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La siguiente vez que lo hacemos, como tal vez recuerdes, o no, es en un servicio de minusválidos al fondo de un pasillo, tras el comedor de personal de la Cámara de los Comunes. Primero tomamos té y pastel en la cafetería, que está en la planta baja y tiene vistas del río, pero huele como todos los comedores: a verduras demasiado hechas. Es tarde y fuera la luz empieza a desvanecerse. El cielo es gris, el Támesis resbala y se desliza como una balsa de aceite. Un grupo de trabajadores del servicio de catering, con sus chaquetas blancas y delantales azul marino, se relaja al fondo de la cafetería, dándose un respiro antes de la hora punta del almuerzo. Nos sentamos junto a la ventana y usas un tenedor de plástico para dividir meticulosamente en dos porciones el pastel de zanahoria. Al ver que dejo la mitad de la mía la despachas sin decir palabra. Bajo la mesa, una de tus rodillas se encuentra con las mías, que están juntas, en una posición recatada, y pide paso entre ellas. Se trata de un preliminar simple, pero efectivo.

Media hora después dejamos la mesa y vamos al fondo del comedor, pasamos el biombo que señala la zona exclusiva para parlamentarios y abrimos una puerta de madera que tiene inscrito en letras doradas: NO PASAR. Giramos a la izquierda, hacia un pasillo enmoquetado. Pasamos ante una habitación con la puerta abierta y te detienes a echar un vistazo. Es la típica habitación que podría utilizarse como estudio o despacho, pero temporalmente se usa como almacén. Una de las paredes está repleta de estantes a rebosar de cajas con carpetas. En una mesa, justo a la entrada, hay una ristra de lámparas de escritorio de latón con pantallas de cristal verde, unas veinte. Vuelves al pasillo. Por algún motivo esa habitación no sirve. El baño de minusválidos está a la vuelta de la siguiente esquina, al final de un pasillo sin salida, y es bastante elegante para ser un servicio: moqueta y revestimientos de madera. Descubro que sus variados asideros son muy útiles para impulsarse. Mientras lo hacemos, durante el silencioso período de mutua absorción en medio del proceso, me tomas por la barbilla y me vuelves el rostro con dulzura hacia el espejo. «Mírate en el espejo», dices. Y al principio yo intento revolverme, pero me coges con más firmeza y dices: «Mira». Así que miro, y veo nuestros cuerpos parcialmente desnudos, desaliñados y abandonados; el firme músculo de tu muslo; el mío, blanco, alzado y flácido; mi cara de asombro ante la incredulidad del momento. Entonces pegas tu rostro al mío, me coges de la barbilla y susurras a mi oído: «¿No te parece hermoso? Eres hermosa…».

Al día siguiente olvido el teléfono cuando salgo a almorzar con Susannah en Harrow-on-the-Hill, y al llegar a casa veo tus seis llamadas perdidas y cuatro mensajes que empiezan por: «Buenos días…», y acaban con: «Así que me castigas con el silencio. ¿Qué he hecho para merecer esto? Dime». Cuando te llamo para explicártelo, encantada y entre risas, me preguntas quién es Susannah: mi mejor amiga; adónde hemos ido a almorzar: al nuevo restaurante malayo; si es guapa: sí enérgico; y si le gustaría hacer un trío: curiosamente no se me ha ocurrido preguntarle.

Los mensajes se suceden a lo largo del día. ¿He hecho alguna vez un trío? No, nunca. Si lo hiciera, ¿me gustaría con otra mujer o con otro hombre? Ni idea. ¿Cuál es el sitio más raro donde lo he hecho? Qué formal ha sido mi vida.

Al día siguiente te escribo un mensaje mientras espero en el andén del metro. Voy camino de una presentación en la Fundación para la Lucha contra el Cáncer sobre los cambios propuestos para la ley de financiación. Estoy pletórica por nuestras conversaciones del día anterior, pletórica por lo que estamos haciendo. Mi mensaje es alegre: «¿Qué tal? Hoy estoy en la ciudad, Charing Cross. ¿Comemos?». No contestas, pero enseguida llega el metro y entramos bajo tierra. Salgo en Leicester Square en lugar de cambiar a la Northern Line, con tiempo de sobra para llegar a las instalaciones de la fundación en Strand, esperando con toda el alma que aparezca tu respuesta en la pantalla. No llega. Enciendo y apago el teléfono. Nada. Sigo mi camino haciendo como que esto no me molesta. Eres un hombre ocupado. No pasa nada. Yo también estoy ocupada. Aún no sé qué haces para mantenerte tan ocupado, pero ¿qué más da? Tampoco tú sabes nada de lo que yo hago. A pesar de ello, me fastidia. ¿Por qué eres tan evasivo en lo que respecta a tu trabajo? ¿Funcionario? No te pareces a ninguno de los que he conocido, y no son pocos.

