8

Después de que Michael se fuera, Rowan se sentó durante horas en la terraza que daba al oeste y dejó que el sol la calentara mientras pensaba de una manera bastante incoherente y ensoñada en todo lo que había ocurrido. Se sentía algo impresionada, conmocionada, por lo que había pasado, deliciosamente conmocionada.

Nada podía borrar la vergüenza y la culpa que sentía por haber cargado a Michael con el peso de sus dudas y su dolor. Pero eso ahora en realidad no le importaba.

Nadie se convertía en un buen neurocirujano entreteniéndose demasiado en los propios errores. Lo apropiado, y lo instintivo para Rowan, era examinar el error tal como había sido y tratar de considerar la manera de evitarlo en el futuro, y, a partir de allí, seguir adelante.

Y para ella, que había mantenido su deseo espiritual completamente separado de su deseo físico durante tanto tiempo, satisfaciendo el primero a través de la medicina y el segundo mediante compañeros de cama casi anónimos, la convergencia de ambas cosas en una persona de buen corazón, inteligente, irresistible, alegre, hermosa y con una cautivadora combinación de misteriosos problemas psíquicos y físicos, era más de lo que podía soportar. Sacudió la cabeza, rió en voz baja y bebió un trago de café. «Dickens y Vivaldi —dijo en voz alta—. Ay, Michael, por favor, vuelve pronto a mí. Vuelve pronto». Este hombre era un regalo del mar.

Pero ¿qué demonios iba a pasar con él, incluso si volvía ahora mismo? Esa idea fija de las visiones, la casa y el propósito lo estaba destruyendo. Y para colmo, tenía la clara sensación de que no volvería.

Sentada al calor del sol de la tarde, soñando a medias, no tenía la menor duda de que Michael a estas alturas estaría borracho y que antes de llegar a su misteriosa casa lo estaría aún más. Si ella lo hubiera acompañado, cuidado y tratado de apoyar en medio de las impresiones de este viaje, habría sido mucho mejor.

En realidad, pensaba que lo había abandonado dos veces: al entregarlo tan rápida y fácilmente a los guardacostas y esa mañana, al dejarlo ir solo a Nueva Orleans.

Por supuesto, nadie habría esperado que fuera con él a Nueva Orleans, pero nadie sabía lo que ella sentía por Michael ni lo que él sentía por ella.

Con respecto a la índole de las visiones de Michael, no tenía opiniones concluyentes, salvo que no podían atribuirse a ninguna causa fisiológica y su particularidad y excentricidad volvieron a sobresaltarla y a atemorizarla. No la abandonaba la impresión de esa peligrosa inocencia de Michael, de una ingenuidad relacionada con su actitud respecto al mal. Él comprendía el bien mejor que el mal.

Sin embargo, ¿por qué le había hecho esa extraña pregunta en el coche cuando venían de San Francisco? ¿Trataba ella de advertirlo sobre algo?

Él había visto la muerte de Graham porque ella pensaba en ello. Y esa idea la torturaba. ¿Cómo podía Michael haberlo tomado como una advertencia deliberada? ¿Había percibido algo de lo que ella era completamente inconsciente?

Cuanto más tiempo estaba al sol, más se daba cuenta de que no podía pensar con claridad ni soportar su deseo por Michael, que alcanzaba el punto de angustia.

Subió a su habitación y estaba a punto de entrar en la ducha cuando recordó algo: se había olvidado por completo de usar algún anticonceptivo con Michael. No era la primera vez en su vida que había sido tan estúpida, pero sí la primera vez en muchos años.

Pero ahora ya estaba hecho, ¿no? Abrió el grifo, se apoyó contra los azulejos y dejó que el agua corriera sobre ella. Imaginaba tener un hijo suyo. No, era una locura. Rowan no quería niños. Nunca había deseado hijos. Volvió a pensar en aquel feto del laboratorio, con todas aquellas máquinas y tubos conectados. No, su destino era salvar vidas, no hacerlas. Bueno, durante dos semanas más o menos se sentiría ansiosa, luego, cuando supiera que no estaba embarazada, volvería a estar bien.

Cuando salió de la ducha estaba adormilada y casi no sabía lo que hacía. Encontró junto a la cama la camisa que se había quitado Michael la noche anterior. Era una camisa azul de trabajo, almidonada y planchada como una camisa de vestir; a ella le había gustado el detalle. La dobló con cuidado y se acostó con ella entre los brazos, como si fuera la mantita favorita de un niño o un osito de peluche.

Durmió durante seis horas.

