Estar en el estrado del Old Bailey es como pertenecer a la familia real, o como ser el presidente, o el Papa tal vez. Estar sentado allí, rodeado de guardias y cristales blindados es probablemente lo más cerca que puede llegar un simple mortal de reproducir el estado de protección constante en que viven tales personas. La gente no es horrible contigo cuando te defiendes en un juicio criminal, son amables, amables hasta la infantilidad. Eres el foco de todas sus preocupaciones. Todo se centra en ti.
El banquillo de los acusados está en la parte trasera de la sala, pero es ancho y poco profundo, así que ves todo lo que tienes ante ti. La única persona que cuenta con una vista parecida es el juez, justo al otro lado. El juez y tú sois el polo sur y el polo norte del proceso judicial. A ti te escoltan al entrar y al salir del tribunal. A él también. Te dan de comer y te sirven. A él también. Tanto él como tú tenéis el poder de detener el proceso, objetar al jurado, desafiar a los testigos, aunque tú debes hacerlo a través de tu abogado. Solo hay una diferencia entre vosotros. Él es el norte y tú eres el sur. Sois el reverso el uno del otro, pero no hay duda de quién está por encima. Él puede enviarte a prisión para el resto de tus días. Pero tú tienes que evitar pensar en esa menudencia, porque si no lo haces te vuelves loco.
La mejor forma de evitar eso es pensar en tus derechos. Aquí tus derechos importan y parte del trabajo del juez consiste en velar por ellos. Robert, mi abogado, me dijo que la única cosa que un juez del Tribunal Penal Central teme es una apelación que prospere. Ni siquiera les gustan las que no prosperan. Es el único momento en que se cuestiona su juicio. Solo por esa razón, el juez, por más poderoso que sea, ha de estar ojo avizor. Tus derechos no deben menoscabarse ni ignorarse en modo alguno. Eso te da cierta sensación de poder, frágil y tal vez ilusoria, pero poder al fin y al cabo. Así pues, durante el juicio, el juez y tú no sentís que sois adversarios, sino compañeros abocados a una especie de matrimonio de conveniencia. Pasas mucho tiempo observándolo, preguntándote con qué clase de persona te has topado. Y él dedica mucho tiempo a devolverte esa mirada, sin duda pensando exactamente lo mismo.
Obviamente, los primeros días del juicio seguía los testimonios de cerca, todos los comentarios del abogado de la acusación y la conducta de cada uno de los testigos. Había una diferencia abismal entre los testigos profesionales: expertos forenses, agentes de policía o el testigo G; y los amateurs, testigos accidentales: el joven tendero que te vio entrar en mi coche, la casera o el taxista. Los profesionales normalmente se quedaban de pie en el estrado, se dirigían al juez con mucha deferencia, leían el juramento con voz alta y clara. Los amateurs inclinaban la cabeza cuando el juez les decía: «Detrás de usted verá un asiento abatible, le ruego que haga uso de él si lo ve necesario…» y se sentaban enseguida, dispuestos, no tanto a dar un descanso a sus pies como a hacer cualquier cosa que al juez le pareciera bien. Se los veía asustados, pero valientes, decididos a cumplir con su obligación.
Al principio miraba fijamente a todos los que testificaban, como si pudiera descifrar mi destino final en sus rostros, como si cada frase, por más insignificante o banal que fuese, significara el momento decisivo de mi vía crucis. Si alguien decía algo con lo que no estuviera de acuerdo lo apuntaba en mi libreta y luego lo discutía con Robert al final del día.
Más tarde me di cuenta de que, tal como iba el juicio, ninguno de esos testimonios sería crucial. Solo había un testigo determinante: yo. Pero yo no tenía que sentarme en el estrado ante la acusación. La acusación no tenía derecho a hacerme eso. Nadie puede obligar al acusado a hablar como parte de un caso que se instruye en su contra.
Incluso durante la exposición de la acusación, en la que esperaba concentrarme con toda mi atención, consciente de que después sería yo quien estuviera en el estrado, había tantas discusiones legales y tantos temas farragosos cuando hacían salir al jurado que a veces dejaba de atender a los profesionales y dirigía la mirada hacia la tribuna pública. Durante parte del juicio permaneció vacía. Hubo partes de mi declaración en las que hicieron salir al público, y por supuesto, en la del testigo G tampoco aquel tuvo acceso a ella. A veces el guardia de seguridad era reticente a admitir público por la mañana o después del descanso para comer, y la puerta solo se abría cuando los autos ya estaban en marcha. Susannah me diría después que hacían esperar bastante a los asistentes en torno a una escalera de caracol. El primer día que vino, como a muchos otros, le cogió por sorpresa la prohibición de entrar teléfonos móviles en la tribuna y la ausencia de taquillas en las que dejarlos. Un guardia de seguridad le dijo que el dueño del bar de enfrente se lo guardaría si le pagaba una libra.
Susannah estaba en la tribuna casi todos los días; consumió casi la mitad de sus permisos anuales para apoyarme. También ella tenía un bloc de notas. Seguramente el jurado se percató de su presencia y supondría que era mi hermana, o tal vez mi prima, y a mí me parecía estupendo, dado que es lo más parecido a eso que he tenido. Mi madre murió hace muchos años y a mi padre apenas lo he visto desde que se trasladó a Escocia con su nueva esposa, solo una vez cada varios años. Cuando estuve en libertad bajo fianza hablamos por teléfono un total de tres veces. Mi hermano vive en Nueva Zelanda. Así que solo tenía a Susannah ahí arriba, entre los estudiantes, los jubilados y esos fisgones cuyo papel no sabía identificar.
Nadie vino por tu parte, mi amor, al menos que yo sepa. Salvo el día que apareció tu mujer, provocó un incidente y acabaron negándole la entrada. Aquello hizo que me preguntara por tu vida más incluso que antes. La mayoría de mis preguntas recibieron respuesta durante el juicio, incluyendo muchas cosas que yo había decidido que tenían algún misterio. Estuviste presente y te diste a conocer durante nuestro juicio, esa fue una de sus muchas ironías.
