11

Estoy en un minisupermercado cerca de casa cuando me llamas. Ha pasado una semana desde el incidente del correo y mi venida abajo en la conferencia. Desde entonces he cancelado cuantas citas podía para quedarme en casa. Así que aquí estoy, con el bolso en una mano y la cesta de la compra en otra, de pie frente a los periódicos mirando fijamente un tabloide sensacionalista. En la portada se ve una fotografía de un famoso futbolista, un hombre de familia, un modelo para la juventud actual. Lo han arrestado. Su titular de cuatro letras es enorme. Al fin y al cabo, eso es lo que vende.

Está en todas partes. En todos los programas de televisión, las noticias y las conversaciones casuales. Me espera cuando entro en el Costcutter para comprar lechuga y una pinta de leche. En el momento en que decides llamarme estoy atascada en el pasillo y concluyo que ya no puedo aguantarlo más. Voy a sacar los periódicos de sus estantes y a tirarlos al suelo. Cuando la pobre dependienta venga corriendo a detenerme le daré un puñetazo en la cara.

—Hola —te digo.

Ahora entiendo el origen de la frase «Tenía el corazón en la boca». Pero me parece que más bien es en la garganta, y no el corazón, también el resto de los órganos vitales, como si me subiera todo hasta la barbilla. No puedo respirar.

—Escucha —dices con brío—. Quiero que hables con una persona.

—Vale… —respondo lentamente.

—Es un agente de policía —añades—. Está especializado en estos casos, es uno de los que te hablé.

Te paro los pies.

—Te he dicho que no puedo, sabes que no puedo… —Estoy en el supermercado de mi barrio, en el pasillo de los periódicos, susurrando a mi amante por teléfono—. Ya sabes por qué no puedo hacerlo. Es que no podemos.

—Tú queda con este hombre —dices—. Estará encantado de asesorarnos extraoficialmente. Ya está informado. Puede ayudarte a decidir entre las diferentes opciones.

Me pego el teléfono al oído. Pienso en que estoy cansada de las conversaciones telefónicas contigo. No de ellas, claro está, sino de sus limitaciones. Llamadas telefónicas y cafeterías, eso es lo único que tenemos y ya no me basta. Una mujer con un cochecito pasa a mi lado y me machaca el talón en lugar de avisar. Le dirijo una mirada llena de odio. Me la devuelve instantáneamente. El mundo está lleno de agresiones y momentos desagradables y yo estoy a punto de añadirle más perdiendo los nervios en el Costcutter de mala manera.

—¿Qué pasaría si se enterase? —pregunto—. Tu mujer. ¿Qué pasaría si testificaras ante un tribunal y lo nuestro saliera a relucir, todo, no solo el sexo, sino el tipo de sexo, dónde y cuándo?

—Me echaría de casa —dices simplemente.

—Lo perderías todo.

Y después añades, sin énfasis ni adornos:

—Si quieres ir a juicio me sentaré en el estrado y les diré lo que me contaste. Se llama «declaración inicial». No tiene por qué denunciarse a la policía necesariamente, puedes denunciar un crimen ante cualquiera y sirve. Tú lo denunciaste ante mí. Me sentaré en el banquillo y testificaré eso.

—Todo lo nuestro saldría a la luz.

—No necesariamente. Al fin y al cabo, nadie conoce lo nuestro.

Sí lo conocen, pienso. George Craddock sabe lo nuestro. No conoce tu identidad, pero sí tu existencia, y puedes estar seguro de que será lo primero que mencione cuando le pregunten. No te he hablado de lo que le conté. Me da demasiada vergüenza. Haberte traicionado de esa forma, estúpida, borracha y con tales consecuencias. ¿Cómo podría admitirlo? Es lo único que te he ocultado.

—Lo perderás todo —digo—. Tu matrimonio, tu casa, tal vez tu trabajo… —Te quiero, pienso. Pero no lo digo, sino—: No se trata solo de protegerte a ti, también es por protegerme a mí, a mi familia, mi casa y mi trabajo.