Entro en la presentación, dejo el móvil en la mesa frente a mí en modo silencio y lo miro de vez en cuando. Nada. La charla la da una mujer joven del departamento de Salud, que espera de pie a que llenemos la sala. Cuando cree que ha llegado la hora, se aclara la voz, nos mira y golpea con un bolígrafo el vaso de cristal que tiene sobre el atril. «Muy bien», dice con brío.

Nos habla desde el estrado acerca de los cambios inminentes en las políticas de financiación de la Seguridad Social, debido a la nueva ley en proceso que está abriéndose paso en el Parlamento poco a poco. Después tendremos la posibilidad de preguntarle, y algunas de las preguntas serán hostiles, ya que los científicos se resisten al cambio, como cualquier otro tipo de personas. Hay unos treinta y cinco científicos en la sala. Algunos, como yo, representan a instituciones; otros, a las universidades, todas ellas afectadas por la nueva legislación. Conozco prácticamente a la mitad de los asistentes, aunque esta mañana en particular he optado por sentarme sola. No tengo ganas de cháchara.

En el descanso para el café te mando otro mensaje: «Eh, hombre ocupado, dime sí o no. Tengo planes para más tarde». En realidad no tengo planes después de la presentación y no es que esté especialmente atareada este día, pero eso tú no lo sabes. Estoy mosqueada. Tal vez me equivocara al preguntarte si querías comer. Tendría que haberte dicho: «¿Te apetece un polvo rápido?». Así habrías contestado.

Tras el descanso para el café comienza la sesión de ruegos y preguntas, pero estoy tan irritada por tu silencio que no escucho lo que se dice, y esa distracción conlleva cierto grado de inseguridad que me hace mirar a la eficiente joven que tengo ante mí y preguntarme, a modo de experimento, cómo la verías tú. Antes de lo ocurrido entre nosotros habría observado que es atractiva y punto. Cuando se tiene una hija ya mayor tan encantadora como la mía no puedes obligarte a tomarla con las mujeres jóvenes y guapas. Después de todo, sabes lo que tienen que pasar. Sabes lo inseguras que se sienten acerca de sus encantos, lo vulnerables que son por dentro. Despiertan tu instinto protector, a pesar de que a ellas les horrorizaría pensar que necesitan protección. Pero esta mañana miro a esa joven a través de tus ojos, a través de los ojos de un hombre con un impulso sexual irrefrenable. Dime, querido, ¿es difícil ser como eres? Al fin y al cabo, el mundo está lleno de chicas hermosas, y por todas partes se ven imágenes de mujeres dispuestas. ¿No es tu vida un tormento perpetuo? La observo como lo harías tú, y seguramente como también la observan algunos hombres de la sala. Viste con el uniforme de las jóvenes funcionarias emergentes, es decir, las de la nueva hornada: pantalones negros, chaqueta ajustada a juego, camisa de color pastel escotada que revela un cuerpo voluptuoso; el atuendo de una mujer que de momento lo tiene todo y no ve motivos para dejar de hacerlo. Tiene el cabello castaño, bien cortado, escalado. Se le agita cuando mueve la cabeza. Parece desinhibida, segura de que su inteligencia y su buen hacer son suficientes para llevar a cabo la rutinaria tarea de presentar datos ante una sala llena de científicos —varios de los cuales le doblan la edad—, convencida de que intelectualmente es nuestro igual. Parece una joven de las que nunca vacilan al anunciar sus logros como continúan haciendo las mujeres de mi generación para nuestra vergüenza, una joven que siente, con razón, que no tiene nada que demostrar.

Cuando concluye su exposición y anuncia el turno de preguntas, una parte de mí quiere aclamarla y otra parte quiere llorar.

