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En realidad, para empezar por el principio habría que hacerlo dos veces. Comenzó aquel frío día de marzo en la capilla de Saint Mary Undercroft, en el palacio de Westminster, bajo todos esos santos ahogados, quemados y torturados de mil formas. Todo comenzó aquella noche, cuando me levanté de la cama a las cuatro de la madrugada. No soy una verdadera insomne. Jamás he pasado noches enteras en vela, ni he estado semanas suspendida en esa atmósfera de cansancio deprimente, irritable y con la cara demacrada. A veces me despierto sin ningún motivo, y eso mismo sucedió aquella noche. Se me abrieron los ojos y mi cerebro se activó al segundo. Dios mío, pensé. Ha sucedido… Cuanto más repasaba los hechos, más absurdo me parecía. Volví a meterme bajo el edredón con un movimiento brusco, cerré los ojos y los abrí al momento, consciente de que tardaría al menos una hora en conciliar el sueño. Conocerse a uno mismo, una de las grandes ventajas de hacerse mayor. Es nuestro premio de consolación.

A esa hora no hay claridad ni entendimiento. Lo único que existe es el ruidoso trasiego de nuestros pensamientos, y cada uno más confuso y enrevesado que el siguiente. Así que me levanté.

Mi marido dormía como un tronco, con una respiración ronca, molesta. «Los hombres pueden alcanzar un estado vegetativo constante durante la noche —me dijo Susannah en cierta ocasión—. Es una afección muy conocida.»

Así que me levanté y salí de la cama congelada de frío. Cogí mi bata de lana tupida, recordé que tenía las zapatillas en el cuarto de baño y cerré la puerta con cuidado porque no quería despertar a mi marido, el hombre al que amo.

Tal vez no haya claridad ni entendimiento a esa hora, pero sí hay ordenadores. El mío está en una buhardilla con techos inclinados a un lado y unas puertas de cristal que llevan a un minúsculo balcón ornamental al otro, donde se encuentra el jardín. Mi marido y yo tenemos un despacho cada uno. Somos de ese tipo de parejas. En el mío hay un póster de la doble hélice del ADN en la pared, una alfombra marroquí y un cuenco de arcilla para clips que hizo nuestro hijo cuando tenía seis años. En una esquina hay una montaña de revistas Science tan alta como mi escritorio. Las tengo apiladas ahí para que no se caigan. El despacho de mi marido tiene un escritorio con tablero de cristal, estanterías blancas empotradas y, tras el ordenador, colgada en la pared, una sola fotografía en blanco y negro enmarcada en madera de haya en la que aparece un tranvía de San Francisco del año 1936. Su trabajo no tiene nada que ver con los tranvías, es experto en las anomalías genéticas de los ratones, pero igual que no tiene un muñeco de felpa en su sillón favorito, tampoco pondría una foto de un ratón en la pared. Su ordenador es un simple rectángulo inalámbrico. Todos los bolígrafos y demás artículos de papelería están en una pequeña cajonera gris bajo el escritorio. Sus libros de estudio están todos ordenados alfabéticamente.

Encender un ordenador de madrugada es reconfortante en cierto modo. El grave murmullo, la lucecita azul que brilla en la oscuridad, el propio acto de ponerlo en funcionamiento y la atmósfera, todo acentúa esa sensación de hacer algo prohibido, cosa que nadie hace a tales horas. Tras encenderlo me acerqué al radiador de aceite que tengo pegado a la pared. Como soy la única que permanece en casa en horario de oficina, tengo mi propia estufa aquí arriba. La puse a baja potencia, y comenzó a llenarse de aceite y a calentarse, emitiendo su crujido característico. Volví al escritorio, me senté en la silla de cuero negro y abrí un nuevo documento.

Querido X:

Son las tres de la madrugada, mi marido está durmiendo abajo y yo me encuentro en la buhardilla escribiéndote una carta a ti, un hombre con quien me he visto una sola vez y al que probablemente no vea nunca más. Entiendo que resulte extraño escribir una carta que jamás será leída, pero tú eres la única persona a la que puedo contárselo.

X. Me gusta que sea un inverso genético. La X, como seguramente sabrás, es lo que caracteriza al sexo femenino. La Y es lo que hace que te crezca el pelo en las orejas a medida que envejeces y tal vez te suponga una tendencia al daltonismo, como a muchos otros hombres. Pensar esto, sabiendo dónde hemos estado hoy, lo hace más placentero todavía. Esta noche, ahora mismo, veo sinergias por doquier. Todo me resulta agradable.

Mi ámbito de estudio es la secuenciación de proteínas, y la deformación profesional es inevitable. Se extiende al resto de tu vida, algo que acerca la ciencia a la religión. Cuando empecé el posdoctorado veía cromosomas por todas partes, en los surcos que dejaba la lluvia sobre la ventana, en la estela de vapor que se desintegraba tras los aviones, emparejados y a la deriva.

Mi querido X, tu letra se usa para muchas cosas, desde las películas triple equis hasta el más inocente de los besos, incluso la firma de un crío en una tarjeta de cumpleaños. Cuando mi hijo tenía unos seis años escribía equis en las tarjetas hasta que no cabían más, y cuando se acercaba a los bordes las hacía más pequeñas, como si quisiera demostrar que en una tarjeta no pueden representarse la cantidad de equis que hay en el mundo.