—Me dices eso porque no quieres que me sienta mal porque no puedes ir a juicio por mi culpa.

Y sonrío, a pesar de todo, mientras me alejo de los periódicos y entro en el pasillo de las frutas y hortalizas. Aguanto el teléfono con el hombro mientras cojo una lechuga iceberg y la suelto en la cesta que sostengo con la otra mano.

—Veamos a ese amigo y tomemos un café —dices—. No nos hará ningún daño.

Pero después sí que nos haría algún daño.

Quedamos en una franquicia de cafeterías en el West End. Primero nos encontramos tú y yo. Por una vez llegas antes. Estás sentado a una mesa redonda con tres sillas, dos cafés en vasos desechables y una porción de tarta de calabaza. Cuando te miro me recibes con una mirada cálida y dulce.

—Tarta de calabaza —digo.

Sonríes.

No hablamos sobre la conversación que estamos a punto de tener. Había supuesto que estableceríamos unas reglas, qué puede decirse y qué no. Al fin y al cabo, sigue siendo primordial que nadie sepa nada de nosotros. Pero es como si ambos sintiéramos la necesidad de comportarnos con normalidad. Hablamos de lo que vimos la pasada noche en televisión.

Aunque no tengo ninguna expectativa, cuando llega tu amigo me quedo un poco sorprendida. Me tiende la mano y se presenta como Kevin. Es un hombre bajo y atlético que viste con un traje azul marino. Es joven, pero tiene cabellos ralos y un bigote oscuro. Me parece de ese tipo de hombres que normalmente se comportan con mucha corrección pero podría ser un cabrón de los duros si la situación lo requiriese.

Cuando veo que os saludáis con un gesto de la cabeza me da la sensación de que entre vosotros hay más respeto que amistad verdadera. Me pregunto si le habrás hecho algún favor en el pasado y ahora le toca devolverlo.

—¿Quieres que te pida un café? —digo, buscando al camarero mientras él se sienta.

Niega con la cabeza.

—Gracias, lo siento. No tengo mucho tiempo.

—Gracias por venir, Kev —dices sobriamente.

Deduzco que no habrá cháchara, nada de fingir que somos amigos. Será una conversación de negocios. Me alegro.

—¿Quieres contarme las circunstancias? —dice Kevin, mirándome.

Aprecio que hable con eufemismos y entiendo que no seré capaz de acabar la conversación si no hago un uso extensivo de ellos. Obviaré nuestra historia, claro está, nuestro encuentro en Apple Tree Yard y todo lo demás. Le has contado a Kevin que me conociste en el Parlamento, que soy alguien que necesita asesoramiento, nada más. Sin embargo, me pregunto si no habrá adivinado que hay algo entre nosotros, al fin y al cabo es inspector de policía. Si lo hace, no da muestras de ello.

Los eufemismos. Qué suaves parecen. «Me dio la vuelta», digo en cierto momento, y Kevin baja la mirada discretamente.

Mantengo la calma, articulo bien las palabras, no lloro. Se me pasa fugazmente por la cabeza que mi serenidad, la ausencia de lágrimas, se pondría en mi contra si estuviera haciendo una denuncia oficial. Me desdoblo durante este proceso. Me observo relatando lo que sucedió, presentando la información como si se tratara de un ensayo para un simposio o una conferencia. Cuando llego al final me quedo callada. Se produce un largo silencio durante el cual los dos esperáis hasta aseguraros de que he terminado.

Respiro hondo, miro a Kevin y le digo:

—Necesito que seas completamente sincero acerca de lo que puede pasar. Si voy a juicio, quiero decir. Necesito tener los datos antes de tomar una decisión. —Me sorprendo al oír que digo esto, porque hasta ese momento estaba convencida de que ya había tomado una decisión—. No soy del tipo de personas con las que haya que tener tacto; dime lo que sea, por favor.