La miro imaginándome que soy tú. Me imagino ignorando el trabajo que ha hecho en la presentación, o solo siendo capaz de verla a través de la bruma del deseo sexual. ¿Es así como se comportan los hombres? Me intriga sinceramente. Imagino que la deseas tanto como a mí, o mucho más. Se me ocurre entonces que a una jovencita tan adorable jamás la llevarías a un baño de minusválidos, ni entrarías con ella de la mano en la capilla de la cripta, o la meterías en una sala de almacén. ¿Qué pensaría ella de un hombre de mediana edad que se comporta de esa manera? La idea me inquieta terriblemente, pero en ese momento el hombre que está mi lado alza la mano y comenta: «No estoy seguro de estar de acuerdo con el último punto. Creo que deberíamos preguntar a mano alzada quién de los presentes tomaría una decisión así sin ninguna referencia». La joven arquea las cejas y su mirada inquisitiva nos invita a votar. Mis compañeros se miran unos a otros. Yo frunzo el entrecejo como si no pudiera decidirme. Con mucho esfuerzo, te alejo de mis pensamientos.

Vuelvo caminando lentamente al metro de Leicester Square con el teléfono en la mano. Lo reviso una última vez antes de bajar la escalera. Podría escribirte de nuevo, o llamarte, pero decido marcharme a casa como castigo. Cuando esté en el metro me enviarás un mensaje con muchas ganas de comer conmigo y no obtendrás respuesta. Me llamarás y te saldrá el buzón de voz. Maldecirás por haber dejado escapar la oportunidad. Tal vez te preguntes qué hago, con quién estoy.

El vagón en el que entro está más vacío que de costumbre y consigo un asiento en el que me dejo caer con un suspiro. Frente a mí hay tres adolescentes mascando chicle, un cúmulo de coletas despeinadas, pendientes de aros y dientes, gritando y empujándose unas a otras, y yo observo lo gritonas y bellas que son, pensando en mi hija y en sus amigas cuando tenían esa edad en la que desprendían ruido, luz y lealtad hacia su amistad, y también en la joven funcionaria y en cómo efectivamente el mundo está repleto de muchachas como estas que a buen seguro hagan enloquecer a hombres como tú por el simple hecho de que nunca podréis poseerlas.

Recuerdo que me dijiste que era hermosa. En el servicio para minusválidos me dijiste que mirase al espejo, y yo sonreí por nuestro desaliño y la pinta que teníamos, medio desvestidos y unidos por la entrepierna, algo sexy y ridículo al mismo tiempo. Volví la cara tímidamente. Tú me volviste la cabeza suavemente con las manos y susurraste: «¿No te parece hermoso? Eres hermosa». Recuerdo esto sentada en el metro con un deje de desesperación. Intento calmarme y ser positiva, pensar en mis puntos a favor: mi cabello todavía es abundante, no me han salido arrugas en el cuello. ¿Hermosa? Tengo cincuenta y dos años. Boba, pienso entonces. Estas son las dos cualidades que ve en ti: disponibilidad y disposición.

Camino hasta casa desde el metro pesadamente. Ni una llamada ni un mensaje. Gracias a Dios no hay nadie en casa. Me quito el abrigo y dejo los zapatos en una esquina, esforzándome por no mirarme en el espejo. Boba. Tienes la barriga abultada flácida, las tetas caídas, pareces un fantoche. ¿Crees que habría algún hombre de cualquier edad que se decidiría realmente por ti? No seas estúpida. Ve algo en tus ojos, eso es todo, y no es precisamente belleza. Es consentimiento.

Voy a la cocina y picoteo de los armarios y el frigorífico: un pastel de arroz, un poco de humus caducado, uvas y yogur. Pongo el teléfono en la mesa de la cocina para evitar mirarlo cuatro veces por minuto. Al final voy al cuartito que llamamos alacena y encuentro una vieja lata de cerveza llena de polvo a temperatura ambiente. La sirvo en un vaso y le pongo cubitos de hielo, lo cual provoca que la cerveza suelte espuma como si de un experimento de laboratorio se tratase. Aun así, pienso que es mejor eso que abrir una botella de vino a esa hora del día. Cojo mi cerveza caliente con sus tintineantes cubitos, entro en el salón todavía vestida con la ropa del trabajo y me tiro en el sofá. Me pongo a zapear de un programa de telebasura a otro, algo que normalmente no hago.