Tú no sabes mi nombre y no tengo intención de decírtelo, pero comienza por Y, otra razón por la que me gusta personificarte con la equis. No puedo evitar pensar que me llevaré una decepción cuando sepa tu nombre. ¿Graham, tal vez? ¿Kevin? ¿Jim? X me gusta más. Así podremos hacer lo que queramos.

En este punto de la carta decidí ir al baño, así que paré, salí de la habitación y volví dos minutos después.

He tenido que dejar de escribir. Me ha parecido oír un ruido abajo. Mi marido suele levantarse para ir al baño por la noche, como todos los hombres en los cincuenta. Pero mis recelos son innecesarios. Si despertara y viera que no estoy, no le sorprendería encontrarme aquí, ante el ordenador. Siempre he dormido poco. Ese es el secreto de mis logros. Algunos de mis mejores ensayos los escribí a las tres de la madrugada.

Mi marido es un hombre bueno, corpulento, que empieza a quedarse calvo. Nuestros dos hijos rondan ya la treintena. Mi hija vive en Leeds y también es científica, aunque no en mi mismo campo; ella es hematóloga. De momento mi hijo vive en Manchester; por la escena musical, dice. Compone sus propias canciones. Creo que tiene bastante talento —claro que soy su madre—, pero no parece encontrar su lugar. Probablemente le resulte difícil teniendo una hermana tan destacada. Es menor que él, pero por poco. Me las ingenié para concebirla a los seis meses de tenerlo a él.

Pero sospecho que estarás igual de interesado en mi vida doméstica que yo en la tuya. Es obvio que yo me fijé en tu gruesa alianza de oro, tú te diste cuenta de ello e intercambiamos una breve mirada en la que se sobreentendieron las reglas de lo que estábamos a punto de hacer. Imagino que vivirás en una cómoda casa de las afueras como la mía y que tu esposa es pulcra y eficiente, probablemente rubia, una de esas mujeres esbeltas y atractivas que se conservan impecables. Quiero imaginar que tienes tres hijos, dos chicos y una chica —¿tu ojito derecho?—. Son todo especulaciones, pero como te he explicado, soy científica y mi trabajo consiste en especular. Por el conocimiento empírico que tengo de ti solo puedo saber una cosa. Hacer el amor contigo es como ser devorada por un lobo.

A pesar de que puse la estufa a baja potencia, la habitación se había calentado rápidamente y me había quedado traspuesta en mi silla de piel acolchada. Llevaba escribiendo una hora, corrigiendo al mismo tiempo, y estaba agobiada, cansada de seguir allí con mi tono cínico. Cuando repasé la carta para arreglar las frases que sonaban raro me percaté de que había faltado a la verdad al menos en un par de ocasiones. La primera era una mentira de nada, uno de esos actos de mitificación propia en los que magnificas o disminuyes un detalle como forma de abreviar, para describir tu persona a otro, más por ser conciso que por engañar. Se trataba de la parte en la que dije que he escrito algunos de mis mejores ensayos a las tres de la madrugada. No es verdad. Sí es cierto que a veces me levanto por la noche y me pongo a trabajar, pero mis mejores ensayos nunca los escribo a esa hora. Cuando rindo mejor es a las diez de la mañana, justo después de desayunar una tostada con mermelada amarga y un café solo doble. El otro punto en el que no fui del todo sincera es más serio, eso sí. Era la parte en la que hablaba de mi hijo.

Cerré el archivo de la carta, titulándolo IVAdatos3. Luego la oculté en una carpeta llamada CorreoContab. Me tomé un momento para observarme en ese acto de artificio, tal como había hecho cuando me repinté los labios en la capilla. Me recosté en mi asiento y cerré los ojos. Aunque todavía era de noche, ya empezaban a oírse píos y trinos, el optimista despertar de los pájaros que se desperezan y revolotean por los árboles al amanecer. Esa fue una de las razones por las que nos mudamos a las afueras, ese pequeño gorjeo, pero en cuanto pasaron unas semanas empezó a parecerme tan irritante como antes placentero.

No es más que una excepción. Sin hacer daño a nadie. Un episodio. En ciencia aceptamos las aberraciones. Solo cuando esas aberraciones siguen produciéndose nos detenemos a mirar si existe un patrón. Pero lo característico de la ciencia es la incertidumbre, aceptar las anomalías. Las anomalías fueron nuestras creadoras, véase si no el axioma «la excepción que confirma la regla». Sin reglas no habría excepciones. Eso es lo que horas antes había intentado explicarle a la comisión permanente.

Aunque todavía no empezaba a caer, hacía tiempo de nieve, eso es lo que recuerdo de aquel día. Ese aire denso y particularmente frío que parece colmar el ambiente en los momentos previos: promesa de nieve, me dije mientras caminaba hacia el Parlamento. Era un pensamiento agradable porque llevaba botas nuevas, unos botines de charol de tacón bajo, el tipo de botas que lleva una mujer de mediana edad que quiere sentirse más joven. ¿Qué más? ¿Qué fue lo que llamó tu atención? Llevaba un vestido de punto gris, claro y suave, con cuello vuelto. También me había puesto una chaqueta de lana negra, ajustada, con grandes botones plateados. Tenía el pelo recién lavado; tal vez eso ayudara. Acababa de escalármelo hacía poco y había teñido de caoba mi vulgar melena castaña. Supongo que me sentía bien conmigo misma, nada extraordinario.

