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Me resulta difícil hablar de lo que sucedió después, mi amor. No te sorprenderá, lo sé. En este momento de la historia mi cabeza se detiene, y también mi corazón. Noto cómo me ralentizo y me estremezco, en tensión, como una persona con aracnofobia al pasar bajo el umbral de una habitación en la que sabe que hay arañas. Hay lugares a los que no quiero volver o, para ser más exactos, hay un lugar al que no quiero volver, pero intento ser sincera por mucho que me duela. Procuro decirme que si puedo afrontarlo, si lo cuento como si se tratara de un accidente de tráfico, todo irá bien. Sí, eso es, debo explicarlo como un accidente de tráfico, narrar cómo conducía por el carril del centro de la autopista mirando por el retrovisor de la derecha porque veía un coche de color plateado acercándose peligrosamente por el carril de adelantamiento y me aterraba. Tenía miedo de que se metiera en mi carril al adelantarme, y justo cuando tenía el ojo puesto en ese aterrador coche plateado, preguntándome lo peligroso que sería, un turismo familiar aparentemente inofensivo se me echaba encima desde la izquierda, el carril lento, y se precipitaba contra mí.

Los accidentes de tráfico suceden a cada momento, todo el mundo lo sabe, son tan comunes como la lluvia, tanto que los damos por hecho. Pero, por más frecuentes que sean, nadie piensa que vaya a ocurrirles a ellos. Cuando conduces durante años sin incidentes tienes la ilusión de que los accidentes de tráfico son tragedias ajenas. Incluso crees que hay cierta gente más propensa a ello, que de alguna forma habrán sido poco cautos, o incompetentes, cuando no completamente estúpidos. A ti, sin embargo, nunca te ocurrirá. Simplemente no puedes imaginarte en el papel de víctima.

Me elevo por los aires, dando vueltas sin remedio entre el amasijo de hierros en el que estoy atrapada, y ni siquiera tengo tiempo suficiente para reconocer que cuando mi coche termine de dar vueltas de campana y caiga al suelo lo más probable es que todo acabe, y que yo, y todo lo demás, arda en llamas.

En cuanto te vi entrar en la cafetería aquella noche, la noche en que sucedió, vi que estabas de un humor peligroso.

La iluminación de la cafetería es tenue, pero reconozco esa expresión en tu rostro incluso antes de que me veas. Tu humor es siempre tan obvio que resulta encantador, pienso. Observo cómo te aproximas a la mesa en la que espero. Llegas tarde, como siempre. Miras a tu alrededor a medida que te adentras en el café. Me ves, pero tu mirada está ausente. Te has enfadado con alguien, no conmigo, pero no puedes evitar que eso te desborde. Ya te ha ocurrido anteriormente, y sé que tu conversación adoptará tintes de agresividad y que yo me pondré a la defensiva. En estas situaciones opto por mantenerme al mismo nivel. A veces haces un comentario despectivo sobre tu esposa, breve y repentino. Ese es el único momento en el que eres desleal con ella. Puede que digas: «Será mejor que no tarde mucho, o volveré a tener problemas…». En esas ocasiones estoy entre dos aguas. No estaría bien que yo espoleara esa deslealtad, y dada la cantidad de horas que trabajas, estoy segura de que te mereces todos y cada uno de esos problemas. Me has contado muy poco de ella, pero no me cabe la menor duda de que es una mujer razonable. En momentos así, a pesar de que estoy loca por ti y de que no la conozco, siento cierto grado de solidaridad femenina. Al mismo tiempo, mi pequeña parte mezquina se alegra por ello y quiere decirte: Confía en mí, se infiel conmigo, yo no traicionaré tu confianza y eso nos atará el uno al otro. Pero sería una estrategia a corto plazo. Lo sé instintivamente aunque el juego de la infidelidad sea nuevo para mí. Cualquier mínima ventaja que pueda obtener empujándote a traicionar a tu esposa acabará revirtiendo en mi contra. Es un poco tarde ya para dármelas de moralista, teniendo en cuenta lo que estamos haciendo, pero tengo la sensación de que al menos debería esforzarme por no parecer una… ¿Una qué? ¿Una mujer facilona? ¿Un segundo plato? ¿Cómo funciona eso en tu cabeza, ángel mío? ¿Eres en realidad así de conservador? ¿Crees que hay mujeres con las que casarse y mujeres con las que tener aventuras? Si es así, ¿no estás un poco confuso? En muchos aspectos soy de lo más tradicional y lo más parecido al tipo esposa. Si nos hubiéramos conocido de jóvenes y nos hubiéramos casado, ahora estaría en casa, y cuando volvieras dos horas después de lo convenido, no te quepa duda de que también conmigo tendrías problemas.

Hemos quedado en una cafetería detrás de Saint James’s Square, uno de esos cafés que quieren parecerse al salón de una casa. Te desplomas en el sillón de enfrente, sacas uno de tus teléfonos del bolsillo de tu voluminosa cazadora de lana, lo revisas y vuelves a guardarlo. Me miras y sonríes, pero noto que estás ausente. Ah, esta vez es por trabajo y no por la esposa que espera en casa, pienso. Has salido del despacho para reunirte conmigo y tienes pendiente algo importante sin resolver.

