10

El lunes quedamos para dar un paseo por King’s Cross. Nos vemos allí porque tienes que hacer algo en los alrededores, no dices exactamente dónde ni qué. Me dices que solo tienes un hueco de media hora. Te espero junto al puesto de periódicos frente a la entrada principal y te veo salir de entre la multitud del vestíbulo. Frente a mí hay un adolescente bailando una extraña danza circular, haciendo aspavientos como si fuera un avión. Nuestras miradas se encuentran a pesar del movimiento de sus brazos. Nos miramos un rato a medida que te acercas. Me tomas del codo con cariño, me acercas a ti y me das un beso en la coronilla.

Nos volvemos y caminamos lejos de la estación sin hablar de nuestro destino, atravesamos el ajetreado cruce y subimos lentamente por Caledonian Road. Caminamos en un cómodo silencio durante varios minutos. Me gustaría que pudiéramos cogernos de la mano, y entonces justo cuando lo estoy pensando, entrelazas el brazo con el mío para acercarme más a ti y andamos así unos cien metros. Nos hemos alejado de la agitación de la estación, pero esta calle tiene el inconfundible carácter de King’s Cross: cafeterías, bares y tiendas eróticas. Pasamos por el Bangladeshi Center, y al otro lado de la calle se ve un enorme hostal con jóvenes fumando fuera y literas pegadas a las ventanas, con los edredones aplastados contra el cristal como nubes vistas desde el lado contrario. Unos metros más abajo hay un joven de piel cetrina que lleva una sudadera con capucha gris sentado en los escalones de una casa pintada de un rosa descascarillado. El chico tiene el cabello largo, abundante, y un pendiente de oro. Está fumando con un bebé sentado sobre una de sus rodillas. El bebé me dirige una hermosa sonrisa desdentada al pasar y yo respondo con otra. Al ver a su hijo sonreír el joven padre me mira, radiante de orgullo. Damos un paseo, igual que si fuéramos una pareja de una novela costumbrista, como Jane Eyre y Rochester, tal vez, o como Elizabeth Bennet y Darcy. ¿No discutían mucho? Tú y yo nunca discutimos. No tuvimos oportunidad de hacerlo. Siento una tristeza perversa por no haber tenido nunca una pelea contigo. Es lo que suele suceder con cualquier aventura que tenga una duración prolongada. Debe de haber un momento en el que te permites enfadarte con el otro, del mismo modo que uno hace con su pareja, un instante en el que el romance deja de ser adulterio para convertirse en bigamia. Un momento al que nosotros nunca llegaremos.

Giramos a la izquierda siguiendo la calle y terminamos caminando por Wharfdale Road, y después, aún sin hablar de nuestro destino, subimos York Way hasta llegar al canal. Nos detenemos y miramos abajo. El agua es negra, pero el viento crea ondas de las que brotan reflejos de color azul neón. Junto a los juncos que jalonan la ribera, un escuálido y solitario pato picotea con optimismo. Justo detrás de ellos hay tres barcazas amarradas. Una de ellas tiene un sillón atornillado al techo, encarado hacia el débil sol.

Me indicas un banco vacío en el camino de sirgas y bajamos los escalones lentamente, cogidos del brazo. Cuando nos sentamos dejo caer la mano y no me dices nada, aunque estamos tan juntos que nuestras caderas se tocan a través de los abrigos.

—¿A qué hora tienes la reunión? —digo, sin intención alguna.

Simplemente me parece extraño no hablar de nada cuando tenemos tanto por decirnos y tan poco tiempo.

—Pronto —respondes.

Un ciclista pasa por el camino de sirga y toca el timbre mientras desaparece bajo la negrura del puente.

