Querido X:
Me preguntaste si alguna vez había sido infiel con mi marido, y la respuesta sincera, en los términos en los que expusiste la cuestión es: No. Pero cuando dije «No exactamente» no te daba largas. Aunque el breve incidente al que me refiero no llegó en absoluto al sexo, sí que tuvo importancia para mí. Su importancia viene dada en relación contigo.
Ahora no estamos en plena madrugada. Es mediodía, del siguiente lunes, para ser precisos. Es el lunes después del café que tomamos el viernes, pero no he tenido oportunidad de escribir mis pensamientos antes. Solo nos hemos visto un par de veces pero, al parecer, tenemos un romance. Hoy trabajo desde casa. Esta semana estaré en el despacho el martes y el miércoles. Tengo un millón de cosas que hacer, pero en lugar de eso te escribo una carta. Acabamos de hablar por teléfono durante media hora. Y en cuanto hemos cortado la comunicación —de hecho, me habías preguntado qué llevaba puesto— he subido al piso de arriba, he abierto el archivo IVAdatos3 y he empezado otra carta, pero las cartas son largas, escribir es más lento que hablar, y hablar más lento que pensar, de modo que he dejado de escribir de inmediato. Estoy recostada en la silla. Desde la ventana del estudio veo nubes enormes que se mueven a una velocidad imposible sobre el cielo claro, como a cámara rápida. Un pájaro revolotea frente a la ventana, un estornino que aterriza en el alféizar, me ve y se queda paralizado, con la cabeza vuelta y un ojo abierto que me mira con algo parecido al escepticismo. Bate las alas y se aleja. Tengo la sensación de que todas las cartas que te escribo permanecerán inconclusas, pero sigo necesitando articular los pensamientos en mi cabeza, así que redacto el resto en mi imaginación, y sé que después estaré confundida: ¿lo he pensado, te lo he contado o lo he escrito? Todo se vuelve uno y lo mismo, todo mezclándose en mi cabeza.
Hasta que te conocí no era de esas mujeres que tiran toda precaución por la borda, dado que las cosas lanzadas por la borda tienen la costumbre de volver y darte en la cara, como seguramente habrá comprobado cualquier persona que haya intentado echar las cenizas de un familiar desde un barco —como yo misma averigüé cuando tenía ocho años, pero esa es otra historia—. Así que no, no había tenido ninguna aventura antes de conocerte, pero sí hubo un pequeño incidente hace unos tres meses. ¿Por qué necesito contarte esta historia? Necesito que sepas que cuando dije: «No exactamente» no estaba dándote evasivas, aunque tú lo interpretaras así. Necesito que lo sepas por motivos de ego. Me inquieta lo sencillo que te resultó tener sexo conmigo. Podría haber dicho «Lo sencillo que te resultó seducirme»… pero la seducción sugiere un proceso de persuasión durante un período de tiempo. Tú fuiste directo al grano y yo te seguí el juego, no fue necesaria ninguna persuasión. Quiero que sepas que no es algo normal para mí y que jamás habría sucedido si lo hubieras intentado unos meses antes o me hubieses encontrado de otro humor. Me pillaste en el instante justo, cuando estaba preparada para ello. En otro momento lo más normal habría sido que te rechazara. Ni tan siquiera me habría percatado de la proposición.
Y necesito que sepas el principio de otra historia, claro está, y cómo la señorita Bonnard consiguió que quedara tan mal ante el tribunal. ¿Fue aquel día el comienzo? No lo sé. ¿Era inevitable en ese momento lo que pasaría después? Que se tergiversaran los hechos, el interminable interrogatorio… ¿Existe algo parecido al punto de no retorno cuando una es un ser humano racional con libre albedrío y libertad de acción?