Yo voy camino de una fiesta de la facultad. El jefe del departamento de Ciencias se retira y lo celebra a lo grande, con todo su equipo, examinadores escogidos como yo y varios científicos de instituciones privadas y organismos de financiación. El jefe del departamento de Ciencias está casado con una mayorista de vinos francesa, así que para tratarse de una fiesta de facultad las expectativas son muy altas. Hace tiempo que no salgo y tengo muchas ganas de ir. Te he sugerido que tomáramos café porque nunca me has visto con traje de noche, solo con la ropa de trabajo. Esperaba impresionarte con mi glamour, pero, aunque te he avisado con un mensaje de texto, todavía no te has dado cuenta.

—¿Te pido un café? —digo con una voz que, a pesar de querer ser amable y comprensiva, me suena paternalista.

No pareces advertir mi condescendencia, y si lo haces, estás tan distraído que no te importa.

—Americano con leche —respondes, sin darme las gracias ni reconocer mi presencia, para inmediatamente después sacar uno de tus teléfonos y ponerte a revisar correos. Es difícil saber qué hacer en tales momentos. Nuestra condición humana hace que nos enfademos y nos pongamos exigentes cuando nos enfrentamos con ese tipo de comportamientos, pero de los muchos papeles que me gustaría desempeñar en tu vida, el último sería el de querida absorbente, así que me levanto y me dirijo al mostrador. Te metes el teléfono en un bolsillo interior, y una vez hecho eso me miras, ves que te observo desde mi posición, y ahí está: esa deslumbrante sonrisa. Sé que tu problema está resuelto y que serás mío durante los siguientes minutos, o el tiempo que dure nuestro encuentro.

Me vuelvo hacia el camarero cuando me pone el café, lo cojo y regreso a donde estás tú, sorteando las atestadas mesas. No te miro, pero sé que tú sí lo haces. Ahora sí he captado tu atención. Me abro camino a través del estrecho espacio que hay entre las sillas con un movimiento lateral de caderas. Sé que el vestido que llevo me sienta bien, que su fina tela negra se ajusta y se ciñe donde debe. Sé que me hace parecer más voluptuosa que gorda, y tú estás advirtiéndolo. Eso de captar tu atención es un asunto extraño y arbitrario. Llevaba exactamente el mismo vestido cuando has entrado, pero tenías la cabeza en otra cosa. Ahora, de repente, recibo toda tu atención, y cuanto más me miras más me meneo, y cuanto más me meneo más me miras; llego a la mesa mojada solo de saberme observada, y cuando te pongo el café delante tienes los labios entreabiertos.

—En realidad es bastante recatado… —dices, señalando el vestido.

Nada de «gracias», por el momento.

—¿Tú crees?

Sonrío.

—Bueno, en tu mensaje decías «traje de fiesta». Es más largo de lo que pensaba, las mangas, pero esto de aquí…

Te quedas mirando el amplio espacio por encima del escote. Por alguna razón, esta parte de mí no ha envejecido. Todavía tienen que salirme esas manchas marrones y las arrugas de lagarto, aunque estoy segura de que no tardarán mucho.

Me llevo el café a los labios y le doy un sorbo, mirándote por encima de la taza. Me observas atentamente. Dejo la taza y espero a que hables.

Te inclinas hacia delante sobre la mesa.

—Ve al baño de señoras y quítate las bragas.

Me quedo mirándote. Haces un leve gesto con la cabeza: «Ve».

Me levanto de la silla de nuevo, con esa misma mezcla de irritación y servilismo que sentí al ir a por tu café mientras tú revisabas el correo. ¿Qué soy? ¿Qué te has creído que soy?

Una vez en el baño de señoras, orino y cumplo tus órdenes.

¿Qué soy? Me miro en el espejo mientras me lavo las manos. Llevo las bragas en el bolso hechas un ovillo.

Me observas salir del cuarto de baño y sigues haciéndolo mientras me acerco a las mesas. Me miras de arriba abajo y alzas las cejas. Me siento y abro el bolso. Echas un vistazo al interior y después, sin tan siquiera mirar alrededor por si nos ve alguien, coges las bragas y las ocultas en un puño. Alzas la mano y las miras un momento antes de guardártelas en el bolsillo del abrigo.

—Un tanga. Acceso fácil, ¿eh? Un vestido modesto, pero debajo llevas un tanga. Genial.

Me hago la ofendida, a pesar de saber perfectamente que harías eso.

—Devuélvemelas —susurro, mirando alrededor.

Las otras mesas están muy juntas, pero como los sillones ocupan un plano inferior, el murmullo de las conversaciones es suficiente para que no nos oigan.

—No —dices, mirándome a los ojos.

—Devuélvemelas —repito, con una mezcla de risa e insistencia.

—Llevas medias, ¿verdad?

—Hace una noche cálida.

