8

Salimos de Apple Tree Yard y seguimos por Duke Of York Street. Todavía no te has ido y ya me has abandonado, como de costumbre, pero esta vez no me duele, más bien me siento pagada de mí misma. Voy cogiéndole el truquillo a esto. Es como si a mis cincuenta y dos años hubiera descubierto una inesperada habilidad para tocar el flautín o bailar claqué, algo que existía de forma latente en mi interior y nunca había sabido explorar. Camino uno o dos pasos por detrás de ti, meto la mano bajo mi abrigo y me aliso el vestido. Después, corriendo tras tus pasos, me abrocho los botones y me arreglo el pelo, esos gestos nimios que me preparan para la vida pública de nuevo.

Nos despedimos en el metro de Piccadilly Circus, con uno de esos abrazos bruscos a los que he acabado por acostumbrarme: me pasas un brazo por la espalda y me aprietas con firmeza con el antebrazo, separándote de mí en cuanto mi cuerpo hace contacto con el tuyo. Es el tipo de abrazo que puedes darme libremente sin temor a que te vea cualquier conocido. Me doy la vuelta y regreso a la propia plaza de Piccadilly, cruzo por el paso de peatones y atajo por Air Street. Tardaré unos veinte minutos en llegar a la fiesta de la facultad, caminando más rápido de lo que me gustaría con los tacones y esa tímida lluvia que ha empezado a caer, lluvia de abril, fina y húmeda. No me importa, en este momento en particular no me importa nada.

Ando con afectación, la justa llevando estos taconazos, que no son los botines de tacón más bajo que llevaba cuando nos conocimos, sino los de aguja: zapatos de fiesta, zapatos para ser observada. Subo por Regent Street y miro a la gente apresurada que pasa ante mí. Me pregunto cuántos de ellos realmente tendrán prisa. ¿Cuántos regresan a casa? ¿Cuántos de ellos correrán hacia algo o huirán de algo? Conozco la hora punta tan bien que es como si la llevara en la sangre. El paso frenético de la multitud es contagioso. A esta hora del día parece imposible caminar por la calle lentamente, evitar empujar y dar codazos si te subes a un autobús o un metro abarrotado. Me pregunto cuántas de las personas que me adelantan son felices. Yo lo soy. Llevo una doble vida y la llevo bien. Quizá debería ser yo la espía.

He cruzado Oxford Street y camino en zigzag hacia el norte y el este por los callejones cuando sucede algo inusitado. Hay una mujer andando hacia mí, una mujer pequeña, más bajita que yo incluso, japonesa, vestida con ropa cara: seda verde y cazadora de cuero de talle corto. Acaba de contestar al teléfono y está muy contenta por la llamada. A un hombro lleva varias bolsas de compras. Al cabo de un par de frases, todavía a varios pasos de mí, se para en seco en medio de la calle. Le cambia la cara. Las bolsas de la compra caen de su hombro. Le fallan las rodillas y se desploma sobre la acera dejando escapar un gemido, pero con el teléfono pegado a la oreja.

Yo me quedo quieta durante un instante y luego me acerco. La mujer solloza y grita al teléfono en japonés. Es obvio que acaban de darle una terrible noticia. Un momento antes caminaba con la compra y al siguiente recibe una llamada y está de rodillas bajo la lluvia, llorando y gritando.

Vacilo un instante ante ella. Al cabo de un momento digo: «Disculpe, ¿puedo ayudarla?».

La mujer alza la vista y me mira con una expresión entre perpleja y desdeñosa, como si no entendiera qué hago allí frente a ella, o no comprendiera lo que digo, desconcertada y enfadada a través de su mar de lágrimas. Entonces vuelve a gritar y a llorar al teléfono.

Parece impúdico quedarse allí, así que la adelanto y sigo mi camino. Cuando vuelvo la vista la sigo viendo en el mismo sitio, llorando de rodillas.

