madura. Tienes títulos que lo certifican. Una buena hostia, eso fue lo único que necesitó.
Ya no tengo miedo a los hombres peligrosos. Ahora son los hombres corrientes y simpáticos los que me asustan. No tengo miedo a los ladrones ni a los extraños cuando se pone el sol. Tengo miedo de los conocidos.
En ese momento paro y me quedo mirando la pantalla durante un buen rato. Leo lo que he escrito, cierro la carta sintiéndome afortunada de que nadie excepto yo vaya a leerla, y te mando un mensaje:
Querido. Lo que estábamos haciendo era un juego, pero ha sucedido algo que es demasiado real. Sé lo difícil que ha sido esto para ti.
Llegado este punto dejo de escribir y me pongo a llorar.
Así que es mejor que no nos veamos durante un tiempo.
Paro de nuevo. No puedo dar lugar a equívocos.
Es mejor así, no me llames ni envíes mensajes. Me pondré en contacto contigo cuando las cosas estén mejor. Lo siento.
Sollozo un poco, con lágrimas de autocompasión corriendo por las mejillas. Estoy deseando despedirme afectuosamente, decirte cuánto te deseo y te necesito, pero en lugar de eso, escribo:
Le daré a enviar antes de que pierda los nervios. Mi marido está en casa, así que eso es todo por ahora. Bso. Y
Presiono la tecla «Enviar». Después dejo el teléfono sobre el escritorio, me tapo la cara con las manos y emito un llanto sonoro, sólido y copioso. Guy no volverá hasta dentro de dos horas, así que puedo llorar tan fuerte como quiera.
Dejo de llorar al cabo de un rato. Me enjugo las lágrimas con la manga de la camiseta y me doy cuenta inmediatamente de que al ser una camiseta de color verde claro la he manchado de rímel. Me gusta esa camiseta, me digo. Bueno, va. Tonta de remate. Es lo que te mereces. ¿Qué esperabas? Me imagino contándole toda la historia a alguien, ¿tal vez a un agente de policía o a un jurado? La gran mayoría de la gente pensaría que me lo tengo merecido. Tal vez tuvieran razón. Pienso en las jóvenes a las que les sucede esto y en cómo se sentirán cuando les ocurre. Yo soy una mujer de cincuenta y dos años. He vivido mucho, he hecho muchas cosas y con suerte seguiré viviendo y haciendo muchas cosas más. Siento la extraña ola de agotadora calma que sobreviene después de un largo llanto.
Cojo el teléfono y lo miro, le doy la vuelta sobre mi mano. Sé que no has enviado una respuesta inmediata, porque no ha vibrado ni sonado, pero miro la bandeja de entrada de todas formas, por si acaso. Después tomo aire y lo apago.
El primer día sin ti es tan doloroso que casi resulta exquisito. Imagino que así es como se sentirán los que dejan de fumar, o los adictos a las dietas: la determinación del principio, cuando la pérdida de lo que dejas es reemplazada por la adrenalina o el rechazo. Después está ese delicado asunto de atormentarse a uno mismo, regocijarse en la pérdida. Tenía una amiga en el primer despacho en el que trabajé, Siobhan, que era propensa a sufrir infecciones de oído. Cuando tenía una, el picor la volvía loca. Intentaba limpiarse el interior de la oreja con bastoncillos de algodón, pero eso no hacía más que empeorarlo, empujar la irritación hasta el fondo. Así que a veces estaba en su escritorio y se ponía a redondear la punta de un pañuelo mojándola un poco con la lengua, retorciéndolo una y otra vez hasta formar una figura cónica larga y fina, mientras yo la observaba completamente fascinada. Era una mujer pequeña de piel cetrina y rasgos masculinos. Ponía toda su atención cuando enrollaba el pañuelo, sacando la lengua. Y luego, con una expresión de concentración total, se metía aquella lanza de celulosa en la oreja hasta el fondo, hasta llegar a la fuente de irritación y picor. Me contaba que cuando lo hacía oía un pequeño tin, tin, tin en la cabeza. No tenía ningún efecto duradero, eso lo sabía antes de empezar. Era simplemente que, en los segundos que duraba ese movimiento, mientras satisfacía su picor momentáneamente, vivía la ilusión del éxtasis.
