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A la mañana siguiente, estoy sentada a la mesa de la cocina, leyendo el periódico local gratuito que deslizan cada semana bajo la puerta, cuando entra mi marido. También le cuesta empezar por las mañanas; a ninguno de los dos nos gusta hablar. Esos son los rasgos comunes que prolongan un matrimonio: no tener tu media naranja ni un equivalente intelectual, sino ser felices con un simple intercambio de gruñidos en el desayuno.

Ya se ha vestido. Esta mañana su jornada empieza pronto y me alegro, porque sigo con la cabeza en la capilla de la cripta y en la posterior noche de insomnio, de modo que quiero estar sola para reflexionar tranquilamente y convencerme de que continuó siendo completamente normal. Mi marido arrastra los pies hasta la tetera, se prepara una taza de té y murmura: «¿Te pongo otra?». Niego con la cabeza. Se lleva la taza al piso de arriba. La madera de la primera planta cruje y lo oigo caminar por el estudio, que está justo encima de la cocina. Poco después oigo el cepillo eléctrico en el cuarto de baño contiguo al estudio. Sé que cuando suba encontraré la taza de té en el escritorio o en el platillo del jabón del lavabo, fría e intacta. Al cabo de diez minutos baja la escalera, vuelve a la cocina y se inclina sobre mí. Alzo la cabeza y se despide con un beso seco y distraído. Sale al pasillo y luego vuelve de nuevo. «¿Tienes tú las llaves del coche?»

Lo miro y respondo: «En el abrigo marrón».

«Ah», dice él, recordando la ropa que llevaba el día anterior al volver a casa. Mi marido no es tan despistado como puede parecer. Al contrario de lo que dice el mito, los científicos no suelen ser individuos atolondrados con los ojos saltones y el cabello encrespado. La razón por la que deambula hasta la cocina y me pregunta por las llaves del coche no es que sea incapaz de localizarlas por sí mismo. Lo hace para recordarme que después de tantos años de matrimonio todavía me ama. Y yo le digo dónde están para recordarle que sigo correspondiéndole.

Una de las mejores cosas de ser trabajador autónomo es el silencio que reina en la casa tras el ruido del portazo.

Suspiro injustificadamente y me saco el móvil del bolsillo de la bata. Esta mañana vestirme supondrá un añadido voluntario. Tecleo en Google «clínica ginecológica privada». No pienso ir al centro que me corresponde, esté donde esté, y esperar dos horas en una habitación llena de adolescentes gimoteando.

Confirmo la cita. Repaso mentalmente la lista de todo lo que debería revisar, empezando por herpes, pasando por la sífilis, gonorrea, etcétera, y acabando con la prueba del SIDA, aunque esta solo me dirá si soy seropositiva, y si quiero una confirmación tendré que volver a hacerme la prueba dentro de doce meses. Sé que no volveré a hacerme la prueba. Dentro de doce semanas todo estará olvidado, concluido. La única razón por la que me hago esta revisión es para congratularme de lo racional que soy. Al menos no tengo que preocuparme por un posible embarazo. Hace tres años pasé la menopausia sin sofocos ni dramas, mis períodos simplemente fueron perdiendo intensidad hasta que desaparecieron. Tampoco tengo que preocuparme por la salud sexual de mi marido. Hace casi tres años que no tenemos sexo. He reservado la cita con diez días de antelación para comprobar si desarrollo algún síntoma. Cabe la posibilidad de que acabe anulándola.

Tiro los posos del té, coloco la taza en el lavavajillas, cojo una taza limpia y la cafetera pequeña del armario y voy al frigorífico a buscar el café. Me apoyo sobre la encimera, oyendo el ruido del vapor, y envío un mensaje de texto a mi marido para recordarle que revise el impuesto de circulación de su coche, ya que yo tengo que ir a pagar el mío de todas formas. Desde que se emanciparon nuestros hijos nos preocupamos por el coche del otro. Al menos no nos ha dado por los gatos.

Tardo tres días en acostumbrarme. No está mal, me digo. Nada mal. Solo me entra un poco de añoranza porque el viernes tengo que ir a Westminster, no al Parlamento, sino a desayunar con un compañero del Instituto Beaufort. Normalmente solo trabajo en el despacho los lunes y los martes. Soy lo que llaman una directora honorífica, lo cual significa, aunque resulte extraño, que creen que el estatus del instituto aumenta teniendo mi foto en la primera página de su folleto. Le he pedido a mi colega, un hombre aburrido llamado Marc, que me espere fuera. Si entra en mi despacho no saldré hasta que acabe el día.