Para cuando llego al conjunto de edificios conocido como complejo Dawson, núcleo principal de las oficinas de administración de la universidad y sede de varias salas de conferencias, la fiesta está en su punto álgido. El director de Ciencias dejó muy claro que aunque la universidad donara el espacio, la comida y el vino corrían por su cuenta. Han reclutado a una cuadrilla de estudiantes para que hagan de camareros y personal de servicio, y al entrar en el vestíbulo pisando fuerte con mis tacones me reciben en fila con sus sujetapapeles, dispuestos a tachar nombres de la lista de invitados. Esto no es típico de las fiestas universitarias, normalmente no son tan fastuosas para tener una lista de invitados —lo normal es que haya vasos de plástico y vino blanco a temperatura ambiente—, pero esta es diferente, más de postín. El director de Ciencias ha dedicado tres décadas a la educación y ahora se va a dedicar irremisiblemente al sector privado. Alto y con unas gafas graduadas enormes, está de pie en el vestíbulo junto a los estudiantes de los sujetapapeles, dando la bienvenida a los invitados con una sonrisa sin gracia en el rostro.

«Yvonne…», dice al verme entrar, avanzando hacia mí para darme dos besos.

Tras la ronda de cumplidos con el director de Ciencias me dirijo al pasillo que lleva al salón de actos, el centro del complejo Dawson. A la izquierda hay unos colgadores recién instalados para que la gente deje los abrigos. Ya está casi lleno, apenas quedan un par de colgadores al final envueltos en papel de rifa con celofán. Mientras espero junto a un grupo para colgar mi abrigo, una estudiante alta vestida con tejanos y camisa negra se acerca a mí con una bandeja de copas de vino.

—Doctora Carmichael… —dice, deteniéndose para ofrecerme una copa.

No la reconozco, pero como todavía no me he puesto la placa con el nombre supongo que será una antigua alumna, así que sonrío, acepto la copa y digo:

—Gracias; ¿cómo va todo?

—Genial, empiezo en el Vicenzi Centre en otoño.

Ahora la recuerdo, una americana inteligente cuyo doctorado versaba sobre los rasgos distintivos de la personalidad resultantes de la susceptibilidad condicional generada por la variante genética SERT.

—Me alegro mucho, buena suerte.

—Gracias. Estoy deseando empezar.

Tras ella, andando por el pasillo, veo a dos hombres calvos, uno alto y el otro bajo.

—¿Ese no es el catedrático Rochester? —Es una pregunta retórica, ya que estoy segura de que es él. Bebo un poco de vino que me da de pleno en el estómago vacío. Eli Rochester es el responsable de Glasgow. En mi ámbito él es Dios. Me quedo mirando a la estudiante—. Rochester está aquí.

La estudiante se acerca a mí, alzando sus perfectas cejas. Todavía no recuerdo su nombre, pero sí que me gustaba bastante su inteligencia sarcástica.

—Todo el mundo está aquí, doctora Carmichael —murmura antes de marcharse.

Camino del perchero me desabrocho el abrigo con la mano que me queda libre, y el hombre que tengo delante se vuelve y me dice con familiaridad:

—Dame, será mejor que me encargue yo de eso.

Me quedo desconcertada unos instantes hasta que veo que se refiere a mi copa.

—Gracias —digo.

—Yvonne —responde él con cierta condescendencia, mientras coge mi vaso y espera a que me quite el abrigo y encuentre un colgador libre—, yo edité tu ensayo.

Ah, sí, es un editor. De hecho he trabajado bastante con él, aunque casi siempre por correo electrónico.

—¡Harry! —digo—. ¿Cómo estás?

—Bien, bien…

Mientras camino junto a Harry por el pasillo me percato de que esta noche estoy radiante. Es extraño que ese tipo de narcisismo resulte tan atractivo. Me pregunto si será el vaso de vino que llevo en la mano, la cantidad de personas que me han saludado efusivamente ya antes de entrar o la presencia de tan ilustres compañeros de mi ámbito profesional —algo que por supuesto alaba mi gusto por asistir a la fiesta—, y sí, es por todas esas cosas. Pero también por ti. Acabo de hacer algo con lo que la mayoría de las personas de esta fiesta jamás soñarían, que ni siquiera yo habría soñado antes de conocerte. Y no me han descubierto. He sabido montármelo.

Más tarde regresaré a la bonita casa que comparto con mi marido; ahora estoy en una fiesta llena de triunfadores de mi profesión, y encima soy una de ellos. Esta es mi vida. Parece que fuera ayer cuando era una de esas estudiantes con la bandeja llena de copas de vino, deseosa de intercambiar unas palabras con algún catedrático de mi ámbito académico. Y ahora aquí estoy, como por arte de magia, la gente me recibe y yo tardo uno o dos minutos en recordar sus nombres.