Charlamos un poco sobre nuestros fines de semana y compromisos para la semana entrante. No hablamos de lo sucedido, pienso que podríamos, que de hecho estaría bien hacerlo, dado que eres la única persona a la que puedo contárselo, pero también tengo miedo del camino que puede tomar la conversación, así que no saco el tema. Media hora no es nada, y como no da para discutir ningún asunto en profundidad, parece que nos decantamos por no hablar en absoluto. Treinta minutos. Seguramente ya hemos consumido la mitad entre encontrarnos, el paseo y la búsqueda de un sitio donde sentarnos. Esta tarde el tiempo me da miedo. Un camión pasa tronando York Way abajo y el zumbido, que suena como una explosión, me hace estremecer. Todo me da miedo.

Me gusta verte, pero más tarde, por razones que no puedo precisar, consideraré que nuestro encuentro ha sido infructuoso. Pareces distraído, tal vez sea simplemente que no tenemos tiempo. Cuando piensas mucho pareces un conspirador. A veces esto me hace sonreír. Tu mirada se vuelve reconcentrada, pero en cierto modo vacía; casi veo los engranajes funcionando en tu cerebro. Me recuerda a mis hijos cuando pensaban en algo a la edad de tres o cuatro años, susurrando los pensamientos en voz alta. No digo que seas así de transparente, claro está, más bien lo contrario, ya que ese vacío de tu mirada te hace opaco, sino simplemente que aunque no sepa lo que estés pensando sí sé que lo haces. Algo está pasando por tu cabeza.

Esta mirada tuya es bastante dura. No es cariñosa ni intencionada. No estás pensando en mí.

Te sientas en el borde del banco, pones las manos sobre las rodillas, miras ensimismado al frente y luego te quedas mirándome a mí durante un momento y dices:

—¿Le has contado lo nuestro a alguien?

—¡No!

Lo digo con cierta indignación. ¿En eso estabas pensando?

Sigues mirándome fijamente.

—¿A nadie? ¿Estás segura? ¿Ni siquiera una charla de confidencias a media noche con tu amiga Susannah mientras os bebíais una botella de vino?

—No se lo he contado a nadie en absoluto.

Mi única confesión ha sido con el ordenador. Ahí está todo, disfrazado, enterrado, y nadie, salvo yo, usa ese ordenador. Y me doy cuenta de que por eso empecé a escribirlo, para no tener que contárselo a Susannah. Lo que ha pasado entre tú y yo es tan extraordinario, tan fuera de lo común para mí, que habría explotado si no lo escribía.

Quiero detener el tono del interrogatorio. No me gusta.

—¿Y tú? —pregunto, atrayendo tu mirada.

—No, no lo he hecho.

—¿A quién se lo dirías en caso de que quisieras contarlo?

La tenue nota de alegría de mi voz queda soterrada por la desesperación. Sé que no hay posibilidad de que tengas un confidente. Lo pregunto porque he caído en que no tengo ni idea de quiénes son tus amigos, o de si tan siquiera tienes alguno. ¿Puede una persona como tú permitirse la amistad, o solo relaciones profesionales? Si lo compartimentas todo en tu cabeza significa que yo estoy, y siempre estaré, atrapada en el compartimiento que me dedicas. Jamás podré ser general o ubicua. Jamás estaré totalmente presente para ti.

Ha sido una pregunta tan estúpida que ni siquiera contestas. Esta es una costumbre irritante que tienes, ignorar mi curiosidad cuando la consideras insensata o insignificante.

Los engranajes siguen girando.

—Necesitamos llegar a un acuerdo —dices, cogiendo mi mano entre las tuyas y poniéndola en tu regazo.

Nos quedamos ambos mirando al frente y me la aprietas levemente, con la mínima presión que pueden ejercer tus dedos. Al otro lado del canal hay un edificio de oficinas iluminado. Un sinfín de bolsas de plástico navegan a la deriva en el agua, empujadas por el viento.

