5

La historia sigue, durante seis semanas, tú y yo, en una embriagadora nube. Quedamos para follar. Quedamos para tomar café. Nunca quedamos para comer porque siempre estás ocupado a esa hora, y tampoco quedamos para cenar porque no podemos vernos por la noche. No tengo ni idea de qué te gusta comer. Tal vez no comas nada. No sé las películas que te gustan ni los libros que lees, tampoco si tocas algún instrumento musical. Follamos, tomamos café, hablamos. Apenas comentamos nuestra vida conyugal, ni llamamos a mi marido o a tu mujer por su nombre. De vez en cuando hablamos de las relaciones en general o de algún amante del pasado, pero nuestro tema de conversación suele ser uno solo: nosotros, lo que hacemos, lo que pensamos y sentimos el uno por el otro.

Entre encuentro y encuentro me muero de deseo y te escribo una carta tras otra en el ordenador. Agradezco que hayas rechazado el contacto por correo electrónico porque a las pocas horas de escribirlas me abochorna lo que revelo de mí misma, mis míseros intentos de parecer fría y analítica al tiempo que me descubro como todo lo contrario.

No siempre manejo bien lo que pasa por mi cabeza.

Un día quedamos fuera de Portcullis House, un edificio al que ahora tengo cierto aprecio. Hace un rato que ha acabado la jornada —por algún motivo trabajas hasta tarde—, pero aun así me haces esperar media hora y como de costumbre no te disculpas cuando llegas. Se nota que sigues pensando en la causa de tu retraso. Me ofreces esa media sonrisa tuya y permaneces en silencio. Genial, pienso. Pues tampoco yo voy a iniciar la conversación. Tal vez también tenga cosas en la cabeza.

Bajamos la escalera y giramos a la derecha, hacia el metro de Westminster. Hay una cafetería minúscula allí en la que ya hemos estado, con dos taburetes en la ventana. Ha anochecido y hace frío para esta época del año. Hay grupos de turistas vestidos con demasiado optimismo que se guarecen entre sí y ocupan la acera. Nos abrimos paso entre ellos. El cubo plateado de la entrada del metro traga y regurgita trajes. Casi hemos llegado allí cuando me coges del brazo y me haces dar la vuelta por donde hemos llegado: «Caminemos junto al río», dices. Es la primera vez que abres la boca para hablar.

Damos la vuelta a la esquina y volvemos a pasar por la puerta de Portcullis House. Al otro lado del río, el London Eye se ilumina intermitentemente con luces azules brillantes, un círculo de cuento de hadas que se enciende lentamente ante el cielo gris y púrpura. Bajamos por Embankment todavía en silencio, sin prisa, junto a hileras de autobuses de turistas vacíos aparcados en batería. Tras ellos, la masa de visitantes disminuye y las calles se vuelven más accesibles. Pasamos ante la entrada trasera del edificio de ladrillos rojos rectangular de la comisaría central, con ese farol fuera que siempre me hace sonreír, el anticuado farol de la policía, como en las series Dixon of Dock Green, Z-Cars… En aquellos tiempos el crimen no se pagaba, no cuando uno tenía que vérselas con un dial para quitar el ruido a la pantalla de televisión en su caja de caoba, no en los tiempos del blanco y negro. Ahora todo es delgado como el papel de fumar y de colores brillantes, tan diáfano e inmediato que resulta insultante: ves los poros de la piel de los presentadores de las noticias bajo su maquillaje naranja. Últimamente también advierto que todo es mucho más ambiguo. Hoy en día el crimen se paga, vale. Al menos esa es la sensación que tengo en este preciso momento, caminando con un hombre con quien no debería estar.

Paseamos tranquilamente hasta llegar a la entrada trasera del Savoy y traspasarla, fuera del mundo de los turistas, para adentrarnos en el de los edificios gubernamentales. Tras unos minutos —todavía no hemos hablado— llegamos a los jardines de Victoria Embankment, apartados de la carretera y el río, una estrecha franja de parque por la que serpentea un único pasaje jalonado de bancos. Ahora que la noche se acerca todo queda para nosotros. En la carretera, todavía visible a través de los arbustos que delatan la inconsistencia de la primavera, ruge la marabunta de taxis negros, camiones y utilitarios que conforman la bruma de contaminadores del centro de la ciudad. A su espalda, el río se apresura para seguirles el ritmo. Dejamos a la derecha un estanque rectangular con nenúfares. Tras él, una señal advierte: PELIGRO. AGUAS PROFUNDAS. Un poco tarde ya para eso.