Al final, subo la escalera y abro otro archivo para escribirte una carta, pero no paso de la primera línea.

Querido X:

No creo que pueda seguir haciendo esto.

Al día siguiente me llamas y me muestro indiferente. No me das ninguna explicación por tu silencio del día anterior y yo decido no preguntar. Por el modo en que hablas, despreocupadamente, doy por sentado que ayer era ayer, estabas ocupado y no viste motivos para justificarte o disculparte. ¿Qué tal hoy?, quieres saber. ¿Dónde estoy? Admito que iré a la ciudad más tarde y dices: «Genial, podemos quedar para tomar café a eso de las tres en la pastelería de la esquina de Piccadilly, justo después del Fortnum». Dices que si soy buena me dejarás que te invite a un pastel.

Llegas tarde. Entras distraído, sin duda con algo todavía rondándote la cabeza, suspirando, sonriendo y pidiendo al tiempo que te sientas: «Espérame un momentito. Enseguida estoy contigo». Entonces sacas tres teléfonos y revisas cada uno de ellos antes de metértelos uno por uno en su bolsillo respectivo. Nunca he conocido a nadie que tenga tantos aparatos electrónicos como tú. ¿Qué haces exactamente? Y ¿por qué eres siempre tan esquivo?

Cuando acabas te quedas mirándome. Es una costumbre que me excita al tiempo que me perturba. Justo en el momento en que pareces distraído y tengo libertad para mirarte, dejas lo que estés haciendo y me devuelves la mirada, cogiéndome en flagrante delito y dándole la vuelta a la tortilla. De repente ya no soy yo la que observa, sino la observada, que no es lo mismo.

—Estaba pensando —digo antes de que preguntes— que nunca había conocido a nadie que tenga tantos aparatos para comunicarse como tú. ¿Para qué necesitas tantos? ¿A qué te dedicas exactamente?

Me diriges una mirada suspicaz.

—¿Sabes qué? Es muy extraño que me preguntes eso precisamente ahora.

—¿Por qué?

—Porque tengo algo para ti —dices.

Levantas un dedo como pidiendo que aguarde un momento, te inclinas y coges tu maletín. Abres los dos cierres automáticos con los pulgares al mismo tiempo y, a pesar de mi resolución de mostrarme indiferente, me excito al pensar en lo que han hecho esos pulgares recientemente, los sitios en los que han estado. Abres el maletín, pero no puedo verlo porque está en tu otro lado. Sacas algo de él, vuelves a cerrarlo y a ponerlo en el suelo.

Lo colocas sobre la mesa, entre ambos: un teléfono móvil pequeño y barato. Lo miro y lo empujas hacia mí.

—He comprado la misma marca que tienes para que no necesites otro cargador. —Me quedo mirándolo—. Es para ti —dices—, un regalo. Entiendo que no sea lo mismo que unos pendientes de perlas o un CD recopilatorio de éxitos románticos de los ochenta, pero es todo tuyo.

Lo cojo.

—¿Para qué es? —pregunto estúpidamente.

—Creo que tradicionalmente se usa para llamar y enviar mensajes de texto, pero supongo que también puedes hacer malabares con él o usarlo para calzar una mesa coja, o…

—Sí, ya vale, listillo…

Noto con placer que estamos en el punto de poder burlarnos el uno del otro.

—No, en serio —dices, mirándome fijamente—. ¿Puedes guardarlo en un lugar seguro? —Alzo las cejas— . Estás un poco espesa hoy, ¿no? —comentas—. Mira, es como cualquier teléfono de tarjeta, solo que este sirve para un único fin. —Cojo el teléfono y le doy la vuelta, como si fuera a convertirse de repente en una pistola en miniatura—. Es para llamarme —dices, inclinándote sobre la mesa. Bajas la voz y miras a tu alrededor. No me queda la menor duda de que la conversación se ha vuelto seria—. Encontrarás un número en la agenda, un número de teléfono nuevo. A partir de ahora llámame a ese número y solo a ese. ¿De acuerdo?

Te miro.

—De acuerdo —digo en voz baja.

—Le he puesto algo de crédito, pero tarde o temprano tendrás que ponerle más. Cuando lo hagas, ve a una tienda de la ciudad, no lo hagas cerca de tu casa ni de donde trabajas. Nunca vayas dos veces a la misma tienda.