Tengo cincuenta y dos años. Poseo un estatus y una dignidad. Es decir, cuando no voy arrastrando los pantis por los tobillos en una capilla apartada debajo del Parlamento. He llegado al punto de mi carrera en que mi opinión se valora y se paga. Así sucedió que un día lluvioso de diciembre, tres meses antes de que te conociera, iba corriendo por una resbaladiza calle flanqueada por grandes edificios cuadrados, llegando un poco tarde a un seminario de presentación de tres horas de licenciados en Ciencias por la City University. Era mi segundo año como examinadora externa en dos de sus programas de posgrado, lo cual quería decir que al final del semestre de invierno tenía que observar cómo un grupo de futuros científicos presentaban oralmente los resúmenes de sus futuras tesinas. Aquella mañana en particular, un lunes, era la primera vez que me encontraba con ese grupo y la primera ocasión en que visitaba las nuevas instalaciones del departamento, aunque conocía a los dos profesores que me atendían desde el año anterior, George Craddock y Sandra Doyle. Me encontré con ellos en el vestíbulo del nuevo edificio principal. Aunque se me hacía tarde, estuve a punto de llegar más tarde aún, al parar de camino para pedir un café para llevar. Tenía un vago recuerdo de que el año anterior no me habían ofrecido café. Ese siempre es uno de los temas delicados cuando asistes a un evento matinal. ¿Te ofrecerán café? ¿Llegarás con tu vaso de plástico en la mano, habiendo desembolsado innecesariamente dos libras con sesenta para que el anfitrión o la anfitriona te reciba con cara de decepción después de haber dispuesto eficientemente la cafetera y las galletas? Al fin y al cabo, aparecer con un café en vaso de plástico supone una crítica implícita.
En esa ocasión subía la escalera mojada y agobiada, y al final no había parado para comprar el café, lo cual se reveló como un error en cuanto entré en el edificio. Justo frente a mí había una máquina expendedora de café. Una máquina de café en el vestíbulo siempre es mala señal. George y Sandra estaban sentados en un banco justo a la entrada, hablando quedamente.
—No te preocupes —dijo Sandra al tiempo que ambos se levantaban—. Este es el grupo de los fiesteros, así que llegarán todos tarde.
—Hola, lo siento, me alegro de veros a los dos…
Les estreché la mano.
—¿Quieres darle una oportunidad? —dijo George a modo de disculpa, señalando la máquina con una mano.
Hice una mueca. La mueca quería decir «no», pero él se la tomó como un «sí», se metió la mano en el bolsillo del pantalón y empezó a trastear en busca del cambio que atesoraba en sus profundidades.
—Yo me encargo —dijo Sandra, acercándose a la máquina con el dinero ya en la mano.
No me preguntó si quería leche o azúcar. Mientras ella sacaba la bebida, George se volvió hacia la izquierda y llamó al ascensor. Sandra trajo el café en un vaso de plástico tan fino que costaba creer que el líquido caliente no lo derritiera. Le di un sorbo y puse cara de asco.
—¡Lo siento por el café! —dijo George como si fuera una broma fantástica—. Seguro que eres más de café con leche, ¿verdad?
—No te preocupes —dije mirando el vaso—. Me gusta hacer ver que tengo clase, pero en realidad soy fácil. —Sandra y George sonrieron como hace la gente cuando una persona de mayor jerarquía bromea sobre sí misma—. Fácil y barata, así soy yo.
La puerta del ascensor se abrió y entramos en el minúsculo cubículo, con un espejo desde el centro hasta arriba. No parecía un ascensor adecuado para transportar grupos de estudiantes, pero tal vez ellos subieran por la escalera. Iba con el impermeable encima del traje, sudaba y no podía llevarme el café a la boca porque Sandra y George estaban muy cerca, tanto que pude comprobar que este último se había cortado al afeitarse, justo bajo el límite de su artística barba de tres días. Dieciocho meses más tarde descubriría que su grupo sanguíneo es cero positivo.
Me entraron ganas de preguntar qué tal eran los estudiantes, pero se supone que no deben influenciarme antes de escuchar los resúmenes. En cualquier caso, Sandra se equivocó al decir que todos llegarían tarde. Veinticinco rostros expectantes se volvieron hacia nosotros cuando entramos en el aula. Nos observaron caminar hacia los escritorios que habían dispuesto para nosotros a un lado de la sala, tres sillas y tres botellines de agua sobre la mesa. George se sentó en la de la izquierda y me hizo señas para que me sentara a su lado, en el medio, una posición que confirmaba mi estatus.
