Michael se despertó abruptamente, sediento y acalorado bajo las mantas a pesar de que la habitación estaba bastante fresca. Iba en calzoncillos y camisa, con los puños y el cuello desabrochados. También llevaba puestos los guantes.
«¿Dios Santo, dónde estoy?», pensó. Al final del pequeño pasillo había una especie de sala y un piano de media cola, de madera clara y lustrosa, contra unas cortinas floreadas. Tenía que ser su suite en el hotel Pontchartrain.
No recordaba haber llegado allí y se enfadó inmediatamente consigo mismo por haberse emborrachado. Pero enseguida volvió a sentir la euforia de la tarde anterior al ver la casa de First Street bajo el cielo violeta.
Pero ¿cómo se las había arreglado para regresar? Lo último que recordaba era haber hablado con el inglés delante de la casa de First Street. Este recuerdo dio paso a otro: volvió a ver al hombre de cabello oscuro detrás de la verja, mirándolo fijamente desde arriba. Vio sus ojos brillantes muy cerca, y su extraño rostro blanco e impasible. Una sensación rara le recorrió el cuerpo. No era miedo exactamente, sino algo más visceral. Estaba en tensión como si de nuevo se sintiera amenazado.
¿Cómo podía haber cambiado tan poco aquel hombre en todos esos años? ¿Cómo podía estar allí en un momento y desaparecer al instante?
Le pareció que sabía las respuestas a estas preguntas, que siempre había comprendido que aquel individuo no era un hombre corriente. Pero su repentina familiaridad con un concepto tan extraño casi lo hizo reír.
—Te estás volviendo loco, compañero —se dijo entre dientes.
Echó una rápida mirada por la habitación. Sí, el viejo hotel. Lo invadió una sensación de comodidad y seguridad al ver la alfombra ligeramente descolorida, el aire acondicionado debajo de las ventanas, el teléfono antiguo sobre un pequeño escritorio empotrado, con la luz indicadora de mensajes que guiñaba en la oscuridad.
A su izquierda, el armario y la maleta abierta sobre un estante, y, maravilla de maravillas, sobre la mesa, junto a él, un cubo de hielo bellamente empañado con diminutas gotitas de humedad y tres latas de cerveza Miller’s.
—Bueno, ¿no es perfecto?
Se quitó el guante derecho y tocó una de las latas. La imagen inmediata de un camarero de uniforme, la misma carga de información confusa y trivial. Volvió a ponerse el guante y abrió la lata. Se bebió la mitad a tragos pequeños. Luego se levantó y fue al cuarto de baño a hacer un pis.
A pesar de la tenue luz de la mañana que se filtraba a través de las tablillas de la persiana, vio su neceser sobre la repisa de mármol. Sacó el cepillo y la pasta dentífrica y se lavó los dientes.
Ahora sentía un poco menos de resaca y no se sentía desgraciado del todo. Se peinó, se terminó la cerveza y empezó a encontrarse casi bien.
Se puso el pantalón y una camisa limpia, y cogió otra cerveza del cubo de hielo. Atravesó el pasillo y se quedó mirando una sala amplia y elegantemente amueblada.
Al otro lado de un conjunto de sillones y sillas de terciopelo estaba sentado el inglés, ante una pequeña mesa de madera, inclinado sobre una pila de carpetas y folios mecanografiados. Era un hombre de complexión delicada, con un rostro de líneas bien dibujadas y una frondosa cabellera blanca. Llevaba un batín de terciopelo gris atado a la cintura, pantalones de mezclilla también grises y miraba a Michael de manera amistosa y agradable en extremo.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Aaron Lightner —dijo el inglés—. He venido de Londres para verlo. —Hablaba con suavidad, con discreción.
—Mi tía ya me contó algo, y lo vi merodear por mi casa de Liberty Street. ¿Por qué demonios me ha seguido hasta aquí?
—Porque quiero hablar con usted, señor Curry —dijo el hombre con educación y casi reverencia—. Necesito tanto hablar con usted que estoy dispuesto a exponerme a cualquier incomodidad o inconveniencia que pueda surgir. Es obvio que lo he molestado y créame que lo siento, de verdad. Cuando lo acompañé hasta aquí mi única intención era ser útil, y permítame señalar que usted se mostró totalmente de acuerdo.
—¿De verdad? —Michael se puso en tensión. Tenía que reconocer que aquel hombre era una persona fascinante, pero al echar otra mirada a los papeles esparcidos sobre la mesa se puso furioso. Por cincuenta pavos, o incluso mucho menos, el taxista le hubiera echado una mano y seguramente ahora no estaría allí.
—Es verdad —dijo Lightner, con esa misma voz suave y bien templada—, y quizá yo me hubiera retirado a mi suite de arriba; pero no estaba seguro de que usted se encontrara bien y, además, estaba preocupado.
Michael no dijo nada. Era consciente de que el hombre acababa de adivinarle el pensamiento, por así decirlo.
—Bueno, ha conseguido atraer mi atención con este pequeño truco —le dijo, y pensó: «¿Puedes hacerlo otra vez?»
—Sí, si lo desea —respondió el inglés—. Un hombre con un esquema mental como el suyo, desgraciadamente bastante fácil de leer. Me temo que su reciente sensibilidad funciona en dos direcciones. Pero yo puedo enseñarle cómo ocultar sus pensamientos, cómo hacer desaparecer la pantalla, si lo desea. Pero en realidad no es necesario, porque no hay mucha gente como yo dando vueltas por ahí.
Michael sonrió a pesar de sí mismo. El hombre hablaba con tal amabilidad y humildad que lo hacía sentir un poco abrumado y, sin duda, más tranquilo. Parecía una persona digna de toda confianza. En realidad, la única impresión emocional que le había dado era de bondad, cosa que de alguna manera lo sorprendía.
Michael avanzó por la habitación hacia el piano, se acercó a la cortina floreada y tiró de la cuerda. Detestaba estar por las mañanas en una habitación con luz artificial, y al mirar abajo, hacia St. Charles Avenue, la amplia franja de césped, los tranvías y el oscuro follaje de los robles, volvió a sentir una inmediata felicidad. No recordaba que las hojas de los robles fueran de un verde tan oscuro.
