Había hecho parar al conductor del taxi por el camino para comprar una caja de seis cervezas, feliz de sentir el aire cálido del verano, y ahora, mientras salían de la autopista y se internaban en la mugre inolvidable y familiar de la parte baja de St. Charles Avenue, estaba a punto de ponerse a llorar al ver los robles de corteza negra y follaje oscuro, el tranvía estrecho y largo de St. Charles que traqueteaba sobre la vía, exactamente como lo recordaba.
Incluso en este tramo, en medio de estas horribles hamburgueserías y los destartalados bares de madera, de los edificios nuevos de apartamentos que se alzaban sobre las tiendas y las gasolineras desiertas, era su vieja ciudad, su verde y hermosa ciudad. Hasta le gustaban los hierbajos que crecían entre las grietas.
—¡Mire eso! —le dijo al conductor, que no había parado de hablar sobre la delincuencia y lo mal que iban las cosas—. El cielo es violeta, tal como lo recordaba. Durante todos esos condenados años pensé que me lo imaginaba, que eran los recuerdos los que pintaban estos colores en mi memoria.
El taxista se reía de él.
—Sí, bueno, el cielo es violeta, supongo que se puede llamar así.
—Maldición, claro que sí —dijo Michael—. Usted nació en la parte que va de Magazine al río, ¿no? Esa forma de hablar me suena.
Michael cerró los ojos. Hasta la perorata interminable del taxista le sonaba a música. Había deseado con toda su alma este calor fragante y envolvente. ¿Había algún otro lugar en el mundo en el que el aire fuera una presencia tan viva, en el que la brisa besara y acariciara, en el que el cielo palpitara con vida? ¡Ay, Dios, eso significaba que ya no haría frío!
—Mire, nadie tiene derecho a ser tan feliz como soy yo ahora —dijo Michael—. Nadie. Mire esos árboles —comentó, y abrió los ojos y observó las ramas retorcidas en lo alto.
—¿Dónde demonios ha estado, muchacho? —preguntó el conductor; era un hombre bajito, con gorra, y apoyaba el codo fuera de la ventanilla.
—Estuve en el infierno, compañero, y deje que le diga algo sobre el infierno: no hace calor, hace frío. Ah, ahí está el hotel Pontchartrain, sigue igual, caramba, igualito.
En realidad, incluso parecía más elegante e indiferente que en los viejos tiempos. Ahí estaba el pulcro toldo azul, con el viejo complemento del portero y el botones junto a la puerta de cristal.
Michael casi no podía quedarse quieto. Quería salir, caminar, pisar las viejas aceras. Pero le había dicho al taxista que cogiera First Street y que luego volverían al hotel, y por First Street valía la pena esperar.
Se terminó la segunda cerveza cuando llegaron al semáforo de Jackson Avenue, a esa altura cambiaba todo. Michael no recordaba que la transición fuera tan impresionante, pero los robles eran más altos e infinitamente más espesos; los edificios de apartamentos dejaban paso a las casas blancas, con sus columnas corintias, y el soñoliento mundo crepuscular parecía de pronto velado por un suave resplandor verde.
Las verjas de hierro protegían los jardines y los prados.
—¡Dios mío, estoy en casa! —murmuró.
Nada más aterrizar se había arrepentido de haberse emborrachado de aquella manera —había sido endemoniadamente duro arrastrar la maleta y buscar un taxi—, pero ahora ya se le había pasado. Mientras el taxi giraba a la izquierda, por First Street, y entraba en el denso núcleo de Garden District, se sentía extasiado.
—¿Se da cuenta?, ¡está exactamente igual que antes! —le dijo al taxista. Lo embargaba una profunda gratitud. Le ofreció una cerveza fresca, pero el hombre se rió y la rechazó.
—Más tarde, hijo —respondió—. ¿Y ahora adónde vamos? —Parecía que avanzaran con la lentitud de un sueño, deslizándose junto a sólidas mansiones. Michael vio las aceras de ladrillos, los magnolios altos y rígidos, con su follaje oscuro.