A veces miraba a Susannah, y al ver los asientos desocupados junto a ella imaginaba allí a mi familia: mi marido, mi hijo y mi hija, Guy, Adam y Carrie. Los echaba mucho de menos. Me mataba no poder verlos. El hecho de que les dijera que no asistieran al juicio no me hacía añorarlos menos, sino más. Ellos no son las entrañas de esta historia, no son el drama, el asunto de vida o muerte que conlleva, pero sí su palpitante corazón. Son las personas de mi vida y cada vez que respiro lo hago con ellos. Al final, cuando las horas se amontonen una sobre otra, serán ellos quienes salgan ganando.
Cierto día me preguntaste cómo conocí a Guy, y yo me encogí de hombros y dije: «En la universidad», como si eso lo explicara todo. Más tarde me sentí culpable por ello. Al fin y al cabo, resulta una historia muy manida. Los típicos novios de la universidad que unas veces siguen juntos y acaban casándose y otras no. Suena como si no tuvieran osadía ni imaginación.
Apenas llevaba dos semanas en la universidad cuando reparé en Guy por primera vez, en la cafetería del edificio de Ciencias. Éramos unos diez estudiantes apretujados en torno a una mesa pequeña calentándonos las manos con café instantáneo en vasos de plástico. Por aquellos tiempos no era muy frecuente que hubiera chicas en los cursos de ciencias, así que solo éramos tres en la mesa. Las otras dos experimentaban una dicha común por su estatus de minoría y ya se habían hecho buenas amigas.
—Y ¿tú quién eres? —me dijo ante todos una de esas chicas seguras de sí mismas.
Nos habíamos presentado antes, pero no se acordaba de mi nombre. Los chicos estaban todos retrepados en sus sillas, algunos con los brazos abiertos, balanceándose sobre ellas. Al otro lado de la mesa había un muchacho larguirucho de espalda ancha con el cabello largo y la cara circunspecta, ojeando sus apuntes. Yo lo había visto nada más sentarme y presentía, sin saber por qué, que las otras chicas también habían reparado en él. En parte era por su tamaño, pero sobre todo por su indiferencia. Los otros chicos se pavoneaban un poco para nosotras, y hablaban a grito pelado, engullían galletas enteras y se hurgaban la nariz.
—Yvonne —dije a una de las chicas, ambas sentadas juntas, a la derecha del grandullón silencioso—. Yvonne Carmichael.
—Yvonne. —La chica que me lo había preguntado ladeó la cabeza, se llevó la mano al pelo, agarró un mechón moreno y brillante, lo ensortijó con un dedo y volvió a echarlo atrás—. Yo tengo una tía que también se llama Yvonne.
Dos de los chicos rieron con sorna.
—¿Yvonne Carmichael? —dijo el grandullón, alzando la vista de sus apuntes. Asentí—. Tú eres la que obtuvo el Premio Jennifer Tyrell.
Asentí de nuevo.
—¿Qué es eso? —dijo la otra chica, inclinándose sobre la mesa y mirando fijamente al grandullón.
El chico me miró y alzó las cejas, invitándome a contestar.
—Es un premio de ensayo para estudiantes de bachillerato de ciencias. Lo crearon sus padres.
Jennifer Tyrell era una estudiante de ciencias de Glasgow especialmente dotada que murió en accidente de tráfico durante su primer año de universidad. Sus padres crearon un premio nacional de ensayo para animar a las chicas a estudiar ciencias. Era un premio bastante oscuro del que se encargaba cierta institución educativa londinense y que solo conocían los jefes del departamento de Ciencias de bachillerato. Cuando lo gané, con un ensayo titulado: Sobre ratones y moléculas, me dedicaron un par de párrafos en el Surrey and Sutton Advertiser.
—Participan cientos de chicas —dijo el grandullón—. La convocatoria solo está abierta para ellas. Yvonne Carmichael.
—Eso es demasiado sexista —dijo una de ellas.
Todos los chicos de la mesa asintieron con entusiasmo, pero yo no les prestaba atención. Miraba al grandullón y reparaba en el énfasis que había puesto en mi nombre.
Al final del semestre acabé teniendo una posición definida en nuestro grupo social. Resultaba inverosímil, pero era la novia del macho alfa. Guy no era alfa en el sentido tradicional. Aunque fuera corpulento, no le interesaban la mayoría de los deportes, pero aun así su concentración en el trabajo y su genuina indiferencia causaban la misma impresión en los chicos que en mí. Todos lo veneraban. A menudo yo era la única chica presente los fines de semana en la casa que compartían, y me llevaban aparte para confiarme qué chica les gustaba y pedirme consejo. Cuando Guy y yo nos separamos durante dos semestres en mi segundo año, al menos tres de ellos me hicieron proposiciones, pero yo era consciente de que todo se debía al estatus de Guy: no querían follar conmigo, sino con él. Eso es algo que a muchas mujeres les cuesta comprender, el papel que desempeña la competitividad entre los machos en la atracción sexual que sienten por ellas. Nos resulta difícil vernos como premios, casi tanto como vernos como presas.
Guy y yo nos casamos al verano siguiente de graduarnos y para otoño ya estaba embarazada. La mayoría de la gente supone que fue un accidente, o incluso la causa de nuestro matrimonio, pero Adam fue un niño bien planeado, igual que poco después lo sería Carrie. Hablamos de ello cuando llegó el momento. Decidimos que lo mejor era tener dos hijos en rápida sucesión mientras trabajábamos en nuestros doctorados. Así podríamos escribir la tesis durante el momento más extenuante de su educación y para cuando hiciéramos el posdoctorado ya estarían en el colegio.
Guy terminó el doctorado en tres años y yo tardé siete.
Curioso.
Recuerdo el día que me llamó, completamente emocionado, hasta la médula en realidad, incapaz de guardarse la noticia para cuando llegara a casa. Tenía algo que decirme. Lo acababan de nombrar jefe de laboratorio.
Adam y Carrie tenían, respectivamente, ocho y nueve años en aquel momento. Los había recogido de la escuela un par de horas antes, pero luego me los había llevado de compras, así que acabábamos de llegar. Carrie lloraba como una Magdalena porque su mejor amiga le había dicho que ya no lo era. Parecía una cuestión existencial: lloriqueaba «Ya no soy…». Adam estaba encorvado sobre una sartén en el suelo de la cocina, batiendo huevos con una cuchara de madera. Le había dicho que podía batirlos por mí mientras yo hablaba con su padre por teléfono. Íbamos a cenar huevos revueltos con tostadas. Eso era lo que cenábamos cuando Guy no llegaba a casa a tiempo: desayuno repetido.