Cuando llego al final del pasillo he acabado con la primera copa de vino. Me separo de Harry al llegar al salón de actos, que está atestado. Es temprano, pero ya hay ambiente de celebración, todos van por la segunda o la tercera copa, y la sala rebosa de risas y conversación. Tal vez sea la combinación de tanto alcohol y gente en un escenario cotidiano; es como una fiesta navideña de oficina, todos borrachos o en proceso, confraternizados. Puede que los científicos no suelan desmelenarse, pero cuando lo hacen lo elevan a la enésima potencia.

Distingo a un grupo de personas que conozco, investigadores del anterior instituto de Guy, pero me quedo un momento inspeccionando la sala. Me preguntarán por qué no ha venido Guy, que está dando una charla en Newcastle, y después desearán saber cómo va mi trabajo. No quiero quedarme atrapada tan pronto entre un grupo de conocidos.

Doy una vuelta por la sala, suelto mi copa vacía, recojo otra por el camino y me encuentro de repente junto al ilustre catedrático Rochester, pero está rodeado de acólitos y parece enfrascado en una conversación con uno de ellos. Me alejo con la copa en alto para resguardarla de los codazos, sorteando los cuerpos de la sala y deslizándome entre ellos.

—¡Yvonne!

Es Frances, una técnica con la que trabajé en el Beaufort. Me cae genial. Rondará los sesenta y ha visto de todo.

Nos abrazamos brevemente y se acerca para susurrar claramente a mi oído:

—¿Cuánto crees que le habrá costado esto?

—¡Un dineral! —grito yo en el suyo.

En los tiempos que corren el director de Ciencias no se habría atrevido a usar un solo penique del dinero de la universidad.

—Vamos —dice—. Demos una vuelta por la sala. A ver si localizamos el canapé más deseado.

Me bebo dos vasos más de vino a la caza del canapé. ¿No tendría que haber hordas de estudiantes con aperitivos? No hay ninguno a la vista, aunque ocasionalmente vemos con frustración a invitados que cogen algo entre los dedos y se lo llevan a la boca. No he comido nada desde el sándwich del almuerzo y ya estoy un poco achispada, pero qué demonios, todo el mundo está igual. Es de ese tipo de fiestas. Si es necesario soltaré cuarenta libras para que un taxi me lleve a casa. No tengo nada urgente que hacer mañana y no me importa pagar un taxi caro si paso una buena noche fuera de casa.

—¿Sabes que después habrá baile? —grita Frances entre el barullo mientras pasamos ante una caterva de bacteriólogos suecos.

Sé que son suecos porque gritan con vehemencia aspectos de los experimentos de Meselson y Stahl, que tuvieron lugar en 1958 y siguen haciendo discutir a los bacteriólogos. Creo que uno de ellos puede ser alguien con quien que tuve una breve disputa en la sección de cartas de la revista Nature hace un par de años.

—Me tomas el pelo… —murmuro.

Pero Frances no me escucha. Mis palabras quedan ahogadas por el equipo de sonido que llega desde un lateral de la sala. Hacemos una mueca y nos volvemos. Después se oye el sonido hueco de alguien que prueba un micrófono en el escenario. Dios, los discursos, pienso, bebiéndome el resto de la copa y mirando alrededor para encontrar otra antes de que empiecen. El director de Ciencias nunca dice en una palabra lo que puede decir con veintiocho.

A partir de las diez, la noche empieza a difuminarse. Miro mi reloj y me digo que debería llamar a Guy para avisarlo de que llegaré más tarde, hasta que recuerdo que está en Newcastle. La invitación decía que duraría hasta las doce de la noche, pero no pensaba quedarme hasta el final. Ahora me parece que saldré de aquí la última. La bebida me ha dejado descolocada, mareada e insegura, demasiado borracha para seguir bebiendo pero también para dejar de hacerlo. Hacía mucho que no estaba tan bebida. Años. He confraternizado con los investigadores y he perdido a Frances en algún sitio, incluso he saludado brevemente a Eli Rochester quien, para mi asombro, recordaba que nos conocimos hace seis años en el Advanced Bioinformatics Symposium de Chicago, y he caído en la cuenta repentinamente de que llevo unos tacones más altos de lo habitual y debería ir afuera con mi copa de vino blanco de inmediato.