Unos cuantos metros más allá está la estatua de la mujer que llora. La he visto antes, es una estatua que no pasa desapercibida. Hay un pedestal de piedra ordinaria con un busto de bronce: ARTHUR SULLIVAN, 1842-1900. Lo típico de los parques de todo Londres: filántropos olvidados, compositores o escritores, generales, exploradores y pedagogos; nuestros antepasados victorianos. Pero esta estatua es diferente, porque hay una mujer joven, también de bronce, apoyada en la piedra. Da la espalda a los paseantes y llora apoyada contra la base, con un brazo estirado hacia arriba y el otro flexionado para ocultar el rostro tras él. Su cuerpo perfecto y liviano descansa en actitud de absoluta desesperanza.

Me detengo. Tú también lo haces, y ambos, todavía en silencio, miramos la estatua de bronce de la joven, la curvatura de sus pechos altos y firmes —es un desnudo clásico, por supuesto—, la túnica recogida sobre la cintura, el cabello a medio arreglar cuyos rizos caen por su espalda. Pienso en que su desesperanza es la de la juventud. Ella es todas esas estudiantes de primer año que se despiertan el domingo por la mañana y recuerdan que en la fiesta de la noche anterior el joven al que aman marchó cogido del brazo de otra. Son quienes piensan que la desesperación es un país en el que están atrapadas, un desierto en el que morirán de sed. Recuerdo el desamor a esa edad, lo acaparador que era. Me pregunto si todavía soy capaz de sentir desamor. Tengo cincuenta y dos años. Cualquier persona de mi edad sabe que todo pasa. Si la naturaleza transitoria de nuestros sentimientos significa que el verdadero desamor es imposible, ¿en qué lugar queda entonces la felicidad?

Hay algo en ella que nos hace detenernos para mirarla. Apenas hemos hablado todavía. Das unos pasos junto al lateral del pedestal y lees la inscripción. Me reúno contigo y la miro mientras lees en voz alta:

¿ES LA VIDA UNA BENDICIÓN?

SI LO ES, DEBE SUCEDER

QUE LA MUERTE CUANDO NOS LLAME

LLEGUE SIEMPRE DEMASIADO PRONTO

Por la mitad del poema, desde la base del pedestal hasta prácticamente el centro, corre una larga veta de moho verde.

—Es la muerte lo que la perturba —murmuro—. Siempre había pensado que era el amor.

—En realidad, según el poema, no hay alternativa —dices tú—. O bien la vida es una bendición, en cuyo caso todos deberíamos llorar porque la muerte llegará para arruinarlo todo muy pronto; o, bueno, la vida no es una bendición al fin y al cabo, sino el mismo asunto turbio de siempre.

Te miro.

—¿Y tú por cuál de las dos opciones te decides? —pregunto, intentando no sonar demasiado seria.

Me miras sin dejarte engañar por mi tono jocoso. Luego estiras el brazo y tocas un mechón de pelo que me cae por la barbilla, rizándolo entre tus dedos.

—¿Yo? —dices, mirándome fijamente—. Yo creo que la vida es una bendición.

Nos acercamos el uno al otro. Me tocas la cara con las manos, tus recias y cálidas manos contra mis frías y suaves mejillas. Alzo la cabeza y cierro los ojos.

Nos alejamos de la joven que llora sin decir palabra y al cabo de un momento estamos saliendo de los jardines. La estación de metro de Temple está bien iluminada; las cafeterías y los puestos de flores que hay fuera no se encuentran muy llenos, hace rato que pasó la hora punta y casi ha oscurecido. Justo después de la boca del metro giramos a la izquierda por una calle que se aleja del río llamada Temple Place. Más adelante se estrecha y pasa a ser Milford Lane, que acaba en un minúsculo patio con una entrada de ladrillos a través de la cual solo alcanzo a ver unos escalones de piedra.

—¿Se puede llegar a Strand desde aquí? —pregunto.

Nunca antes había estado.

—Sí —dices—. Va a dar justo debajo de los Reales Tribunales de Justicia.