Sandra relajó la tensión al alzar la mano hacia los estudiantes y decir:
—Vaya, hoy, como tenemos a una estrella del rock, todo el mundo llega puntual.
Un animoso murmullo recorrió la sala y dediqué una sonrisa a Sandra. Permanecí de pie durante un rato para que me vieran bien. Puse el café en la mesa junto a mi botellín de agua y me saqué el impermeable con la mayor de las parsimonias. George se apresuró a quitarme el abrigo y a colgarlo en un gancho tras la puerta. Miré a los estudiantes.
Había menos mujeres que en el otro grupo de licenciados al que examinaba. Ese grupo se llamaba Genética de las Enfermedades Humanas y la mayor parte de los estudiantes eran chicas, supongo que por lo de salvar a la raza humana. La proporción se invertía en cuanto al grupo de Bioinformática. Los jóvenes que se presentaban a examen esa mañana estaban en la primera fila. Dos de ellos miraban sus ensayos. Los otros tres me miraban a mí, y supe instintivamente que eran todos amigos. Justo detrás de ellos había un grupo de jóvenes apiñados, retrepados en las sillas, relajados. Todavía no había llegado su hora. No les había tocado la china. Solo habían ido para observar a sus compañeros y recopilar material para la sesión de cachondeo que tendría lugar un poco más tarde en el pasillo a grito pelado. Las siete mujeres de ese grupo estaban todas sentadas en las filas de atrás.
El joven que tenía más cerca se había sentado en el lateral y no tenía ningún papel ante sí; apoyaba una mano descuidadamente sobre el borde de la mesa, espatarrado y mostrando a las claras el paquete, en una posición tan obvia que me entraron ganas de reír. Lo miré a los ojos fugazmente para demostrarle que no me dejaba intimidar, y él me devolvió la mirada al instante. Tenía un bonito cabello moreno, muñecas sólidas y manos grandes y recias. Ya había vivido ese escenario o alguno parecido varias veces anteriormente, pero al sentarme, alisarme la camisa y sacar la carpeta del bolso me di cuenta de que ese día estaba particularmente receptiva. Y los jóvenes, tan rebosantes de testosterona, parecían perritos en celo. No podían evitarlo. Lo que me pareció más gracioso, tanto como para anotar la fecha, la hora y el lugar exactos en mi libreta, era pensar que si alguien, y mucho más yo, les hubiera dicho a esos jóvenes que estaban respondiendo ante mí a nivel sexual se habrían horrorizado. Al fin y al cabo, podría haber sido su madre. Pero aun así no podían evitar aceptar el desafío. Ahí estaba yo, una mujer de mediana edad en una situación ante la que tenían posibilidad de pavonearse. Tal vez incluso alguno de ellos fantaseara con una Mrs. Robinson, o se sintiera intimidado por las chicas de su edad y prefiriese algo más maternal; pero, aparte de estos factores, algo les hacía reaccionar ante mí al nivel más elemental, aunque lo único que los animara fuera que después podrían jactarse de ello: «Esa examinadora cree que va a follarme con su bolígrafo rojo, pues yo me la follaré a ella». No era más que una simple agresión por su parte, en realidad, un comportamiento de chimpancé. Me divertía. A fin de cuentas yo estaba a salvo, en una posición de poder.
El chico alto se quedó mirándome toda la mañana de una manera tan obvia que empecé a preguntarme si George y Sandra no lo llevarían aparte después para reprenderlo. De vez en cuando se inclinaba a un lado para susurrar algo al chico sentado junto a él, un chaval más bajito, rubio y con unos astutos ojos grises. «Mira, nene —me entraban ganas de decir—, ya soy muy vieja para ofenderme por estas cosas.» Esos muchachos creían que sus firmes y robustos cuerpos me descolocaban, pero a la hora de la verdad, por así decirlo, yo estaría leyendo sus ensayos y los evaluaría en base a lo firmes que fueran sus conocimientos de análisis secuencial. «Chicos, chicos —tenía ganas de decirles—, la técnica es mucho más importante que el aguante.»