Si esa descripción me hace parecer engreída es porque lo soy, o al menos lo era hasta que te conocí y sucedió aquello. Un chico al que doblaba la edad me había tirado los trastos semanas antes —hablaré de ello más tarde— y tenía la confianza por las nubes. Aunque lo rechacé, había despertado mis fantasías, y pensar en ello seguía subiéndome la moral.

Era la tercera vez que me presentaba ante una comisión del gobierno y para entonces ya conocía la rutina. De hecho, acababa de hacer una presentación la tarde anterior. Cuando llegué pasé por las puertas giratorias que hay a la entrada de Portcullis House y coloqué el bolso en la cinta transportadora de la máquina de rayos X. Incliné la cabeza ante la guardia de seguridad con una sonrisa, y le comenté que el día anterior me había dejado puesta la pulsera de plata para conseguir el masaje gratis. Me volví para la foto del pase diario sin escolta. El arco magnético pitó de nuevo, igual que el día anterior, así que levanté los brazos para que la corpulenta guardia me cacheara. Como mujer respetuosa de la ley, me alucina la idea de que me registren. Ya sea allí o en el aeropuerto, siempre me decepciona que no bajen la guardia conmigo. La chica me palpó los brazos bruscamente y puso las manos como si fuera a rezar para pasar los bordes entre mis pechos. Sus compañeros masculinos observaban la escena, y el cacheo resultaba más ambiguo que si lo hicieran ellos mismos. «Me gustan sus botas —dijo ella mientras las estrujaba un poco con ambas manos—. Seguro que son muy útiles.» Se levantó, cogió el pase con su cordel y me lo entregó. Me lo colgué al cuello y después me encorvé un poco para acercarlo al lector que abría la siguiente puerta.

Todavía me quedaba media hora antes de presentarme ante la comisión. Había llegado con tiempo suficiente para comprar un buen capuchino y sentarme a una mesita redonda bajo las higueras del atrio. Puse un poco de azúcar moreno en el café y rebañé el resto del sobre con el dedo para chuparlo. En las otras mesas había parlamentarios con sus invitados, funcionarios, miembros del servicio descansando, periodistas, investigadores, personal de secretariado y auxiliares… Ahí teníamos el día a día del gobierno, sus rutinas, los pormenores, el aglutinante que lo mantiene todo unido. Mi cometido era ayudar a la comisión a pronunciarse sobre las limitaciones recomendadas para la tecnología de clonación. La mayor parte de la gente sigue pensando que la genética consiste en eso, como si todo fuera cosa de experimentos de gestación, en cuántos ratones, ovejas o plantas idénticos podemos hacer. Cosechas de trigo interminables; tomates cuadrados; cerdos que nunca enfermen ni transmitan enfermedades. El mismo debate estéril de siempre. Hacía tres años de mi primera presentación ante un comité, pero en cuanto solicitaron mi participación supe que repetiríamos exactamente las mismas discusiones.

Lo que intento decir es que aparte de mi buen humor de aquel día, no ocurría nada extraordinario.

Aunque en realidad sí que ocurría, ¿no es cierto? Yo estaba allí bebiéndome el café, colocándome el pelo detrás de la oreja cuando me inclinaba para mirar mis notas, y durante todo ese tiempo no me percaté de que tú me observabas.

Más tarde describirías esa escena detalladamente desde tu punto de vista. Al parecer, en cierto momento alcé la vista y miré alrededor como si me llamaran para luego volver a mis notas. Te preguntaste qué me había llevado a hacer eso. Minutos después me rasqué la pierna derecha. Al cabo de un rato me froté debajo de la nariz con el dorso de la mano, cogí una servilleta de papel de la mesa y me soné los mocos. Mientras tanto tú lo observabas todo a escasos metros, confiando en que si te miraba no podría reconocerte porque no te conocía.

A las diez y cuarenta y ocho minutos cerré la carpeta, pero como no me molesté en meterla en el bolso supiste que iba camino de algún comité o sala de conferencias. Antes de levantarme, metí la servilleta y la cuchara en la taza de café. «Una persona ordenada», pensaste. Después alisé mi vestido por delante y por detrás, atusándolo con un rápido movimiento. Me pasé las manos por los cabellos a ambos lados de la cara. Me eché el bolso al hombro y recogí la carpeta. Cuando me alejaba de la mesa miré hacia atrás para comprobar que no había dejado nada. Después me dirías que gracias a eso supiste que tenía hijos. Los niños siempre olvidan cosas, y una vez que se coge el hábito de comprobar la mesa antes de marcharse es difícil deshacerse de él, aunque tus hijos se hagan mayores y abandonen el hogar. Sin embargo, no adivinaste sus edades, eso se te escapó. Diste por sentado que los había tenido tarde, una vez establecida mi carrera, en lugar de pronto, antes de comenzarla.