—Necesito saber que si alguna vez te preguntan por mí dirás esto. Nos conocimos en la Cámara de los Comunes. Hemos hablado varias veces. Nos hemos hecho amigos. Te he pedido consejo porque mi sobrino está haciendo sus exámenes finales y le interesa la carrera de ciencias. Somos conocidos, amigos si quieres, pero nada más. Si alguna vez te interrogan en detalle limítate a contar la verdad de nuestros encuentros con precisión, la hora, el lugar, qué café tomamos, etcétera, pero no cuentes lo del sexo. Nos hemos visto muy pocas veces para que resulte peligroso, es decir, sin lo del sexo. ¿Podrás hacerlo?

—Por supuesto —digo, pero con una voz triste y apagada.

Quiero que sigas pensando en mí, en lo que me ha sucedido, pero estás, supongo que con toda razón, adelantando los acontecimientos en caso de que cambie de opinión y denuncie la agresión a la policía, pensando en lo expuesto que quedarías ante un tribunal si alguien investiga mi vida. Piensas en tu matrimonio, en tu carrera. No te culpo por ello, es una de las cosas que siempre me han gustado de ti, que seas discreto y quieras proteger tu vida familiar, porque yo quiero hacer lo mismo y me horrorizaría que pensaras otra cosa, pero mi parte débil se siente decepcionada. Esa parte de mí quiere que me antepongas a todo aquí y ahora, quiere que me digas que localizarás a George Craddock y le darás una paliza de muerte sin importarte las consecuencias.

Tengo su rostro en la cabeza. Lo veo continuamente. Veo a los estudiantes al fondo del pasillo deambulando por el salón de actos con las bolsas de basura negras mientras salimos del edificio. ¿Por qué tiene que aparecer esa imagen en mi cabeza una y otra vez? No entiendo por qué se me ha quedado grabada en la memoria. Caigo en la cuenta de las ganas que tengo de que George Craddock sienta dolor físico. Es un pensamiento nuevo. Nunca he deseado mal a nadie. Pero quiero que él sufra dolor y sienta miedo. Quiero que alguien le devuelva lo que él me ha hecho a mí, que se haga amigo de él, en un pub tal vez, que pasen la noche bebiendo y charlando, y después, en un aparcamiento a oscuras, lo apaleen, le den por detrás y luego actúen como si no hubiera nada malo en ello y le hubiera gustado. No fantaseo con que lo arresten, lo humillen ante un tribunal o lo encierren entre rejas. No fantaseo —y por lo visto, jamás lo haré— con el debido curso legal de los acontecimientos. Fantaseo con verlo a cuatro patas en un aparcamiento con los pantalones por los tobillos, llorando de pánico y dolor, buscando sus gafas rotas por el duro pavimento.

«Cuidado con lo que deseas», solía decir mi tía con aire sombrío. La tía Gerry tenía una visión pesimista de la vida, pero lo cierto es que acabó criándonos a mi hermano y a mí cuando no le tocaba, así que tal vez estuviera en su derecho. Cuidado. Tus pensamientos iban por delante de los míos, pero jamás imaginé que te llevaran tan lejos. Tendría que habérmelo esperado.

Te vas el primero, claro está. Te levantas y te diriges a grandes zancadas a tu reunión, o lo que sea, y yo me quedo sentada un rato, con un orgullo innecesario que quiere asegurarse de no mirar cómo subes los escalones. Pero luego me desarmo y alzo la vista justo a tiempo para verte bajar York Way por la acera de arriba, móvil en mano. Miro el reloj y me digo que permaneceré allí quince minutos y no más. Tras eso no sé lo que haré. Tal vez arrojarme a las negras aguas del canal, junto al solitario pato, las algas verdes y las bolsas de plástico infladas que flotan en la superficie.