Tengo ganas de soltar algún chiste, de volver a bromear, pero tu gesto me dice que sería inapropiado. Quieres darme a entender que lo dices en serio.

La acusación jamás encontró los teléfonos. Me quitaste el mío en el coche el día que sucedió y te deshiciste de ambos, nunca supe dónde, en algún desagüe tal vez, o en una papelera. Eso sería lo que yo habría hecho en caso de tener que deshacerme de ellos.

—¿Cuál es tu dirección de correo? —pregunto.

Parece un pregunta extraña, ahora que acabas de darme un teléfono de prepago, pero al pensar en las cartas que te he escrito y en cuánto contacto se tiene ahora a través del correo electrónico, me parece raro que no lo hagamos. Al fin y al cabo, debes de tener un correo electrónico.

Niegas con la cabeza.

—El correo electrónico deja un rastro.

—¿Y quién iba a molestarse? —pregunto yo, riéndome con escepticismo.

Disfruto con todo este subterfugio, pero no puedo evitar pensar que supone darse demasiada importancia. Conjeturo que es un halago para la naturaleza de nuestra relación; le añade más adrenalina a lo que hacemos, pero no es necesario, ¿verdad?

Te retrepas un poco en la silla, miras alrededor y vuelves a inclinarte sobre la mesa. Me miras con seriedad y dices:

—¿Tu marido es desconfiado?

De repente acude a mi cabeza la imagen de mi marido, tal como lo encontré el domingo anterior a las nueve de la mañana en su despacho, con la cabeza gacha sobre el escritorio. Al otro lado del escritorio estaba la ensalada que le había llevado dos horas antes. Había entrado en su despacho en silencio para llevarme el plato. Me comunicó por señas que podía llevármelo, elevando el pulgar, como diciendo: «Estaba bueno, gracias», sin percatarse de que no se había comido lo que había en él. ¿Desconfiado? ¿Mi marido? Cuando trabaja en un nuevo ensayo podría invitar a un equipo de rugby al completo para hacer una orgía en el pasillo y no se daría cuenta de nada.

—No, no es desconfiado —digo.

—Y si encontrara esto en tu bolso, ¿cuál sería tu coartada?

Resoplo levemente.

—¡Jamás miraría en mi bolso! ¡Jamás en la vida!

—¿Qué dirías como coartada? —insistes.

—Mira —digo, sonriendo—, afortunadamente no somos ese tipo de pareja. No miramos en los bolsos del otro. No revisamos las facturas de las tarjetas de crédito del otro. Nunca lo hemos hecho. Ni tan siquiera cuando… bueno, en ningún caso. Simplemente no podría hacerlo, y él tampoco. Es… es… —Busco la palabra adecuada—. Bueno, es indigno. Si encontrara ese teléfono en mi bolso, la conversación sería: «¿Qué coño hacías mirando en mi bolso?».

—Escucha —dices, suspirando un poco con impaciencia—. La pregunta no se refiere a la probabilidad de que descubran el teléfono, sino a lo que dirías en el improbable caso de que lo encuentren. La historia tiene que salir de tu boca de modo natural, inmediatamente. Si la inventas en el acto habrá una pausa, por momentánea que sea, inseguridad en tu tono de voz, y por esa pausa tu marido sabrá que estás mintiendo.

—No conoces a mi marido.

Me miras como un profesor de matemáticas hastiado miraría a un pupilo brillante, pero testarudo, que se niega a entender un cálculo por voluntad propia.

—Vale, vale —digo, alzando las manos—. Le contaré que uno de mis colegas del trabajo lo dejó en mi escritorio durante una reunión y que llevo semanas o meses con él en el bolso intentando recordar que tengo que devolvérselo.

—Eso está bien —contestas—, explicaría por qué estaba en tu bolso desde hacía tiempo. Meses atrás sería mejor todavía. Guárdalo en un bolsillo, un bolsillo con cremallera. Luego dile que la reunión fue hace unos meses. Tu compañero pensó que había perdido el teléfono y canceló la tarjeta, por eso no se lo has devuelto todavía. Debe de llevar meses en tu bolso. No te habías dado cuenta. Así, si mira tu bolso regularmente y lo ha encontrado más de una vez, estarás cubierta.