Me alejé de la cafetería con confianza, según tú, como una mujer que sabe adónde va. Pudiste observarme mientras cruzaba el espacioso y ancho atrio y subía la escalera que lleva a las salas de comisiones. Mis pasos eran decididos, con la cabeza alta, sin mirar alrededor mientras caminaba. Según dijiste, parecía no ser consciente de que alguien pudiera observarme y eso te pareció atractivo, porque daba una impresión de seguridad e ingenuidad al mismo tiempo.

¿Tuve yo alguna corazonada ese día mientras tomaba el café? Eso quisiste saber más tarde, instándome a decir que había notado tu presencia, deseando que me hubiera percatado de ella.

«No, en la cafetería no —dije yo—, ni remotamente.» Pensaba en la forma más sencilla de explicar a una comisión de legos por qué muchos de nuestros genes no funcionan en oposición a la codificación de proteínas. Pensaba en la mejor manera de explicar lo poco que sabemos.

«¿Ni una pista? ¿Nada en absoluto?» Eso te dolió un poco, o al menos eso quisiste hacerme creer. ¿Cómo era posible que no te presintiera? No, allí no, pero quizá sintiera algo en la sala de comisiones, tal vez.

La presentación había ido según lo previsto y la mañana estaba a punto de concluir para mí. Acababa de responder a una pregunta sobre la rapidez con que se desarrolla la tecnología de clonación. Como las comisiones son públicas y se informa acerca de ellas, tienen que hacer preguntas que representen las preocupaciones del ciudadano. La señora Chair había pedido una breve pausa para revisar sus papeles y asegurarse de que se seguía el orden de las preguntas. Uno de los parlamentarios que tenía a su derecha —Christopher no-sé-qué, decía en su distintivo de plástico— gesticulaba con frustración. Yo esperaba pacientemente. Cogí la jarra que tenía ante mí, me serví un poco de agua en el vaso y di un trago. Mientras hacía esto tuve una extraña sensación, noté tensión en el cuello y los hombros. Me pareció como si hubiera alguien más en la sala, justo detrás de mí, como si el ambiente se cargase de repente. Cuando la señora Chair volvió a alzar la vista vi que desviaba la mirada hacia las sillas de atrás. Luego ojeó sus papeles, volvió a mirarme y dijo: «Le ruego que me disculpe, catedrática, enseguida estoy con usted», y se inclinó sobre la secretaria que tenía a su izquierda. Yo no había conseguido cátedra en ninguna universidad británica. La única vez que ostenté ese título fue cuando mi marido formó parte del plan USCR de intercambio de investigadores en Boston y di clases en América durante un año. Ella tendría que haberse referido a mí como «doctora».

Volví la cabeza. En las dos filas de atrás estaban sentados los investigadores de campo de los parlamentarios con sus libretas y sujetapapeles, los ayudantes, cuya misión es aprender algo que los ayude a ascender en el escalafón. En ese momento vi de soslayo que la puerta de la esquina se cerraba, suavemente y sin ruido alguno. Alguien acababa de abandonar la sala.

«Gracias a todos por su paciencia —dijo la señora Chair, y me volví para mirar a la comisión—. Christopher, te ruego que me disculpes. Es verdad que estabas puesto en el número seis, pero tenía un borrador anterior escrito a mano y lo he leído mal.»

Christopher como-se-llame aspiró, se incorporó y comenzó a formular la pregunta en voz alta y clara para maquillar su ignorancia sobre los principios de la genética.

Unos veinte minutos después la comisión se disolvió para almorzar. Me habían pedido que asistiera tras el descanso, aunque mi participación ya había concluido. Solo para ir sobre seguro y no correr el riesgo de tener que llamarme otra vez la semana siguiente y pagarme un día más de dietas. El secretariado y los investigadores salieron de la sala mientras me levantaba y recogía mis cosas. Varios de los parlamentarios se habían ido por su puerta de servicio exclusiva y el resto de la comisión continuaba deliberando en voz baja. La única periodista que había en el banco de prensa anotaba algo en su libreta.

El pasillo estaba abarrotado de gente; al parecer todas las comisiones acababan temprano para almorzar. Me quedé un momento pensando si iba a la cafetería del atrio o salía del edificio. Un poco de aire fresco no me vendrá mal, me dije. Comer en la misma cafetería que los parlamentarios y sus invitados había perdido su atractivo hacía tiempo. El pasillo se despejó un poco mientras vacilaba y frente a mí quedó un hombre sentado en un banco. Hablaba en voz baja por el móvil, pero a pesar de ello me miraba. Cuando vio que reparaba en su presencia dijo algo al teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Se levantó del banco con la vista clavada en mí. Si nos conociéramos su mirada habría insinuado: «¡Eh, eres tú!». Pero como no era el caso, insinuaba algo completamente diferente, aunque seguía habiendo un elemento de reconocimiento. Todo quedó decidido en el instante en que le devolví la mirada, pero eso no llegué a comprenderlo hasta mucho después. Me volví para cruzar el pasillo con una media sonrisa, y el hombre me salió al paso, diciendo:

—Has estado muy elocuente. Eres buena explicando cosas complejas. La mayoría de los científicos no saben hacerlo.