Tenía que volver a salir, ir otra vez a aquella casa de First Street. Sin embargo, era muy consciente de que el inglés lo observaba. De nuevo, lo único que detectó en el hombre fue una gran sinceridad, algo así como una especie de sana voluntad.
—Muy bien, tengo curiosidad —dijo, y se dio la vuelta— y estoy agradecido, pero no me gusta todo esto. Así que gratitud y curiosidad aparte, ¿me sigue?, voy a darle veinte minutos para que me explique quién es usted, por qué está aquí y qué significa todo esto. —Se sentó en el sofá de terciopelo, frente al hombre, y apagó la luz de la lámpara—. Ah, y gracias por la cerveza. De veras se lo agradezco.
—Hay más en la nevera de la cocina, ahí detrás —respondió el hombre, imperturbable, satisfecho.
—Muy precavido —dijo Michael. Se sentía a gusto en aquella habitación. En realidad, no conseguía recordarla de su niñez, pero resultaba agradable con su empapelado oscuro, su tapicería mullida y las lámparas suaves de bronce.
—¿Le apetece un poco de coñac? —preguntó el inglés.
—No. ¿Por qué ha cogido una suite precisamente aquí arriba? ¿Qué ocurre?
—Señor Curry, pertenezco a una vieja organización, se llama Talamasca. ¿Ha oído alguna vez este nombre?
Michael pensó durante un momento.
—No.
—Se remonta al siglo XI. Para ser más exactos, es incluso anterior, pero en algún momento del siglo XI tomamos el nombre de Talamasca, y desde entonces tenemos una constitución, por así decirlo, y ciertas reglas. Hablando en términos modernos, se trata de un grupo de historiadores interesados fundamentalmente en la investigación psíquica. Brujería, apariciones, vampiros, personas con notables talentos psíquicos, en fin, nos interesa este tipo de cosas y mantenemos un archivo inmenso con toda la información relacionada con estos fenómenos.
—¿Lo están haciendo desde el siglo XI?
—Sí, y desde antes, como le he dicho. En cierto modo somos un grupo pasivo; no nos gusta interferir. Me gustaría mostrarle nuestra tarjeta y nuestro lema.
El inglés sacó una tarjeta del bolsillo, se la dio a Michael y regresó a su silla.
TALAMASCA
Vigilamos
y siempre estamos aquí
Había números de teléfono de Amsterdam, Roma y Londres.
—¿Tienen sedes en todos estos lugares? —preguntó Michael.
—Casas matrices, las llamamos —le respondió el inglés—. Pero siguiendo con el tema, somos en extremo pasivos, como le he dicho. Reunimos datos, los relacionamos y almacenamos información. Pero al mismo tiempo nos mostramos muy activos en poner nuestra información a disposición de quienes puedan aprovecharla. Nos enteramos de su experiencia a través de los periódicos londinenses y de nuestro contacto en San Francisco. Creemos que podríamos… resultarle de alguna utilidad.
Michael se quitó el guante derecho, tironeando suavemente de cada uno de los dedos, y lo dejó a un lado. Cogió otra vez la tarjeta; lo sorprendió la imagen de Lightner, en otra habitación de hotel, colocando varias tarjetas en su bolsillo. La ciudad de Nueva York. Olor a cigarros. Ruido de tráfico. Una mujer en alguna parte hablando con Lightner con acento británico…
—¿Por qué no pregunta algo más específico, señor Curry?
La voz sacó a Michael de donde estaba.
—De acuerdo —dijo.
«¿Este hombre dice la verdad?» El torbellino continuaba, le debilitaba y era deprimente, las voces se hacían cada vez más fuertes y confusas. A través del estrépito, Michael oyó la voz de Lightner que le decía:
—Concéntrese, señor Curry, extraiga lo que quiere saber. ¿Somos buenas personas o no?
Michael asintió y se repitió la pregunta en silencio. Al final no pudo aguantar más. Dejó la tarjeta sobre la mesa, cuidando de no tocar el mueble con las yemas de los dedos. Temblaba ligeramente. Volvió a ponerse el guante y se le aclaró la visión.
—Ahora, ¿qué es lo que sabe?
—Algo sobre los caballeros templarios; ustedes les robaron el dinero —dijo Michael.
—¿Qué? —Lightner estaba pasmado.
—Ustedes les robaron su dinero. Por eso tienen todas esas casas matrices por todo el mundo. Les robaron el dinero cuando el rey de Francia los hizo encarcelar. Ellos se lo entregaron para que lo cuidaran y ustedes se lo guardaron. Y son ricos. Están podridos de dinero y tienen vergüenza de lo que pasó con los templarios, de que la acusación de brujería cayera sobre ellos y los destruyeran. Esa parte la conozco por los libros de historia, por supuesto. Me licencié en historia. Sé todo lo que pasó con los templarios. El rey de Francia quería destruir el poder que tenían. Por lo visto, no sabía que ustedes existieran.
Lightner lo miraba con lo que parecía inocente sorpresa. Luego su rostro se tiñó de rojo. Su incomodidad iba en aumento.
Michael se rió a pesar de sí mismo y movió los dedos de su guante derecho.
—¿Es eso lo que me pedía cuando decía que me concentrara y sacara información?
—Bueno, supongo que sí, pero puesto que conoce la historia, sabrá que nadie, salvo el papa de Roma, podría haber salvado a los templarios. Nosotros, claro está, no estábamos en posición de hacerlo, siendo como éramos una organización secreta, pequeña y completamente desconocida. Con franqueza, cuando empezaron las persecuciones y quemaron vivos a Jacques de Molay y a los demás, no quedó nadie a quien devolver el dinero.
Michael volvió a reírse.
—No tiene por qué explicarme todo esto, señor Lightner, pero ustedes están realmente avergonzados por algo que ocurrió hace seiscientos años. Qué grupo de personas tan extrañas deben de ser. A propósito, y por si le interesa, escribí un trabajo sobre los templarios y estoy de acuerdo con usted: por lo que sé, nadie podía salvarlos, ni siquiera el Papa. Y si ustedes se hubieran dado a conocer, también habrían terminado en la hoguera.
Lightner volvió a ruborizarse.
—Indudablemente —dijo—. ¿Está satisfecho de que le haya contado la verdad?