Nunca conté nada de lo nuestro a Susannah, lo sabes. Guy y yo la conocimos cuando éramos estudiantes. Primero fue su amiga, más tarde la mía, y después la madrina de nuestra boda. Me niego en redondo a llamarla dama de honor. Llevaba un traje de satén con pantalones de campana y chaqueta ajustada que acentuaba su altura, su esbeltez; todo lo que siempre envidié de ella estaba presente: sus pómulos, su cabello moreno corto, el tono ligeramente dorado de su piel. Solía reírse de mí cuando le decía que quería ser igual de elegante que ella. «Cuando eres tan alta como yo es muy fácil ganarte una inmerecida reputación de elegancia, no tienes más que quedarte de pie sin moverte.» Una vez que nos emborrachamos juntas me confesó que siempre había querido ser «bajita y mona» como yo. ¿Mona?

Pasaron unos años desde nuestro matrimonio en los que Susannah, a pesar de su belleza, o tal vez a causa de ella, permaneció soltera y solía venir a cenar la noche de los viernes. Decía a Guy que acostara a los niños para que ella y yo pudiéramos sentarnos a comer pretzels y a beber vino mientras se hacía la comida, y a menudo suspiraba y me hablaba de algún hombre. A Guy y a mí nos encantaban estas historias, pero nos sentíamos culpables por vivir sus romances indirectamente, como si se tratara de nuestro culebrón personal. A lo largo de los años conocimos a un montón de ellos. Cada relación duraba uno o dos años. Estaba aquel chico alto que la llamaba «parienta», le pellizcaba las mejillas y para horror mío conseguía una sonrisa forzada de Susannah como respuesta. También aquel judío mayor que tocaba el piano y estaba loco por ella. Le dio calabazas —para mí inexplicablemente— cuando yo ya estaba decidiendo dónde compraría la pamela. Luego fue ese holandés taciturno que apenas hablaba. Me aseguró que era el mejor amante que había tenido, todo un atleta, dijo. Después, cuando rondábamos todos los veintiocho años, conoció a un colega médico en una conferencia, Nicholas Colman se llamaba, dos años menor que ella, pero encantador y maduro, y amable con nuestros hijos cuando pasaba por casa.

Parecía más claro que el agua. Empecé a pensar que si se daban prisa y tenían niños pronto podríamos irnos de vacaciones todos juntos. Y Susannah y Nicholas Colman se casaron y tuvieron un hijo de inmediato: Freddie, mi ahijado, que es como un primo para mis dos hijos. Y después, cuando Freddie tenía tres años, justo después de que la hicieran especialista, Nicholas Colman le rompió el pómulo izquierdo. Incluso ahora, cuando gira la cabeza y le da la luz de cierto modo, se ve una pequeña asimetría en sus facciones. Siempre que sonríe una sombra apenas perceptible surca su rostro. Tienes que conocer su cara muy bien para distinguirlo.

Tras el incidente del pómulo tardó tres años en dejarlo. «Nos enseñan que podemos redimirlos —me dijo en cierta ocasión—. Nos enseñan eso en cuanto podemos leer. Podemos convertir a la bestia en un príncipe si lo amamos lo suficiente. Además —dijo—, sabes por instinto lo difícil que será todo cuando te marches, así que sigues posponiéndolo. Crees que mientras estés con ellos serás capaz de controlarlo un poco, pero si te vas estarás realmente en peligro.»

Al final fuimos nosotros quienes llamamos a la policía, tras un incidente en el que Nicholas Colman apareció en nuestra casa y golpeó la puerta durante hora y media mientras los tres niños permanecían arriba. Guy estaba fuera cuando empezó todo. Susannah y yo nos resguardamos en la cocina diciendo cosas como: «Pronto parará». Pero no paró hasta que Guy llegó a casa. Después nos dijo que cuando subía por el camino de entrada, Nicholas Colman se volvió, sonrió y lo saludó con una mano: «¿Qué tal, amigo?».