—He dado muchas charlas —contesté— y he tenido que hacer bastantes presentaciones para conseguir financiación a lo largo de los años. Una no puede arriesgarse a que se sientan estúpidos.

—No, yo diría que no es muy buena idea.

Entonces todavía no lo sabía, pero ese hombre eres tú.

Caminábamos uno junto a otro, como si fuéramos amigos o colegas, y la conversación fluía tanto, era tan natural, que cualquiera que pasara habría dicho que nos conocíamos desde hacía años. Al mismo tiempo, se me alteró la respiración y me sentía como si hubiera mudado de piel, como si hubiera desaparecido algo, tal vez simplemente los años, o mi habitual recato. Por Dios bendito, pensé, hacía años que no me pasaba eso.

—¿Te pones nerviosa antes de una presentación?

Hablabas con naturalidad, y yo te seguí el juego.

Sin que ninguno de los dos decidiera el camino, o eso creí yo, llegamos a la planta baja y atravesamos el atrio para llegar a la escalera mecánica que baja hasta el túnel que conecta con el edificio principal del Parlamento. Es una escalera muy estrecha, demasiado para que pudiéramos seguir los dos juntos, y me indicaste con un gesto que pasara yo primero. Gracias a eso pude mirarte bien, observar tus grandes ojos marrones y tu mirada directa, tus gafas de montura metálica a la moda retro, o simplemente pasadas de moda —no supe decidir entre lo uno y lo otro—, el cabello castaño, hirsuto y ondulado, con algunas canas. Te eché unos años menos que yo, no muchos. Me sacabas una cabeza, aunque eso es lo normal. Sonreíste como si te percataras de lo tonto que resultaba todo aquello. Una vez llegamos abajo me alcanzaste con una firme zancada. No eras extraordinariamente guapo, pero había algo en la forma en que te movías, informalidad y confianza. Llevabas un traje oscuro que me parecía caro, aunque yo no entiendo mucho de eso. Sí, había algo en tu porte que resultaba atractivo, cierta gracia masculina. Tus movimientos eran relajados, parecías a gusto con tu persona. Dabas la impresión de poder competir contra ti mismo en una pista de tenis. Estaba bastante segura de que no eras un parlamentario.

—¿Entonces? ¿Te pones? Nerviosa, quiero decir.

Solo cuando repetiste la pregunta reparé en el silencio que se había producido mientras bajábamos.

—No —dije—. Con estos no. Sé mucho más que ellos.

—Sí, espero que sea así.

Inclinaste levemente la cabeza en reconocimiento a mis aptitudes.

Atravesamos el túnel en silencio, pasamos junto al león de piedra y el unicornio que hay a cada flanco y llegamos a la columnata. Era de lo más extraño. Paseábamos relajadamente, como si nos conociéramos de toda la vida, la gente desfilaba ante nosotros, y todavía no nos habíamos presentado. Nada de nombres, ninguna formalidad, ese era tu estilo, ahora lo comprendo. Nos saltábamos el protocolo y así establecíamos que las reglas habituales no funcionaban entre nosotros, ni funcionarían en el futuro. Todo esto solo puedo saberlo en retrospectiva, claro está.

Cuando entramos en la zona de la columnata que queda a la intemperie del New Palace Yard tirité y me crucé de brazos. Parecía natural girar a la izquierda y pasar al salón Westminster a través de la Great North Door. A la hora del almuerzo aquello estaba repleto de gente: grupos de colegiales, estudiantes y turistas amontonados. Estábamos en el área pública de los dominios del Parlamento. A medida que nos adentrábamos en el colosal salón de piedra dejamos a nuestra izquierda las colas de visitantes que esperaban tras las cintas para entrar en las galerías del Parlamento: un grupo de viejecitas, dos hombres con impermeables de plástico, una joven pareja de enamorados mirándose, muy juntos, con las manos metidas en los bolsillos de los tejanos del otro.

Cuando llegamos al otro extremo del salón nos detuvimos. Yo miré atrás, hacia la puerta que conducía de nuevo a la salida, y vi que el cielo quedaba enmarcado como en un cuadro. ¿Cuántas veces en la vida se siente una atracción instantánea por alguien que acabas de conocer, la repentina y sobrecogedora sensación de que estás destinado a encontrarte con esa persona? ¿Tal vez tres o cuatro veces en la vida? Para mucha gente esto solo sucede mientras sube la escalera mecánica de un centro comercial o una estación de tren y la otra persona baja la escalera desde el otro lado. Otras nunca llegan a experimentarlo.

Te miré y me devolviste la mirada de nuevo. No necesitamos más.

Hiciste una pequeña pausa y dijiste: «¿Has visto la capilla de la cripta?». Lo preguntaste a la ligera, en tono conversacional. Negué tímidamente con la cabeza. «¿Te gustaría verla?»

En ese momento estaba al borde del acantilado. Ahora lo sé.

«Claro», dije yo en tu mismo tono coloquial. Efecto reflejo, lo llaman. Lo hacemos continuamente.