Me río, pero con nerviosismo, porque lo cierto es que me he puesto medias para ti, anticipando esta escena.

—Ve a la fiesta sin bragas. Paséate por ahí. Solo lo sabremos tú y yo, pero los hombres andarán como perros en celo. Sabrán que tienes algo, pero no exactamente qué.

—Ni siquiera estarás allí.

—Pero lo sabré.

—Devuélvemelas.

—Vale, dentro de un rato. Solo voy a raptarlas un momento… ¿vale? —Sacas tu teléfono del bolsillo y por un instante creo que te pondrás a revisar correos de nuevo, pero tocas unos botones y me lo pasas—. Esto es lo que hice esta mañana a la hora del almuerzo, pensando en ti.

Corazón mío, en aquel momento no te lo dije porque no quería desmoralizarte, pero los vídeos nunca me han excitado. Dicen que a los hombres les excitan las imágenes y a las mujeres las palabras. No sé si será cierto. Me gustan ciertas imágenes. Me gustó la que me enviaste cuando dejaste el teléfono en el salpicadero del coche y te hiciste esa foto con cara de mal humor, enfrascado en un atasco. No sé por qué me gustó tanto aquella foto, pero así fue. Era la combinación de tu cara enfadada y sexy, unida al hecho de que quisieras compartir eso conmigo, lo exasperante de estar en un atasco. Es extraordinario lo que puede llegar a excitarnos. Tu simpleza, eso fue lo que me puso aquella tarde en el café. No se trataba del vídeo, sino de tu firme creencia en que a mí podía excitarme lo mismo que a ti y que no necesitábamos nada más. Tu excitación directa y profunda, tu tiranía mezclada con tu necesidad. A veces eras como un chiquillo. Querías hacerlo cuando tú lo decidías, en ese preciso lugar y momento. ¿Fue el placer de ser tu buscona o de satisfacer tus deseos lo que me hizo desearte tanto aquel día? Ciertamente, hay cosas que la investigación científica aún no es capaz de explicar.

Una media hora después te dije:

—Tengo que irme. Debería estar allí para los discursos.

—¿Vas a pasarlo bien? —preguntas, repentinamente malhumorado.

—No te quepa duda —digo.

Estoy de buen talante y se nota, embriagada con tu deseo sin que necesite ir a la fiesta y beber alcohol.

—Vamos —dices, levantándote de tu asiento—. Demos un paseo.

Salimos de la cafetería y giro hacia Piccadilly, pero tú vas en dirección contraria, hacia el sur, y empiezas a caminar por Duke of York Street. Te alcanzo y te miro, pero vuelves a estar distraído. A medio camino te paras bastante cerca del sitio donde nos tomamos el primer café juntos y me pregunto si harás algún comentario al respecto. Después empiezas a caminar de nuevo, adelantándote sin siquiera mirar si sigo tus pasos. Te alcanzo perdiendo el resuello. Miras alrededor, te quedas parado en la acera un instante con el cuerpo inclinado como para cruzar la calle. Un taxi dobla la esquina y alzas una mano para detenerme. Una vez pasa de largo, continúas andando y yo te sigo.

En la otra acera caminas hasta un callejón sin salida. Aunque es una zona ajetreada y ya se vislumbran los primeros juerguistas tras los vidrios emplomados del bar de la esquina, a este lado del callejón no hay nada, ni peatones ni coches, ya que es un área reservada. Tampoco hay entradas a ningún edificio, todo son traseras de servicio con puertas dobles blancas para carga y descarga. Las puertas no tienen tiradores. La gente se limita a abrirlas desde el interior para recibir la mercancía.

Yo sé lo que quieres. Fue evidente en cuanto giramos hacia este callejón. Hay un portal a la izquierda, justo en medio. Me urges a que entre y me pegue a la puerta, y te metes conmigo para ocultarnos de quien pase por la calle principal. Solo pueden vernos desde el edificio que queda detrás de ti. Lo evalúas durante un instante y decides que es seguro antes de darme un beso. Mientras lo haces, me levantas la falda con tu mano cálida y recia, y bueno, ¿cómo decirlo? Siempre has sabido qué botón apretar.

Al cabo de un instante te tengo dentro y no puedo creer que lo estemos haciendo en Piccadilly a la hora punta, con miles de personas apresurándose a escasos metros de nosotros.

Después vuelves a pegar los labios a los míos fugazmente y me devuelves el tanga, das un paso atrás vigilando a derecha e izquierda, y yo me lo pongo por encima de las botas y las medias. Nadie ha pasado por la calle en ese intervalo de tiempo, pero solo ha durado unos minutos. Antes de que salgamos del portal me miras, sonríes, levantas un dedo y me acaricias el tabique de la nariz.

—¿Ok? —preguntas en voz baja.

Asiento.

Volvemos a la calle juntos, hacia el brillo de las luces y el ajetreo de los transeúntes, yo un tanto inestable con mis botines de tacón. Cuando llegamos al final del callejón alzo la vista y veo el nombre en una placa: APPLE TREE YARD.