Asimismo yo, el primer día, encendí el teléfono y lo revisaba cada hora, para regocijarme en mi dolor y demostrarme que no contestarías. Y al ver que no lo habías hecho sentía una mezcla de justificación y temor. Había sublimado mi dolor durante unos segundos: tin, tin, tin.
El primer día acaba siendo el más fácil. Y el segundo siento una perversa satisfacción en mi habilidad para hacerme sufrir. Me digo que la ausencia de respuesta justifica mi decisión. Quizá querías desvincularte pero no eras capaz de hacerlo, dadas las circunstancias. Es probable que hayas sentido alivio.
El jueves por la mañana en mi casa, al volver al escritorio después de ir al baño, veo que tengo tres llamadas perdidas de números ocultos en mi móvil normal, el de siempre. Me quedo mirando el teléfono. Podrías ser tú o cualquiera de las llamadas de publicidad que me llegaban hace un mes o así. Enciendo el móvil de prepago para ver si has dejado algún mensaje, pero no hay nada. Apago ambos teléfonos.
Durante unos cuantos días vivo con la ilusión de que he hecho lo correcto y que hacer lo correcto significa que estoy curándome. Soy amable conmigo. Me baño a menudo. Me porto bien con Guy. Intento pensar en él todo lo posible. Voy a pasear al parque. Me digo a mí misma que ya ha pasado lo peor. Es hora de dejarlo todo atrás.
Voy al Instituto Beaufort y vuelvo a hacer mi horario habitual. Todavía tengo algún cabo que atar. Envío un correo a Sandra:
Hola, Sandra:
Solo es para informarte. He pensado que debía comentarte que no volveré a hacer de examinadora externa durante el siguiente curso. Creo que es mejor que te lo diga con la mayor antelación posible. Parece que deberé cubrir una baja de maternidad a tiempo completo, así que no tendré tiempo para hacerlo. Estoy segura de que poseerás un listado, pero si quieres puedo sugerirte algún nombre. Dicen que Mahmoud Labaki es muy bueno, muy riguroso corrigiendo. Guy ha trabajado bastante con él y lo tiene en alta estima. Si necesitas su contacto, dímelo. Espero que nos veamos pronto, Yvonne.
Tras esto envío un correo a Marc, de Recursos Humanos. La persona que había encontrado para cubrir la baja acaba de darle largas, así que le agradará saber que al final podré hacerlo yo. Contesta a mi correo inmediatamente, encantado. Funciona, me digo; mantenerme ocupada es lo mejor que puedo hacer por el momento.
Una semana después de que incineraran a mi madre, cuando sus cenizas seguían en una urna panzuda colocada sobre una estantería de la cocina, mi padre vino a casa con un regalo para mí, un nuevo juego. Ocurrió durante las vacaciones de febrero y no había colegio. Creo que mi tía debió de decirle que necesitaba algo para distraerme de lo sucedido. Era un juego de barnizar, para hacer pisapapeles, recuerdos y bisutería. Llevaba unos botes de metal con líquidos que había que mezclar con espátulas y luego verter en moldes. Me pasé todas las vacaciones fabricando cosas. Ante la insistencia de mi tía, tenía que cubrir la mesa de la cocina con periódicos y después verter el líquido del bote grande en el molde. Una vez hecho esto, añadía unas gotas de un bote de endurecedor mucho más pequeño. Aquello me fascinaba, que algo líquido se solidificara simplemente añadiendo unas gotas de otro líquido diferente. ¿Cuál era la causa? ¿Cómo funcionaba? Los pequeños moldes eran de diferentes formas: circulares, cuadrados, ovalados. Podías hundir cosas en el líquido: pétalos de flores —aunque se volvían marrones—, mechones de pelo, cuentas… El mejor de los objetos que hice era una esfera en la que metí una bailarina de plástico que en su día había servido como decoración de un pastel, creo. Los objetos se endurecían de la noche a la mañana. Al final de la semana tenía una buena colección. Daba vueltas a la casa y los escondía en tantos sitios diferentes como encontrara: en el armario del cuarto de baño, en el ropero de mi padre, en el alféizar de la ventana de la escalera… La idea era que yo y los otros miembros de la familia nos encontraríamos con los objetos en un futuro y nos haría ilusión. Pero nadie comentó nada al respecto y acabé olvidándolos yo misma, para encontrarlos meses después en una caja, un armario o una estantería cubiertos de polvo sin que nadie los hubiera visto.