Regresar a la zona de Westminster me recuerda que no he vuelto a saber nada. De ti, quiero decir. Después de aquello no me has buscado, ni invitado. Ni tan siquiera has preguntado por mí.

Marc es jefe de personal, lo cual significa que le han extirpado quirúrgicamente el sentido del humor. Quiere hablar conmigo para que cubra la baja de maternidad de una compañera. Dejé de trabajar a tiempo completo en el Beaufort porque no soportaba los trayectos diarios en transporte público. Solo de pensar que tendré que seguir durante seis meses más hace que me entren ganas de darme de cabezazos contra la mesa del restaurante mientras me explica las condiciones.

Al salir de mi reunión de desayuno pienso que debería ir directamente a casa y enfrentarme a la serpenteante montaña de facturas que tengo a un lado del escritorio. En lugar de eso, decido caminar hasta el Parlamento ya que estamos a finales de invierno, brilla un poco el sol y es viernes. Cuando llego, doy un rodeo por Parliament Square, camino hasta el puente de Westminster y me apoyo un momento sobre el pretil para observar a los turistas que alzan sus iPads ante el Big Ben. Al otro lado del puente hay un hombre tocando la gaita. Las gaviotas lo acompañan con sus lamentos. Cuando me aburro de observar a los turistas, les doy la espalda y me quedo contemplando el río. Pienso en cuando te arrodillaste a mis pies y me pusiste la bota. Recuerdo que te toqué las mejillas, tu sonrisa y la ternura del gesto. Quiero que ocurra de nuevo, aunque no estoy muy segura de lo que fue, y me doy cuenta de que todos mis intentos de racionalización son una farsa: la cita en la clínica y toda mi madurez en ese asunto. No puedo dejar de pensar en ti, en el peso de tu cuerpo contra el mío, que hacía que me quedara sin respiración a medida que nos besábamos contra la puerta. No he parado de darle vueltas a la cabeza en toda la semana.

Tonta, pienso. Jamás volverás a verlo, empieza a enterarte. Asúmelo. Si lo hubieras rechazado en la capilla, te habría preguntado el nombre y pedido el teléfono, te habría perseguido como un misil teledirigido durante toda la semana, pero no lo hiciste, ¿verdad? Te pareció bien. Ni tan siquiera habrá pensado en ti.

Todo son suposiciones, claro está. No conozco las bases de la promiscuidad. El sexo para mí siempre ha sido el comienzo de algo. Los animales no son promiscuos porque para ellos solo existe el imperativo biológico, aunque si uno quiere ponerse antropomórfico podría argumentarse que eso convierte todas sus relaciones en promiscuas. El deseo humano por la promiscuidad es un interesante experimento que raya entre la gratificación y el propio interés genético. «Piensas demasiado, ese es tu problema», solía decirme mi primer novio. Era un machista hijo de perra, y probablemente lo siga siendo.

Contemplo las grises aguas del Támesis corriendo bajo el puente de Westminster, fluyendo quedamente hasta el mar por el resto de los días. Los animales piensan tanto en la lógica que subyace al apareamiento como el agua en su deseo de correr río abajo. A mi lado un grupo de turistas grita alegremente en español. Tonta del culo, me dice una vocecilla sarcástica en la cabeza. Te han utilizado; ¿qué esperabas, que te enviara un ramo de flores? Que te sirva de experiencia.

Me comporto con tanta madurez, lo llevo tan bien, tan racionalmente, que dejo el río para los turistas, cruzo Bridge Street y camino hasta la entrada de Portcullis House —a pesar de que no tengo nada que hacer allí ese día—, paso las primeras puertas giratorias y espero hasta ver a una guardia de seguridad que conozco, la mujer grandota que me registró el martes. Llevo las mismas botas. La mujer me sonríe y niego con la cabeza.

—Hoy no trabajo, solo me preguntaba si alguien os trajo una bufanda el martes.

Se apoya en la máquina de rayos X. Está aburrida, no hay cola y se alegra de poder hablar con alguien.

—¿Cómo es?

Me quedo pensando en mi nueva bufanda de lana, la que está perfectamente doblada en el último estante de nuestro armario.

—Es gris y tiene un hilo blanco por el medio.

Mientras digo esto miro a través de los cristales de la cafetería del atrio, hacia la escalinata curva que lleva a las salas de comisiones, como si existiera la más remota posibilidad de que pases por allí en ese momento.

