Me quedo sentada en la cocina durante dos horas, arropada con mi suave albornoz, bebiendo café y mirando a la pared, estremecida y dolorida, incapaz de moverme, con las piernas sobre otra silla, una estirada como si estuviera rota y la otra flexionada. Cada poco rato tengo que cambiar de posición porque me quedo entumecida. Hago muecas de dolor.
A las nueve y media suena el teléfono, lo cojo del bolso, veo que es Guy y rechazo la llamada. Me deja un mensaje alegre en el que repite lo mismo que escribió anoche. La charla fue muy bien. Espera que la fiesta fuera divertida. Está deseando que se lo cuente todo. Cree que tendrá que pasar por el despacho y hacer unas cosillas antes de volver; ¿me importará? Puede que a él sí porque ha olvidado que había quedado con Paul para tomar algo a las ocho. Espero veinte minutos y escribo: «Perdona. Estaba en ducha. Ningún problema. Creo que tengo un virus, así que en casa. No te preocupes por esta tarde, mi noche será corta».
Tras enviar esto recuerdo que había quedado con Susannah para después de comer. Seguro que me pregunta por la fiesta. Me conoce mejor que mi propia madre. Si la veo tendré que contárselo, así que no la veré. Le envío un mensaje.
Cuando envío el mensaje me quedo con el teléfono en la mano unos minutos, mirándolo, como si esperase que después de mirarlo durante un buen rato pudiera transformarse en otro objeto, un perla tal vez, o un ratón que saltase de mi mano. Una vez que guardas un secreto, tienes que seguir haciéndolo. Creo que es así de fácil. Así de fácil es que tu vida se transforme en una mentira.
A media mañana subo los escalones, lentamente, como una inválida, uno a uno, haciendo muecas de dolor, notando la blancura de los dedos y las venas de las manos al agarrarme a la barandilla. Me llevo el bolso y lo suelto sobre la cama. Junto a ella está el montón de ropa de fiesta que llevaba la noche anterior, mi mejor vestido, las medias, el tanga —acceso fácil— y el sujetador a juego. Voy al armario, saco una bolsa de plástico y lo pongo todo dentro. Ato la bolsa con fuerza y la oculto al fondo de mi armario. Más tarde, unas semanas después, esconderé esa bolsa dentro de otra y la depositaré en un contenedor de basura cuando vaya de compras a Harrow. En ese contenedor desaparecerán mi vestido favorito, la mejor lencería que jamás haya llevado y mi personaje festivo, para siempre jamás.
Me tumbo en la cama, sobre el edredón. Me hago un ovillo. Permanezco allí durante mucho rato observando la habitación queda y silenciosa: la lamparita de noche con la pátina de polvo en el borde de su tulipa; la alfombra, que es nueva; la pesada cómoda donde Guy guarda su ropa interior y sus camisetas, que colocamos en un espacio entre dos ventanas menor que el propio mueble. Estos objetos componen el tejido de mi vida. Los doy por garantizados. Tirito como si tuviera la gripe. No será permanente, me digo, unos cuantos días nada más. No me refiero a tiritar. Quiero dormir, pero no puedo.
Hacia el mediodía me incorporo, coloco unas almohadas detrás de mi espalda y apoyo la cabeza en el cabecero de la cama. Tengo el estómago vacío y siento náuseas, pero sé que no merece la pena intentar comer. Cojo el bolso y reviso los dos teléfonos móviles. El de prepago lo llevo en un bolsillo con cremallera. Tengo cuatro mensajes de trabajo en el móvil habitual. En el otro hay una llamada perdida tuya sin mensaje de voz. También hay un mensaje de texto: «¿Resaca? ¿Lo pasaste bien anoche? ¿Me echas de menos?».
Me siento tan deteriorada e insegura que me asaltan las lágrimas al leerlo y saber que piensas en mí, que te preguntas cómo fue la fiesta, tal vez sintiéndote un poco celoso porque no te he llamado esta mañana para explicarte cómo fue la noche.
Te contesto: «Resaca. Mala noche. Te echo mucho de menos».
Después de enviar el mensaje me quedo con el teléfono en las manos, mirándolo y deseando que suene. Si sospecharas que me ha sucedido algo, me llamarías inmediatamente para preguntarme. Imploro débilmente, como una chiquilla, para que llames. «¿A qué te refieres con “mala noche”?», preguntarías.
No llamas. Has tomado la palabra «mala» simplemente como opuesta a «buena»: mala en el sentido de aburrida, cansina, demasiado alcohólica… Estoy decepcionada. Esperaba más de ti. Al fin y al cabo, eres un experto intérprete y yo no suelo informarte si algo va mal. Todavía estamos emocionados el uno con el otro, en una nube cada vez que hablamos. Pero tal vez sientas algo de inquietud entre tus quehaceres diarios, un vago presentimiento de que me pasa algo. Pienso en ello e intento imaginar dónde estás, con quién, qué haces. Te imagino en alguna reunión estratégica, hablando sobre algún despliegue de agentes —para que veas lo poco que sé de tu trabajo— en torno a una mesa cuadrada en la que hay varias tazas de café instantáneo y un plato de galletas a medio acabar. No, concluyo, no has adivinado que me pasaba algo. Ya te conozco lo suficiente para saber que te pondrías al teléfono en cuanto intuyeras que retengo información. Era un mensaje tan alegre que te he despistado y el fracaso de mi estrategia me desilusiona a más no poder.
Vuelvo a meter ambos teléfonos en el bolso, me tumbo y me hago un ovillo de nuevo.