Miré al suelo. Bueno, cenaríamos todo el huevo revuelto que quedara en la sartén después de que Adam esparciera la mitad por el suelo de linóleo. Vivíamos en una primera planta de dos habitaciones sin moqueta en la entrada. La pareja del piso de arriba eran unos recién casados que no dejaban de pelearse, los alaridos de dos personas cuyo mutuo desprecio traspasaba sus discusiones e impregnaba cada aspecto de su vida. A veces estaba tumbada despierta oyéndolos pisar con fuerza y meterse uno con otro, y sentía como si la infelicidad que se vivía en ese piso traspasara el techo y se colara en el nuestro, igual que si se tratara de humedad.
Carrie, sentada en una silla, seguía sollozando y respirando como un gato, tras haber superado el estadio de angustia incontenible, pero reclamando mi atención de todas formas. Adam intentaba recuperar una yema del suelo con la cuchara y devolverla a la sartén. Tenía el temperamento de un niño mucho más pequeño. Yo sabía que estaba a pocos segundos de arrojar la cuchara al otro lado de la habitación, donde daría un par de vueltas en el aire antes de estrellarse contra la pared sobre la cabeza de su hermana. Observaba la escena que estaba a punto de ocurrir con el teléfono en la oreja mientras Guy me contaba que acababan de ofrecerle el trabajo de sus sueños. Director de investigación. La subvención había llegado esa misma mañana. Tenía medios para contratar a un posdoctorado y a dos licenciados que trabajaran para él. Era el capitán de su propio barco. El laboratorio era suyo. Respiré hondo en silencio y le dije que era una noticia excelente, increíble, justo lo que se merecía.
El fin de semana siguiente le armé una bronca igual de estridente que la de la pareja del piso de arriba y le dije que jamás podría terminar la propuesta de proyecto en la que trabajaba a menos que se llevara a los niños el domingo por la tarde. Lo hizo, sin poner objeciones. Esto es lo que nunca había sido capaz de comprender. Sí, me ayudaba cuando se lo pedía, pero mi tiempo pertenecía por defecto a la unidad familiar, a menos que yo me descartara expresamente. Su tiempo pertenecía por defecto a sí mismo y a su trabajo, a menos que yo exigiera colaboración.
Ni los hombres más buenos entienden cómo funciona. «¿Qué problema hay?» Lo dicen con tristeza, intentando hacer lo correcto. «No tienes más que pedirlo.»
Lo que recuerdo de aquel tiempo es lo contento que estaba Guy y lo que me costaba a mí ocultar la amargura. Él tenía todo cuanto siempre había querido. Jefe de laboratorio, acceso a la Mouse Library en el instituto de investigación sobre el cáncer más prestigioso del país. «No te creerías lo bien almacenado que está —decía—. Todas y cada una de las cepas, todas las combinaciones. Tendrías que ver el índice.» La bibliotecaria le había hecho el recorrido con orgullo. La investigación en cáncer siempre fue la que contó con más medios en el área de la bioinformática, y aún lo sigue siendo. «Los ratones están a tu libre disposición.»
También me tenía a mí y a sus dos preciosos hijos, y estaba fuera de casa lo suficiente para pensar que mis preocupaciones respecto a Adam se debían a la ansiedad maternal. En aquellos días él era un optimista y la seriedad de su entusiasmo impregnaba nuestra vida diaria. Poco después de tener a Adam y a Carrie, Guy me rebautizó con el nombre de Timmy —un gato que había tenido de pequeño— y unió sus iniciales a las nuestras: «¡Los nucleótidos vuelven a reunirse!». La primera vez que lo dijo me pareció muy ingenioso.
Pero a pesar de que sabes a ciencia cierta que los niños absorben tanto que la cabeza no te da para más, hay una cosa que nunca entendemos de los niños a esa edad: acaban creciendo. Dejan de tirar cucharadas de huevo por la cocina, o de llorar por sus mejores amigos. Empiezan a esconderse de ti y a prepararse para escapar de casa sin que te des cuenta, escaparse para siempre, quiero decir, cuando ellos y solo ellos estimen que ha llegado el momento. Un día te ves llorando y apiadándote de ti misma mientras haces los huevos revueltos, y dices a tus hijos que tienes una mota en el ojo. Al siguiente te ves en la habitación de tu hijo sosteniendo una toalla de baño que acabas de recuperar de su armario, una que le gustaba mucho cuando tenía cuatro años, te la pegas a la cara y lloras, porque él y su hermana se han hecho mayores, se han marchado de casa y no puedes creer que no fueras más paciente, más amable y más consciente de lo rápido que llegaría ese momento.
Guy yo volvimos a estar solos mucho antes que nuestros compañeros. Cualquiera pensaría que aprovecharíamos ese tiempo para volver a conocernos como pareja, como hacen algunos jubilados, pero obviamente nos quedaba mucho para la jubilación. Nuestras carreras estaban en lo más alto. Tal vez por eso no supe que mi marido tenía una amante hasta que esta apareció por el domicilio familiar de madrugada y destrozó mi coche. Probablemente querría destrozar el coche de Guy, pero el suyo estaba en el garaje y el mío aparcado en el camino de gravilla, justo frente al ventanal del salón. Saltó por encima de la verja de hierro forjado, arrancó la antena y las escobillas del limpiaparabrisas y machacó dos ventanillas laterales. Parece que a pesar de su ira no tuvo valor para cargarse el parabrisas, o tal vez tuviera miedo del ruido que provocaría. Tal como lo hizo no oímos nada porque nuestra habitación da al jardín trasero, aunque es probable que molestara a algún vecino. Habría estado bien que avisaran a la policía.