—¿Satisfecho? ¡Estoy impresionado! —Michael lo estudió durante un buen rato. Otra vez volvió a tener la clara impresión de un ser humano sano con el que compartía la misma escala de valores—. ¿Y su trabajo consiste en seguirme, aun a riesgo de soportar incomodidad, molestias y disgusto? —preguntó. Cogió la tarjeta con cierta dificultad por los guantes y se la metió en el bolsillo de la camisa.
—No sólo eso —respondió el inglés—, aunque es cierto que quiero ayudarlo. Y si le suena paternalista o insultante, le ruego que me disculpe. Lo siento, pero es verdad y sé que es absurdo mentir a una persona como usted.
—Supongo que no le sorprenderá que le diga que durante las últimas semanas muchas veces recé en voz alta pidiendo ayuda. Sin embargo, estoy un poco mejor que hace dos días. Mucho mejor. Estoy en camino de hacer… lo que siento que debo hacer.
—Usted tiene un enorme poder y en realidad no lo comprende —dijo Lightner.
—Pero el poder es irrelevante, lo que importa es mi misión. ¿Ha leído los artículos que escribieron sobre mí en los periódicos?
—Sí, todo lo que encontré.
—Bueno, entonces sabrá que tuve visiones mientras estuve muerto y que mi regreso tenía un propósito. De un modo u otro todo se me borró completamente de la memoria. Bueno, casi todo.
—Sí, comprendo.
—Entonces sabe que lo de las manos no importa —dijo Michael. Desasosegado, tomó otro trago de cerveza—. Nadie cree demasiado en la misión, pero ya han pasado tres meses desde el accidente y sigo con la misma sensación: regresé con un propósito, que tiene que ver con la casa a la que fui anoche. Esa casa de First Street.
El hombre estaba pendiente de él.
—¿La casa está relacionada con las visiones que tuvo durante el tiempo que permaneció ahogado?
—Sí, pero no me pregunte cómo está relacionada. Durante meses no he parado de ver esa casa. Incluso la he visto en sueños. Está relacionada. He viajado tres mil kilómetros porque está relacionada. Pero no me pregunte cómo ni por qué.
—Y Rowan Mayfair, ¿de qué forma está relacionada?
Michael dejó la cerveza y miró de arriba abajo al hombre.
—¿Conoce a la doctora Mayfair?
—No, pero sé mucho de ella y de su familia —respondió el inglés.
—¿Ah, sí? Seguramente ella estaría muy interesada en saberlo. ¿Pero qué es su familia para usted? Pensé que había dicho que me esperaba fuera de mi casa en San Francisco porque quería hablar conmigo.
El rostro de Lightner se ensombreció durante un momento.
—Estoy muy confundido, señor Curry. Quizás usted pueda aclararme las cosas. ¿Cómo es que la doctora Mayfair estaba allí?
—Mire, estoy empezando a hartarme de sus preguntas. Estaba allí porque trataba de ayudarme. Es médica.
—¿Estaba allí en calidad de médica? —preguntó Lightner, bajando la voz—. Probablemente he actuado bajo una falsa impresión. ¿No fue la doctora Mayfair la que lo envió aquí?
—¿Enviarme aquí? Dios mío, no ¿Por qué demonios iba a hacer algo así? Ni siquiera estaba de acuerdo con mi viaje, creía tan sólo que me ayudaría a superar mi obsesión. La verdad es que estaba tan borracho cuando pasó a recogerme que me sorprende que no me haya encerrado. Pero ¿por qué se le ocurre semejante idea, señor Lightner? ¿Por qué Rowan Mayfair iba a mandarme aquí?
—Concédame un minuto, por favor.
—No sé si podré.
—¿Usted no conocía a la doctora Mayfair antes de tener las visiones?
—No, la conocí cinco minutos después.
—No lo comprendo.
—Ella me rescató, Lightner. Ella fue quien me sacó del agua. La primera vez en mi vida que la vi fue cuando me depositó sobre la cubierta de su barco.
—No tenía ni idea.
—Bueno, yo tampoco hasta el viernes por la noche. Quiero decir que no sabía su nombre, quién era ni nada sobre ella. Los guardacostas se olvidaron, no apuntaron su nombre ni la matrícula del barco cuando recibieron la llamada. Pero ella me salvó la vida. Tiene una especie de poderoso sentido diagnóstico, una especie de sexto sentido que le dice si un paciente va a vivir o no. Trató de hacerme revivir de inmediato. A veces me pregunto si los guardacostas, de haberme visto primero, lo habrían intentado o no.
Lightner se quedó en silencio, mirando la alfombra. Parecía profundamente perturbado.
—¿Y usted le habló de las visiones?
—Quería volver al barco. Pensaba que si me arrodillaba en la cubierta y tocaba la madera podría llegar a saber algo gracias a las manos. Algo que refrescara mi memoria. Lo más sorprendente es que ella estuvo de acuerdo. No, no es una médica corriente, en modo alguno.
—Es verdad, estoy de acuerdo con usted —dijo Lightner—. ¿Y qué pasó?
—Nada, es decir, nada excepto que ahora conozco a Rowan. —Michael se detuvo. Se preguntaba si el hombre imaginaba lo que pasaba entre él y ella—. Bueno, creo que ahora me debe algunas explicaciones. ¿Qué sabe exactamente sobre ella y su familia y qué le hizo pensar que ella me había enviado aquí? ¿Por qué demonios iba a elegirme precisamente a mí?
—Pues bien, eso es lo que trataba de descubrir. Pensé que quizá tenía algo que ver con el poder de sus manos, que ella le había pedido que llevara a cabo alguna investigación secreta. En fin, es la única explicación que se me ocurre. Señor Curry, ¿qué sabe usted de esa casa? Quiero decir, ¿cómo establece usted la conexión entre lo que vio en sus visiones y…?
—Porque me crié aquí, Lightner. De niño me encantaba esa casa. Acostumbraba a pasar por delante siempre que podía. Nunca la olvidé. Incluso antes de ahogarme pensaba a menudo en ella. Me propongo averiguar a quién pertenece y qué significa todo esto.
—¿De verdad —preguntó, Lightner otra vez, en voz baja— que no sabe a quién pertenece?
—Se lo acabo de decir, ¡quiero saberlo!
—Anoche trató de saltar la verja.