Miro el jardín a través de las cristaleras del fondo del salón de actos. Está lleno de fumadores. Mientras decido si reunirme con ellos, alguien me tira del codo y al volverme veo a George Craddock con una radiante sonrisa.

—¡Ah, hola! —digo con efusividad, aliviada al ver una cara amiga—. ¿Está Sandra por aquí?

No sé por qué supongo que, como trabajan juntos, siempre van en pareja.

—Se ha ido hace un rato. —Alza la copa en dirección al jardín—. Te he visto antes, pero no he conseguido pillarte. ¿Salimos?

Necesito sentarme urgentemente.

—Buena idea —digo, poniéndome en marcha.

Salimos juntos y nos sentamos en un poyete de ladrillos. Lleva una camisa de mangas largas con un estampado de flores diminutas, una camisa de diseño. Le pega. Tiene un paquete de cigarrillos en la mano. Me ofrece uno y yo, estúpidamente, borracha, me lo llevo a los labios y me inclino ante el encendedor que pone ante mí. Es como un lanzallamas, así que aspiro profundamente y me aparto antes de que me chamusque las pestañas. Me entra un ataque de tos.

—¡Sabía que fumabas a escondidas! —dice.

Niego con la cabeza, riéndome un poco.

—¡No lo hago, en serio!

—Sí lo haces —responde—. Eres de esas que piensan que no es el tabaco lo que provoca el cáncer, sino ir al estanco a comprarlo. —Me quedo pensando en que George es mucho más ingenioso cuando ha bebido un par de copas—. Dios, qué discursos más horrorosos… —dice.

Nos embarcamos en una diatriba contra las autoridades de la universidad y los que la subvencionan, empezando por el rector y acabando por el actual ministro de Educación. Siempre me había parecido que George era conservador y me sorprende comprobar que coincide conmigo acerca de los problemas presentes en la financiación de la educación superior. Pero, aunque los académicos se quejen, nuestro campo está bien subvencionado en comparación con las artes —pienso en lo fácil que ha sido la carrera de mi hija, en comparación con la de mi hijo— y hablamos sobre las ilusiones románticas que el director de Ciencias debe de hacerse respecto al sector privado. Cierto, hay mucho despilfarro de dinero, pero también es mucho más exigente. Los pagadores esperan resultados.

Nos quedamos fuera un buen rato. No tengo frío, a pesar de no llevar el abrigo. En cierto momento se nos une un grupo, hablamos un poco con ellos y luego se disgregan. Los camareros no traen vino al jardín, pero George entra un par de veces a rellenar las copas. Dentro, las luces se atenúan y empieza a atronar la música. Desafortunadamente, las luces no son tan tenues para evitarme la visión de los bacteriólogos suecos desmelenándose. Frances se me acerca cuando George ha ido a por otra copa y dice:

—Querida, tengo que marcharme. Estoy reventada.

—Yo también —respondo—. Me iré dentro de poco.

—Nos vemos la próxima semana —dice—. No acabes en la pista de baile, ¿eh?

—Ni loca.

George vuelve con una nueva copa y cuando me la ofrece me levanto, un poco renqueante, y digo:

—La verdad es que no debería beber más de esto, creo que no.

—Probablemente tengas razón —dice—. ¿Nos vamos? Te acompaño al metro.

—Sí, perfecto —digo, abriendo el bolso y percatándome de que me será imposible localizar la otra mitad del tíquet que he roto en el colgador.

Llegados a este punto tengo ciertas lagunas. Recuerdo que estuve en el pasillo. Recuerdo lo que me costó conseguir mi abrigo. Recuerdo que George sostuvo mi bolso mientras me lo ponía sobre los hombros sin molestarme en abrocharlo. Recuerdo el sonido de mis tacones en el vestíbulo y también que George dijo:

—Déjame que recoja el maletín de mi despacho.

Recuerdo que me apoyé contra la pared del ascensor y cerré los ojos.