Susannah y su hijo Freddie pasaron las vacaciones con nosotros cuatro los dos años siguientes. Gracias a Dios, tras el juicio y la orden de alejamiento, Nicholas Colman salió de nuestras vidas. A Freddie le ha ido de maravilla. Estudió derecho en Bristol y ahora lo complementa con una especialización en contabilidad, algo relacionado con las finanzas de empresa, y aunque el proceso de su extensa educación acabará con unas deudas enormes, estamos seguros de que en unos años podrá recompensárnoslo todo por triplicado. A veces, tengo que esforzarme para no desear que mi hijo fuera un poco más como Freddie. Esto jamás se lo he dicho a nadie.

Susannah siempre ha sido indulgente con Guy. Tontean hasta la extenuación. Es como una broma entre nosotros. Ella cree que soy afortunada por tenerlo. También yo lo creo, claro está, pero me molesta que a los hombres les resulte tan fácil dar buena imagen cuando se los observa desde fuera de la relación. «No te pega, no es alcohólico, es bueno con los niños», nos dicen ese tipo de cosas para demostrar la suerte que tenemos, incluso otras mujeres. Guy suma puntos simplemente por no pegarme. Me pregunto si alguien le habrá dicho a él alguna vez: «Hablemos claro, no te pega, no es alcohólica y se porta bien con los niños. Tendrías que estar agradecido».

Así que no, no se lo he contado a Susannah, pero no para protegerte a ti, o a mí, ni siquiera a Guy. No se lo he contado para protegerla a ella.

Me levanto del banco y camino lentamente hasta la estación de King’s Cross. Tengo que andar despacio porque todavía me duele, y eso pasa porque está sanando y la piel empieza a tensarse. Voy a la estación central porque sé que por ahí hay una tienda Boot’s y me parece buena idea comprar un botellín de agua y algo de comer. Y vaselina.

El primer período de conmoción y negación tarda de diez a quince días en desaparecer. Esos días no como, no duermo. Me ducho bastante. Las dos imágenes continúan en mi cabeza: su cara sobre la mía, los estudiantes deambulando por el vestíbulo como fantasmas en la lejanía sin llegar a verme al pasar. Guy está atareado con sus ensayos, de lo cual me alegro. Susannah me envía un par de correos para vernos y lo pospongo. En el trabajo funciono con el piloto automático. Afortunadamente, mi categoría permite hacerme pasar por una persona ocupada sin que nadie pregunte en qué. No tengo más que ser un poco brusca con quienes me rodean para que me dejen en paz. Los dos días que voy al Instituto Beaufort pido a mi asistente, que comparto con los otros dos directores asociados, que no me pase llamadas mientras trabajo. No lo cuestiona. Se vuelve protectora conmigo. La oigo decir al teléfono: «Entienda que la doctora Carmichael tiene que priorizar…». Es de ese tipo de secretarias que disfrutan rechazando llamadas. Si fuera de otro género y pesara veinte kilos más habría sido un estupendo portero de discoteca.

Cuando recibo el correo estoy sentada a mi escritorio en el Beaufort. Después pensaré que es una suerte que me encuentre en el trabajo. Aunque tengo despacho propio en el instituto, las paredes son de cristal de cintura para arriba y me ve toda la planta abierta de oficinas, así que debo fingir.

Ya he abierto la bandeja de entrada y la estoy revisando cuando aparece en lo más alto con un sobre minúsculo junto al nombre: George Craddock. El tema del mensaje dice: «Conferencia mes próximo».

Me quedo congelada en la silla, completamente paralizada, salvo por la respiración que se acelera ásperamente en mi garganta.

Yvonne, solo era para confirmar la fecha de nuestra conferencia en Swansea del mes que viene. Es el jueves 28. Sugiero que nos veamos en Paddington y hagamos el viaje juntos. Si quedamos a las dos de la tarde tendremos tiempo de sobra. Te confirmaré pronto los horarios de tren. La cuota es de 300 libras más gastos. Es posible ir y volver en el mismo día, pero tal vez sea mejor reservar un hotel.