—Lo recuerdo. Ahora, por favor, ¿le importaría explicarme algunas cosas? Usted me conoce. Conoce a Rowan Mayfair. Sabe cosas de la casa y de la familia de Rowan… —Michael se detuvo y miró a Lightner—. ¡La familia de Rowan! ¿Son ellos los dueños de la casa?
—Ellos la construyeron —dijo Lightner, tranquilo— y si no me equivoco, pasará a Rowan tras la muerte de su madre.
—No le creo —murmuró Michael. Pero en realidad le creía. Una vez más volvió a rodearlo la atmósfera de las visiones, pero, como siempre, se desvaneció inmediatamente. Se quedó mirando a Lightner, incapaz de formular ninguna de las preguntas que bullían en su mente.
—Señor Curry, concédame otro minuto, por favor. Explíqueme en detalle de qué manera se relaciona la casa con las visiones. O, para ser más exactos, ¿cómo llegó a conocerla en su niñez y recordarla luego?
—No hasta que me explique lo que usted sabe sobre todo esto —insistió Michael—. ¿Se da cuenta de que Rowan…?
—Estoy dispuesto a contarle muchas cosas sobre la casa y la familia —lo interrumpió Lightner—, pero a cambio le pido que hable usted primero, que me cuente todo lo que recuerde, todo lo que crea significativo, incluso si no sabe cómo interpretarlo. Es posible que yo pueda. ¿Me sigue?
—Claro, mi información por la suya. ¿Pero va usted a contarme lo que sabe?
—Absolutamente.
Sin duda, valía la pena. Era lo más excitante que le había ocurrido, aparte de la llegada de Rowan. Además, le sorprendía las ganas que tenía de contarle todo a aquel hombre, todo, hasta el último detalle.
—Muy bien —empezó—, como le he dicho, cuando era niño solía pasar por delante de esa casa siempre que tenía ocasión. Me desviaba de mi camino para pasar por allí. Yo me crié en Annunciation Street, a unas seis manzanas. Siempre veía a un hombre en el jardín, el mismo que vi anoche. ¿Recuerda que le pregunté si usted también lo veía? Bueno, anoche lo vi junto a la verja y luego al fondo del jardín, y Dios mío, tenía exactamente el mismo aspecto que cuando yo era un chiquillo. Y la primera vez que lo vi tenía cuatro años, y cuando lo vi en la iglesia, seis.
—¿Lo vio en la iglesia? —Otra vez esa mirada escrutadora que parecía arañar el rostro de Michael.
—Sí, por Navidad, en la iglesia de St. Alphonsus. Nunca lo he olvidado porque fue precisamente en el santuario, ¿sabe a qué me refiero? El pesebre estaba montado junto a la barandilla del altar y él estaba más atrás, en los escalones del altar lateral.
—¿Y estaba seguro de que era él?
Michael asintió.
—Sí, sin duda era el mismo hombre. Lo vi también otra vez, estoy casi seguro, pero hace años que no pienso en ello. Fue en un concierto en el centro de la ciudad, un concierto que no olvidaré nunca porque aquella noche tocaba Isaac Stern. Era la primera vez en mi vida que yo escuchaba algo así, en directo, ¿comprende? Bueno, vi al hombre en el auditorio, me miraba.
Michael dudó. El ambiente de aquel lejano momento volvió a su memoria, en realidad no era un recuerdo muy agradable; había sido una época triste y difícil. Volvió a la realidad. Sabía que Lightner estaba leyendo otra vez sus pensamientos.
—No son muy claros cuando se enfada —dijo Lightner en voz baja—. Pero esto es lo más importante, señor Curry…
—¡Y usted me lo dice! Todo está relacionado con lo que vi mientras estuve ahogado. Lo sé porque no he parado de pensar en ello desde el accidente, no he podido concentrarme en ninguna otra cosa. Me despertaba siempre viendo esa casa, pensando que tenía que volver allí. Es lo que Rowan Mayfair llama una idea fija.
—Tenga un poquito más de paciencia —pidió Lightner—. ¿Podría decirme lo que recuerda de las visiones? Ha dicho que no lo había olvidado todo…
Michael describió con brevedad a la mujer de pelo negro, la joya que se mezclaba con la imagen, la vaga idea de una entrada… «No la entrada de la casa, aunque podría ser. Aunque tiene algo que ver con la casa». Y algo acerca de un número que había olvidado. No, la dirección no. No era un número largo, era de dos dígitos y tenía un significado importante. Y la misión, por supuesto, el propósito de su vuelta a la vida, algo salvador, y la nítida sensación de que él podía haberse negado a llevarlo a cabo.
—No puedo creer que me hubieran dejado morir si no aceptaba. Me dieron a elegir y elegí volver y cumplir la misión. Desperté sabiendo que tenía algo muy importante que hacer.
—¿Recuerda algo más?
—No. A veces creo que estoy a punto de recordarlo todo, pero luego, simplemente, se desvanece. No empecé a pensar en la casa hasta veinticuatro horas después del accidente. No, un poco más, quizás, y de inmediato sentí que había una relación. Anoche volví a sentir lo mismo: que había llegado al lugar adecuado para encontrar todas las respuestas, ¡pero seguía sin recordar nada! Es suficiente para volver loco a cualquiera.
—Me lo imagino —dijo Lightner, suavemente, aunque seguía asombrado por todo lo que había dicho Michael—. ¿Puedo sugerirle algo? ¿Es posible que al despertar cogiera la mano de Rowan y la imagen de la casa le llegara a través de ella?
—Bueno, sería posible si no fuera por un solo hecho importante: Rowan no sabe absolutamente nada de la casa. No sabe nada sobre Nueva Orleans. No sabe nada sobre su familia. La única persona que conocía era su madre adoptiva, y murió el año pasado.
Lightner parecía reacio a creerle.
—Mire —continuó Michael. Empezaba a perder la calma con aquella conversación y lo sabía. En realidad, le gustaba hablar con Lightner, pero las cosas habían llegado demasiado lejos—, tiene que decirme cómo es que conoce a Rowan. El viernes por la noche, cuando ella vino a recogerme a mi casa de San Francisco, lo vio y dijo algo acerca de haberlo visto antes. Quiero que me hable claro, Lightner. ¿Qué tiene que ver Rowan con todo esto? ¿Qué sabe de ella?