Inclinaste la cabeza levemente hacia mí. «Ven conmigo», dijiste. Te volviste, me colocaste la mano en el codo de una manera muy sutil, y sentí que me dirigías sin apenas tocarme. Notaba la presencia de tus dedos en mi codo incluso después de que los retirases. Subimos juntos los anchos peldaños de piedra que hay al otro lado del salón. En lo más alto, bajo la magnificencia vidriada de la Memorial Window, había una guardia de seguridad, una mujer fornida con el cabello rizado y gafas. Me quedé atrás mientras tú te dirigías a ella. Te inclinaste para decirle algo. No oí lo que hablasteis, pero estaba claro que bromeabas con ella, que la conocías bastante bien.

Cuando volviste a mi lado llevabas un rectángulo de plástico negro del que colgaba una llave. «Recuérdame que se la devuelva a Martha o me meteré en un buen fregado», eso dijiste.

Nos dimos la vuelta. Bajé tras de ti por otra escalinata de piedra más pequeña y pasamos por unas verjas de hierro negro hasta llegar a una pesada puerta de madera. La abriste con la llave. Entramos. Se cerró a nuestra espalda con un sólido portazo. Estábamos en lo alto de otra escalinata, esta vez formada por unos peldaños muy estrechos que descendían hasta una escalera de caracol. Pasaste tú primero. Al final de esa escalera había otra pesada puerta.

La capilla de la cripta es pequeña y recargada, con unos arcos que se inclinan como ramas de árboles bajas y el techo cubierto con tracería de oro. Hay verjas de hierro forjado con diseños intrincados frente al altar y una pila bautismal ornamentada. Según me cuentas, los parlamentarios pueden bautizar aquí a sus hijos, y también casarse. No estás seguro acerca de los funerales. Las paredes y el suelo de la capilla tienen azulejos, las columnas son de mármol, y el lugar, a pesar de su decoración, parece secreto, tal vez porque se trata de una iglesia subterránea: culto oculto.

Cuando recorro la nave central la soledad del lugar lo despoja de toda santificación. No hay bancos, solo filas de sillas apilables. Parece desaprovechada. Mis pasos resuenan. Las iglesias están para que la gente entre a cualquier hora, y esta permanece cerrada con llave y solo se abre a los parlamentarios. Me sigues por la nave central a paso lento y guardando la distancia, pisando ligeramente con las suelas de los zapatos, un sonido que contrasta con el afilado martilleo de mis tacones. Aunque te quedes atrás, sigues hablándome acerca de la capilla. Su nombre real es iglesia de Saint Mary Undercroft, pero todo el mundo la llama la capilla de la cripta. Sus paredes estuvieron enyesadas durante muchos siglos, pero el incendio de 1834 acabó con el yeso y dejó al descubierto las maravillas de la decoración de la capilla, así como los enormes bajorrelieves que muestran escenas de martirios. Y allí, sobre nuestras cabezas —todavía te doy la espalda, pero me invitas a que mire al techo—, un santo quemado, otro ahogado… «San Esteban, santa Margarita», dices. Me invitas a reparar en las gárgolas paganas. Barbarismo, creo, barbarismo medieval. Recuerdo esas vacaciones en las que visité junto con mi marido el norte de España, donde cada pueblecito parecía recordar a la Inquisición con su propio museo de la tortura, a veces bastante gráfico. Mármol, piedra labrada, azulejos historiados, inscripciones en latín, todo ese ritual de la alta Iglesia anglicana. No, no siento ni el más mínimo atisbo de contemplación espiritual aquí, solo una leve curiosidad intelectual y ¿qué más?, me pregunto dando la vuelta lentamente. Entonces me percato de que es el silencio lo que me lleva a hacerlo. Me vuelvo porque has dejado de hablar, ya no se te oye deslizarte por las baldosas. Ni tan siquiera te oigo respirar.

No te has evaporado. No has desaparecido, ni te has ocultado tras una columna o en la pila bautismal. Estás ahí de pie, mirándome.

Te miro y sé, sin que ninguno de los dos diga nada, que ese es el punto donde se decide todo.

El sonido de las suelas de tus zapatos avanza, resuena, se acerca a mí. Cuando me alcanzas tiendes la mano y me resulta completamente natural ofrecerte la mía en respuesta. Me la coges. Tu mano me reclama. Me llevas de nuevo al otro lado de la nave, a la parte trasera de la capilla. «Quiero enseñarte una cosa.» Pasamos tras un biombo que oculta otra pesada puerta de madera, esta estrecha y muy alta, en forma de arco. «Entra tú primero, no hay mucho espacio ahí dentro», dices.

Abro la puerta no sin esfuerzo, pues pesa bastante. Tras ella hay una habitación minúscula con un techo muy alto. Justo frente a mí veo un armario azul eléctrico, como un archivador pero con infinidad de botones y luces. Junto a él hay una fregona sucia apoyada contra la pared y un juego de escaleras metálicas. Arriba, a la izquierda, los gruesos haces de una multitud de cables de alimentación eléctrica forrados de plástico desaparecen hacia el techo. «Antes era el cuarto de la limpieza», dices al entrar.