Pero tú no estás pensando en la justicia, ni en las luces brillantes del Strand. Te vuelves hacia mí. Me tocas el pelo por detrás de la cabeza con una mano y pones la otra sobre mi hombro. Te echas sobre mí para besarme y me haces tropezar contra el muro, a la derecha de la entrada que da a los escalones. Dejo escapar un gemido involuntario.

Te detienes y miras alrededor con ese gesto de intensidad en el que ahora reconozco lo que antes tildaste de «evaluación de riesgos». A nuestra derecha hay un edificio, pero sus ventanas no están en este lado. Al otro lado —sigo tu mirada hacia arriba— hay una cámara de vigilancia, pero se dirige a otro callejón. Me besas, brevemente, con firmeza, y luego te apartas un poco para seguir mirando de un lado a otro, al tiempo que metes la mano bajo mi abrigo y me abres las piernas. «¡Oh!», digo, esta vez con un gemido de mayor resonancia, más profundo.

En ese momento es cuando arañamos los zapatos contra la piedra en un movimiento apresurado. Nos separamos de golpe, mi abrigo cae. Dejo escapar un bufido, entre divertida y alarmada, y un joven vestido de traje baja los escalones de piedra, corriendo hacia el metro sin dirigirnos la mirada. Estás dándome la espalda y el patio no está iluminado, así que no veo que hay un cigarrillo entre tus dedos hasta que te das la vuelta con una sonrisa en el rostro.

—¡No sabía que fumaras! —digo con la voz entrecortada por el miedo a que nos descubran.

—No fumo —dices, volviendo a guardar el cigarrillo—. Siempre tengo uno en el bolsillo izquierdo. Sirve para justificar muchas cosas: por qué estás fuera, por qué merodeas, y puedes acercarte a pedirle fuego a alguien si es preciso. Los periódicos también funcionan. Nadie se pregunta lo que hace alguien que está de pie leyendo el Evening Standard. No eres más que una persona leyendo el periódico.

Más pasos sobre la piedra, tacones esta vez; dos jóvenes con traje de chaqueta bajan los escalones hablando. Una de ellas me dirige una mirada despectiva al pasar, como si pudiera pensar mal de mí en caso de que se molestara en hacerlo.

Me coges del brazo. «Vámonos —dices—. Tenía intención de penetrarte, pero todavía hay demasiada gente por aquí.»

Cuando volvemos a la estación de metro me miras y dices: «Bueno», y me doy cuenta de que tu intención es dejarme aquí para que coja el metro y tú irte a otra parte. Vivo un momento de confusión; pareces tener muchas ganas de irte. Pero no estarías pensado en salir corriendo en este momento si hubiéramos estado solos en ese callejón. Te centrarías en mí.

—Sí, claro —digo—. Cogeré el metro aquí. Ya nos veremos, hablaremos mañana.

Doy media vuelta rápidamente. Estoy decidida a ser yo quien se vaya.

Apenas he dado uno o dos pasos cuando me alcanzas y me coges del brazo.

—Eh… —dices.

Nos quedamos parados contemplándonos el uno al otro. Miro tus zapatos. ¿A qué clase de estúpido juego estamos jugando? Somos dos personas de mediana edad. Es ridículo. Somos ridículos.

—Ya habías estado allí antes, ¿verdad? —musito, y solo al decirlo me percato de que eso es lo que me molesta en realidad.

Yo creía que deambulábamos por Victoria Embankment, pero tú sabías perfectamente adónde íbamos. Tenías un plan. Tal vez incluso llegaras tarde a propósito, consciente de que habría más posibilidades de usar ese callejón cuando se hiciera de noche.

Suspiras. Es un suspiro que me hace sentir pueril.

—Escucha… —dices, y me quedo esperando. Esta vez no pienso ayudarte fingiendo que me importa tan poco como a ti. De repente me niego a que te sientas libre de culpa—. Ya lo sabes, ahora ya me conoces… —dices.

Alzas una mano y te la pasas por los cabellos. Pones una cara un tanto suplicante. A nuestro alrededor la gente se apresura en ambas direcciones, personas que llegan tarde a casa. Nadie nos mira al pasar.

—¿Es eso? ¿Es eso lo que sueles hacer? —pregunto en voz deliberadamente baja.

No quiero asustarte para que no me mientas.

—Pues, sí —dices—. Eso es lo que hago, lo que siempre he hecho…

—¿Cómo? ¿Es lo que te va?