—Siga despacio, muy despacio. Deje que este coche nos adelante muy despacio hasta que le diga que pare.
El taxista empezó a hablar otra vez. En realidad, nunca había parado del todo. Hablaba de lo bonita que había sido la parroquia de la Redención en una época y de lo estropeada que estaba ahora. Sí, Michael quería ver la vieja iglesia.
—Yo fui monaguillo en St. Alphonsus —dijo.
Pero eso no importaba, podía esperar para siempre, porque en aquel momento levantó la mirada y vio la casa.
Vio los flancos oscuros en la esquina, la inconfundible verja de hierro con sus rosas, los robles centinelas que extendían sus ramas gigantescas como brazos poderosos y protectores.
—Aquí está —dijo, en voz baja, sin ninguna razón para ello, y jadeando hasta que se convirtió en un cuchicheo—, póngase a la derecha. Pare aquí. —Salió del coche con la cerveza y caminó hasta la esquina, para poder quedarse en diagonal frente a la casa.
Era como si la quietud hubiera caído sobre el universo. Por primera vez oyó el canto de las cigarras, un zumbido que se elevaba a su alrededor y que hacía que las sombras parecieran vivas. Y luego oyó otro sonido que había olvidado: el agudo piar de los pájaros.
Sonidos del bosque, pensó mientras miraba las galerías, negras y desiertas, veladas ahora por la temprana oscuridad, sin una luz que titilara detrás de las innumerables celosías de madera, altas y estrechas.
El cielo parecía un espejo brillante, blando y tornasolado, que viraba del violeta al dorado e iluminaba con todo su esplendor y belleza el extremo de la columna de la segunda galería y, debajo de la cornisa, una buganvilla que caía lujuriosa desde el techo. Michael logró ver, incluso con la casi extinguida luz del crepúsculo, los capullos púrpura, así como las rosas de hierro de la verja. Se imaginó los capiteles de las columnas, esa extraña mezcla de columnas laterales dóricas; jónicas las de abajo, construidas primero; y corintias en lo alto.
Contuvo el aliento con un suspiro triste. Otra vez volvía a sentir una inexplicable felicidad, aunque mezclada con cierta tristeza, y no sabía muy bien por qué. Todos estos largos años, pensó, fatigado a pesar de la alegría que lo embargaba. La memoria lo había engañado en una cosa, reflexionó, la casa era más grande, mucho más grande de lo que recordaba. Todas estas viejas mansiones eran muy grandes. En aquel preciso instante, todo parecía hecho a escala inconcebible.
Sin embargo, al mismo tiempo, sentía una proximidad viva y palpitante: el suave follaje salvaje que se extendía detrás de la verja oxidada se mezclaba con la oscuridad, el canto de las cigarras y las densas sombras debajo de los robles.
—El paraíso —murmuró Michael. Levantó la mirada y al ver los helechos diminutos que cubrían las ramas de los robles los ojos se le llenaron de lágrimas. El recuerdo de las visiones se acercaba peligrosamente. Lo rozaba como un par de alas negras. «Sí, la casa, Michael».
Se quedó cautivado, con la cerveza fría contra la palma de la mano enguantada. La mujer de cabello negro, ¿hablaba con él?
Lo único que sabía con certeza era que el crepúsculo cantaba, el calor cantaba. Su vista recorrió las otras mansiones que lo rodeaban, quizá sin notar nada más que la armonía que guardaban los setos, las columnas, los patios de ladrillos y hasta los titubeantes mirtos que se esforzaban por sobrevivir en medio de franjas de césped aterciopelado. Una cálida paz se apoderó de él y durante un segundo el recuerdo de las visiones y su horrible misión perdió autoridad. Volver otra vez a la niñez, anhelando la continuidad en lugar de los recuerdos.