La primera noticia que tuve acerca de ello fue a la hora del desayuno. Yo estaba en la habitación. Todavía trabajaba a tiempo completo en el Instituto Beaufort y ese día entrevistaba a ayudantes de investigación. Estaba planchando una camisa que según creía me hacía parecer fuerte y autoritaria. Guy ya se había vestido y había bajado para hacer el té. Volvió arriba sin él, con mala cara. Estaba de pie en la entrada de nuestro dormitorio. Lo miré y nos quedamos un rato enfrascados en una de esas miradas que dicen que hay información importante que contar. Lo primero que pensé fue: Adam.
Vio que abría los ojos de par en par y negó con la cabeza: «No, no es eso». Después alzó los brazos como si quisiera evitar un golpe, aunque lo único que yo hacía era permanecer con la tabla de planchar entre los dos, vestida con la ropa interior, los pantis y la falda.
—Escucha —dijo, haciendo un leve gesto con la mano—, escucha, quédate aquí arriba, ¿vale? —Yo no tenía ni idea de lo que se llevaba entre manos—. Escucha —repitió—. Tendrás que confiar en mí. Tú… quédate aquí arriba.
Se volvió y se marchó, cerrando la puerta suavemente.
Me quedé con la plancha en la mano. Miré el reloj que está junto a la cama como si pudiera darme respuestas, pero lo único que decía era la hora: las siete y diez. Tengo que salir de casa en veinte minutos, pensé. A falta de imaginación, seguí planchando mi camisa.
Acababa de desenchufarla cuando oí voces abajo. Fui hasta la puerta y la abrí un poco. La primera voz era la de Guy, grave, conciliadora; la segunda, aguda y consternada, la de una mujer. Se oyó un portazo a la entrada.
Salí de la habitación y me acerqué al descansillo de la escalera, que se extiende por la fachada de la casa y tiene un ventanuco cuadrado que da al camino de gravilla. Al fin y al cabo, seguía obedeciendo su orden de quedarme arriba. Guy estaba de pie junto a mi coche, gesticulando con los brazos. Frente a él había una joven vestida con abrigo rojo y tejanos. Tenía una silueta esbelta, una espesa cabellera negra que le tapaba la cara, y su movimiento de hombros insinuaba que lloraba. Guy desapareció de la vista en dirección a la casa. Oí cómo se abría la puerta de nuevo, el tintineo de las llaves y el portazo al cerrar. Una vez fuera, abrió la cancela e hizo gestos hacia la acera. La joven salió obedientemente y se quedó allí, observando cómo Guy subía a mi coche, cerraba de golpe, daba marcha atrás y lo sacaba a la calle. Cuando lo aparcó, volvió por el camino de gravilla y abrió la puerta del garaje.
Todavía era muy temprano. Había amanecido por completo, pero la hierba estaba impregnada de rocío. Recuerdo que pensé que no me daría tiempo a desayunar, ni siquiera a tomarme un té. La joven permaneció sobre la acera durante todo el rato. No podía verle la cara y no parecía llevar ningún bolso. Tenía las manos metidas en los bolsillos y los hombros encorvados, como si tuviera frío. Calculé que su edad sería la de nuestros hijos.
Mi marido sacó el coche del garaje dando marcha atrás. Cuando estuvo en la calle, abrió la puerta del copiloto y la joven, que permanecía con la mirada gacha y hasta entonces parecía dispuesta a subirse, cambió de opinión y se irguió de repente, negando con la cabeza. Señaló hacia la casa y dijo algo en voz baja y aguda, pero no pude entender las palabras. En ese momento Guy abrió la puerta del conductor, salió del coche con el motor en marcha, y mientras daba la vuelta por delante vi, para mi asombro, que tenía el rostro enfurecido. Cogió a la mujer del brazo y la empujó al asiento del copiloto sin más ceremonias, dando después un portazo y volviendo con rabia a su lado. Esta pantomima me sorprendió más que ninguna otra cosa. Guy nunca había tenido ese mal genio.
La joven siguió con la cabeza gacha en el asiento del copiloto y supuse que también continuaba llorando. Guy no le dirigió la palabra. Se limitó a dar marcha atrás brevemente antes de salir a la carretera como una exhalación. Mi marido y la joven se marcharon dejando mi coche aparcado en la carretera y la puerta del garaje completamente abierta.
Si la sucesión de eventos no hubiera sido tan extraordinaria habría sacado conclusiones más rápidamente, pero parecía todo tan extraño que mi proceso de razonamiento no funcionaba correctamente. Lo que sentí al ver cómo se alejaba el coche fue, ante todo, preocupación por esa joven desconocida que había aparecido en nuestra casa tan temprano y en evidente estado de desconsuelo. No me di cuenta de que una ventanilla del coche estaba rota hasta que volví a mirarlo. Era la ventanilla delantera del copiloto. Había cristales rotos en el asiento, eso lo veía desde donde estaba, pero tuve que acercarme a investigar para descubrir que la ventanilla del conductor también estaba destrozada. Cristales rotos. Desperté un poco de mi estupor y empecé a elaborar una hipótesis.
Tal vez esto le suene extraño a quien no se dedique a su trabajo con devoción, o no esté acostumbrado a ser la pareja de otra persona dedicada también a su trabajo, pero antes de bajar la escalera me puse la camisa recién planchada y la chaqueta del traje y cogí mi maletín. Abajo todo parecía estar en orden, salvo que no hallé mis llaves en su gancho bajo el espejo del pasillo. Me puse los zapatos negros. Encontré un paraguas en la caja de mimbre del armario en el que los guardamos. Cerré la puerta dando dos vueltas a la llave. Cerré también la puerta del garaje y guardé su llave en un hueco bajo un listón de madera roto, su sitio habitual. Miré mi coche destrozado. Guy se había ido en el suyo, pero con mis llaves en el bolsillo. No sabía dónde estaba el juego de recambio y tampoco tenía tiempo para esperar a un mecánico que me arreglara la ventanilla. Tenía el tiempo justo para caminar hasta la estación. Aquel día no podía permitirme llegar tarde.