Todo comienza con un llanto seco en mi interior, como pequeñas y profundas descargas que sacuden mi estómago. Al cabo de un momento empiezan a brotar las lágrimas y ya no paran.
Consigo dormir un poco. Bajo y deambulo de habitación en habitación. Confirmo que la cadena de seguridad sigue puesta en la puerta de la calle. «Estamos a tiro de piedra.» No me atrevo a comer, pero sí a tomarme un té.
Me llamas a media tarde. Cuando suena el teléfono me quedo mirándolo con el corazón hecho trizas, porque te deseo tanto que creo que moriré, literalmente, que yaceré y moriré si no hablo contigo. Pero sé que en cuanto conteste y tengamos una conversación normal, seductora, te sabré a muchos kilómetros, tan lejos de mí como yo estoy de Guy, o tú de tu esposa. Pero me siento débil y compungida, así que en lugar de hacer lo que debería, rechazar tu llamada y mandarte un bonito mensaje como he hecho antes, contesto. Estamos en mitad de la jornada laboral. Estarás ocupado. Si mantengo una conversación corta y alegre, haciéndome la atareada, no te darás cuenta. Después tendré el fin de semana para recuperarme, para hacer acopio de fuerzas.
¿Recuerdas esta conversación, mi amor? Está grabada a fuego en mi memoria, como si me hubieran marcado con un hierro candente.
—¡Eh, resacosa! —dices, animadamente—. ¿Qué tal te encuentras?
—Bien.
Eso es todo lo que digo, una palabra desprovista de entonación.
Nos quedamos callados durante un segundo hasta que dices con voz grave y seria:
—¿Qué pasa?
Cuando acabo de contártelo hay otro silencio. Luego dices:
—¿Te ha dejado marcas en la cara?
—No —digo—. Me pegó con la mano abierta.
—¿Y en algún otro sitio?
—Tengo moretones en los muslos, y marcas de dedos. —Me quedo en silencio—. Y también algún hematoma interno, creo… Creo que tengo un desgarro anal.
No te quedas callado ni suspiras.
—Los moretones en los muslos sirven, el desgarro es muy común en el sexo anal consentido. ¿Alguna herida por inmovilización, hematomas en las muñecas?
Me pregunto cómo sabes que hay que preguntar eso.
—No —digo—. No me inmovilizó. No lo necesitaba. Con pegarme fue suficiente. No me resistí, no me…
Me vengo abajo.
—Yvonne —dices entonces, con una profundidad y una ternura que nunca te he oído antes—. Yvonne… lo estás haciendo muy bien… Has hecho lo que debías, pero escucha. ¿Quieres que envíe a alguien para que te tome declaración? En menos de una hora estarán allí.
—¿Alguien?
—Agentes de policía. Serán dos, un hombre y una mujer, o dos mujeres. Ahora tienen una unidad especial. No es como antes.
—No —digo.
Te quedas en silencio.
—¿Estás segura?
Por primera vez desde el suceso puedo pensar.
—Sabes tan bien como yo que no puedo llevarlo a juicio.
Hay una larga pausa en la que los dos reconocemos tácitamente la verdad, las consecuencias que nos acarrearía a ambos. Es un silencio tan largo que me sienta como un baño caliente. Te noto muy cerca.
Al final dices, simplemente y con sinceridad:
—Dios…
—No pasa nada —respondo, recomponiéndome con bravura—. Estoy bien.
—No —niegas tú—, sí pasa y no estás bien.
—Lo estaré.
—¿Dónde se encuentra tu marido?
—Guy está volviendo de Newcastle. Llegará tarde. Ha quedado con un viejo amigo. Le he dicho que estoy enferma. Lo más probable es que duerma en la habitación de invitados, no pasará nada, es lo que hacemos cuando alguno de los dos enferma.
—¿Serás capaz de comportarte con normalidad mañana?
—Sí, simplemente estaré enferma.
De hecho tenemos un fin de semana ajetreado, con más vida social de la acostumbrada: teatro con amigos el sábado y comida de domingo con la hermana de Guy, que vive en Pinner. No soy capaz de imaginar cómo podré soportarlo, pero estaré entretenida, o tal vez tan enferma que me quede en la cama.
—Sabes que si pudiera ir a verte ahora, lo haría —dices.
—Sí, lo sé. —Por tu tono de voz sé que te preparas para acabar con la conversación. Intento pensar en por qué lo retrasas—. ¿Qué haces este fin de semana?
Esto rompe una de nuestras reglas implícitas. Nunca nos preguntamos lo que hacemos en casa con nuestro marido o esposa, como si marcar esa línea, la de la lealtad, convirtiera lo que hacemos en algo aceptable, como si no tuviéramos más que compartimentar para justificarnos a nosotros mismos.
—Esta noche vienen unos amigos a cenar a nuestra casa. —Es la primera vez que te oigo usar el plural: «nuestra», como en mi «mujer y yo»—. Los niños tienen clase de teatro el sábado por la mañana, tal vez después los lleve a ver una película. Estará bien, supongo, pero lo que quiero es hablar contigo.
Con eso basta. Hay otro silencio hasta que consigo proferir un sonido irónico que te comunica que sonrío un poco.
—Esto no es exactamente lo que buscabas, ¿no? Me refiero a que las cosas se han puesto serias de repente y eso no entraba en tus planes. No me imagino haciendo el amor contigo en este momento. No me imagino haciendo el amor nunca más. ¿Habrías podido imaginar las consecuencias que nos traería esto?
—Lo que yo buscaba eres tú.