No puedo evitar sonreír ante lo absurdo de todo esto, ante la idea de que mi marido rebusque en mi bolso, y mucho menos varias veces, pero me distrae el infinito placer que insinúa la idea de… meses. Ha dicho meses. Piensa que esto puede durar meses y meses.

En ese momento tan apropiado suena mi teléfono, es decir, mi teléfono habitual. Estaba revisando el correo mientras te esperaba y ha quedado sobre la mesa. La pantalla se enciende, la miro y veo la palabra «Privado» superpuesta a la fotografía de graduación de mi hija en la que se ve a mis dos chicos juntos.

Lo ignoro, doy un sorbo al café, y tú me miras y dices con una sonrisa forzada:

—¿Por qué no contestas?

Me encojo de hombros.

—Es un número oculto. Llamada de trabajo o publicidad.

El teléfono deja de sonar. Lo miro: «Llamada perdida». Varios segundos después, la pantalla se oscurece.

Te recuestas en la silla de nuevo, mirándome.

—¿No quieres saber quién era?

Suelto una risotada.

—No, estoy hablando contigo. Si es importante dejarán un mensaje.

Coges mi teléfono y lo miras.

—Por ahora no llega ningún mensaje.

—Bueno, tal vez tarde un minuto. De lo contrario es que no era importante. Las recibo cada dos por tres; ¿tú no?

—¿El qué?

—Llamadas de números ocultos.

Esto es cierto. Por alguna razón, durante los últimos meses he recibido muchas más. Cuando contesto no hay nadie al otro lado, solo el espacio vacío de una conexión fallida. Supongo que mi número de teléfono habrá acabado en algún listado publicitario, como pasa con los correos electrónicos de vez en cuando.

Estás un tanto circunspecto.

—¿Con cuánta frecuencia recibes esas llamadas?

Me encojo de hombros otra vez.

—Varias veces a la semana. Más tarde suele llegarme un mensaje de trabajo, a veces al día siguiente, lo cual resulta bastante molesto. Otras veces no llega nada. Un par de veces he recibido cinco o seis del tirón y luego pasan dos semanas sin que reciba ninguna. ¿Por qué? No es tan raro, ¿no?

Escuchas esto con atención, más de la que me habría gustado, ya que no es algo que me inquiete. Recibo, como todo el mundo, publicidad de compañías de seguros que se ofrecen a compensarme por accidentes que nunca he tenido, llamadas de gente que quiere cambiarme el plan de telefonía justo después de que acabe de hacerlo, correos de generales del ejército estadounidense que quieren depositar miles de dólares en mi cuenta bancaria, asociaciones médicas que se ofrecen para alargarme el pene, catálogos de ropa que llegan a través de la puerta, o tres folletos diarios de pizzerías a domicilio. ¿Cuántos servicios de pizza a domicilio puede haber en el oeste de Londres? Todos somos acosados a diario, acosados por correo basura, electrónico y ordinario, acosados a discreción con peticiones interminables. Esa rara «Llamada perdida» tampoco es como para alarmarse.

Me miras desde tu asiento con una expresión de seriedad injustificada.

—¿Cuándo fue la primera llamada? —preguntas.

—¿La primera sin mensaje, quieres decir? ¿La primera de la que pensé que era publicidad? —Me encojo de hombros—. Después de Navidad, creo, en Año Nuevo… Mira… no es para…

—Entonces, no era yo —dices con una sonrisa nada divertida—. Será un amante secreto anterior.

Ah, entiendo… pienso, comprendiéndolo de repente y sonriéndote con dulzura. Aunque no me devuelves la sonrisa me pongo contenta, porque es el segundo gol que te meto esta tarde. Es la misma sensación de inesperado placer que he sentido cuando has dicho «meses». Estás celoso. Como llamar desde un número oculto sería propio de ti, supones que esas llamadas perdidas son de alguien como tú. Me encantan los hombres, pienso. Me miras con un interrogante, frunciendo un tanto el entrecejo, y a la vista de tu patente fastidio las inseguridades del día anterior se evaporan. ¿Tendré que andarme con jueguecitos para que mantengas el interés? No es mi estilo. Aunque lo cierto es que nada de todo esto es mi estilo.

Cojo el teléfono de prepago y le doy la vuelta sobre mi mano. Es mucho más pequeño que mi teléfono habitual. Cabrá en un bolsillo sin ninguna dificultad.