Se hace un silencio hasta que le dices a Kevin, para atenuar mi exigencia de sinceridad:

—Tiene lesiones.

Kevin inclina la cabeza y frunce el entrecejo.

—¿Alguna herida por inmovilización? —pregunta—. ¿Muñecas amoratadas?

Lo mismo que preguntaste tú.

—No me inmovilizó —digo—. No necesitó hacerlo. Estaba borracha. Me abofeteó. Sucedió todo muy rápido.

—Bueno, de todas formas, las lesiones no significan nada, a no ser que se haya dado parte de ellas —dice Kevin—. A menos que las haya visto un profesional y quede constancia de ello. Incluso aunque haya lesiones, si el hombre declara que fue sadomasoquismo consentido, es muy difícil probar que no es cierto.

—Y si me hubiera dado una paliza de muerte, ¿sí tendríamos alguna posibilidad?

Kevin se toma la pregunta en serio.

—Sí, pero el hecho de que estuvieras borracha seguiría actuando en tu contra. El alcohol es una bendición para la defensa. —No contesto porque quiero que Kevin continúe. Necesito oírlo, todo lo que tenga que decir. Kevin se inclina hacia delante—. Lo primero que hará su abogado en cuanto haya denuncia será contratar a un detective. ¿Algún secreto pasado que guardar? —Sigo mirando a Kevin, no te miro a ti. Él continúa—: Búsquedas por internet, interrogatorios a tus amigos, familia y compañeros de trabajo, empiezan por ahí. Si no hay nada a lo que agarrarse en el presente, investigarán tu pasado, empezando por revisar tu historial sexual, todos tus ex novios. Buscarán a cualquiera que diga que te gustaba que te pegaran o el sexo duro. Cualquier cinta de vídeo, fotos haciendo topless, ese tipo de cosas.

—Pensaba que ya no podían hacer eso.

Kevin resopla sin intención de ironía.

—Pueden hacer lo que quieran. Si los ponen en jaque no tienen más que ofrecerle un motivo al juez que lo convierta en algo relevante para la defensa. Así que cualquier ex novio que diga que te gusta el sexo duro…

—No encontrarán a ninguno. No me gusta.

—Tu marido… —dice Kevin, mirando mi alianza.

—¿Investigarán también a mi marido?

—Es posible. Puede que le asignen también un detective privado. Pongamos por ejemplo que un profesional médico tenga constancia de tus lesiones, en ese caso intentarían decir que esas lesiones las provocó tu marido en lugar de su cliente, un ataque de celos o algo por el estilo.

Me imagino brevemente a Guy en el estrado ante el tribunal.

—¿Alguna enfermedad mental en la familia? —Me quedo mirándolo—. ¿Algún caso de ese tipo?

Ahora me miráis los dos.

—No.

Kevin te mira y vuelve conmigo.

—¿Ninguna enfermedad mental ni depresión?

—Yo no, miembros de mi familia. —Se produce un silencio mientras esperáis a que continúe—. Mi madre se suicidó cuando yo tenía ocho años. Tenía un largo historial de depresiones, seguramente agravado al concebir hijos. —No te miro, pero noto que me observas atentamente—. Y a mi hijo le diagnosticaron trastorno bipolar a los dieciséis años, con episodios maníacos bastante severos. Desde entonces ha estado tres veces en instituciones mentales. Ahora vive en un hostal en Manchester y le va muy bien, toma la medicación, creo. Pero no estamos mucho en contacto, es algo que me preocupa…

Una vez que empiezo a hablar de Adam no quiero parar. Por eso intento no hablar de él a diario en las conversaciones normales, porque no puedo obligarme a hablar de mi hijo a través de generalizaciones. Quienes lo conocen tienen que saber la historia completa, lo horrible que ha sido para todos nosotros, lo cerca que ha estado de destruir nuestra familia, que dejaría mi trabajo, vendería mi casa y viviría en una zanja si eso hiciera que mejorase. Esto no puedo contarlo delante de ti y de este joven inspector, así que me paro en seco.