La guardia de seguridad se rasca una oreja y arruga la nariz.

—Si se la hubiera dejado aquí habría ido a parar directamente a la oficina, pero no la recuerdo. Puede enviarles un correo electrónico. Les pondría una nota, pero por el sistema interno tardará unos diez días.

—Vale, gracias.

Vuelvo al frío de la calle. El tímido sol no tiene nada que hacer contra la helada brisa que llega desde el río, pero me quedo en la escalinata varios minutos, mirando a mi alrededor como si esperase a alguien. Dios, eres patética, pienso.

Es viernes. Nadie que trabaje por cuenta propia saca el trabajo adelante los viernes, por más que lo pretendamos. Decido caminar hasta Piccadilly. Tal vez me pase por alguna librería, o por el Royal Academy. O quizá simplemente vuelva a las afueras, adonde pertenezco.

Llego a Parliament Square desde Bridge Street y paso ante la fachada del Parlamento, donde hay más turistas haciendo turnos para posar junto a los policías armados impertérritos apostados a la entrada de los parlamentarios. Al otro lado de la calle, los activistas contra la guerra montan guardia con sus tiendas de campaña. A pocos pasos está el lugar de donde salí el martes, aun con las piernas temblando, a caminar y tomar el fresco un rato antes de volver a Portcullis House para la sesión vespertina.

Estoy reviviendo el momento. Paso el feo edificio del centro de conferencias Queen Elizabeth y subo hasta Storey’s Gate. Decido cruzar el Birdcage Walk y bordear Saint James’s Park, que cada vez que lo visito me parece diferente. Esta vez me fijo en los cisnes, la casa de Hansel y Gretel, la ampulosa fuente. Dios, qué obvio. Intento no ponerme melancólica; al fin y al cabo, no lo merezco. Trato de disfrutar como turista en mi propia ciudad. Pienso en lo poco que hago esto, deambular por ahí: mi vida normalmente es una sucesión de plazos. Cruzó el Mall, subo los escalones de Carlton House Terrace y giro a la izquierda hacia Pall Mall para atajar por Saint James’s Square. Podría sentarme en la plaza un rato, pero hace frío y está demasiado cerca de mi despacho. Subo por Duke of York Street en busca de una cafetería; estoy bastante cerca de Piccadilly. Ahora que he salido del entorno inmediato del Parlamento puedo parar a tomar un café sin tener la sensación de acosarte, de permanecer sin motivo en algún lugar cercano a ti. Me sentaré en cualquier sitio y haré como que reviso el correo mientras observo a la gente y evalúo sus niveles de dedicación en contraste con el mío. Haré eso hasta que no pueda engañarme más. Después, me iré a casa.

A mitad de la calle, a la izquierda, hay un pequeño café italiano con servicio de camareros y una mesa redonda ante un ventanal, perfecto para mis intereses. Al empujar la puerta suenan unas campanillas como de otra época. Dentro se está caliente. No hay música. Incluso han dejado un periódico en la mesa preparado para mí.

Me siento y me pregunto lo que haría en caso de verte pasar por la ventana. Difícilmente podría salir corriendo y gritar tu nombre. No lo sé.

¿Por qué yo? Eso es lo que realmente quiero saber. ¿Por qué yo?

Mientras ando perdida en este diálogo interno dichosamente absurdo —sin drama alguno, he de añadir, porque todavía me lo tomo con mucha racionalidad—, veo a través de la ventana a una mujer que se detiene para discutir con el conductor de una furgoneta verde aparcada sobre la acera. La mujer le dice algo ofensivo y el conductor se atrinchera en su asiento con el brazo colgando de la ventanilla. Está fumando, mirando al frente, y por el movimiento de sus labios se diría que insulta a la mujer groseramente.

Seguro que lo hace todo el tiempo, pienso, y me refiero a ti, claro está, no al conductor de la furgoneta. Lo digo por esa confianza tan serena, la tranquilidad de tus movimientos, que no mostraras ansiedad ni prisa en absoluto. Sabías lo que hacías perfectamente. Me pregunto cada cuánto lo harás. Me pregunto si será como un juego. ¿Tal vez intentas tirarte a alguna mujer una vez a la semana? Pienso en todos esos despachos de los parlamentarios, en los pasillos interminables, los aseos, los baños, trasteros… Quién sabe si —y pensarlo me hace estremecer, por más madura que quiera parecer— perteneces a algún club de internet en el que se compite por ver quién da pruebas de haber tenido el más absurdo o imposible de los encuentros: a pleno día y en el corazón de la democracia más antigua del mundo, supongo que la puntuación debe de ser bastante alta. En realidad —y quizá se trate solo de vanidad, o tal vez de optimismo por mi parte— tengo la sensación de que actúas con cierto grado de discriminación. No te veo persiguiendo a mujeres en el aparcamiento de un supermercado de Essex. Esa elegancia pausada, la educación con la que actúas, incluso a la hora de sincerarte con una desconocida. Lo que hiciste no tuvo nada de grosero ni sórdido. Me miraste a los ojos, me besaste después, te arrodillaste a mis pies para ponerme la bota. Eres un hombre promiscuo al que le gusta el sexo arriesgado con desconocidas en lugares extraños, pero aun así tienes buenos modales.