La habitación es tan pequeña que tienes que pegarte a mí para cerrar la puerta. «Allí», dices. En el reverso de la puerta hay una pequeña fotografía en blanco y negro de una mujer, y bajo ella una placa de bronce: Emily Wilding Davison. Estoy de pie frente a la placa, mirándola y dándote la espalda. Tú estás justo detrás de mí, muy cerca, tanto, que te siento aunque no me toques; es decir, siento que estás ahí sin tocarme. Me pasas una mano sobre el hombro y señalas la placa. Tu respiración agita mis cabellos mientras hablas.

«Se ocultó aquí la noche del censo de 1911», dices, y yo respondo rápidamente sin darme la vuelta: «Sí, conozco la historia, a pesar de que no recuerdo los pormenores». Es una historia de sufragistas y me pertenece a mí, no a ti. Emily Wilding Davison se arrojó bajo las herraduras del caballo del rey en el derbi de Epsom. Murió para que mujeres como yo, que viven a principios del siglo veintiuno, podamos dar las cosas por sentadas: votar, trabajar, esperar que nuestro marido saque los platos del lavavajillas. No tenemos que entregar a nuestros esposos todas nuestras pertenencias cuando nos casamos con ellos. Ni tan siquiera tenemos que casarnos con ellos si no queremos. Podemos dormir con quien nos plazca, según los límites de nuestra propia moral, claro está, exactamente igual que cualquier hombre. Ahora nadie nos lleva a la plaza del pueblo para lapidarnos, no nos ponen artilugios de metal en la boca si hablamos demasiado, ni nos ahogan en un pozo porque un hombre al que hemos rechazado nos ha acusado de brujería. Estamos a salvo, es cierto. Ahora, en estos tiempos, en este país, estamos a salvo.

En cuanto me doy la vuelta tomas mi cabeza entre tus manos y me tocas el pelo, y yo te coloco suavemente las manos junto a los hombros, dejo que me eches el cuello hacia atrás y cierro los ojos.

En el momento de besarnos —tu boca suave, plena, todo lo que una boca debería ser— me percato de que supe que ocurriría desde el mismo instante en que me fijé en ti al salir de la comisión; solo era cuestión de cómo y cuándo. Te acercas, te pegas a mí y me empujas contra la puerta. Tu cuerpo se comprime lentamente sobre el mío, me arrebata el aliento y vuelvo, por primera vez desde que tenía veinte años, a ese vértigo irracional que sientes cuando un beso es tierno, pero tan incontenible que apenas puedes respirar. Me parece increíble estar besando a un completo desconocido, pienso, consciente de que la mitad de la emoción procede de esa incredulidad. No seré yo quien se separe, seguiré besándote hasta que pares tú porque la sensación es totalmente absorbente: en silencio, con los ojos cerrados y los sentidos concentrados en el roce de las lenguas. Soy toda boca.

Después, tras un largo rato, haces algo con lo que te ganarás mi cariño cuando piense en ello. Te detienes. Dejas de besarme, te separas de mí y al abrir los ojos te descubro mirándome. Sigues tocándome el pelo con una mano, con los dedos entrelazados. La otra mano la tienes en mi cadera, y sonríes. No hablamos, pero sé lo que estás haciendo. Me miras a los ojos para comprobar que todo está en orden. Te devuelvo la sonrisa.

Todavía no sé a quién culpar de lo que ocurrió después. ¿Fuiste tú, fui yo, o los dos a la vez? Mis manos se deslizan hacia abajo, ¿o fuiste tú quién las empujó?, allí donde la hebilla fija la gruesa piel de tu cinturón. Intento quitártelo, pero me tiemblan los dedos y el cuero, recio e inamovible, se niega a ceder. Tienes que ayudarme. Hay otro momento de torpeza en el que me tiras del cuello del vestido. Piensas que llevo una blusa y una falda bajo la chaqueta que no he tenido tiempo de quitarme. Haces una pausa, te quitas las gafas, las metes en el bolsillo de la americana y, mientras tanto, me inclino para desanudarme uno de los botines y sacármelo. Después vuelvo a inclinarme torpemente, porque todavía llevo el otro botín con su pequeño tacón, y libero una de las piernas de los pantis y las bragas. Cuando me penetras, el contacto de la piel con la piel posee una electricidad delicada, como la electricidad estática de las prendas recién lavadas. Nuestra única desnudez, el único punto en el que mi carne conecta con la tuya, es en el interior. No decimos ni una palabra.

Incluso ahora, recordar este momento tiene el poder de paralizarme en medio de una tarea, sea cual sea, y hacer que mire al vacío, todavía anonadada por lo fácil y natural que fue, cómo algo que siempre ha estado lastrado por el tabú y la convención puede ocurrir simplemente obviando los impedimentos físicos de nuestros cuerpos. En un momento nos estamos besando, algo ya extraordinario de por sí, y al siguiente estamos haciendo el amor.

No me corro. Estoy demasiado perpleja. Supongo que sí lo disfruto, aunque disfrutar no es la palabra exacta. Lo que siento es esa misma excitación apasionante que experimenta la gente cuando está en un parque de atracciones y puede disfrutar del miedo porque el peligro es ilusorio. Por más temor que tengas, estás a salvo. Voy contigo. Te sigo. Estoy cagada de miedo, pero me siento completamente a salvo. Nunca antes me había pasado eso.