—Le explicaré todo —dijo Lightner con la misma amabilidad de siempre—, pero permítame hacerle una pregunta: ¿está seguro de que Rowan nunca ha visto una foto de la casa?
—Sí, hemos hablado del tema. Nació en Nueva Orleans…
—Sí…
—Pero se la llevaron aquel mismo día. Le hicieron firmar un papel que decía que nunca volvería aquí. Le pregunté si alguna vez había visto fotos de las casas de Nueva Orleans y me dijo que no. Después de la muerte de su madre adoptiva no consiguió encontrar ni rastros de su familia. ¿Lo ve? ¡No sale de Rowan! Ella está tan implicada como yo.
—¿Qué quiere decir?
A Michael le costaba explicarlo.
—Quiero decir que sé que me eligieron por todo lo que me había pasado… quién era, qué era, dónde había vivido, todo estaba relacionado. ¿No lo comprende? Yo no soy el eje de todo esto, probablemente sea Rowan. Tengo que llamarla, tengo que decírselo. Tengo que decirle que la casa pertenece a su madre.
—Por favor, no lo haga, Michael —dijo Lightner con un súbito apremio—. Por favor, todavía no he cumplido mi parte del trato, todavía no me ha escuchado. Siéntese, por favor.
—Pero, por Dios, ¿no se da cuenta? ¡Rowan acababa de sacar el Dulce Cristina cuando me caí de la roca! Íbamos camino de chocar y entonces esa gente, esa gente que todo lo sabe, decidió intervenir.
—Sí, me doy cuenta… Lo único que le pido es que escuche la información que tengo antes de llamar a Rowan.
El inglés continuó hablando, pero Michael no podía oírlo. Sintió un mareo súbito y violento, como si fuera a perder el conocimiento, y si no se hubiera cogido a la mesa se habría desplomado. No era un fallo de su cuerpo; era su mente la que se alejaba, y durante un brillante instante las visiones se presentaron otra vez: la mujer de cabello negro le hablaba y luego, desde algún punto superior, allí, en lo alto, un maravilloso lugar etéreo donde se sentía ingrávido y libre, vio un pequeño barco debajo, sobre el mar, y dijo: «Sí, lo haré».
Contuvo el aliento. Desesperado por no perder las visiones, trató de no acceder a ellas mentalmente. No las forzó. Se quedó encerrado en su inmovilidad, sintiendo que otra vez lo abandonaban mientras percibía el frío y la soledad del cuerpo a su alrededor, y el anhelo, la ira y el dolor de siempre.
—Dios mío —murmuró—, Rowan no tiene la menor idea…
Cuando abrió los ojos, vio que Lightner estaba sentado junto a él. Tenía la aterradora sensación de que había perdido segundos, minutos quizá.
—Sólo han pasado uno o dos segundos —dijo Lightner. (¡Otra vez le leía la mente!)—. Se ha mareado, casi se cae.
—No sabe lo espantoso que es no recordar. Y Rowan dijo una cosa de lo más extraña.
—¿Qué dijo?
—Que a lo mejor ellos no querían que recordara.
—¿Y eso lo sorprende?
—Ellos quieren que yo recuerde. Quieren que haga lo que tengo que hacer. Tiene que ver con la entrada, lo sé, y el número trece. Y Rowan dijo otra cosa que de verdad me impresionó: que cómo sabía que la gente que había visto era buena. Dios mío, me preguntó si pensaba que ellos eran los responsables del accidente, ¿sabe?, de que me hubiera caído al mar. Dios Santo, me estoy volviendo loco.
—Son buenas preguntas —dijo el hombre, con un suspiro—. ¿Ha dicho el número trece?
—¿Ah, sí? ¿Es eso lo que he dicho? No sé… supongo que sí. Sí, era el número trece. Dios, ahora lo recuerdo. Sí, era el número trece.
—Ahora quiero que me escuche. No quiero que llame a Rowan. Quiero que se vista y venga conmigo.
—Un momento, amigo. Usted es una persona muy interesante, y con su batín de seda tiene mejor aspecto que cualquier personaje de película. Además, tiene unos modales muy persuasivos. Pero ahora mismo estoy donde quiero estar y después de llamar a Rowan iré otra vez a esa casa.
—¿Y qué piensa hacer? ¿Llamar al timbre?
—Bueno, esperaré a que venga Rowan. Rowan quiere venir, ¿sabe? Quiere ver a su familia. De eso se trata.
—Y el hombre, ¿cómo encaja en todo esto? —preguntó Lightner.
Michael se detuvo y miró a Lightner.
—¿Lo vio usted?
—No, no me dio tiempo. Él quería que fuese usted el que lo viese y me gustaría saber por qué.
—Pero usted sabe todo sobre él, ¿no?
—Sí.
—Muy bien, ahora le toca hablar a usted y espero que empiece ahora mismo.
—Sí, ése fue nuestro trato —dijo Lightner—. Además, creo que ahora es más importante que nunca que lo sepa. —Se levantó y caminó despacio hacia la mesa. Recogió los papeles dispersos y los colocó cuidadosamente en una carpeta de cuero—. Está todo en este informe.
—Mire, Lightner, creo que me debe algunas respuestas —protestó Michael.
—Éste es un compendio de respuestas, Michael. Proviene de nuestros archivos y está dedicado por completo a la familia Mayfair. Se remonta al año 1664. Pero debe leerlo fuera de aquí, no puede hacerlo en este lugar.
—¿Dónde, entonces?
—Tenemos una casa de retiro cerca de aquí, una vieja plantación, un lugar muy bonito.
—¡No! —respondió Michael, impaciente.
Lightner le hizo un gesto de calma.
—Está a menos de una hora y media de camino. Debo insistir y pedirle que se vista y venga conmigo para leer el informe en la quietud y tranquilidad de Oak Haven. Guárdese todas sus preguntas hasta después de haberlo leído.
»Cuando lo haya terminado, comprenderá por qué le rogaba que postergase su llamada a la doctora Mayfair. Creo que estará satisfecho de haberlo hecho.
—Rowan debería leer este informe.
—Por supuesto, y si usted está dispuesto a ponerlo en sus manos por nosotros, le estaríamos eternamente agradecidos.