No quiero sugerir que haya diferencia moral alguna entre lo que hicimos nosotros y lo que hacen quienes buscan rollo en los aparcamientos de Essex. No podíamos ni movernos. Piedra labrada, mosaicos y mármol… Nuestro escenario simplemente tenía más clase que un seto entre los arbustos o una hilera de contenedores de reciclaje, eso es todo.

Mientras pienso esto, la mujer se marcha y el conductor de la furgoneta verde sigue profiriendo insultos mientras baja del bordillo. A medida que la furgoneta se aleja, veo que al otro lado de la carretera, en la acera, hay un hombre con un traje azul marino de raya diplomática que me mira a través de la ventana de la cafetería. Ese hombre eres tú.

Seis meses más tarde, después del accidente y nuestra subsiguiente ruptura, volveremos a reencontrarnos brevemente y, tumbados en la cama de ese piso vacío de Vauxhalll, me hablarás de aquel día, de que me viste en las cámaras de seguridad en la puerta de Portcullis House, que te acercaste a la entrada mientras yo estaba fuera y decidiste seguirme. En cuanto bajé la escalinata advertiste que caminaba sin rumbo fijo. Estabas a escasos metros de mí cuando atravesé Parliament Square. En cierto momento, cuando vagaba por Saint James’s Park, me volví y miré hacia atrás, y te escondiste un poco, pensando que tal vez te había descubierto. Cuando te quedó claro que no era así, volviste a acercarte y te arriesgaste a caminar muy cerca mientras paseaba por Duke of York Street. Ya no me di más la vuelta. Viste cómo entraba en la cafetería y me sentaba, y decidiste esperar por si había quedado con alguien. Estabas al otro lado de la calle, a la entrada de una tienda, y a pesar de que miré por la ventana durante todo el tiempo que estuve sentada allí, no me percaté de tu presencia. «La gente solo ve lo que espera ver», me dices. Disfrutaste observándome. Te ponía mirarme sin que yo supiera que estabas allí. Te dije que la razón principal por la que no te vi era que estaba distraída pensando en ti y te gustó horrores. Eso era lo que habías imaginado. Por mi mirada perdida y el gesto pensativo de la boca supiste que estaba pensando en lo que pasó en la capilla de la cripta. Me molestó tanto tu arrogancia que te di la espalda en la cama, me aparté de ti e intenté retractarme, diciendo que en realidad aquel día en la cafetería no pensaba en ti, sino en la introducción que tenía que escribir para un nuevo libro de texto de la universidad, una colección de ensayos con un enfoque extensivo de la biología molecular. Supiste que mentía. Te echaste encima de mí, me inmovilizaste las muñecas sobre la cabeza con una mano y recorriste la parte sensible de mi cintura con los dedos hasta obligarme a admitir que pensaba en ti, en ti y solamente en ti.

Una vez que lo admití y te rogué que parases entre carcajadas, nos quedamos abrazados durante un buen rato, hasta que alcé un dedo, recorrí la curva de tu hombro y te pregunté:

—Pero ¿cómo supiste que estaría ese día en Westminster?

—Tuve una corazonada, eso es todo —dijiste, encogiéndote un poco de hombros—. Simplemente presentí que era oportuno aparecer. —Me quedé mirándote—. O quizá —añadiste— haya estado vigilando las cámaras de seguridad cada mañana desde el martes, esperando cruzarme contigo. —Al ver que seguía mirándote endureciste el gesto—. O tal vez tenga amigos que me avisan si pasas por el control de seguridad. —Tu mirada fría persistió hasta que advertiste una sombra de duda real en mi rostro y empezaste a sonreír—: ¡Estoy bromeando! Fue pura coincidencia.