Después, George y yo estamos caminando por el pasillo en penumbras. El complejo Dawson fue construido en los sesenta y encima de la planta baja de techos altos hay un laberinto de despachos mal iluminado. En cierto momento, mi hombro resbala por la pared de ladrillo visto. George me coge por el brazo.

—Ven —dice con una voz afable y divertida—. Necesitas sentarte un momento.

Una vez en el despacho de George este cierra la puerta de un puntapié y se acerca a su escritorio. Hay un pequeño sofá de dos plazas al otro lado de la habitación y yo me derrumbo sobre él, arrugando el abrigo. Caray, pienso, hacía años que no estaba tan borracha. Tendría que haber comido algo en la cafetería cuando estaba contigo. Al pensar esto me acuerdo de ti y de lo que hemos hecho poco antes, y sonrío un poco al recordar a esos ilustres científicos de abajo y cómo caminaba entre ellos orgullosa de mi trabajo y mis títulos. Si hubieran podido imaginarlo…

George enciende una lamparita y se entretiene con unos papeles, metiéndolos en un maletín marrón muy usado. Después enciende el interruptor de una tetera eléctrica que hay en una esquina de su escritorio. Se vuelve y me doy cuenta de que está mirándome, pero dejo caer la cabeza de nuevo contra el sofá. Me reincorporo y veo que se ha acercado al interruptor para encender la luz principal. La del escritorio es tenue. La tetera empieza a borbotear.

—¿Por qué sonríes? —dice.

Hay algo en su tono de voz que me inquieta un poco, pero antes de que tenga tiempo de considerarlo ya se ha arrodillado ante mí en el suelo frente al sofá y empieza a besarme.

Mierda, pienso. Joder. Le pongo las manos en el pecho y lo aparto, con mucho cuidado. Tengo vergüenza ajena.

—Escucha, lo siento, no… —digo, casi riéndome. Qué estúpido de mí darle esa impresión. Dios, menuda idiota—. Lo siento mucho, mi vida ya es lo suficientemente complicada.

George se incorpora un poco, poniéndose de cuclillas; yo también me he incorporado y nuestras caras quedan muy cerca. Ladea la cabeza.

—¿Cómo está Guy? —dice entonces.

Sabe cómo se llama mi marido. Claro que no es tan raro, todos trabajamos en el mismo campo, pero no se conocen, que yo sepa.

—Bien… —digo.

—¿Sabe que estás follando con otro? —Me quedo mirándolo, su barba recortada, sus gafas de montura fina, parecidas a las tuyas, su sonrisa afable. Estoy desconcertada, mucho, y también demasiado borracha para soportar el ridículo que conlleva darle una negativa convincente. Su sonrisa se ensancha y su cara sigue pegada a la mía—. ¿Por qué si no podría ser tu vida tan complicada? —Niego con la cabeza, todavía desconcertada por el giro que ha tomado este encuentro. No digo nada, simplemente niego con la cabeza—. Siempre he pensado que eras una egoísta —continúa, con una voz grave y oscura, pero todavía sonríe y yo sigo confundida.

Entonces me pega.

Siento una explosión en el interior de la cabeza, parece que me haya golpeado por dentro. Después, un momento de irrealidad y aturdimiento, seguido de una milésima de segundo de inconsciencia. Doy un alarido de dolor e incredulidad mientras caigo por un lado del sofá. Me pita el oído izquierdo. Luego me doy cuenta de que estoy en el suelo con la cabeza apoyada contra el sofá y George está penetrándome.

Su peso me inmoviliza y él gruñe por el esfuerzo. Me duele el tobillo y veo que está chocando con la pata de metal cuadrada del escritorio que hay frente al sofá. No puedo creer lo que está pasando.

George Craddock me mira mientras me folla. Todavía lleva puestas las gafas.

—Si levantas la cabeza del sofá volveré a pegarte.

La cabeza se me levanta, porque arremete contra mí con fuerza, pero es un movimiento corto e involuntario, no un intento serio de levantarme o resistirme.

Me propina otro bofetón seco y duro en la cara con la mano abierta. La cabeza se me va hacia atrás. Capto el mensaje. Contraigo los músculos del cuello para no moverme del sofá. Cierro los ojos y me tapo la cara con las manos.