—Sí, exacto. Es lo que me va. Supongo que es lo que me pone. Aparcamientos, baños públicos, exteriores, no sé. Imagino que…

Alzas las manos como si no pudieras evitarlo.

Tengo un millón de preguntas en la cabeza, empezando por: «¿Lo sabe tu mujer? ¿Haces lo mismo con ella, o lo has hecho alguna vez?». Y continuando con: «Entonces ¿cuántas aventuras has tenido antes de mí?».

Te encoges de hombros como un niño, me miras y haces una mueca.

—Simplemente, me parece, no sé, supongo que es por el peligro, el factor de riesgo, no estoy seguro. Mira, creo que es como una adicción, como la adrenalina. Hay un montón de gente que hace eso o cosas parecidas. Todo el mundo quiere asumir riesgos de vez en cuando, ¿no? Cuando miro a la gente con la que trabajo lo único que me pregunto es qué tipo de riesgo les gusta. Uno de mis compañeros sale a hacer parapente los fines de semana. Se rompe el cuello cada vez que aterriza. Tiene cuatro hijos. Al menos yo no me tiro desde un acantilado.

No, pienso con un poco de amargura, simplemente les pides a otros que lo hagan. Estamos en la boca del metro de Temple al anochecer y hace más frío del que debería a estas alturas del año. Se me ocurre que a mí no me pone la posibilidad de que nos descubran, más bien al contrario. Lo que me pone es pensar en una habitación de hotel, sábanas blancas limpias, cojines cómodos y blandos, luces tenues, espejos solo para nosotros, anonimato y privacidad, estar en un lugar donde nadie pueda encontrarme, pero lo que digo es:

—Bueno, supongo que es una conversación que habrá que tener en otro momento.

—Tengámosla ahora —dices, y sonrío para mis adentros, porque lo único de lo que estoy segura es de que no hay nada mejor para retenerte conmigo que hacerte pensar que oculto información.

Me acuerdo de algo que una vez Susannah me dijo: «Hay cierto tipo de hombres cuyo único encanto reside en ser predecibles». Te repetiría la frase, pero sospecho que te parecería ofensiva.

—Vamos —dices, acercándote más a mí. Niego con la cabeza un poco, pero sonrío. Alzas un dedo y me das un golpecito en la frente, firme, pero cariñoso—. Entonces ¿qué está pasando ahí dentro? ¿Qué está pasando ahí dentro en este momento?

Miro a mi alrededor.

—Estamos muy cerca.

Me refiero a que estamos cerca de la zona en la que trabajas y que puede pasar alguien que te conozca. Pero estoy tergiversándolo. Antes, cuando nos besábamos en los jardines de Victoria Embakment, estábamos más cerca y no me preocupaba.

Te cruzas de brazos y pones mala cara, jugando al interrogador.

—Bueno, pues será mejor que me digas lo que pasa por tu cabeza o nos quedaremos aquí un buen rato.

—¿Qué significa? —pregunto, e incluso a mis oídos les parece una pregunta extraña—. El riesgo en el sexo. ¿Qué significa para ti?

Hay que decir en tu favor que te tomas la pregunta en serio. Te encoges de hombros.

—No significa nada, no lo pienso. Simplemente se trata de lo que me gusta, igual que hay a quien le gusta por las mañanas vestirse de forma elegante o hacerlo en la ducha. No sé, hay quien hace salsa de chocolate. No significa nada.

Un grupo de mujeres con tacones que salen de marcha pasan tan cerca que tienes que cogerme del codo y apartarme con cuidado, pero ninguna de ellas nos mira. Somos simplemente un hombre y una mujer que conversan antes de despedirse.

Estoy en un aprieto. Lo que de verdad quiero saber es si has llevado antes a alguna mujer a ese callejón tal como acabas de hacer conmigo, y creo adivinar que la respuesta es sí y que la última vez tuviste más éxito porque era más tarde. Pero no puedo preguntarte eso sin parecer insegura, y dentro de un momento descubrirás que lo estoy, y de repente no soy capaz de soportar la humillación y solo tengo una forma de desviar la atención, así que digo:

—¿Quieres saber con qué fantaseo yo?

—Por supuesto.