Comenzaron las presentaciones. El primero fue un chico muy bajito que llegó al atril tosiendo. Antes de empezar dio varios sorbos a un botellín de agua para calmar los nervios y manoseó ansiosamente el ratón del ordenador. Al final, apareció en pantalla el título de su presentación en Powerpoint: «Uso de las enzimas restrictivas en el aislamiento de cósmidos y plásmidos: ¿Un nuevo enfoque?».
Tras la tercera presentación hubo un descanso. La mayoría de los estudiantes se quedaron en sus sitios. Dos de las chicas salieron y volvieron con una Coca-Cola Light cada una. Yo me excusé y fui al baño para no tener que hablar de tonterías con Sandra y George. Ya tendríamos tiempo suficiente a finales de semana. Después de lavarme las manos en aquel baño frío y gris, me acerqué al espejo salpicado de manchas y me pasé la punta del dedo corazón por los ojos, en los que había una mancha de perfilador apenas detectable tras mi paseo bajo la lluvia. Volví a pintarme los labios. Me pareció patético y me reí de mí misma mientras lo hacía, pero no pude resistir ese pequeño acto de vanidad. Qué obvios y tontos somos todos los humanos. Incluso yo. Especialmente yo.
Cuando volví al aula, mientras me acercaba a nuestra mesa, George me sonrió y dio un golpecito en la silla, invitándome a sentarme. Sandra dijo:
—Pues sí, un día más, un dólar más.
—Todavía no —musitó George.
Terminamos justo antes de que diera la una. George y Sandra me llevarían a almorzar el viernes, así que podía marcharme sin que resultara una ofensa. Daba la casualidad de que tenía una semana bastante cargadita. Debía hacer la declaración de la renta y era mi primer año con la contabilidad anual. Rellenar ese impreso sin sentido me sentaba como una patada en el estómago. Y además, tenía que recoger ropa de la tintorería antes de pasar por casa.
Cuando bajaba la escalinata del edificio, después de haberme despedido de George y de Sandra en el vestíbulo, vi que el chico rubio me esperaba apoyado contra la barandilla de la izquierda, con los brazos cruzados y el casco de la bici colgando del dedo. Aminoré el paso y el chico me escrutó con sus ojos grises. No hizo ver que el encuentro era accidental, me dedicó una media sonrisa de reconocimiento y se apartó de la barandilla sin apoyar las manos, con el simple balanceo de su cuerpo. A pesar de que era diciembre, llevaba gafas de sol a la cabeza supongo que con el pretexto de que lucía un tímido sol invernal. Me pregunté si se acordaría de ello cuando se pusiera el casco.
Lo saludé al pasar con un gesto de la cabeza y caminé hacia la calle. El chico me siguió, apresurándose para seguirme el paso.
—¿Qué le han parecido las presentaciones?
Lo miré con una cara que pretendía ser severa, pero sospecho que quedó en una mera ironía.
—No esperarás que te lo cuente, ¿verdad?
—Yo creo que han estado todas muy bien —dijo el chico del cabello rubio—, aunque creo que Sundeep no ha llegado a la raíz de por qué el análisis de datos de alto rendimiento ha transformado nuestra manera de secuenciar. No es solo por la velocidad, ¿verdad?
Mantuve un silencio diplomático.
—La hemos buscado en Google, obviamente —dijo con naturalidad—. Sandra y George dieron tanta importancia a que usted fuera la examinadora externa que, en serio, cualquiera habría pensado que vendría la reina. Así que todos la hemos investigado y he de decir que su currículum es realmente impresionante.
—Gracias —dije, pensando que mi voz reflejaba sarcasmo, pero aunque él lo hubiera notado no cambió de tono.
—Básicamente tiene el trabajo de mis sueños —continuó—. De hecho, estaba pensando si podría ir al Instituto Beaufort a consultarle algunas cosas. —Pasamos ante algunos de sus amigos y el chico alzó la mano para saludarlos. A las dos chicas que estaban al frente del grupo les entró la risa floja. Cuando los dejamos atrás, añadió en voz baja, casi en un susurro—: Le estaría extremadamente agradecido.
Habíamos llegado a la calle principal. El rugido de los taxis y los autobuses se hizo presente de inmediato. Me volví hacia él con firmeza y dije mientras señalaba calle abajo:
—Yo voy por allí.