Tengo la sensación de que dura una eternidad, pero en realidad no puede ser más de varios minutos. Al cabo de un rato, todavía en plena faena, me dice:

—¿Por qué te has tapado la cara con las manos? —No contesto. Sigo con las manos en la cara y tenso los músculos todo lo posible para permanecer inmóvil, a pesar de lo que está haciendo. Quiero protegerme la cara—. Quítate las manos de la cara —dice. Al ver que no me muevo, lo repite en una voz grave y amenazante—. Te he dicho que te quites las manos de la cara…

Sigo sin moverme. Soy como una tortuga sacada de su caparazón o un erizo hecho una bola.

Me quita las manos de la cara y me inmoviliza las muñecas a un lado. Con la mano libre me golpea de nuevo.

Entonces empiezo a implorar.

—Por favor… —digo, y al ver que no para, lo intento usando su nombre— George, por favor… por favor… —digo.

—Por favor, ¿qué? —replica él. Tengo los ojos abiertos y lo miro abiertamente a la cara. Él me sonríe—. Por favor, ¿qué?

No contesto, y entonces su rostro se ensombrece y él levanta la mano muy alto. Me protejo como puedo.

—Por favor, no me pegues —suplico.

Es la respuesta correcta. Me sonríe de nuevo y baja la mano.

Sus esfuerzos aumentan entonces, agacha la cabeza hasta ponerla junto a la mía, con la cara pegada al borde del cojín del sofá que hay junto al que yo apoyo la nuca. El reflejo oval de la lámpara del escritorio me da en la cara. Veo la silla giratoria frente al escritorio y sobre ella el maletín gastado, todavía abierto, junto al resto de los otros objetos de la habitación. Él murmura contra el sofá: «Joder, joder, joder…», y me embiste con un vigor desesperado. Al cabo de un rato se queda quieto. Todavía lleva el distintivo de la fiesta con su nombre y el metal se clava dolorosamente en mi pecho.

—Mierda —dice entonces, saliendo de mí, flácido y diminuto. Al sentir su piel contra mis muslos me estremezco. Cuando se separa de mí consigo alzarme un poco con los codos. Se queda arrodillado un momento entre mis muslos, con los pantalones bajados, la camisa y la chaqueta abiertas, y el rostro reluciente de sudor. Se pone a tocarse lentamente mientras me mira. Después añade en un tono de voz amistoso—: Demasiado vino, creo… Lo siento.

—Me has pegado —digo.

Al levantarse sigue con esa sonrisa en la cara. Coge el maletín de la silla giratoria y lo pone sobre el suelo, donde queda colocado de lado.

—Creí que te gustaría —dice, contento de sí mismo, y añade—: Me gusta oírte suplicar.

Me arrastro hasta el sofá y me quedo sentada unos segundos. Tiemblo de la cabeza a los pies. Me castañetean los dientes.

Él sigue mirándome.

—Será mejor no bajar todavía, ¿eh? —dice—. Sigue habiendo demasiada gente. —Mientras me observa se pone a tocarse otra vez, agarrándosela entre el pulgar y el índice—. Esos chicos… —añade.

Los tocamientos funcionan. Por Dios bendito, pienso, vamos a volver a empezar otra vez. Se levanta y se acerca.

—Abre la boca.

Hasta pasada la una de la madrugada no cae dormido, brevemente, descansando el antebrazo en mi cuello. Me quedo muy quieta durante un buen rato antes de intentar moverme y cuando lo hago se levanta inmediatamente. Tengo la precaución de sonreír.

—Debo irme… —digo, jovialmente.

Me arriesgo a comprobar que la adrenalina se haya desvanecido tras el sueño. A buen seguro está cansado.

He juzgado correctamente.

—Sí, supongo que sí —contesta, somnoliento—. Te será complicado explicar esto en casa, ¿eh?

Ahora su tono de voz es claramente desagradable, lo cual resulta menos amenazante que esa sonrisa. Por dentro no dejo de repetirme: Todo saldrá bien, si tienes mucho cuidado no te pegará más.

Se levanta y se recompone el atuendo, después se inclina, recoge su maletín del suelo, lo pone sobre el escritorio, lo abre y mira en su interior.