Permanecí mirando fijamente el teléfono móvil mientras esperaba el tren en la estación, como si así pudiera conseguir que Guy llamara explicándomelo todo. Me vino a la cabeza una imagen: mi marido conduciendo furioso y en silencio. El silencio es su estado habitual cuando está enfadado, por eso me sorprendió tanto que empujara a la joven al asiento del copiloto. Después pensé en esa joven esbelta con su abrigo rojo llorando en el coche de Guy, y a medida que mi tren llegaba y me aproximaba al borde del andén junto con los otros viajeros, las pocas pruebas que me proporcionaba lo que había observado dieron forma a mi hipótesis, que fue puesta a prueba con una contrahipótesis hasta ganar solidez. Imaginé todo lo que había sucedido.
Esa misma noche Guy me contó la historia completa cuando llegó a casa y me reconfortó descubrir que mis presentimientos eran del todo acertados. Me había pasado todo el día haciendo entrevistas así que, a pesar de intercambiar un par de mensajes de texto, no habíamos tenido tiempo para hablar, y al pensarlo en retrospectiva creo que fue eso lo que me salvó de la histeria y posiblemente también lo que salvó nuestro matrimonio. Me dio tiempo a pensar una estrategia.
He aquí lo que yo tenía claro. Era capaz de perdonar a mi marido que hubiera tenido una aventura. Ser vengativa o dependiente estaba por debajo de los poderes que me conferían la lógica y la inteligencia. Pero si él mentía tras lo sucedido esa mañana no se lo perdonaría. No le perdonaría que me tomara por estúpida.
Uno de sus mensajes decía que llegaría a casa a las seis y que «hablaríamos». Yo acabé las entrevistas a las tres y media, y tendría que haberme quedado allí para hablar de los candidatos con mis compañeros, pero les dije que tenía algo urgente que solucionar y me marché. Ese día yo era la evaluadora de mayor rango, así que transigieron sin más.
Por tanto, sabía que llegaría a casa antes que él. Casi esperaba que la grúa se hubiera llevado el coche o que la policía me hubiera puesto una pegatina de advertencia en el parabrisas, pero estaba exactamente igual que como lo había dejado esa mañana. Una vez dentro de la casa me quité el traje de inmediato y después, absurdamente, me puse a limpiar. Prefiero no pensar en la lógica que se oculta tras esto. Tal vez una parte de mí se sentía más amenazada de lo que quería admitir, una parte que quería dejar la casa lo más ordenada y acogedora que pudiera. O quizá fuera simplemente el deseo de restablecer el orden, barrer el suelo de nogal de la cocina, quitar de en medio los zapatos y dejar los quemadores de acero inoxidable relucientes. Se debería a lo que fuera, pero cuando oí a mi marido abrir la puerta estaba preparada, sentada a la mesa de la cocina, vestida con mallas y una camiseta larga a rayas, con el pelo recogido en un moño con un pasador y un poco de brillo en los labios, nada demasiado obvio. Había preparado un cuenco con aceitunas, y en la mesa aguardaban una botella de vino tinto abierta y dos copas. Quiero puntualizar que no cociné. No llegué a tal extremo.
Cuando lo vi aparecer en la cocina parecía un hombre con más necesidad de dormir que de hablar. Sin afeitar, con las facciones completamente demacradas y el abrigo sin abrochar. Se detuvo a la entrada y asimiló la escena: la botella de vino abierta, yo esperándolo, vestida con ropa cómoda e intentando no parecer expectante. Tiró los dos juegos de llaves en la encimera que tenía más cerca y suspiró. Pero yo sabía que mi estrategia había dado resultado.
—Quítate el abrigo —dije, mientras alzaba la botella y servía el vino. Él volvió al pasillo y regresó, y me pareció que se sentaba y cogía la copa de vino intentando aparentar que no lo agradecía demasiado—. Creo que será mejor que me cuentes toda la historia —añadí sin acritud.
—No me sermonees —respondió, soltando la copa.
Me permití usar un tono un tanto irónico.
—Dado que mi coche está ahí fuera con dos ventanillas rotas, me parece que no estás en posición de erigirte en autoridad moral.
Se quedó mirándome un instante y luego dijo:
—Es una doctora del laboratorio que hay junto al mío.
El resto de la historia era muy parecido a lo que yo había aventurado, salvo la duración del romance. Hacía dos años que se veían. He de admitir que aquello me dolió. Dos años durante los cuales no había tenido la más mínima corazonada, ni un pálpito de sospecha. Sin embargo, hacía ya un tiempo que las cosas no iban bien entre ambos. Se había vuelto demasiado posesiva, y le preguntaba por su relación con otras doctoras e investigadoras. Pues claro que se ha vuelto posesiva, pensé cuando me lo dijo. Los compañeros de infidelidad son los más suspicaces e inseguros de todos, ya que saben que sus amantes son capaces de engaños de todo tipo. ¿Quién podría confiar en sus promesas?
Le había dado por llamarlo al móvil de madrugada y dejarle mensajes cuando lo tenía apagado, llegando a veinte o treinta mensajes en un día. Unas veces hablaba y otras le ponía música a toda pastilla. En ocasiones ella estaba en un club y se oían risas y gritos de fondo. Esto me lo contó no sin cierta confusión, pero para mí estaba clarísimo que quería ponerlo celoso. Y luego, esa misma noche, le había dejado un mensaje a las tres de la madrugada diciendo: «Voy. No puedo aguantarlo más. Voy a verte ahora». Recorrió parte del camino en un autobús nocturno desde su piso compartido de Strout Green y después anduvo varios kilómetros a través de los barrios residenciales hasta llegar a nuestra casa.
—Debe de haber tardado horas… —dije.
Guy había ido a recoger la leche por la mañana y estaba revisando el contestador de su teléfono por el camino. Sí, por increíble que parezca todavía recibimos leche a domicilio en este remanso en el que vivimos, una pinta al día. Al abrir la puerta se la encontró acurrucada a la entrada, hecha un ovillo de desdicha y con los ojos anegados de lágrimas. A pesar de haber caminado todo ese trayecto y machacado las ventanillas de mi coche, tuvo miedo de llamar al timbre.
Ese fue el momento en que Guy subió y me dijo que permaneciera arriba. Cuando volvió a bajar ella había entrado en el vestíbulo. Discutieron. Él la llevó afuera, sacó su coche del garaje y la acompañó a casa en absoluto silencio. Cuando él le dijo a la puerta de su edificio que si volvía a montarle una escenita como esa no volvería a hablarle en toda su vida, ella se puso a llorar a mares.