La conferencia de Swansea, en la que él me presentaría para después presidir un debate sobre formas de evaluación, era una posibilidad de la que hablamos la última vez que hice de examinadora externa para Sandra y Craddock, pero no habíamos concretado ninguna cita ni confirmado nada. Simplemente me preguntó si me interesaba.

Tengo el corazón en un puño, las manos me tiemblan. Siento como si la cabeza me fuera a estallar.

Si hubiera estado en casa me habría levantado de golpe y habría huido del ordenador, corrido escalera abajo hasta la cocina, salido de casa directamente, o tal vez me habría encerrado en el baño y sentado en el váter con la tapa puesta, como hacía en la escuela durante el recreo para no afrontar los juegos violentos del patio. Pero estoy en el Instituto Beaufort, del cual soy directora asociada, competente y reputada. Sé que debo actuar con presteza, pero inequívocamente. Tengo que demostrarle que, a pesar de no haber enviado agentes de policía a su casa, no pienso hacer como si no hubiera ocurrido nada. De ser así, jamás me libraría de él. Presiono la pestaña «Responder». Escribo muy rápido.

No iré a Swansea. Por favor, no vuelvas a ponerte en contacto conmigo.

Antes de presionar «Enviar» miro las dos frases durante un buen rato. No debería decir «por favor». Eso fue lo que dije repetidas veces durante el asalto y mira para qué me sirvió. Pero si lo quito quedará como un imperativo, una orden, y eso podría enfurecerlo. Me doy cuenta claramente, y se me ocurre como una idea sobria y simple, de que le tengo mucho miedo, un miedo visceral. Miedo como el que me daban los perros cuando era pequeña y prefería dar un rodeo de un par de kilómetros antes que pasar por delante de una casa vecina en la que hubiera alguno.

Sabe lo nuestro. Tiene algo con lo que chantajearme. No estamos seguros.

Mi educación, mis logros, mi política libraron una batalla con el miedo. Y el miedo ganó la partida. «Por favor» permaneció en el texto.

Envío el correo y bloqueo su dirección.

Te llamo directamente. Contestas al teléfono y digo en voz baja rápidamente:

—Soy yo. He recibido un correo.

Hay un silencio, tras el cual dices:

—Voy a tener que llamarte luego. ¿Dónde estás?

—En el despacho.

—Vale, te llamo enseguida.

Enseguida resulta ser dos horas. Ya he borrado el correo, pero te relato su contenido y mi respuesta.

—Bueno —dices.

—¿Dónde estás? —pregunto.

Me vendría bien tomar una copa después del trabajo, muy bien, de hecho. Una bebida alcohólica, una enorme copa de vino, frío y seco. No he bebido desde esa fiesta, solo de pensarlo me daban náuseas, pero ahora, de repente, quiero tomarme una copa contigo. Tal vez incluso podamos coquetear. Empiezo a tener la sensación de que es importante que lo haga pronto. Tengo que procurar volver a ser la de antes.

Se produce un silencio momentáneo y luego dices:

—Leytonstone. —Y no te creo. Creo que me has dicho que estás fuera de la ciudad para que no te pregunte si podemos vernos después del trabajo—. Lo has he hecho muy bien —sigues—. Si vuelve a ponerse en contacto contigo, dímelo.

—Vale —contesto, decepcionada.

—Te llamo luego —dices antes de colgar.

No sé nada de ti hasta dos días más tarde. Te pones en contacto conmigo mediante un mensaje: «¿Algún correo más?». Espero una hora antes de contestar. Al principio, solo escribo: «No». Después, me quedo mirándolo un rato y lo cambio por: «Nein». Contestas inmediatamente: «Genial X».

Eso no basta, me digo. No me sirve.