Estoy prácticamente segura de que todo ha acabado, pero como no puedo saberlo a ciencia cierta, hablo con serenidad, casi con tono relajado:

—Bueno, entonces, nos vemos pronto —digo mientras me levanto, me aliso el vestido y me arreglo el abrigo y el pelo.

Me tiemblan las rodillas.

—Te acompañaré abajo —dice.

Lo espero en el pasillo mientras cierra el despacho con llave. Ahora todo tiene un aire de irrealidad. Quiero estar en casa y la mejor forma de llegar allí es actuando con normalidad. Estamos juntos esperando el ascensor. Una vez dentro, me apoyo contra la pared y cierro los ojos. Cuando los abro, lo encuentro mirándome y sonriendo. Se abren las puertas y nos adentramos en el desierto vestíbulo con rapidez. En el pasillo quedan algunos rezagados charlando, pero las dobles puertas del salón de actos están abiertas y veo que está bien iluminado, pero vacío, salvo por los estudiantes que deambulan en él con sus bolsas de basura negras. Rezo porque no nos encontremos a ningún conocido. George Craddock me toma por el codo mientras atravesamos el vestíbulo.

—Ya habremos perdido el último metro —dice—. Compartiremos un taxi.

Fuera vuelve a caer la misma llovizna, fina y fría. Me quedo parada en la acera, embargada por la impresión. Al cabo de unos minutos se detiene ante nosotros un taxi con la luz amarilla encendida. George Craddok habla con el taxista, que le responde: «Solo voy en dirección sur». El taxi se marcha y George me mira y dice:

—Por ley no pueden negarse a llevarte, ¿sabes? Podríamos denunciarlo. Llevaba la luz encendida.

Otro taxi aparece como por arte de magia. George abre la puerta trasera y me hace entrar. Obedezco. Habla con el conductor y se acomoda junto a mí.

Me siento lo más lejos de él que puedo, pegada a la esquina, mirando al otro lado. Permanecemos en silencio mientras el taxi se interna velozmente en la noche londinense. No sé qué decir. No hay tráfico. La lluvia ha parado. Hace una noche clara y negra. Los edificios aparecen y se desvanecen a toda prisa. Las farolas me deslumbran. Al cabo de un rato, cierro los ojos.

No me doy cuenta de que debo ocultarle mi dirección hasta que pasamos por Wembley. Abro los ojos y lo miro con una mueca de fastidio.

—Mi marido estará todavía despierto, esperándome, supongo —digo.

—No pasa nada —contesta él—. De todas formas yo me bajo antes. —El trayecto dura varios minutos más—. Es una suerte que vayamos en la misma dirección —añade. Y luego—: Estamos prácticamente a tiro de piedra. —Me entran ganas de vomitar—. Eso no te lo esperabas, ¿eh? —Luego se inclina sobre la mampara de cristal y la golpea con los nudillos. El taxista la abre—. Puede dejarme aquí, en el siguiente cruce.

El taxi se detiene justo delante de un semáforo que se pone en ámbar. Un perro solitario y escuálido trota ante nosotros con la cabeza gacha dando grandes zancadas por la carretera. George se ha desabrochado el cinturón y eleva el trasero para hurgarse los bolsillos. Rebusca en ellos mientras el motor sigue encendido y después deja un billete de diez libras y algunas monedas en el asiento.

—Ahí tienes —dice—. No es la mitad exacta, pero tú vas más lejos.

Y adiós.

El taxi vuelve a ponerse en marcha. Exhalo muy lentamente y cierro los ojos de nuevo.

Cuando el coche se detiene ante la puerta de mi casa sigo con los ojos cerrados. El taxista ha debido de preguntarme la dirección en algún momento, pero no lo recuerdo. Tengo la cabeza llena de lagunas, estoy tan abotargada que no queda espacio más que para el momento presente, que me dice que pague al taxista, entre en casa, cierre la puerta, suba la escalera y me esconda bajo el edredón. Cojo el dinero de George Craddock, salgo del taxi y doy un portazo. El taxista ha bajado la ventanilla. Le doy el dinero de George, le digo que espere un momento, cojo el bolso y busco la cartera. El taxista no deja de observarme ni un instante. Me tiemblan las manos. Al cabo de un momento, dice:

—¿Quieres un recibo, encanto?