—Con una abducción alienígena. —Te quedas mirándome con cara de estupefacción. —Sonrío y asiento—. Es verdad, fantaseo con que me raptan los alienígenas y estoy en una cama redonda blanca, completamente desnuda, por supuesto, y alrededor de la cama hay unas gradas desde las que los alienígenas admiran mi cuerpo desnudo, hombres pequeños con cabezas puntiagudas.

—Te lo estás inventando.

Me río de él.

—Eh… sí, es una fantasía.

—No, me refiero a que te lo has sacado de la manga. Estás de cachondeo.

Niego con la cabeza.

—No, te lo juro, de verdad. Es una cosa en la que pienso a menudo. En el centro, ¿sabes? En medio de una cama redonda, blanca y calentita.

—¿Cabezas puntiagudas?

—Ya lo sé. Es muy obvio, ¿no?

Levantas la mano y te rascas la cabeza por detrás.

—No sé, por algún motivo pensaba que las fantasías sexuales de una de las científicas analíticas más importantes del país serían algo más sofisticadas.

—¿Tanto como hacerlo en un callejón en hora punta?

Hay una breve pausa.

—Uno a cero.

Nos sonreímos el uno al otro, la tensión ya resuelta. Te he convencido de que estamos al mismo nivel en este tipo de chanzas. He conseguido escapar de un impasse humillante.

El orgullo es terrible. Hace que en ese momento me aparte de ti cuando lo que realmente quiero es que paseemos cogidos de la mano junto al río y luego vayamos a la ribera sur para sentarnos en el bar del Royal Albert Hall a escuchar jazz si hay alguien tocando, y después cenar en algún sitio y que nuestras rodillas se rocen por debajo de la mesa. El orgullo es lo que me hace abandonarte sin tan siquiera preguntar si sería posible. Tengo tantas ganas de hacerlo que no puedo soportar la posibilidad del rechazo. Esta noche mi marido está en un concierto. Podría pasar toda la noche fuera si quisiera. Quizá tú también puedas. Tal vez te has dirigido al metro porque dabas por sentado que yo tenía que estar en casa. Tal vez estamos a punto de desaprovechar la rara ocasión de pasar toda la noche juntos porque ninguno de los dos lo propone, porque ninguno quiere ser quien esté disponible.

—Será mejor que me vaya —digo, dándome la vuelta.

Ni siquiera intentas darme un casto abrazo, sino que te despides con un gesto de la mano y me dejas marchar. Me detengo en el vestíbulo del metro para renovar mi tarjeta Oyster con la esperanza de que me hayas seguido, pero no lo haces, claro está. Es todo cuanto puedo hacer para controlarme y no salir corriendo calle abajo tras de ti, aunque ni tan siquiera sepa qué dirección has tomado, si vas a casa, vuelves al despacho, tienes una reunión de trabajo nocturna o una despedida, si vas a pasar la noche con los amigos o… a verte con otra mujer, quién sabe, ahora que se ha hecho de noche y los callejones se vacían. No se nada al respecto ni tengo derecho a preguntar.

Al pasar por el torno siento vibrar en mi bolsillo el teléfono que me diste y lo saco. Me has escrito: «Cuando estés en casa, mándame una fotografía de lo que haces cuando piensas en esos hombres con cabezas puntiagudas. ¡Por favor!». Y sonrío a pesar de mí misma, ya que ahora tengo que aceptar esto como lo que es y decirme que la vida es una bendición, a veces confusa y frustrante, pero una bendición al fin y al cabo.

Esa noche me despierto como una hora después de que mi marido y yo nos hayamos acostado. Él está vuelto hacia el otro lado, dándome la espalda y ronca suavemente. Solo puedo distinguir su silueta gracias al resplandor verde del reloj que proyecta la hora en números grandes sobre el techo. A ambos nos gusta tener un poco de iluminación cuando dormimos, el legado de todos esos años en los que dejábamos una luz de apoyo y la puerta abierta por si uno de los niños se despertaba. El edredón se ha resbalado y su espalda, grande y moteada, ha quedado al descubierto. La calva que le está saliendo en la coronilla despierta mi instinto maternal. Sonrío al pensar en lo que le cuesta despertarse a veces, sobre todo durante la primera hora de sueño. Mi marido se sume en la inconsciencia con la misma seguridad y rapidez que un buceador avezado se sumerge en el agua.

Estoy follando con un espía.