Esta conversación la mantenemos completamente desnudos. Han pasado seis meses y todo un mundo de acontecimientos tras el encuentro del que hablamos, cuando la furgoneta verde arrancó y te vi al otro lado de la calle.

Al verte ahí de pie siento de repente que una enorme sonrisa me ilumina el rostro, y la veo reflejada en la que tú me dedicas, a pesar del tráfico que pasa por los dos lados de la calle.

Y allí estás, conmigo en la cafetería, relajado con tu traje azul marino de raya diplomática, y tengo un momento para reflexionar en que no te queda tan elegante como el gris. De hecho, llenas la pequeña cafetería con tu presencia. Solo con tu sonrisa ya la llenarías; tus dientes y tus ojos, en eso reparo hoy.

«Bueno, bueno —dices mientras separas la silla y te sientas frente a mí a esa pequeña mesita—. Así que al final vas a invitarme a un café.»

Me vuelvo para llamar a la camarera.

Será durante el transcurso de este encuentro la primera de las muchas veces que te pregunte: «Entonces ¿a qué te dedicas exactamente?».

En esta ocasión te encoges de hombros: «Funcionario, puro aburrimiento, cuidar del palacio, engrasar los engranajes para los que están al mando…».

Una pregunta para la cual nunca obtengo la misma respuesta.

Permaneces una hora y media en la cafetería. Nos tomamos otro café después del primero, suficiente para ponerme a cien y sentirme extraña incluso sin tu compañía. Me acribillas a preguntas personales. ¿Dónde vivo? ¿Me gusta mi trabajo? ¿Cuánto tiempo llevo casada? ¿He sido infiel anteriormente? Esta parece interesarte especialmente. Cuando contesto: «No exactamente», me acusas de darte evasivas. La mayoría de las personas que se embarcan en una aventura se presentan, averiguan algo el uno del otro y después se dedican al sexo desenfrenado. Parece que nosotros hacemos justo lo contrario.

Miro con recelo la enorme alianza de oro que llevas en el anular.

—¿Y qué me cuentas de ti? —contraataco.

No entiendo por qué acaparo yo toda la atención. Ya nos hemos dicho que ambos tenemos dos hijos, aunque los míos son mayores y los tuyos no, pero lo que te pido es algo más específico.

Sonríes.

—¿Te refieres a si voy a saltar con eso de mi mujer no me comprende? —dices con un gesto forzado—. Pues no. Me comprende demasiado bien.

Entiendo que estamos sentando las bases de nuestro acuerdo.

—Mi marido y yo probablemente nos casamos demasiado jóvenes —digo—. Pero no me arrepiento, tal vez solo de cuándo lo hicimos. De cuándo nos casamos, no de la persona con la que me casé —precisó.

Por supuesto, lo que hacemos es dejar claro que ninguno de los dos busca un salvavidas. Por más inexperta que sea, reconozco la trascendencia de esta negociación y la importancia de que ambos lo creamos necesario.

—¿Cómo es tu mujer? —pregunto, dándome cuenta al instante de que he traspasado la línea. Qué fina es la línea entre hablar por hablar y cotillear.

Te muestras un tanto distante.

—Cuéntame algo que nunca le hayas dicho a tu marido. —Al ver que dudo, añades—: Algo inocente, si prefieres.

—Odio su peinado —digo—. Siempre lo he odiado. El caso es que no es vanidoso y siempre me ha gustado eso de él. No necesita que lo colmen de caricias y cumplidos todo el tiempo, simplemente los tolera, pero no se da ninguna importancia. Y aunque creo que es algo en cierta forma admirable, cuando lo miro desearía que se cortase el pelo de un modo distinto. Siempre lo ha llevado igual, lacio y demasiado largo, y se le levanta un poco. Después de treinta años me parece un poco tarde para decírselo.

Me ofreces una sonrisa radiante sin percatarte y te pasas la mano por tus hirsutos cabellos castaños, revelando algunas canas, y se me ocurre que tú seguramente eres bastante vanidoso, que es probable que incluso te tiñas el pelo, algo que no me gustaría si mi marido fuera vanidoso, pero como no lo es tu vanidad se convierte en otra de tus entrañables cualidades. Por eso he intentado que me hables de tu mujer. No se me escapa que has evitado la pregunta. No es porque quiera cotillear; al contrario. En realidad me gustaría que hiciéramos como si nuestros matrimonios no existieran. Solo intento averiguar cómo es tu mujer porque necesito munición. Quiero armarme con las cualidades opuestas. Sea como sea ella, yo quiero ser todo lo contrario. Dime que le gusta el azul y jamás volveré a ponerme algo de ese color.