Llegado el momento, después de abrir la segunda botella de vino, me dijo:
—¿Serviría de algo si digo que lo siento?
—Ya sé que lo sientes —dije, y era cierto.
Llegamos a cierto estado de intimidad esa noche, una euforia compartida por haber sabido reconducir el drama de su confesión, pero lo que siguió, las semanas y los meses siguientes, no pudieron ser menos eufóricos. Yo sabía que daría por terminado el romance, pero también sabía que tardaría un tiempo. Era demasiado buena persona para tratar con brutalidad a una joven desconsolada que lo quería y de la que se había enamorado a pesar de su juventud y vulnerabilidad. Guy era amigo íntimo de su supervisor y ella habría podido ponerlo en su contra de haberlo querido. Pero la chica lo amaba. No quería su cabeza, sino su corazón. Estoy segura de que al principio lo tuvo, pero su afecto se habría debilitado a medida que ella se volvía posesiva, necesitada, pueril. Pasado un tiempo ya no habría sentido pasión, sino un fuerte y agobiante sentido de la responsabilidad. A pesar de que me dijo que habían terminado, yo sabía que todavía tenían que pasar por ese período desdichado de cualquier relación en el que se está con el otro más tiempo del necesario solo para comportarse de una manera horrible, y que cuando llegue el final ambos se sentirán aliviados. Y también sabía que esa parte sería dura para todos, pero mucho más para mí, que solo podía hacerme a un lado y esforzarme en ese acto de comprensión y piedad con la esperanza de que él se percatara de lo piadosa y comprensiva que yo era. Apartarme, eso era lo único que podía hacer.
Hubo una cosa que no debería haber hecho durante ese período. Se lo conté a Carrie, nuestra hija. No tenía intención de hacerlo, pero me llamó por teléfono y me cogió en horas bajas. Guy estaba fuera, según decía, corrigiendo ensayos en el departamento hasta tarde, pero yo sabía que estaba con ella; hacía ya tres meses del incidente de las ventanillas del coche y todavía esperaba a que se resolviera. Carrie llamó para confirmar que venía a casa ese fin de semana.
—Me alegro de que vengas… —dije, y se me quebró la voz.
—Mama, ¿qué pasa? —respondió ella. Hubo una pausa mientras me tragaba las lágrimas y ella añadió—: ¿Está papá ahí?
—No… —dije para agregar después débilmente—: Está por ahí.
—¿Habéis discutido otra vez?
—¿Otra vez? —repliqué yo, con una sonrisa en la voz a pesar de que las lágrimas me recorrieran las mejillas.
Mi Carrie, tan joven y tan sabia. Estaba conviviendo, y algo así como comprometida, con un joven científico llamado Sathnam. Lo adorábamos, y queríamos que se casara con él, pero ellos decían que no podían casarse hasta que su piadosa abuela muriese. Guy y yo simplemente queríamos que siguieran juntos y nos dieran nietos. Creíamos que así Carrie volvería a necesitarnos.
—Sí… —dijo ella quedamente—. El último fin de semana que estuvimos allí Sath y yo discutisteis desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde.
—¿Ah, sí? ¿Por eso lleváis un tiempo sin venir?
—No —contestó—. Hemos estado atareados, pero me teníais preocupada.
—No le habrás dicho nada a Adam, ¿verdad?
—Mamá, no soy idiota.
Guy, Carrie y yo teníamos un acuerdo tácito. La protección de Adam estaba por encima de todo.
Me sorprendía que mi hija dijera que su padre y yo no parecíamos llevarnos bien últimamente. No me había dado cuenta. Se me ocurrió que tal vez Guy y yo habíamos empezado a tratarnos mal sin ni siquiera darnos cuenta.
En aquella época veíamos muy poco a nuestros adultos hijos. Adam vivía en Manchester; Carrie vivía en Leeds. «Son veinteañeros», nos decíamos el uno al otro, consolándonos al recordar la poca atención que prestábamos a nuestros padres a esa edad. «Ya volverán —nos decíamos—, cuando tengan familia propia y reconozcan el valor de los abuelos, o cuando regresen al sur o cuando nos jubilemos…» Pero ambos los echábamos de menos, tanto Guy como yo. Teníamos que hacer un esfuerzo para no llamarlos demasiado a menudo y preguntarles a cada momento cuándo venían a casa.
Así que le conté a Carrie que su padre se veía con otra mujer. Guy se enfadó conmigo, con razón, y de repente parecía que el mal que había hecho al contárselo a nuestra hija compensara el que me hizo él con su aventura.
En su siguiente visita le explicamos a Carrie todo los dos juntos. Había venido sin Sathnam. Nos sentamos a la mesa de la cocina cogidos de la mano, y le dijimos que estábamos superándolo y que queríamos que supiera que no pasaba nada, y que podía contarnos lo que pensaba realmente o cualquier problema propio que tuviera, sin miedo a que nos afectara.
Entonces le preguntamos, como siempre acabábamos haciendo, si había hablado con Adam últimamente. Solo por Facebook, nos dijo. Y luego, inesperadamente añadió:
—¿Sabéis lo que hacía él de pequeño cuando discutíais?
—Todas las parejas discuten —dijo Guy—. Somos humanos.
Le coloqué la otra mano sobre el brazo para apaciguarlo.
Carrie alternó la mirada de su padre hacia mí.
—Se metía detrás del sofá, se agachaba y se ponía a gritar tapándose las orejas.
—Lo sé —dije—. Me acuerdo.
—Lo hacía cuando era más mayor de lo habitual, me refiero a que ya no era un crío, sino que tendría diez o doce años, ¿verdad?
Guy y yo nos quedamos mirando. Todos guardamos silencio.
—Más —acabé por admitir—, era mucho más mayor.