Eso lo explica todo: la facilidad con la que te mueves por el palacio de Westminster, que tengas tu propio horario pero que te llamen de repente para asuntos urgentes, tus períodos de silencio. Explica que seas un yonqui de la adrenalina, por qué cuando me deseas eres capaz de incordiarme con llamadas y mensajes y quererme en ese mismo instante, en tanto que otras veces pareces completamente indiferente. Explica ese secretismo extremo, de una intensidad que siempre se me ha antojado excesiva para un simple adulterio: el rollo ese del teléfono de prepago, prohibir la comunicación por correo electrónico, o el melodrama de nuestros encuentros. Tal vez sea así como uno actúa cuando está acostumbrado a verse involucrado en asuntos de seguridad nacional.

Ahora sé por qué quieres saber tanto de mí, a pesar de revelar tan poco sobre tu vida; por qué a menudo pareces convencido hasta la arrogancia de que puedes persuadirme para que haga lo que tú quieras, de la más educada de las maneras, eso sí; por qué sabes tanto sobre cámaras de seguridad y cómo pasar desapercibido en la calle. Estos pensamientos van unidos a una emoción. ¿Es miedo, excitación o una combinación de ambas? ¿Qué pasaría si eres un espía y pensaras que te doy largas? ¿Podrías localizar ese teléfono que me diste? ¿Has prohibido todo contacto por correo electrónico para protegerme porque sería peligroso que me relacionaran contigo? ¿Qué ocurriría si…? La pregunta aparece como un pensamiento completamente nuevo, recién sacado del horno. ¿Qué ocurriría si quiero desvincularme de ti?

Mi marido murmura entre sueños, se vuelve hacia mí, masculla algo de nuevo y se da la vuelta. Pienso en lo serio que estabas cuando me diste el teléfono. ¿Acaso te he malinterpretado completamente? Me refiero a lo que hacemos, a quién o qué eres. ¿Hay alguna posibilidad de que seas vengativo o peligroso, de que mi marido esté en peligro, o que incluso lo estén mis hijos? Pensar esto me acelera el corazón, y tengo que respirar hondo y decirme: No seas estúpida… Nadie está en peligro. Es de madrugada. Las cosas se exageran de madrugada. Todo el mundo sabe esto.

Racionalízalo, pienso entonces. Solo se trata de sexo. Acabará en cuanto este hombre pierda interés, y seguramente lo haga una vez haya repasado su repertorio de lugares favoritos. Así es él. Durará tres meses como mucho. Te dolerá el orgullo y sentirás un poco de desamor, creerás que te lo mereces y pasarás un tiempo sufriendo por ello, después te reharás y todo volverá a la normalidad. Eso es lo que sucederá.

Me pregunto si el hecho de que trabajes en los servicios secretos debería hacerme sentir más o menos culpable. Pero entonces me percato de que la culpa no tiene nada que ver aquí. Simplemente está ausente. La verdad es —y no me siento orgullosa de ello— que me creo en mi derecho a hacerlo. Que tengo derecho a ti. He hecho cuanto se pedía de mí durante veintiocho años. He trabajado duro y mantenido a mi familia, he amado a mi marido y criado a mis hijos. He realizado mi contribución a la sociedad. Reciclo los periódicos una vez a la semana. ¿No merezco nada a cambio? Me justifico como si fuera un hombre, me digo. Eso es justamente lo que diría un hombre el día después de seducir a su secretaria. Nadie lo sabrá, nadie sufrirá daños. Pero yo no he seducido a mi secretaria. He elegido cuidadosamente, aunque en aquel momento no supiera que hacía una elección. El hombre con quien hago esto tiene los medios y la motivación para asegurarse de que jamás nos descubran. No he ido detrás de una mujer joven y vulnerable sobre la cual tengo algún tipo de autoridad. No me he aprovechado de mi posición, ni me he liado con alguien que me adora, y tampoco me he enamorado y he vivido un romance durante dos años que suponga engañar por completo a la persona con quien convivo. Me ha tocado una bicoca. Estoy follando con un espía. Le gusta el riesgo, así como la exploración y la novedad. Quizá suene peligroso, pero en realidad no puede ser más seguro.

Fuera, en el jardín, se oye el corto y penetrante aullido de uno de los zorros urbanos que viven en los alrededores. Después, silencio.