Al despertar comprendió que no podía quedarse sola en la casa. Parecía que Michael hubiera dejado sus huellas en todas partes. Oía el timbre de su voz, su risa, veía sus enormes ojos azules, que la miraban con intensidad a través de las gafas de carey, sentía sus dedos enguantados que le acariciaban los pezones, las mejillas.

Todavía era demasiado pronto para tener noticias suyas, y ahora, como resultado de su calidez, la casa parecía aún más vacía.

Entonces llamó al hospital. Sí, por supuesto que la necesitaban. ¿Acaso no era sábado por la noche en San Francisco? La sala de urgencias del Hospital General de San Francisco ya estaba atestada y las víctimas de un accidente múltiple en la autopista 101 entraban a raudales en el Centro de Traumatismos del Universitario. También había heridos de bala que venían de Mission.

Durante cinco horas no pensó en Michael ni una vez.

Llegó a casa a las dos de la madrugada. La vivienda estaba oscura y fría, tal como esperaba, pero por primera vez desde la muerte de Ellie no se encontró cavilando sobre ella ni pensando ansiosa y dolorosamente en Graham.

No había ningún recado de Michael en el contestador. Estaba desilusionada, aunque no sorprendida. Podía imaginárselo claramente al salir del avión, haciendo eses, completamente borracho. En Nueva Orleans serían las cuatro. Ahora no podía llamar al hotel Pontchartrain.

Era mejor no pensar demasiado en ello, razonó mientras subía a su cuarto para meterse una vez más en la cama.

Era mejor no pensar en el papel de la caja fuerte que decía que ella no podía volver a Nueva Orleans. Mejor no pensar en tomar un avión e ir a su encuentro. Mejor no pensar en Andrew Slattery, un colega, al que todavía no habían contratado en Stanford y que estaría encantado de sustituirla un par de semanas en el Universitario. ¿Por qué demonios le había preguntado a Lark aquella noche si Slattery había encontrado trabajo? Su febril cabecita tramaba algo.

Cuando volvió a abrir los ojos eran las tres; había alguien en la casa. No sabía qué ruido o vibración la había despertado, pero había alguien en la casa. Los números del reloj digital eran la única iluminación, además de las lejanas luces de la ciudad. Una ráfaga de viento con una brillante llovizna golpeó las ventanas.

Notó que la casa oscilaba violentamente sobre sus cimientos y se oía la vibración de los cristales.

Se levantó lo más silenciosamente posible, sacó la pistola calibre treinta y ocho del cajón de la cómoda, la amartilló y se dirigió a la escalera. Cogía el arma con las dos manos, como Chase, su amigo el policía, le había enseñado. Había practicado con esa pistola y sabía cómo usarla. No estaba asustada, sino más bien enfadada, profundamente enfadada y alerta.

No se oían pisadas, sino sólo el viento que gemía distante en la chimenea y que hacía rugir suavemente los gruesos cristales de los ventanales.

Desde donde estaba podía ver el salón de abajo, iluminado por el habitual resplandor azulado de la luna. Otra ráfaga de llovizna fue a dar contra la ventana. Oyó cómo el Dulce Cristina golpeaba contra los neumáticos del embarcadero norte.

Bajó en silencio, peldaño a peldaño, mientras su mirada recorría las habitaciones vacías en cada curva hasta llegar abajo. No había ni un recoveco de la casa que no pudiera dominar desde donde estaba, excepto el lavabo que había detrás. Al ver que no había nadie en ninguna parte y que el Dulce Cristina se mecía torpemente, avanzó con cautela hacia la puerta del lavabo.

El cuarto estaba vacío. Todo estaba en su sitio. La taza de café de Michael sobre la repisa, el perfume de su colonia.

Apoyada contra el marco de la puerta, volvió a mirar las habitaciones de delante. La ferocidad con que el viento golpeaba contra los ventanales la alarmó a pesar de que no era la primera vez que lo oía. Sólo en una oportunidad había soplado con bastante fuerza como para romper los cristales, pero nunca había habido una tormenta semejante durante el mes de agosto, era un fenómeno de invierno asociado a las lluvias que caían en las montañas de Marin County y que llenaban las calles de barro y a veces arrancaban incluso las casas de sus cimientos.

Observó fascinada cómo el agua golpeaba y salpicaba las terrazas y las oscurecía. Vio el cortavientos del Dulce Cristina bajo una capa de gotas heladas. ¿Era esta repentina tormenta lo que la había confundido? Puso en marcha su antena invisible y escuchó.

No se oía nada más que el crujido del cristal y la madera, pero había algo extraño. No estaba sola y estaba segura de que el intruso no estaba en el primer piso. Estaba cerca y la miraba, pero ¿dónde? Era imposible explicar lo que sentía.