Kevin te mira como si intentara adivinar lo directo o desafiante que puede mostrarse, y luego dice con delicadeza:

—La depresión maníaca es hereditaria, ¿no? Tu madre, tu hijo…

—En realidad —respondo—, el vínculo genético no está probado. Se trata simplemente de una tendencia. Los factores medioambientales a veces pueden… a menudo, bueno, la verdad es que nadie lo sabe.

—Entonces ¿tú nunca has tenido depresiones?

Me permito una sonrisa irónica.

—Bueno, hice terapia a los veinte años. ¿No lo hacemos todos? —Os miro alternativamente a uno y a otro, pero ninguno de los dos sonríe—. Yo era joven, los niños pequeños, mi trabajo de posgrado no iba bien, solo fue la típica… —Ambos permanecéis en silencio—. Tuve un breve episodio de depresión posparto cuando nació mi hija, pero bueno… duró solo dos meses, yo ni siquiera…

Kevin frunce los labios.

—Los agentes de la investigación están obligados a contar a la defensa cualquier cosa que descubran durante el curso de la investigación que pueda ayudarlos. Se llama «revelación de información».

La revelación de información será crucial después para nuestro destino final, pero no en el sentido en que la discutimos ahora.

—¿Y qué pasa con él?

Kevin vuelve a encogerse de hombros.

—Al revés no funciona. La defensa no tiene por qué revelar nada de lo que sabe sobre su cliente. Su única obligación es salvarlo.

Me quedo callada.

—Mi marido no puede saberlo —digo luego—. Ni mis hijos. Ellos tampoco pueden saberlo. Mi hijo es frágil. Nuestras vidas no pueden quedar expuestas ante un tribunal.

—Ah —dice Kevin.

En ese momento se detiene cerca de nuestra mesa una mujer con un niño en un carrito. Está buscando algo en las bolsas de plástico que lleva colgadas de uno de los asideros. «Ahí está», dice al aire, para luego inclinarse y poner un conejo de plástico azul sobre el regazo del infante aprisionado en el carrito. Esperamos a que se vayan para seguir hablando.

—Estás en lo que mi unidad llama la categoría de «víctimas con demasiado que perder» —dice Kevin sin darle importancia ni hacer juicios de valor—. A las víctimas jóvenes es más fácil convencerlas para que vayan a juicio. Para ser sinceros, no saben lo que les espera, y no preguntan. Pero las mujeres mayores, mujeres con carrera, sí preguntan. Aunque en el cuerpo discutimos frecuentemente sobre si debemos decirlo. Hay quien opina incluso que tendríamos que hacer ruedas de reconocimiento con las víctimas y obligarlas a ir a juicio, de otra forma no hay manera de que mejoren los índices de condenas. —Kevin advierte el miedo que me provoca esto—. Jamás haríamos eso, al menos no en un caso como el tuyo. A veces se hace con la violencia doméstica, cuando sabemos que la próxima vez la matará.

—Me echarán a los perros —digo sin compadecerme de mí misma—. Y a mi familia también.

Has permanecido en silencio durante toda la conversación, pero ahora te inclinas hacia delante, sereno, pero vehemente.

—Tienes derecho al anonimato.

—Bueno, es verdad que tu nombre no puede salir en los periódicos —dice Kevin—, pero pueden sentar en el estrado a cualquier familiar relevante para la defensa, y también, por supuesto, a todos tus compañeros que estaban en la fiesta.