La despedida no podía ser más obvia. El mundo de la ciencia es, como cualquier otro, cuestión de tener un padrino, de que el catedrático de turno dé esas brillantes referencias a la institución adecuada en el momento apropiado, de que el jefe de laboratorio te asigne tu propio rincón para investigar justo cuando lo necesitas. Pero, por más moralmente sospechoso que sea el patronazgo, sigue existiendo la convención de que hay que ganárselo.
Se quedó mirándome.
—Sabría agradecérselo —dijo—, y le prometo que no haré más preguntas sobre lo que piensa acerca de los trabajos de los demás, ni del mío. Ya verá que soy muy…
Dejó las palabras en suspenso, pero lo dijo de tal forma que el sentido era bastante claro.
Se quedó en silencio, mirándome con sus grises ojos hambrientos abiertos de par en par.
—Soy muy discreto —añadió.
Ay, la arrogancia de la juventud, pensé. Imaginemos por un minuto que quisiera tener una aventura —no, más bien un polvo rápido— con un chico al que doblo en edad. ¿Qué le hacía pensar que él sería el elegido? Si hubiese querido, habría podido liarme fácilmente con el fornido moreno, que se acercaba mucho más a la fantasía de un boy que su atrevido amigo. Pensé en decírselo a las claras a ese medio hombre rubio que tenía ante mí, pero algo en él, la inocencia de su mirada fálica y directa, me hacía sentir más conmovida que ofendida. Pero no halagada. Soy demasiado realista para sentirme halagada.
—Tengo una tarjeta —dijo de repente, como si acabara de recordarlo.
Al poco tenía la tarjeta en la mano y me la estaba dando, una simple tarjeta en blanco con su nombre, Jamie no-sé-qué, su correo electrónico y su teléfono, y por si no lo había captado todavía, siguió mirándome fijamente mientras me la entregaba. Eso es todo lo que necesitamos los humanos, una mirada. Los pavos reales despliegan las alas. Los orangutanes gritan. Pero el Homo sapiens ha evolucionado hasta el punto en que podemos reproducir la especie a partir de una larga y persistente mirada.
Le devolví la mirada fugazmente, esperando que la entendiera como una mirada vacía y evasiva, me metí la tarjeta en el bolsillo y me marché. Me dedicó una sonrisa, media en realidad. Sonreír abiertamente mientras me miraba así habría sido repulsivo, así que optó por la cautela. Me alejé de allí, pero no pude evitar volverme cuando me iba. Allí estaba, observándome desvergonzadamente en la esquina de la calle, mirándome con esa media sonrisa en el rostro, y yo, vanidosa de mí, correspondí con otra sonrisa.
Sé lo que estás pensando. «¿Eso es todo? ¿A eso lo llamas casi tener una aventura?» No parece demasiado según tu punto de vista, ¿verdad? Tú podrías tener una sesión de coito completa en el Parlamento y no te atreverías a llamarlo aventura. Una mirada insistente de un chico en la calle, ¿eso es todo?
Bueno, en realidad hubo algo más. No llamé a Jamie no-sé-qué, pero quiero que sepas que pensé muy seriamente en hacerlo, que lo planeé, lo imaginé, incluso lo ensayé. Esa noche me duché para él. Al día siguiente me vestí para él. No sé qué me deja en peor lugar, si mis razones para pensar en llamarlo o los motivos para no hacerlo. Razones para hacerlo: habría sido una interesante y apropiada venganza contra mi marido —ya contaré más en otro momento—. Habría sido un polvo, o una serie de polvos, sin complicaciones, porque Jamie perdería el interés muy pronto, de eso estaba segura. Después de todo, yo no lo atraía personalmente. Tan solo sucedía que no se había tirado a ninguna mujer mayor. Y yo aprendería algo por lo que tengo curiosidad desde hace tiempo. De joven, mi propio cuerpo desnudo era una de las cosas que más me ponían. Me encantaba darme baños largos, tomar el sol, mantener la piel tersa. No es que fuera ninguna belleza, pero era tan narcisista como te enseñan a ser cada vez que pasas la página de una revista o ves la televisión. Desde que concebí a mis hijos, engordé y practiqué sexo solo con mi marido, así que solo he podido ver mi cuerpo a través de sus ojos, como él lo recordaba, no como era realmente. El sexo con ese chico supondría librarme de ese engaño. Podría verme a través de sus ojos; es decir, si yo consintiera en que lo viese. Probablemente preferiría hacerlo en la oscuridad, o mejor, estar completamente vestida. Tal vez ambas cosas.