—Sí, por favor —digo.

Actúa con normalidad y todo será normal. Le doy más dinero, me entrega el cambio, se queda mirándome y dice pensativamente:

—Muy bien, encanto, buenas noches.

—Gracias, igualmente —digo al marcharme.

Mi casa está a oscuras. Entro por la puerta principal y a pesar de que Guy no está me quedo escuchando en el pasillo. No enciendo la luz, pero el haz de las farolas sigue entrando por los paneles de cristal que hay encima de la puerta, iluminando débilmente los objetos familiares de la casa, el mueble de los paraguas y la mesita con el cuenco de cristal que compramos en Sicilia. Sé que si me quedo allí de pie las rodillas me fallarán, así que entro. Entonces recuerdo que no he puesto la cadena de seguridad, vuelvo y lo hago. Después voy al salón, compruebo que las ventanas están bien cerradas y corro las cortinas. Voy de una habitación a otra y repito el proceso, examinando las ventanas una y otra vez. Acuéstate, pienso. Métete bajo el edredón, acuéstate.

En el baño, saco los cepillos de dientes del vaso y lo relleno de agua. Bebo tres vasos. No me miro en el espejo que hay sobre el lavabo.

Me quito la ropa en la habitación y la dejo en el suelo junto a la cama. Gracias a Dios, Guy está en Newcastle. Me acuesto, salgo otra vez de la cama y coloco una silla contra la puerta a pesar de que no llegue al pomo. Después vuelvo a acostarme, apago la lámpara de la mesita de noche y me tapo hasta el cuello con el edredón, porque estoy tiritando de los pies a la cabeza. Mi último pensamiento antes de alcanzar la inconsciencia es: ¿Cómo he podido ser tan estúpida?

Me despierto al cabo de cinco horas, con total conciencia de lo que me sucedió anoche. Me meto en la ducha. Abro el grifo al máximo, con el agua muy caliente, siento cómo me atraviesa la piel y me froto hasta que estoy toda roja y en carne viva. Cuando me reblandezco, limpia al fin, me quedo aguantando el calor abrasador del agua y dejo que me corra por la espalda con la cabeza apoyada sobre los suaves azulejos. Pienso con claridad y calma que, si no se lo cuento a nadie, puedo hacerlo desaparecer.

Hasta que estoy abajo, arropada con el albornoz y el café en el fuego, no reviso las llamadas de mi teléfono. Mi bolso está en la mesa de la cocina. No recuerdo haberlo dejado allí anoche, pero la verdad es que me acuerdo muy poco de lo que hice al llegar a casa.

Hay un mensaje de Guy. Llegó a las 23.58 de la pasada noche: «La charla ha ido bien. Espero que también la fiesta. Dime algo cuando llegues a casa. Volveré hacia las 18». El reloj de la cocina marca las siete y veinte de la mañana. Le contesto: «Perdón. Acabo de verlo. Fiesta de bote en bote, aburrida. Me alegro por la charla. Te veo luego».

Después me quedo un momento allí con el teléfono en la mano. Me imagino llamando a mi marido. Probablemente seguirá dormido en su habitación de hotel en Newcastle. Se despertaría con mi llamada. Me imagino la cara de extrañado que pondría al ver que llamo tan temprano. Imagino que se lo cuento. Lo imagino llamando a la policía. Imagino que la policía viene a mi casa, dos agentes vestidos de uniforme, el bullicio de las radios que penden de sus pechos. Imagino que me llevan con ellos. Me imagino en una habitación en la parte trasera de una comisaría, tumbada de espaldas, desnuda de cintura para abajo, con las piernas en alto, tal vez con los pies apoyados sobre estribos. Habría fríos objetos de metal y un hombre, o quizá una mujer, que no sonreiría, porque su único objetivo sería andar a la caza de pruebas. Y cuando escarbara y raspara con los instrumentos de su profesión, mi amor, mi querido X, ¿qué encontraría allí esa persona? ¿Qué encontrarían entre los rastros de mi agresor y el ADN resguardándose y buceando sin poder ocultarse? A ti, te encontrarían a ti. Apple Tree Yard, eso es lo que encontrarían. Guardo el móvil en el bolso de nuevo.