Naturalmente, tenía recuerdos grabados en lo más profundo de su memoria: un niño que venía de las pequeñas casas amontonadas de la ribera y paseaba por esta calle, un niño parado en este mismo lugar cuando caía la tarde. Pero el presente seguía eclipsándolo todo, y no había recuerdo ni impresión que mejorara la suave inundación que producía en sus sentidos todo lo que lo rodeaba, ni ese momento de quietud pura del alma.
Cuando volvió a mirar lentamente y con amor la casa, aquella entrada profunda con forma de cerradura gigante, tuvo la impresión de que las visiones volvían a tomar fuerza. La entrada. ¡Sí, le habían hablado de la entrada! Pero no se trataba de una entrada propiamente dicha. Aunque la visión de la cerradura gigante y el sombrío vestíbulo… No, era imposible que se tratara de una entrada propiamente dicha. Abrió los ojos y los cerró. Se descubrió mirando, como en trance, las ventanas de la habitación norte del primer piso y, para su súbita preocupación, vio el tenue resplandor del fuego.
No, imposible. Y de inmediato comprendió que era sólo la luz de las velas. La llama que oscilaba parecía constante, y se preguntó maravillado si los que vivían allí preferían esa forma de iluminación.
Con la oscuridad, el jardín empezó a hacerse más denso y cerrado. Tenía que despertar si quería caminar junto a la verja y mirar el jardín lateral. Quería hacerlo, pero la ventana alta del norte lo atraía. Ahora veía la sombra de una mujer que se movía junto a las cortinas de encaje y a través de éstas, en un extremo de la pared, divisó un deslustrado dibujo de flores.
Pasó los dedos a través de la malla de hierro, mirando fijamente el polvo y la suciedad esparcida sobre las tablas desvencijadas del porche delantero. Las camelias se habían convertido en árboles y se alzaban sobre la verja y el sendero de piedra estaba cubierto de hojas. Apoyó un pie sobre la malla de hierro, como para saltar el portal.
—¡Eh, amigo, eh!
Michael se volvió, sorprendido, y vio al taxista junto a él. ¡Qué pequeño era fuera del taxi! Un hombrecillo de nariz grande, con los ojos en sombras bajo la visera de la gorra.
—¿Qué hace? ¿Ha perdido la llave?
—Yo no vivo aquí —respondió Michael— y no tengo llave. —De repente se rió de lo absurdo de todo aquello. Se sentía mareado. La suave brisa del río era deliciosa y la casa oscura estaba justo ahí, delante de él, tan cerca que casi podía tocarla.
—Vamos, venga, lo voy a llevar de vuelta al hotel. Ha dicho el Pontchartrain, ¿verdad? No se preocupe, lo ayudaré a subir las escaleras hasta su habitación.
—No tan aprisa —dijo Michael—, quedémonos un rato más. —Se dio la vuelta y caminó calle abajo, distraído de repente por las piedras del sendero, rotas y desiguales, de color púrpura también, tal como las recordaba. Se enjugó las lágrimas que se deslizaban por su rostro. Luego se volvió y miró hacia el jardín lateral.
Los mirtos habían crecido mucho. Sus troncos, acerados y pálidos ahora, eran bastante gruesos. La zona de césped que recordaba estaba ahora tristemente cubierta de malas hierbas y el viejo boj tenía un aspecto salvaje y descuidado. Sin embargo, le encantaba, como la vieja espaldera del fondo que cedía bajo el peso de las enredaderas enmarañadas.
Allí era donde siempre estaba el hombre, pensó, mientras divisaba el lejano mirto el que crecía por encima de la pared y caía sobre la casa de al lado.
—¿Dónde estás? —murmuró.
De pronto las visiones se hicieron más densas. Sintió que caía contra la verja y que el hierro chirriaba. Un murmullo suave salió del otro lado del follaje, a su derecha. Se volvió y vio un movimiento entre las hojas. Camelias aplastadas que caían sobre la tierra blanda. Se arrodilló y cogió una, roja y rota, a través de la verja. ¿Era el taxista quien le hablaba?