Esto es lo que me interesaba: ¿sería suficiente la contemplación de su cuerpo, sin duda hermoso, para excitarme? ¿O tendría que seguir sintiéndome admirable para poder abandonarme? ¿Podría invertir la ecuación? ¿Podría convertirme en una voyeur?
Pensé en todo esto sentada en el metro mientras volvía a casa, y he de decirte que para el momento en que el tren llegó a mi parada había sido infiel un montón de veces en la cabeza y ya estaba pensando en lo que me pondría al día siguiente para alentar más las fantasías de Jamie con su madurita. Nada de esto me deja bien, pero creo que los motivos para decidir no llamarlo me dejan peor todavía. Cobardía, por supuesto, el simple miedo a haber interpretado mal las señales, a no ser más que una vieja demasiado fácil de halagar por la atención de un cachorro tan decidido, esa era la razón principal. También estaba el tema de que podría acabar con mi carrera como examinadora externa, o incluso ganarme un párrafo en algún tabloide. Abuso de poder, pensé. Pero al final lo que me contuvo era el hecho de tener que dar el primer paso. No podía obligarme a hacerlo.
Al día siguiente estaba de vuelta en el mismo edificio. Jamie hizo su presentación y fue más sólida que brillante. El chico alto moreno siguió mirándome, sus compañeros se apiñaban a su alrededor, impresionados con su bravuconería, y al final de la semana ya estaba cansada de sus juegos y pensé: Dejadme en paz para que pueda hacer mi trabajo. Estaba incluso agotada de la persistente mirada amistosa de Jamie. Durante el almuerzo del viernes con George y Sandra repasamos la lista por orden alfabético y todos pensamos lo mismo. Estaba claro que las dos estrellas eran un chico llamado Pradesh y una de las chicas, Emmanuela. Ambos habían optado por un tema original, pero no habían basado el trabajo simplemente en eso, lo cual era un fallo común en los estudiantes de posgrado. Habían sido meticulosos y metódicos, y sus presentaciones fueron buenas y firmes. Había un puesto prestigioso en juego para cuando acabara el año y sería para Pradesh o Emmanuela; es decir, si antes no les endilgaban un programa de doctorado, algo habitual en los estudiantes de posgrado con talento. Me pregunto si sería eso lo que hacía que los chicos de la primera fila fueran tan obvios. Tal vez sabían, en el fondo, que no saltarían al estrellato, que a pesar de su ambición y de su inteligencia, estaban destinados a un puesto como profesor o técnico en un instituto o una universidad de segunda, como mucho. Dudo que una institución tan prestigiosa como el Beaufort aceptara a un chico como Jamie. Tal vez quisiera follarme porque sabía que yo ya lo había jodido a él, simplemente por lo que representaba.
En el momento en que te escribía esa segunda carta no imaginaba que esa mañana en la universidad pudiera vincularme a ti ante el tribunal, que pudiera trazarse una línea tan fina y sutil como el hilo que une la telaraña a un poste. Los hilos de la araña están hechos de proteínas, de seda de araña proteica, para ser más exactos. Es adhesiva gracias a las gotitas que recorren cada hilo, y lo interesante de esas gotitas es la sensibilidad hacia cualquier objeto que intente alejarse de ellas. Así, si una gota toca una superficie inanimada, por ejemplo, simplemente se adherirá. Pero cuando esa misma gotita la toca algo que intenta escapar, se vuelve elástica y se expande tras el objeto en retirada para agarrarse a él, casi como si lo persiguiera, podría decirse. Aquello carecía de relevancia, pero se crearían las condiciones para hacerlo relevante, como casi todo lo que he hecho en la vida, todo bien entretejido en una narrativa con el objetivo de cazarnos a nosotros, las moscas de la telaraña.