Al día siguiente recibo una llamada perdida tuya. La ignoro. Estoy en un seminario de una jornada llamado: «Las secuencias metabólicas y el imperativo comercial». Los seminarios científicos no son precisamente famosos por tener nombres con gancho, aunque el programa de conferencias del Instituto Beaufort alcanzó una breve notoriedad gracias a mí, cuando después de fracasar en el intento de captar suficientes asistentes para un ciclo llamado «Mujeres en la ciencia», cambié su título por «El sexo en la ciencia» y resultó que los alumnos acudían en tropel. Lo primero que hago cuando llego a «Secuencias metabólicas» es revisar la sala de conferencias buscando a George Craddock, aunque la medicina comercial no es su ámbito y hay escasas posibilidades de que se encuentre aquí. Examino la sala tan exhaustivamente como una persona con miedo al fuego o las bombas buscaría las salidas de emergencia. No me siento en una de las bancas y me sumerjo en la carpeta de cartón que me han dado hasta asegurarme de que no está.

Han puesto un bufet para almorzar en el abarrotado pasillo. Hay sándwiches dispuestos en platos de aluminio, pequeños triángulos de pan blanco e integral mezclados con diversos rellenos, todos ellos con abundante mayonesa. Hay pechugas de pollo cubiertas con una salsa de color marrón muy pegajosa. El hombre con el que hablo, un director de Hull, tiene seis de esas pechugas amontonadas en su plato de cartón. Advierte que me fijo en su plato. «Fuera carbohidratos…», dice a modo de disculpa, señalando su plato con la cabeza.

—Eh, Yvonne…

Al volverme, veo que tengo detrás a Frances, que mira al de las pechugas de pollo.

—Somos compañeras —explica—. Trabajamos juntas en el Beaufort. Frances Reason.

—Ah —dice él con la boca llena, alzando la pechuga mordisqueada y señalándola como alternativa a la conversación para después dar media vuelta.

—He estado intentando contactar contigo. Rupa está en modo Rottweiler. —Se refiere a mi secretaria—. ¿Cómo acabó la fiesta? ¿No te pareció horrorosa? A mí me lo pareció tanto que no vi más opción que ponerme hasta las trancas. Al día siguiente me sentía fatal. ¿Tú qué tal?

Llegados a ese punto, alguien que intenta pasar me empuja por detrás y aprovecho la oportunidad para tirarme el zumo de naranja por encima, cosa fácil, ya que con esa misma mano aguanto un plato de cartón vacío.

—Mierda —digo a Frances—. Disculpa.

Me vuelvo y suelto el vaso y el plato sobre la mesa.

Voy a la escalera. El aseo de señoras está en un entresuelo del piso de arriba, pero hay tres personas esperando en la cola. Sigo subiendo. Sigo subiendo y subiendo, corriendo prácticamente, sin aliento, hasta que llego al último piso, el quinto, donde no hay nadie. Paso por una puerta de madera con un ojo de buey, tras la cual hay un pequeño pasillo con un servicio para minusválidos junto al ascensor. Entro en el baño, frío y alicatado, pongo el seguro, me retuerzo y me digo en voz alta: No puedo hacer esto sola.

Para cuando consigo recuperarme hace rato que ha empezado la charla de las dos. La puerta del servicio para minusválidos se cierra de golpe tras de mí. No hay nadie aquí arriba. Al final del pasillo hay un ventanal del suelo al techo, pero el cristal es opaco, así que no se puede ver a través de él. Camino por la enmohecida moqueta marrón hasta llegar a él y apoyo la cabeza contra el cristal. Necesito la anestesia de su fría y dura superficie.

Cojo mi teléfono de prepago y marco tu número. Lo hago porque te necesito, no espero que contestes, pero lo haces.

—Hola —digo.

—Hola —contestas—. ¿Estás bien?

—No —digo, sin drama.

En realidad no hay nada que puedas hacer, y advertirlo es como si me cubrieran delicadamente de arriba abajo con un tupido manto, esa sensación de saber que no hay nada que hacer.

—Oh, Dios… —dices—. Dios.