El reloj digital de la cocina hizo un ruido imperceptible cuando cambió de número para revelar que eran las tres y cinco de la madrugada.

Por el rabillo del ojo vio que algo se movía. No se volvió a mirar; decidió quedarse inmóvil. Luego, poco a poco, aguzó la mirada hacia la izquierda sin mover la cabeza y divisó la figura de un hombre de pie en la terraza oeste.

Parecía de complexión delgada, pálido y de cabello moreno. Su postura no era furtiva ni amenazadora. Estaba inexplicablemente erguido, con los brazos caídos de forma natural a los lados. Seguramente no lo veía bien, porque su ropa parecía inverosímil, imposible incluso: formal y cortada con elegancia.

Su rabia creció y una calma fría se apoderó de ella. Razonó instantáneamente: no podía entrar por las puertas de la terraza, tampoco podía abrirse paso por los gruesos cristales; si ella le disparaba —cosa que le hubiera encantado— haría un agujero en el cristal. Naturalmente, él podría disparar en cuanto la viera, ¿pero para qué iba a hacerlo? Los intrusos lo que querían era entrar. Además, estaba casi segura de que él ya la había visto, que la había estado observando y que ahora seguía haciéndolo.

Rowan volvió la cabeza muy lentamente. A pesar de lo oscura que estaba la sala, sin duda él podía verla. En realidad, la estaba mirando.

Su audacia la enfureció y aumentó la sensación de peligro ante la situación. Observó fríamente cómo el hombre se acercaba al cristal.

—Ven, cabrón, te mataré con mucho gusto —murmuró, y sintió cómo se le erizaban los pelos del cuello. Un escalofrío delicioso le recorrió el cuerpo. Quería matarlo, fuera quien fuese, intruso, loco, ladrón. Quería hacerlo volar de la terraza con una bala del treinta y ocho, o para decirlo más sencillamente, con cualquier poder que pudiera controlar.

Levantó el arma lentamente con las dos manos. Lo apuntaba directamente con los brazos extendidos, como le había enseñado Chase.

El intruso aún la miraba, imperturbable, mientras ella, con férrea furia, tranquila y fría, se maravillaba de los detalles físicos que lograba ver. Tenía el pelo marrón y con ondas, el rostro pálido y delgado, y había algo triste e implorante en su sombría expresión. Inclinó suavemente la cabeza, como si le rogara algo, como si hablara.

«¿Quién eres, por Dios?», pensó Rowan. La incongruencia de todo aquello la sorprendió un poco, y se le ocurrió una idea completamente extraña. Esto no es lo que parece. ¡Estoy viendo una especie de ilusión óptica! Y un súbito cambio interno la hizo pasar de la ira a la sospecha y luego al miedo.

Los ojos oscuros de aquel ser imploraban. Ahora levantaba sus manos pálidas y las apoyaba contra el cristal.

Rowan no podía ni hablar ni moverse. Luego, furiosa por su impotencia y su terror, gritó:

—¡Vuelve al infierno del que has salido! —su voz retumbó y sonó terrible en la casa vacía.

Y como respuesta, como para terminar de alterarla y vencerla, el intruso desapareció poco a poco. La figura se volvió transparente y se disolvió por completo; sólo quedó el paisaje horrible y absolutamente perturbador de la terraza vacía.

El enorme ventanal vibró y se oyó un golpe como si el viento intentara traspasarlo. Luego el mar pareció calmarse. El batir de las aguas disminuyó y la casa empezó a aquietarse. Hasta el Dulce Cristina se asentó intranquilo en el canal, junto al muelle.

Rowan siguió mirando la terraza vacía. Se dio cuenta de que tenía las manos húmedas de sudor, temblorosas. La pistola parecía muy pesada, peligrosa e incontrolable. En realidad, temblaba de la cabeza a los pies. A pesar de todo, fue directamente hasta el ventanal, furiosa por no haberse defendido de aquel ser, y tocó el cristal donde él había puesto sus manos. El cristal estaba ligera pero claramente tibio. No era la tibieza que podía haber producido una mano humana, porque hubiera sido algo demasiado sutil para calentar una superficie tan grande, sino como si el fuego lo hubiera calentado.

Se dirigió entonces a la cocina, apoyó el arma y cogió el teléfono.

—Necesito comunicarme con el hotel Pontchartrain de Nueva Orleans —dijo, con voz temblorosa. Lo único que podía hacer para calmarse mientras esperaba era estar atenta y decirse lo que ya sabía: que estaba completamente sola.

Cuando respondieron en el hotel ya estaba frenética.