Michael estudió al hombre, trataba de separar el encanto de sus modales del asombroso contenido de lo que decía. Por un lado se sentía atraído por él y confiaba en lo que sabía, sin embargo, por el otro, desconfiaba. Pero, sobre todo, se sentía fascinado por las piezas del rompecabezas que parecían empezar a encajar.
—No puedo ir al campo con usted —dijo Michael—. No dudo de su sinceridad, pero tengo que llamar a Rowan e insisto en que me dé el material aquí.
—Michael, el informe contiene información relacionada con todo lo que me ha dicho, pero se lo dejaré sólo bajo mis condiciones.
—¿No será una trampa?
—No, por supuesto que no, pero no se engañe a sí mismo, Michael. Siempre supo que ese hombre no era… lo que parecía ser, ¿no? ¿Qué sintió anoche cuando lo vio?
—Sí… siempre lo supe —murmuró Michael. Sentía de nuevo aquella desorientación. Un oscuro estremecimiento le recorrió el cuerpo. Vio otra vez al hombre junto a la verja—. Dios mío —murmuró, y antes de que pudiera detenerse ocurrió algo de lo más extraño: levantó su mano derecha y rápida e irreflexivamente se persignó.
Miró a Lightner, avergonzado.
Entonces cayó en la cuenta de algo y una sensación de excitación volvió a apoderarse de él.
—¿Es posible que ellos hayan querido que tuviéramos este encuentro? —preguntó Michael—. ¿Es posible que la mujer de pelo negro haya procurado que tuviera lugar esta reunión entre usted y yo?
—Sólo usted puede juzgarlo. Sólo usted sabe lo que esos seres le dijeron. Sólo usted sabe quiénes eran en realidad.
—Pero no lo sé. —Michael se puso las manos sobre las sienes y se sorprendió mirando la carpeta de cuero. Tenía un título con grandes letras doradas en relieve medio descoloridas.
—«Las brujas Mayfair» —leyó en voz baja—. ¿Es eso lo que dice?
—Sí. ¿Se vestirá ahora y vendrá? En el campo nos esperan con un desayuno. ¿De acuerdo?
—¡Usted no cree en brujas! —dijo Michael. Pero aparecían otra vez. La habitación volvió a nublarse y la voz de Lightner se oía de nuevo lejana, sus palabras carecían de sentido, eran como un murmullo, un sonido inocuo que llegaba de muy lejos. Michael se estremeció y tuvo náuseas. Vio de nuevo la habitación iluminada por la difusa luz de la mañana. Tía Viv estaba sentada allí años atrás y también su madre. Pero ahora regresaba otra vez al presente. Llamaría a Rowan.
—Todavía no —dijo Lightner—, espere a leer el informe.
—Usted tiene miedo de Rowan. Hay algo acerca de ella, alguna razón por la que quiere protegerme de ella… —Veía las motas de polvo que flotaban en remolinos a su alrededor. ¿Cómo podía algo tan concreto y material dar a la escena semejante aire de irrealidad? Pensó en el momento en que le había tocado la mano a Rowan en el coche. «Cuidado». Pensó en Rowan entre sus brazos, más tarde.
—Usted sabe de qué se trata —dijo Lightner—, Rowan se lo dijo.
—No, es una locura. Eran fantasías de ella.
—No, es verdad. Míreme. Usted sabe que digo la verdad. No me pida que le adivine el pensamiento para saberlo. Usted lo sabe. Pensó en ello en cuanto vio la palabra «brujas».
—No, no lo pensé. Nadie puede asesinar simplemente deseando su muerte.
—Michael, le pido menos de veinticuatro horas. Deposito en usted mi confianza, y sólo le pido que respete nuestros métodos, le ruego que me conceda ese tiempo.
—¡No acepto! —dijo Michael—. Rowan no es una bruja. Es una locura. Rowan es médica, ha salvado mi vida.
Y pensar que ésa era su casa, la casa que había adorado desde niño. Revivió la tarde anterior, cuando el cielo viraba al violeta a través de las ramas y los pajarillos cantaban como si estuvieran en medio del bosque.
Durante todos aquellos años había sabido que aquel hombre no era real. Lo supo toda su vida. Lo supo en la iglesia…
—Michael, ese hombre está esperando a Rowan —dijo Lightner.
—¿Esperando a Rowan? Pero, Lightner, ¿por qué entonces se aparece ante mí?
—Escuche, amigo —el inglés apoyó su mano sobre la de Michael y se la cogió amistosamente—, no es mi intención asustarlo ni aprovecharme de su fascinación, pero ese ser ha estado ligado a la familia Mayfair durante generaciones. Puede matar. Pero lo mismo ocurre con la doctora Rowan Mayfair. En realidad, es muy posible que ella sea la primera de su especie capaz de matar por su cuenta sin la ayuda de esa criatura. Y los dos van a reunirse, que se encuentren es sólo cuestión de tiempo. Ahora, por favor, vístase y venga conmigo. Si decide ser nuestro intermediario y entregarle el informe a Rowan Mayfair, entonces se verán cumplidas nuestras más altas aspiraciones.
Michael se quedó en silencio; trataba de asimilar todo lo que acababa de oír, mientras su mirada se paseaba ansiosamente de Lightner a infinidad de otras cosas.
Ahora era incapaz de explicar sus sentimientos hacia «el hombre», el hombre que siempre le había parecido vagamente hermoso, la personificación de la elegancia, una figura lánguida y espiritual, que en el profundo refugio de su jardín parecía poseer cierta serenidad que Michael ansiaba para sí. Pero anoche, detrás de la verja, el hombre había tratado de asustarlo. ¿O no?
¡Qué lástima que en aquel momento no se hubiera quitado los guantes y lo hubiera tocado!
—Mi deber es intervenir —dijo Michael—, sin duda. Y quizás estoy destinado a usar este poder, tocando… Rowan dijo…
—¿Qué?
—Rowan me preguntó por qué suponía que el poder de las manos no tenía nada que ver con todo esto, por qué insistía en que era algo aparte… —Volvió a pensar en tocar al hombre—. Quizá tenga algo que ver, quizá no sea sólo una pequeña maldición que convive conmigo para volverme loco y hacerme perder el rumbo.
—¿Era eso lo que pensaba?
Michael asintió.