Después nos quedamos de pie durante un rato. Tú sigues pegado a mí. Me doy cuenta de que ambos estamos escuchando. ¿Cuántas llaves de la capilla habrá?, me pregunto. Permanecemos atentos a cualquier ruido de pisadas sobre las baldosas, y a las voces. Todo está en silencio. Ambos suspiramos brevemente al unísono, algo a medio camino entre la tos y un jadeo divertido. Eso me separa de ti. Te echas hacia atrás, te pegas a la pared de la minúscula habitación, te llevas una mano al bolsillo, recuperas las gafas y me pasas un pañuelo de algodón. Sonríes. Correspondo con una sonrisa de complicidad y me pongo el pañuelo entre las piernas mientras te abotonas la ropa.

Tienes que salir antes que yo de la pequeña habitación. Yo cojo mi bota y te sigo. Camino por el suelo de la capilla, desaliñada y renqueante, con los pantis y las bragas colgando de uno de los tobillos, una bota en la mano y un pañuelo de algodón entre las piernas. Coges una silla y me la acercas para que me siente, como un sanitario que acomoda a una víctima de un accidente de tráfico. Te separas y me miras con las cejas arqueadas y cara divertida mientras yo me levanto como puedo y suelto la bota en el suelo para subirme las bragas y los pantis con ambas manos moviendo el pie, porque la pierna del panti se ha quedado del revés y ahora obviamente me siento ridícula y recuerdo que, aunque en los primeros encuentros desnudarse es atractivo y excitante, volver a vestirse después suele resultar embarazoso. Hace tantos años desde que tuve un primer encuentro que lo había olvidado por completo.

Cuando vuelvo a sentarme te arrodillas a mis pies y recoges el botín del suelo —yo me sonrojo y pienso momentáneamente que los pantis que llevo no son nuevos—, después me pones la bota, atas los cordones, me miras sonriendo, todavía con mi pantorrilla entre las manos y dices: «¡Encaja!».

Sonrío y te pongo una mano en la mejilla. Me encanta que tomes el mando porque me he puesto a temblar. Te has percatado de ello y tu sonrisa me dice que te gusta. Estiras el brazo, me colocas la mano en la nuca y me acercas a ti para darme un largo beso. Tras un momento empieza a dolerme el cuello, pero me gusta, porque me besas como si siguiera significando algo para ti y ambos sabemos que es innecesario.

Después te apartas y dices: «Será mejor que le devuelva esa llave a Martha».

Busco mi bolso y me doy cuenta de que debe de estar todavía en la habitación, ni siquiera recuerdo haberlo soltado. «Mi bolso», digo, remarcándolo con un gesto. Vas a cogerlo por mí y te quedas de pie observándome mientras yo hurgo en su interior. «Espera un momento», te digo.

Estoy buscando mi bolsa de maquillaje. No tengo colorete, pero la antiquísima sombra de ojos que llevo y nunca uso lleva un pequeño espejito en la tapa. Me lo pongo delante, me repaso el rostro con círculos pequeños, como si intentara descubrir qué tipo de persona soy. Encuentro el pintalabios, me aplico un poco y lo difumino. Salir de la cripta con los labios recién pintados sería demasiado obvio, pienso, y me sorprendo al percatarme de ello. Cualquiera diría que hago esto todos los días.

Cuando me levanto, las piernas siguen temblándome. Me has observado todo el tiempo con esa sonrisa irónica, como si te divirtiera haberme perturbado, observar el esfuerzo que me cuesta recomponerme hasta volver a ser una persona capaz de afrontar el mundo exterior. Miras el reloj.

—¿Tienes tiempo para un café rápido? —preguntas, pero el tono me dice que solo lo haces por educación.

Tengo la entereza de decir, y luego me felicitaré por ello:

—De hecho tengo que hacer un par de recados fuera del edificio y luego vuelvo a presentarme a la comisión por la tarde.

De modo que tú finges llevarte una desilusión, pero entonces algo vibra en tu bolsillo, sacas el teléfono, te das la vuelta, miras la pantalla, presionas unos botones… Cuando te vuelves otra vez me queda claro que para ti este encuentro ha concluido. El mensaje que acabas de recibir te ha hecho pensar en tu siguiente parada.

Cuando nos dirigimos a la puerta, ahora con pasos sonoros y decididos, el sonido de dos personas que salen, digo: «Espera un segundo». Vas un poco por delante de mí y veo que tu chaqueta está arrugada por la espalda. Te la aliso con una mano, con dos movimientos rápidos y certeros. Miras hacia atrás mientras lo hago con una media sonrisa. «Gracias», dices, pero lo haces de manera distraída. Sales y sostienes la puerta ante mí. Paso y espero para que subas la escalera antes que yo. Necesito que seas tú quien emerja al mundo primero, así puedo copiar tu indiferencia, observar cómo le devuelves la llave a Martha, y luego despedirme de ti y dar media vuelta. Cuando subimos la escalera me fijo en que tu chaqueta sigue arrugada, y pienso en que la próxima vez que vea a un hombre con la americana así recordaré este día y me preguntaré qué habrá estado haciendo. Al final, la siguiente vez que vea ese caro traje gris será en el estrado de la sala número ocho del Tribunal Penal Central, Old Bailey, ECI.