—Tengo que hablar con Michael Curry —dijo. Explicó que seguramente había llegado aquella noche. No, no importaba que fueran las cinco y veinte de la mañana en Nueva Orleans—. Llame a la habitación, por favor.

El rato que estuvo esperando le pareció eterno, sola y demasiado impresionada como para poner en tela de juicio el egoísmo de despertar a Michael a esas horas.

—Lo siento, pero el señor Curry no contesta —dijo el operador.

—Inténtelo otra vez. Mande alguien a la habitación, por favor. Tengo que hablar con él.

Cuando supo que no habían conseguido despertarlo y se negaban a entrar en su habitación sin su permiso, dejó un mensaje urgente, colgó, se desplomó junto a la chimenea y trató de pensar.

Estaba segura de lo que había visto, absolutamente segura. ¡Una aparición allí, en la terraza, que la miraba, se acercaba y la estudiaba! Un ser que podía aparecer y desaparecer a su antojo. Sin embargo, ¿por qué había visto un destello de luz en el borde del cuello y esas gotas de humedad sobre su cabello? ¿Por qué los cristales estaban tibios? Se preguntó si aquello tendría sustancia cuando era visible y si la sustancia se disolvía cuando «el aparecido desaparecía».

En resumidas cuentas, su mente se dirigió hacia la ciencia, como siempre hacía, pero aunque Rowan sabía que ése era su rumbo, no pudo evitar el terror, esa horrible sensación de desamparo que se había apoderado de ella y que no la abandonaba, que le hacía tener miedo en su propia casa, un lugar seguro.

Se preguntó por qué la lluvia y el viento formaban parte de la escena. Seguramente no eran una fantasía suya. ¿Y por qué, sobre todo, esa criatura se le había aparecido precisamente a ella?

—Michael —murmuró—. Ahora yo también los veo —añadió con una risa suave.

Se levantó y recorrió la casa a paso firme mientras encendía todas las luces.

—Muy bien —le dijo—, si decides volver, que sea a plena luz. —Pero todo aquello era absurdo, ¿no? Algo capaz de agitar todas las aguas de Bahía Richardson podría fácilmente provocar un cortocircuito.

Pero quería tener las luces encendidas. Estaba asustada. Subió a su habitación, cerró con llave la puerta, la puerta del armario y la puerta del baño, se tiró sobre la cama, se acomodó las almohadas debajo de la cabeza y dejó la pistola a mano.

«Un fantasma —pensó—. Acabo de ver uno. Nunca he creído en ellos, pero he visto uno. Tiene que ser un fantasma, no puede ser otra cosa. Pero ¿por qué se me ha aparecido a mí?» Volvió a ver su expresión implorante y todo el realismo de la experiencia.

El hecho de no poder encontrar a Michael la hizo sentirse de pronto muy desdichada. Michael era la única persona en el mundo que creería lo que le había pasado, la única en quien ella confiaba para contárselo.

En realidad estaba excitada; la misma sensación extraña de aquella noche, tras el rescate. «Me ha pasado algo horrible y emocionante». Quería contárselo a alguien. Allí, tumbada, con los ojos abiertos bajo la luz amarilla de su cuarto, pensaba: ¿por qué se me ha aparecido a mí?

Qué extraña manera de cruzar la terraza y mirarla a través del cristal. «Cualquiera habría pensado que la desconocida era yo».

La excitación no cesó, pero se sintió aliviada cuando salió por fin el sol. Tarde o temprano, Michael se despertaría de su sueño etílico, vería la luz de mensajes de su teléfono encendida y, seguramente, la llamaría.

Pero ahora, en la acogedora seguridad de la luz del día que se filtraba a través de la ventana, sus pensamientos empezaban a ir a la deriva; mientras, se acomodaba en la tibieza de las almohadas, se cubría con la colcha y pensaba en él, en el vello oscuro que cubría sus brazos y manos, en sus ojos que la miraban otra vez a través de las gafas. Pero al llegar a la cúspide de sus ensueños se le ocurrió pensar que tal vez el fantasma tenía algo que ver con él.

Las visiones. Quería preguntarle: «Michael, ¿tiene esto algo que ver con tus visiones?» Luego el ensueño entró en el terreno del absurdo y ella se despejó, resistiéndose, como siempre, a lo irrelevante y a lo grotesco; estar consciente era mucho mejor, pensar… Por supuesto, Slattery podría sustituirla y, si Ellie estaba en alguna parte, seguramente ya no le importaría que Rowan volviera a Nueva Orleans, porque sin duda debíamos de creer en algo así, ¿no? Las posibilidades que se abrían a partir de este plan eran infinitamente mejores. Luego, exhausta, volvió a hundirse en un sueño profundo.