—Eso parecía. Como el hecho de que algo me impedía venir. Me escondí en Liberty Street durante dos meses. Podría haber conocido a Rowan antes… —Se miró los guantes. ¡Cómo los odiaba! Sus manos parecían artificiales—. De acuerdo —dijo por fin—, iré con usted. Quiero leer todo el informe, pero tengo que estar de vuelta lo antes posible. Dejaré un mensaje diciendo que volveré pronto, por si llama Rowan. Ella se preocupa por mí. Se preocupa más de lo que usted cree. Y no tiene nada que ver con las visiones. Tiene que ver con ella y con lo mucho que… yo también me preocupo por ella. Es imposible que su interés esté subordinado a otra razón.
—¿Ni siquiera a las visiones? —preguntó Lightner respetuosamente.
—No. Dos veces en la vida, quizá tres, uno tiene oportunidad de sentir lo que yo siento por Rowan, y es algo que tiene sus propias prioridades y propósitos.
—Comprendo —asintió Lightner—. Lo espero abajo dentro de veinte minutos. Y me gustaría que a partir de ahora me llame Aaron. Tenemos un largo camino que recorrer juntos. Me temo que yo ya he empezado a llamarlo Michael; me gustaría que fuésemos amigos.
Michael se duchó, se afeitó y se vistió en menos de quince minutos. Quitó las cosas de la maleta y dejó sólo lo imprescindible. En el momento de coger la maleta vio la luz de mensajes que seguía guiñando en el teléfono, junto a la cama. ¿Por qué demonios no había respondido la primera vez que la había visto? De repente se sentía furioso.
Llamó en el acto a la centralita.
—Sí. Lo llamó la doctora Rowan Mayfair, señor Curry, alrededor de las cinco y cuarto de la mañana. —La mujer le dio el número de Rowan—. Insistió en que lo llamáramos por teléfono y luego a la puerta.
—¿Y lo hicieron?
—Sí, señor, pero no obtuvimos respuesta.
«Y mi amigo Aaron permaneció aquí todo el tiempo», pensó Michael, enfadado.
—No quisimos entrar con la llave maestra.
—Comprendo. Escuche, si la doctora Mayfair llama otra vez, ¿le podría dar un recado?
—Sí, señor Curry.
—Que he llegado bien y la llamaré dentro de veinticuatro horas, que ahora tengo que salir pero que volveré más tarde.
Dejó un billete de cinco dólares sobre la colcha para la mujer de la limpieza y salió de la habitación.
Cuando bajó, el pequeño vestíbulo estaba lleno de gente. La cafetería estaba atestada y animada. Lightner, que se había cambiado el traje de mezclilla oscuro por uno de lino inmaculado, parecía un caballero sureño de la vieja escuela y esperaba junto a la puerta.
—Debió contestar el teléfono cuando sonó —dijo Michael. No añadió que Lightner se parecía al viejo caballero de pelo blanco que solía pasear al atardecer por Garden District y que él recordaba de su niñez.
—No creí que tuviera derecho a hacerlo —dijo Aaron educadamente. Abrió la puerta para que Michael saliera y le señaló un lujoso coche gris junto al bordillo—. Además, temía que fuera la doctora Mayfair.
—Pues sí, era ella —respondió Michael, y se subió en el asiento trasero.
—Por lo que veo no le ha devuelto la llamada —comentó Lightner, mientras se sentaba a su lado.
—Un trato es un trato —señaló, con un suspiro—, pero no me gusta. He tratado de dejarle claro lo que ocurre entre Rowan y yo. ¿Sabe?, cuando era un veinteañero me hubiera resultado casi imposible enamorarme de una persona en una noche; ahora que tengo más de cuarenta, o soy más estúpido que nunca o he aprendido lo suficiente para poder valorar la situación, por así decirlo, y darme cuenta cuándo una persona es simplemente casi perfecta, ¿comprende?
—Creo que sí.
El coche era un modelo viejo, pero absolutamente cómodo. Tenía una tapicería de cuero gris bien conservada y una pequeña nevera a un lado. Era amplio y había espacio para las piernas largas de Michael. St. Charles Avenue pasaba brillando rápidamente tras los cristales ahumados.
—Señor Curry, respeto sus sentimientos por Rowan, aunque debo confesar que estoy intrigado y sorprendido al mismo tiempo. Oh, no me malinterprete. Es una mujer extraordinaria desde cualquier punto de vista, una doctora incomparable y una joven hermosa, con un porte sorprendente. Lo sé, pero quiero pedirle que comprenda lo siguiente: el informe sobre las brujas Mayfair no puede confiarse a nadie que no sea miembro de nuestra orden o de la misma familia Mayfair. Ahora, al enseñarle este material, estoy rompiendo las reglas. Las razones de esta decisión son obvias. Sin embargo, me gustaría utilizar este precioso tiempo de que disponemos para explicarle algunas cosas sobre Talamasca. Cómo trabajamos y qué tipo de lealtad nos gustaría pedirle a cambio de nuestra confidencia.
—Muy bien, pero antes de que empiece, ¿no habrá un poco de café en este increíble taxi?
—Sí, desde luego —dijo Aaron, y sacó un termo y una taza de la bolsa de la portezuela.
—Café solo ya me está bien —dijo Michael. Se le hizo un nudo en la garganta en el momento en que vio las orgullosas mansiones de la avenida que pasaban a su lado, con sus porches profundos, sus columnatas y sus postigos alegremente pintados, y el cielo pastel entre la maraña de ramas y hojas que se agitaban suavemente. Un pensamiento absurdo cruzó por su mente: algún día se compraría un traje de lino como el de Lightner y caminaría por esta avenida como aquel caballero que había visto años atrás, caminaría durante horas, curva tras curva por la avenida que seguía el serpenteante curso del lejano río, pasaría delante de esas casas tan perfectas que habían sobrevivido tanto tiempo. Se sentía como un demente drogado mientras avanzaba a la deriva por un paisaje magnífico, aislado en aquel coche de cristales oscuros.
—Sí, es hermoso —afirmó Lightner—. Muy hermoso.
—Bueno, hábleme de la orden. ¿Qué más hacen aparte de dar vueltas en lujosos coches gracias a los templarios?