Tardamos mucho más tiempo del admisible en reconocer que a Adam le pasaba algo. Adolescentes. Todos los libros te dicen una sola cosa: hagan lo que hagan dales un respiro, sé tolerante con ellos, es normal. Y por supuesto, lo suyo fue progresivo, la incapacidad para levantarse por la mañana, negarse a hacer los deberes, saltarse clases en la escuela… Una vez se afeitó la cabeza en extrañas diagonales, se encerró en el baño y se puso a gritar al espejo y a dar patadas a la puerta. Otra vez vino a casa después de pasear por la calle principal y tiró los auriculares por el pasillo, diciendo que cuando la gente pasaba a su lado oían la música y se reían de él por lo estúpida que era. No hubo un momento exacto en el que admitiéramos lo mucho que nos preocupaba. Todo sucedía con cuentagotas y a cada gota que caía nos convencíamos de que aquello era normal, y por supuesto lo era. Cuando empezó a pasar el día en la cama y a negarse a abrir las cortinas lo primero que pensamos fue: drogas, está tomando drogas. Recuerdo el día que Guy y yo rebuscamos en su habitación. Era una noche de verano que Adam había hecho el raro esfuerzo de salir con sus amigos. Entramos mirándonos el uno al otro, prácticamente de puntillas. Todo estaba igual que en la habitación de cualquier adolescente: camisetas tiradas por el suelo, limpias y sucias, todo mezclado; un par de cajones de la cómoda abiertos que mostraban un revoltillo de calcetines y calzoncillos que parecía haber hecho un ovillo antes de tirarlos dentro, y de los que salía un olor familiar para cualquiera que tenga hijos. El espacio que había sobre su cama estaba lleno de fotos de sus amigos y pósters de chicas de alguna revista para hombres, un par de ellos con las esquinas despegadas. Su vieja guitarra, la que tenía la cuerda rota, estaba apoyada contra la pared. La vi demasiado cerca del radiador y la cambié de sitio, y luego recordé que estábamos registrando su habitación en secreto y volví a ponerla en su lugar.
Esa noche se había llevado la guitarra nueva. Sabíamos que fumaba tabaco de liar, claro estaba, y que se habría llevado la caja metálica y los papeles. Su bata estaba colgada tras la puerta de la habitación. Le habíamos permitido pintar la puerta con un espray de pintura no nociva, haciéndonos la ilusión de que si le dejábamos hacerlo en casa reducíamos las posibilidades de que lo hiciera en las arcadas de las vías del tren mientras un amigo puesto de Ketamina lo agarraba de los tobillos desde el puente. No éramos los únicos padres de su escuela cuyo hijo había llegado a casa con los pantalones manchados de restos blanquecinos de la pintura contra escaladores. Cogimos la bata y sacamos de los bolsillos otro librillo de papel, unas cuantas hebras de tabaco y algún que otro pañuelo usado; eso fue todo. Di la vuelta a uno de los bolsillos. El interior estaba forrado con una fina piel blanca, un pañuelo que se había deshecho tras el lavado. Me incliné sobre el bolsillo y lo olí. Nada. Volví a dar la vuelta al bolsillo, miré a Guy, me encogí de hombros y sonreí.
Ahora recuerdo aquella noche y lo aliviados que nos sentimos por la infructuosa búsqueda, nuestra pequeña discusión acerca de si los pantalones estaban hechos un guiñapo en el suelo o en la cama, porque después de registrar la habitación no recordábamos exactamente dónde estaban y queríamos dejarlo todo como lo habíamos encontrado. Hablamos entre risas de que lo mejor sería ordenarlo todo y luego hacer como que estábamos indignados con él cuando llegara a casa: «¡No podíamos aguantarlo más!». Bajamos, abrimos una botella de vino y la despachamos con entusiasmo mientras hablábamos de lo fantástico que era que después de todo nuestro hijo no fuera adicto a las drogas. Amarga ironía la de aquella noche. Si hubiéramos sabido lo que pasaría después nos habría alegrado encontrar una caja de cerillas con restos de marihuana en un bolsillo de sus pantalones favoritos, o en la bata que había colgada tras la puerta llena de pintadas.
Así que estoy en la sala número ocho del Old Bailey; me quedo mirando los asientos desocupados de la tribuna del público y me siento agradecida al tiempo que abatida por las ausencias. He convencido a Carrie y a Guy para que se lleven a Adam a Marruecos durante quince días por si algún periodista intenta dar con ellos. Lo he puesto como si fuera una medida de protección exclusiva para Adam, en lugar de para todos ellos. Guy no se quedará la quincena completa, de eso estoy segura. A, T, C y G, la doble hélice. Nadie me ha llamado nunca Timmy salvo Guy, y ya hace tiempo que no lo hace.
Estoy siempre allí, en ese estrado, cada mañana, igual que tú, antes de que se abra la tribuna del público. También antes de que admitan al jurado, y antes de que llegue el juez. Tenemos que estar en nuestro lugar para que el tribunal se ponga en marcha, nada puede suceder sin nosotros, así que podemos sentarnos y observar la llegada de los letrados, cómo hojean sus papeles, suspirando, y se dirigen al puesto del otro, apoyan el brazo en los sumarios de sus oponentes y dicen cosas como: «Al final he reservado en Val d’Isère». Podemos sentarnos y observar cómo los secretarios entran para comprobar que todos están en su sitio antes de decir al juez que todo está preparado y a su disposición. Y podemos mirar fijamente hacia la tribuna del público y preguntarnos quién vendrá esa mañana, porque por supuesto cualquiera puede asistir con la condición de que dejen el móvil en casa.
¿Por qué no vino nadie por ti, mi amor? Nunca pude preguntártelo. ¿Por qué no había ningún hermano, hermana o amigo leal? ¿Les ordenaste que permanecieran al margen, igual que yo hice con mi familia? Hay tantas cosas que nunca tendré posibilidad de preguntar…
Al año de que mi marido y yo superásemos su romance, tuvimos una pelea en la cocina. Yo creía que para entonces ya estábamos a salvo, que había pasado el momento de las recriminaciones. Habíamos mirado por el borde del acantilado, nos habíamos cogido de la mano y dado un paso atrás. Habíamos cerrado filas, levantado barricadas, el puente levadizo, inundado el foso, lo que fuera. Tal vez sí. Puede que la discusión de aquella noche sucediera porque nos sentíamos seguros de nuevo, finalmente, y podíamos permitirnos ser mezquinos, una tímida incursión en el juego del rencor.