—Está bien, compañero —dijo Michael; miraba la flor rota en su mano, trataba de verla en la semipenumbra.
Aquello que tenía delante, ¿no era el brillo de un zapato negro? Otra vez ese murmullo. Vaya, estaba mirando la pernera de un pantalón. Alguien estaba de pie casi junto a él. Mientras levantaba la mirada perdió el equilibrio. En el momento en que sus rodillas golpearon contra las piedras, vio una figura que se inclinaba sobre él, que lo miraba a través de la verja, unos ojos que apenas reflejaban un destello de luz. La figura parecía congelada, con los ojos abiertos de par en par, peligrosamente cerca de él y violentamente alerta y atenta. Una mano se extendió; en las sombras no era más que una veta blanca. Michael se apartó, con un sobresalto instintivo e incuestionable. Pero ahora, al mirar al follaje salvaje, se dio cuenta de que no había nadie.
El vacío era tan aterrador como la desvanecida figura.
—Dios, ayúdame —murmuró. Su corazón golpeaba contra sus costillas y no se podía levantar. El taxista lo cogió de los brazos y lo alzó de un tirón.
—Vamos, muchacho, vamos antes de que pase la policía.
Michael estaba de pie y se tambaleaba peligrosamente.
—¿Ha visto eso? —murmuró—. ¡Dios Todopoderoso, era el mismo hombre! —Miró al taxista—. Le digo que era el mismo hombre.
—Y yo le digo que ahora lo voy a llevar al hotel. Esto es Garden District, muchacho, ¿no lo recuerda? ¡Uno no puede ir haciendo eses, borracho, por aquí!
Michael volvió a caerse. Examinó otra vez el lugar. Retrocedió torpemente sobre las piedras hasta el césped y se volvió; trataba de llegar al árbol, pero no había ningún árbol. El taxista volvió a levantarlo y en ese momento otro par de manos lo cogieron con firmeza. Michael se volvió de golpe; si era el hombre otra vez gritaría como un loco.
Pero era nada más ni nada menos que el inglés, el hombre de cabello blanco y traje de mezclilla que había viajado en el mismo avión que él.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? —murmuró Michael. Pero a pesar de la borrachera, notó el rostro bonachón del hombre, su actitud refinada y reservada.
—Quiero ayudarlo, Michael —dijo el hombre con infinita amabilidad. Era una de esas voces inglesas elegantes y de ilimitada educación—. Me sentiré muy complacido si me permite acompañarlo al hotel.
—Sí, parece lo mejor que se puede hacer —respondió Michael, consciente de que a duras penas podía hablar con claridad. Volvió a mirar el jardín y la alta fachada de la casa, ahora casi en penumbra, pese a que el cielo todavía conservaba algo de luz que se colaba a través de las ramas de los robles. Parecía que el taxista y el inglés hablaban y que este último pagaba la carrera.
Michael trató de meterse la mano en el bolsillo para sacar su billetera, pero la mano se deslizaba una y otra vez por la parte de fuera del pantalón. Se apartó de los dos hombres y se lanzó hacia delante, otra vez contra la verja. Ya casi no había luz sobre el jardín y los enmarañados arbustos. La espaldera y la enredadera que la vencía bajo su peso, ahora eran sólo una sombra difusa en la noche.
Sin embargo, debajo del lejano mirto, bastante nítido, Michael consiguió divisar una figura humana delgada, con un pálido rostro oval que, ante sus incrédulos ojos, llevaba el mismo cuello blanco almidonado y la misma corbata de seda que en los viejos tiempos.
—Vamos, Michael, deje que lo acompañe al hotel —dijo el inglés.
—Primero debe decirme algo —replicó Michael. Estaba empezando a temblar—. Mire y dígame, ¿ve a aquel hombre?
Pero ahora sólo veía las sombras de la oscuridad. Y de su memoria le llegó la voz de su madre, joven, vibrante y dolorosamente cerca:
«Michael, vamos, tú sabes que no hay ningún hombre».