Pienso en que en esa fiesta estaban casi todos a los que admiro en mi vida profesional, todos, desde Frances del Instituto Beaufort hasta el profesor Rochester, y un montón de gente que Guy también conoce. Pienso en que si voy a juicio nadie volverá a hablar de que fui la primera persona en certificar el experimento Wedekind. Mi generación es de la que pasó de la secuenciación a mano, por pares, sentados en los taburetes del laboratorio durante horas interminables, a colocar las muestras directamente en un ordenador de un millón de dólares del tamaño de lavadoras industriales. Somos los pioneros de la secuenciación de proteínas. Trabajé con un equipo en el que nombrábamos los genes que íbamos descubriendo, nombres que durarán tanto como la propia ciencia. Pero si llevo este asunto a juicio solo habrá una cosa que recuerden de mí. Poco importarán mis hipótesis o descubrimientos, ni mis logros, pasaré el resto de mi vida profesional siendo conocida por lo que me han hecho en lugar de lo que he hecho yo. Seré la mujer en el caso de violación de George Craddock. Nada más que eso.

—¿Cómo es que siguen haciéndolo?

Lo digo con cierto tono de desesperación, aunque en teoría yo debería estar por encima de esa autocomplacencia.

—Si el tema a discutir es el consentimiento, podría decirse que la defensa no tiene otra opción. Ayuda que seas una persona bien valorada. Las niñas de los barrios desfavorecidos… —Niega con la cabeza—. Las chicas como ellas, si han salido de copas…

Me entran náuseas.

—La gente que defiende estos casos… —digo en voz baja.

Kevin se encoge de hombres.

—No hay escasez de ellos precisamente.

A eso sigue un largo silencio. Ambos me observáis con atención, a la espera. Siento que se apodera de mí una ola de desesperanza.

—¿Qué posibilidades crees que tendríamos? —pregunto en un último intento por no ahogarme en ella.

Kevin vuelve a fruncir los labios.

—¿En un juicio? —Te dirige una mirada y luego la vuelve hacia mí, como si se preguntara por primera vez lo sincero que tiene que ser conmigo—. Bueno, estos casos son muy difíciles de probar… —Estos casos, pienso con amargura. Soy uno de esos casos—. Y este en concreto sería muy complicado. Estabas borracha. Pasaste la tarde con él. Así que la mayoría lo llamaría una cita violación. —Al oír esa frase me estremezco visiblemente. Kevin se detiene un momento y luego continúa—: Las lesiones podrían ser de ayuda si hubiera un parte médico, pero sin él no valen para nada. Y si hay algo en tu pasado, cualquier prueba de engaño o dolo, o peor aún, cualquier tipo de alegación previa parecida a esta, si te ha pasado antes, no tienes ninguna posibilidad.

Caigo en la cuenta de que también tú debes de haberle dicho a Kevin que sea sincero. Lo agradezco.

Se produce otro largo silencio. Al cabo de un rato digo:

—Gracias por ser franco conmigo. Gracias por venir. —Quiero relajar el ambiente antes de que se vaya—. ¿Te piden mucho esto de asesorar informalmente?

Su respuesta es una mueca de dolor.

—Más veces de las que imaginas. —Kevin coge su maletín del suelo y lo coloca sobre su regazo. Se prepara para marcharse. Te mira y se queda vacilando un instante antes de preguntarte en voz baja—: ¿Quieres que registre esta conversación?

Lo miras y niegas con la cabeza, casi de forma imperceptible.

La gratitud que siento hacia Kevin me hace querer retenerle. Y de repente siento la necesidad de dejarlo con la impresión de que trabajo para el gobierno y no soy una simple víctima. Me quedo mirándolo. Supongo que tendrá unos treinta y cinco años. Probablemente viva con su novia. Imagino que es enfermera, o tal vez profesora, quizá un amor de la infancia. Todavía sin hijos, pero hablan de ello. A ambos les gusta pedir comida para llevar el viernes por la noche, una película en DVD. Los fines de semana hacen barbacoas. Los domingos van a Homebase a comprar estanterías y hablan sobre si deberían visitar Chipre en verano. Los dos, a su modo comedido, se quieren mucho.

—¿Cómo puedes hacer esto? —pregunto. Es una pregunta sincera—. Este tipo de trabajo, quiero decir.