Ni siquiera recuerdo lo que dio comienzo a la discusión de aquella tarde, algún problema doméstico nimio, pero fuera lo que fuese, en medio de ese debate inocuo, me volví contra él mientras recogíamos la mesa y de repente me encontré apretando los puños sobre la encimera y diciéndole con la voz rota:
—¡Ni siquiera me has dicho su nombre!
Guy se quedó parado donde estaba, con el rallador de queso en la mano, mirándome con una cara a medio camino entre el asombro y la resignación. Se volvió y se sentó a la mesa con un suspiro.
—Escucha… —dijo, poniendo el rallador sobre la mesa.
Cuando me salió la voz era débil y trémula, prácticamente un susurro.
—Ni siquiera me has dicho su nombre —repetí.
—Rosa —dijo, y la hermosura de esa palabra se me clavó en el corazón como un cristal.
Tras eso hubo un largo silencio en el que Guy permaneció sentado y yo deambulé por la cocina como una loca.
A pesar de que no hablábamos, ambos seguíamos la discusión en nuestra cabeza, y se hizo patente en cuanto abrimos la boca.
—Mira, Yvonne…
—¡Sí, sí! ¡Miro!
—No he…
—No he ¿qué?
De nuevo en silencio, frunció los labios, evidentemente decidiendo que si yo no era razonable tampoco él lo sería. Empujó el rallador del queso con un dedo y este cayó con un ruido metálico.
—Bueno, puedes seguir con esto indefinidamente, o puedes perdonarme y olvidarlo.
—Anda ya, y tú te vas de rositas, ¿no?
—Santa Yvonne. —Suspiró, alzando la vista al techo.
—¿Tú lo harías? —bramé con sarcasmo.
—Sí —respondió, indignado—. Por supuesto que lo haría.
—¡No lo harías! —gruñí, volviéndome y abriendo el lavavajillas que acababa de poner en marcha minutos antes. Cogido de improviso, el lavavajillas soltó una nube de vapor y un chorro de agua caliente. Lo cerré de un portazo y miré a mi marido—. Si hubiera sido yo, todavía estaríamos discutiendo. Me lo habrías echado en cara durante años.
—Eso no es verdad —dijo mi marido con un tono de voz súbitamente tranquilo y conciliatorio. Tenía razón, aquello no era cierto. Solo lo dije porque fue lo primero que se me ocurrió recriminarle—. Te habría perdonado; habría llegado a entenderlo. Te quiero, y tú me quieres a mí, habríamos antepuesto a Adam y a Carrie como siempre hacemos, como estamos haciendo. No me habría…
—¿Importado? —murmuré.
Eso estaba más cerca de dar en el clavo, más cerca de lo que realmente sentía. Guy intentaba evitar una confrontación directa, pero yo todavía no estaba preparada para ello, aún no. Todavía me quedaban energías.
—No, no es eso, por supuesto que me habría importado, pero habría sido capaz de aguantarlo para que siguiéramos juntos. No soy así de posesivo, ya lo sabes. Nunca lo he sido.
Eso era cierto, y admirable, pero no me hacía sentir mejor. Dejé de trastear por la cocina, me apoyé en la encimera y me quedé mirándolo fijamente con los ojos entrecerrados.
—Es decir, que no te importaría.
Me odiaba a mí misma por discutir de ese modo.
—No me importaría tanto la infidelidad física para arruinar lo que tenemos juntos, no.
—¿Y si me enamorase? ¿Y si me enamorase de otro como te pasó a ti?
—Lo siento, tú lo sabes, sabes cuánto lo siento…
Y por primera vez en esa discusión mi voz se suavizó un poco también.
—No te pido que vuelvas a disculparte. —Fui a la mesa, me senté frente a él y lo cogí de la mano—. Tengo curiosidad, en serio, ¿crees que me perdonarías? ¿De verdad me perdonarías si me enamorase de otro? —Mis motivos para preguntarle esto eran meramente intelectuales. Pensaba que no nos haría ningún daño contemplar la posibilidad. Se quedó mirándome—. No entra dentro de mis planes hacerlo —dije entre risas—. Solo es por saberlo.
Esa siempre ha sido la manera de picar la curiosidad de mi marido, apelar a su parte analítica.
Se tomó la cuestión en serio y la pensó durante un momento.
—Si lo hicieras con otro no me gustaría —dijo—, en absoluto, preferiría que no lo hicieras, que quede claro. Pero podría sobrellevarlo no pensando en ello. Detestaría visualizarlo pero intentaría no hacerlo, solo por mantener lo que tenemos, algo que ambos sabemos que merece la pena.
—Pero ¿y el amor?
Se quedó pensando un rato más, intentando ser sincero, algo que siempre me había gustado, todavía me encanta esa parte de mi marido, que no se ponga condescendiente y me diga lo que cree que quiero oír.
—Sí, te perdonaría si te enamorases de otro —dijo sin alterar la voz—. Sería muy doloroso para mí, por supuesto, porque doy por sentado que me amas a mí exclusivamente, pero sé —añadió, vacilando un poco—, ahora lo sé, que realmente es posible amar a dos personas a la vez. Ni siquiera en el estadio al que yo llegué dejé de amarte, ni por un segundo. De hecho, en cierto modo estaba más enamorado de ti que nunca, porque sabía que ponía en peligro lo que teníamos. Sé que suena a excusa, pero es cierto.
Tras ese largo discurso nos quedamos allí sentados durante un buen rato. A pesar de su capacidad de análisis, expresar sus emociones nunca había sido el fuerte de mi marido, como les pasa a muchos hombres, así que estaba impresionada por la extensión de su discurso y la sencillez de su verdad, conmovida por esa capacidad para sincerarse conmigo y consigo mismo. Ya no tenía ganas de echarle cosas en cara ni de hacerle sentir culpable. Y entonces, justo cuando empezaba a notar su calidez, dijo algo que me recordó lo que al fin y al cabo era, un hombre, un hombre con fallos, igual que yo soy una mujer con fallos.
—Solo habría una cosa que me costaría mucho perdonarte.
Lo miré, pero él miraba abajo, a nuestras manos enlazadas, mientras pasaba el pulgar por mis dedos y los acariciaba.
—¿Qué?
—La humillación pública.
Entonces me dirigió la mirada, una mirada fría.