Al final averigüé cómo es tu mujer, pero en lo que llamaríamos circunstancias desafortunadas. Aunque tendiera a ser razonable con ella al principio de nuestra aventura, lo que pasó después dio al traste con todo indicio de racionalidad por ambas partes. Tal como fueron las cosas, la primera vez que la tuve ante mí fue cuando testifiqué en el estrado del Old Bailey en nuestro juicio conjunto.

Será más tarde, cuando pierda los nervios y le cuente la verdad al tribunal. Estoy a mitad de una frase, pero hablando con titubeos, contestando a una pregunta sobre el piso de Vauxhall, explicando lo inofensivas que fueron nuestras conversaciones durante la única ocasión en la que pudimos pasar allí unas horas juntos.

Cuando la interrupción llega, es tan inesperada que electrifica toda la sala.

«¡Zorra! ¡Eres una puta zorra de mierda!»

Al principio la exclamación no parece provenir de ningún sitio, de los cielos, tal vez, así que no miro alrededor hasta que reconozco lo sorprendidos que están los miembros del jurado ante mí y la indignación y preocupación que muestra el juez. El grito procede de la tribuna pública, que está a la derecha, pero a mi espalda, en la zona más alta. Al volverme veo que en la parte delantera de la tribuna hay una mujer rubia con unas gafas grandes, sentada no muy lejos de Susannah. El rostro de la mujer es una máscara de odio. Me mira fijamente, con el rencor patente de alguien que se ha contenido durante demasiado tiempo.

«Puta, puta, puta zorra de mierda…» Es como si creyera estar murmurando pero no pudiera evitar pronunciar todo eso en voz alta.

El juez se inclina sobre su mesa y habla con enojo al secretario del tribunal, que ya tiene el teléfono en la oreja y asiente. La puerta que da a la tribuna pública se abre y entran dos guardias de seguridad: una atractiva joven negra con una cola de caballo y un hombre blanco grueso. Mientras este espera en lo alto de la escalinata que lleva hasta la primera fila, la joven baja, se inclina sobre Susannah y susurra: «¡Señora, señora!», haciendo gestos a la mujer rubia, que no dice nada, se levanta, sube los escalones con pasos ruidosos y es acompañada a la salida.

Y ese, como sabes, será el primer y único contacto que tenga con tu esposa.

Seguimos hablando en la cafetería de Duke of York Street, ahondando en nuestro mutuo intercambio de confidencias, cuando te incorporas en el asiento y dices de repente: «Tengo que irme».

No sé si habrás consultado el reloj, pero yo no te he visto hacerlo. Me decepciona un poco que te vayas sin avisar, tal vez porque presiento que contigo siempre será así.

Sacas tu teléfono móvil de un bolsillo y dices:

—Dame tu número de teléfono. —Cuando digo las cifras en voz alta introduces los datos y presionas el botón de llamada. Mi teléfono emite dos tonos en el interior de la chaqueta. —Ahora tú también tienes el mío —dices con eficiencia. Buen trabajo.

Te metes el teléfono en el bolsillo y me observas. Es una mirada larga, de esas que interrogan y consiguen la respuesta que buscan.

Te devuelvo la mirada, y digo en voz baja y seria:

—¿De verdad vamos a permitir que suceda esto?

—Pues claro —replicas de inmediato, levantándote y mirándome desde arriba—. Te llamaré más tarde —añades.

Te inclinas levemente al tiempo que miras por la ventana, me coges por la nuca y tiras de mi cabeza hacia atrás en un fulminante gesto posesivo que derrite ciertas partes de mi cuerpo, rápida y dulcemente. Batido de frambuesa, pienso. Me plantas un beso firme y húmedo en los labios, das media vuelta y te vas.

Antes de que salgas de mi vista ya has cogido el teléfono para hacer una llamada. La camarera se acerca silenciosamente cuando todavía miro por la ventana, como si hubiera estado esperando, y coloca ante mí el platillo con la cuenta. Al mirar a mi alrededor veo que la cafetería está llena de gente que viene a almorzar y a una pareja haciendo cola en la puerta. He abusado de su hospitalidad.

Empiezo a escribirte otra carta mentalmente al tiempo que me levanto, pongo el dinero de los cafés en el platillo, me meto el recibo en el bolsillo sin darme cuenta, cojo el abrigo del respaldo de la silla… Incluso mientras me abrocho el abrigo, me ajusto el cinturón y recompongo mi peinado.