Imagino que habrá áreas de la policía mucho más atractivas en las que implicarse. Brigadas de homicidios, drogas, policía secreta, pero él ha decidido emplear su tiempo en esto, en personas como yo.

Parece sorprendido, como si nunca se le hubiera ocurrido esa pregunta.

—Me metí en la policía para atrapar a criminales —responde simplemente.

—¿No te deprime? —pregunto.

Se toma la pregunta a pecho.

—Cuando hago mi trabajo no, no cuando estoy en la calle o interrogando. Pero en los juicios, a veces sí. Haces todo ese trabajo y entras pensando que es sólido, y luego, pues nada.

—Bueno, ya sabes… —Suspiro, reflexionando en voz alta—. Simplemente me cuesta creer que alguien vaya a por mí. ¿Te suena ridículo? Simplemente porque yo sé lo que pasó, sé que digo la verdad, y después de lo que he sufrido, ¿cómo podrían ir a por mí? Es que no puedo imaginarme a nadie con la intención de dejarme mal después de lo que he pasado.

Qué privilegiada ha sido mi vida hasta ahora para poder sentirme así. A Kevin debo de parecerle ingenua hasta la estupidez. Me mira y dice:

—El año pasado tuve un caso, una de las chicas de las que hablaba antes, de catorce años, de un barrio de viviendas de protección oficial; era una niña maja, pero había tenido problemas en la escuela. La violaron en grupo, en el parque, cinco hombres de su mismo barrio. Había estado bebiendo cervezas con ellos una noche de verano. Le dieron una cerveza de graduación muy alta, y no creo que ella tuviera idea de lo fuerte que era. A decir verdad, tampoco es que fuera un angelito; robaba en tiendas y todo eso. Eran cinco tíos y a cada uno les llegó su turno, entre los matorrales. Pasaba mucha gente por el sendero que había a escasos metros, pero le daba demasiado miedo gritar, dijo que la paralizaba la idea de que la vieran y se corriera la voz de que era una ramera. Cinco hombres, lo cual significa que en el juicio había cinco abogados. La chica había cumplido los quince años y tenía que pasar cinco días seguidos en el banquillo, y esos cinco abogados se levantaron uno por uno y la tacharon de mentirosa durante cinco días consecutivos. —Se queda callado y me mira, fijándose en mi cara chaqueta de ante y en mi bufanda—. Y eso es lo que hacemos con los niños.

Te observo con impotencia.

—Gracias, Kev. Gracias por tu tiempo —dices en voz baja.

Kevin se levanta y tiende la mano. Me parece absurdo estrecharle la mano, pero lo hago de todos modos. Tú haces lo propio.

—Buena suerte —dice Kevin, despidiéndose de ambos con un gesto de cabeza.

Luego da media vuelta y sale de la cafetería, y yo observo cómo camina calle abajo, ese hombrecillo con su traje azul marino, que cualquiera tomaría por un agente inmobiliario o un vendedor de conexiones de banda ancha.

Tu mirada me hace pensar que crees que me echaré a llorar. No lo hago. Pongo la mano sobre la mesa y tú coges la indirecta y me la aprietas con cariño. Nos quedamos sentados así, en silencio, durante un rato.

Al cabo de un momento dices:

—No me habías dicho que tu madre se suicidó.

Me encojo levemente de hombros.

—Estuvo enferma casi todo el tiempo desde que nací. Me criaron mi padre y mi tía, que vivía al lado. Mi madre estaba continuamente entrando y saliendo del hospital. Para mí siempre estuvo enferma.

—Un golpe duro.

—Pasó hace mucho tiempo.