Lightner sacudió la cabeza con gesto reprobador y un asomo de sonrisa en los labios. Sin embargo, para sorpresa y diversión de Michael, se ruborizó.
—Vamos, Aaron, es una broma —comentó Michael—. En primer lugar explíqueme cómo se enteraron de la existencia de la familia Mayfair y, si no tiene inconvenientes, dígame qué demonios es una bruja.
—Una bruja es una persona que puede atraer y manipular fuerzas ocultas —respondió Aaron—. Ésa es nuestra definición. También vale para brujo o adivino. Nuestra organización fue creada para observar este tipo de cosas. Todo comenzó en lo que hoy conocemos como medioevo o edad del oscurantismo, mucho antes de que empezaran las persecuciones a la brujería, como no dudo que sabrá. El primero fue un mago, un alquimista como se llamaba a sí mismo, que inició sus estudios en un lugar solitario y reunió en un gran libro todos los relatos que había leído u oído sobre fenómenos sobrenaturales.
»Su nombre y su historia por el momento no importan, pero lo que caracterizó su narración fue que era curiosamente secular para la época. Quizás haya sido el único historiador que escribió sobre lo oculto o invisible sin hacer suposiciones ni afirmaciones sobre el origen demoníaco de apariciones, espíritus y cosas semejantes. Y de su pequeño grupo de acólitos exigió la misma actitud abierta. “Estudiad sólo el trabajo del mago”, solía decir, “no deis por sentado que sabéis de dónde proviene”.
»Nosotros seguimos en la misma línea —continuó Aaron—, somos dogmáticos sólo cuando se trata de defender nuestra falta de dogma, y aunque somos una organización grande y segura, siempre buscamos nuevos miembros, personas que respeten nuestra pasividad y nuestros métodos lentos y minuciosos, gente a quien el estudio de lo oculto le resulte tan fascinante como a nosotros, personas que hayan sido dotadas de talentos extraordinarios, como el poder de sus manos…
»La primera vez que leí sobre usted, debo confesar que no estaba enterado de la relación entre usted, Rowan Mayfair y la casa de First Street. Lo que tenía en mente era la posibilidad de incorporarlo a nuestra organización. Naturalmente, no pensaba decírselo de inmediato. Pero, como comprenderá, ahora todo ha cambiado.
»Así pues, independientemente de lo que pudiera pasar, llegué a San Francisco para poner a su disposición nuestros conocimientos, para mostrarle, si lo deseaba, cómo usar su poder y luego, tal vez, presentarle la posibilidad de considerar nuestra forma de vida como algo que podría encontrar satisfactorio y prometedor…
»Mire, había algo con respecto a su vida que me intrigaba. Por lo que yo sabía de ella a través de la información disponible al público y a través… bueno, de una sencilla investigación que llevamos a cabo nosotros, usted antes del accidente parecía en una encrucijada, era como si a pesar de haber logrado todos sus objetivos estuviera insatisfecho…
»Pero continuemos con la orden. Como imaginará, hemos observado fenómenos ocultos a lo largo y ancho de este mundo y nuestro trabajo con familias de brujas es sólo una pequeña parte, y una de las que entrañan auténtico peligro, ya que la observación de aparecidos, incluso en casos de posesión, así como nuestro trabajo en el terreno de las reencarnaciones y la adivinación del pensamiento, no implican riesgo alguno. Pero con las brujas es completamente diferente…
»Comprenderá mejor todo esto cuando lea los documentos. Lo que quiero de usted es cierta comprensión y que no se tome a la ligera lo que ofrecemos y hacemos, que si nuestros caminos se separan, en buenos o en malos términos, respete la intimidad de las personas mencionadas en la historia Mayfair…
—Sabe que puede confiar en mí. Sabe muy bien qué tipo de persona soy —dijo Michael—. Pero ¿a qué se refiere cuando habla de «peligro»? ¿Al espíritu, a aquel hombre, habla de Rowan…?
—No se apresure. ¿Qué más quiere saber sobre nosotros?
—¿Cómo se adquiere la condición de miembro?
—Empieza con un noviciado, como en una orden religiosa. Pero déjeme hacer hincapié en algo, cuando alguien se une a nosotros no abraza ninguna doctrina, sino que se aproxima a la vida. Durante el año de noviciado, se vive en la casa matriz para conocer a miembros más antiguos y relacionarse con ellos, trabajar en las bibliotecas, leer y hojear a gusto…
—Vaya, debe de ser un paraíso —comentó Michael—. Pero no quería interrumpirlo, continúe.
—Tras dos años de preparación, empezamos a hablar de un compromiso serio: trabajo de campo o erudición. Por supuesto, lo segundo puede ser resultado de lo primero. Aquí nos diferenciamos de nuevo de las órdenes religiosas: no asignamos tareas a nuestros miembros que éstos no puedan rechazar. No hacemos voto de obediencia; para nosotros son mucho más importantes la lealtad y la confidencialidad. Como puede ver, finalmente se trata de comprensión, de incorporarse y dedicarse a un tipo especial de comunidad.
—Ya veo —dijo Michael—. Hábleme de las casas matrices; ¿dónde están?
—La que tenemos en Amsterdam es la más antigua —respondió Aaron—. Luego tenemos una en las afueras de Londres, la más grande, y otra en Roma, quizá la más secreta. Por supuesto, la Iglesia católica no nos tiene mucha simpatía, no nos comprende. Nos considera aliados del demonio, de la misma manera que lo hizo con las brujas, los hechiceros y los caballeros templarios, aunque no tengamos nada que ver con el diablo. Si el demonio existe, no es amigo nuestro…
Michael rió.
—¿Cree que el demonio existe?
—Francamente, no lo sé, pero eso es lo que diría un buen miembro de Talamasca.
—Dígame algo, Aaron —interrumpió.
—Si puedo…
—¿Se puede tocar a un espíritu? Me refiero a aquel hombre. ¿Uno puede tocarlo con las manos?
—Bueno, a veces pienso que sería perfectamente posible… Por lo menos se ha de poder tocar algo. Pero, claro está, que el ser se deje tocar o no es otra historia, como pronto verá.
Michael asintió.
—Entonces está todo relacionado: las manos, las visiones, incluso usted y… esta organización. Está todo conectado.
—Espere, espere hasta leer la historia. Paso a paso…, espere y vea.