Hace mucho tiempo. Pienso en mi tía, que siempre era amable y dispuesta, cada día haciéndonos patatas chips al horno y alubias después del colegio antes de que mi padre regresara del trabajo. Se comportó como una buena madre conmigo, y vivió para ver a mis hijos de pequeños. Pienso en mi forma de captar la atención de mi padre: un sobresaliente rodeado con un círculo al final de un trabajo; en cómo solo mostraba su afecto físicamente cuando yo estaba dormida y se colaba de puntillas en mi habitación para acariciarme el pelo en la oscuridad. Luchaba por permanecer despierta después de que se apagaran las luces para notar cómo lo hacía. Cuando yo tenía diecisiete años volvió a casarse, y en cuanto me marché de casa para ir a la universidad se trasladó a Escocia. Mi hermano era cinco años mayor y ya se había ido de casa para trabajar en una granja en Nueva Zelanda. Siempre supe que se marcharía en cuanto pudiera. Crawley nunca fue lo suficientemente campestre para él y el aeropuerto de Gatwick era una tentación muy cercana. Mi infancia no fue especialmente dura, dadas las circunstancias, y me niego a que me cataloguen por ello. De pequeña me sentí querida, cuidada. Me casé con el hombre apropiado y he criado a dos hijos. He conseguido llevar una buena vida. No soy la víctima de nadie.

El peso de tu mano sobre la mía, me gusta eso. Vuelvo la mano con la palma hacia arriba para que podamos entrelazar los dedos y apretárnoslos. Pienso en lo poco que sabemos uno del otro, nada, de hecho. Solo ahora, solo este momento. Las vidas que llevábamos antes de conocernos, los niños que tuvimos y criamos, los trabajos, los traumas, los disgustos y las alegrías, la cada vez más extensa red de familiares, amigos y conocidos de nuestras vidas. No sabemos nada. Yo ni siquiera sé si tus padres están vivos o muertos. Lo nuestro es lo contrario de lo que tengo con Guy. Él y yo tenemos un vasto campo de conocimiento pero ninguna intimidad. Tú y yo tenemos una relación intensa que existe en el vacío.

Acaricio tu pulgar con el mío. La fricción me reconforta. Siempre llevas las uñas pulcramente limadas y limpias, ese toque de vanidad de nuevo. Limpieza, qué limpios y simples son nuestros deseos, qué directos, y sin embargo cuán abiertos están a que los demás los malinterpreten.

Al final digo en voz baja:

—Apple Tree Yard.

Te inclinas sobre el asiento levemente y me aprietas la mano con más firmeza.

—No había cámaras. Estoy seguro, lo revisé. Si no lo cuentas, no tendrán que revelar esa información a la defensa. No les cuentes nada de Apple Tree Yard. No cuentes nada de lo nuestro. Es imposible que lo averigüen. No queda constancia sobre el papel y puedo deshacerme de los teléfonos. Nadie puede probar que somos algo más que simples conocidos.

—Tendría que mentir ante el tribunal —digo—. Cuando revisen lo que hice ese día antes de la fiesta tendré que describir dónde estuve. Nadie creería mi palabra si contara la verdad acerca de lo que hicimos. Y aunque lo hicieran, pensarían que soy una zorra que se merece todo lo que le ha pasado.

Frente a nosotros hay colgado un espejo enorme enmarcado en madera, supongo que con la intención de que la cafetería parezca más grande. Un lateral del mostrador se refleja en él, exponiendo su hilera de pasteles. Ante los pasteles se nos ve a nosotros, sentados a nuestra pequeña mesa redonda, una pareja de mediana edad cogida de la mano que no se mira a la cara. El espejo nos enmarca perfectamente, con los pasteles detrás y la tenue iluminación del techo, que concuerda con la suave música que suena y la queda charla de los clientes. Nuestro comportamiento es inconfundiblemente sombrío, a pesar del afecto físico. Parecemos una pareja que ha llegado al acuerdo de pedir el divorcio.

Pienso en que si pudiera atravesar ese espejo y experimentar el mundo desde la otra perspectiva, desde el otro lado del cristal, todo en negativo, me parecería menos extraño de lo que me parece en este momento.