6

Se quedó bajo la ducha durante diez minutos completos, pero seguía borracho como el demonio. Luego se cortó dos veces al afeitarse. Nada grave, sólo una clara indicación de que tenía que comportarse con mucho cuidado con la dama que venía de camino, esa doctora, el misterioso personaje que lo había sacado del mar.

Tía Viv lo ayudó con la camisa y él tomó rápidamente otro sorbo de café. Le supo horrible, pese a que estaba bueno; él mismo lo había preparado. Lo que quería era una cerveza. No poder tomarse una cerveza precisamente ahora era como no poder respirar, pero era un riesgo demasiado grande.

—¿Y qué vas a hacer en Nueva Orleans? —preguntó tía Viv, quejumbrosa. Sus ojillos azules estaban irritados, vidriosos. Le acomodó las solapas de su chaqueta caqui con sus manos finas y nudosas—. ¿Estás seguro de que no necesitas un abrigo más caliente?

—Tía Viv, estamos en agosto y me voy a Nueva Orleans. —La besó en la frente—. No te preocupes por mí —añadió—, estoy bien.

—Michael, no comprendo por qué…

—Tía Viv, te llamaré en cuanto llegue, te lo prometo. Y tienes el teléfono del Pontchartrain por si quieres dejarme un mensaje antes de que llegue.

Había reservado la misma suite que ella hacía años, cuando él era apenas un muchacho de once años y había ido a verla con su madre. La gran suite que daba a St. Charles Avenue, con el piano de media cola. Sí, ya sabían qué habitación quería. Sí, no había problemas, podían reservársela. Sí, el piano de media cola aún estaba allí.

La compañía aérea había confirmado su vuelo a las seis de la mañana, en primera, en un asiento de pasillo. Sin problemas. Una cosa tras otra perfectamente coordinadas.

Y todo gracias al doctor Morris y a la misteriosa doctora Mayfair, que ahora estaba de camino.

Al principio, cuando se enteró que era médica, se puso furioso.

—Así que ésa es la razón del secreto —le había dicho al doctor Morris—. Entre médicos no nos molestamos, ¿no? No damos su número de teléfono privado. Usted sabe que esto es un asunto público, yo debería…

Pero Morris lo había hecho callar en el acto.

—Michael, la dama se dirige a su casa para recogerlo. Sabe que está borracho y sabe que está loco, pero aun así lo va a llevar a su casa de Tiburón y va a dejar que gatee por el barco.

—Muy bien —respondió Michael—, le estoy agradecido y usted lo sabe.

—Entonces salga de la cama, dúchese y aféitese.

¡Hecho! Y ahora nada le impediría hacer este viaje. Una vez que saliera de la casa de esa mujer en Tiburón se iría directamente al aeropuerto y, si hacía falta, dormitaría en una silla de plástico hasta que saliera el avión a Nueva Orleans.

—No voy a quedarme mucho tiempo, te lo prometo —le dijo con dulzura. Pero de repente un presentimiento se apoderó de él. Tuvo la clara sensación, esa telepatía que flotaba libremente, de que no volvería a vivir en esta casa. No, imposible. Sólo era el alcohol que bullía en su interior y los meses de completo aislamiento que lo estaban volviendo loco… Vaya, era suficiente para que cualquiera perdiera el juicio. Besó a tía Viv en la mejilla—. Voy a ver si está todo en la maleta —dijo. Tomó otro trago de café. Empezaba a sentirse mejor. Limpió con cuidado las gafas de carey y palpó el bolsillo de la chaqueta para ver si llevaba las de repuesto.

—He puesto todo en la maleta —dijo tía Viv, moviendo ligeramente la cabeza. Se quedó de pie junto a él. Señaló la maleta abierta y la ropa cuidadosamente doblada—. Un par de trajes de verano, el neceser. Está todo. Ah, tu gabardina. No olvides la gabardina, Michael. En Nueva Orleans siempre llueve.

—Ya la tengo, tía Viv. No te preocupes. —Cerró la maleta con llave. No se molestó en explicarle que la gabardina se había estropeado porque se había ahogado con ella puesta. Las famosas Burberry quizás estuvieran hechas para las trincheras de guerra, pero no para ahogarse. El forro de lana se había echado a perder.

Se pasó el peine por el pelo; odiaba la sensación de los guantes. No parecía borracho, a no ser, por supuesto, que estuviera demasiado borracho como para saberlo. Miró el café. Tómate el resto, idiota. Esa mujer viene sólo para seguirle la corriente a un chiflado, lo menos que puedes hacer es no tropezar con los escalones de tu propia puerta.

—¿Han llamado al timbre? —Michael cogió la maleta. Sí, listo, casi listo para irme.

Y luego otra vez aquel presentimiento. ¿Qué era, una premonición? Miró la habitación, el empapelado rayado, el revestimiento de madera que tan pacientemente había lijado y vuelto a pintar, la pequeña chimenea de ladrillos que él mismo había puesto. Nunca más volvería a disfrutar de todo aquello. Nunca más volvería a echarse sobre la cama de bronce ni volvería a mirar las fantasmagóricas luces del centro de la ciudad a través de las cortinas de seda japonesa.

Tía Viv caminó deprisa por el pasillo, balanceando las manos, con los tobillos dolorosamente hinchados, y apretó con firmeza el botón del intercomunicador.

—Sí, ¿quién es?

—Soy la doctora Rowan Mayfair. He venido a buscar a Michael Curry.

Dios, era verdad. Michael resucitaba otra vez de la muerte.

—Enseguida bajo —dijo.

Bajó los dos pisos deprisa y silbando suavemente. Se sentía bien por poder marcharse, por estar en camino. Casi abrió la puerta sin pensar en los periodistas; pero se detuvo y observó por la mirilla del centro del rectángulo de vidrio de color.

Al pie de la escalera, una mujer alta como una gacela esperaba de perfil, mirando hacia la calle. Unas piernas largas enfundadas en unos tejanos, una media melena rubia y rizada que se agitaba sobre el hoyuelo de su mejilla.

Parecía joven y fresca, seductora sin proponérselo, con su chaqueta ceñida azul marino y el cuello de su jersey trenzado que le cubría el cuello.

No hacía falta que le dijeran que era la doctora Mayfair. Un súbito calor subió por su columna y le recorrió el cuerpo. Sus mejillas ardieron. La habría encontrado atractiva e interesante aunque la hubiera visto en cualquier otra circunstancia. Pero saber que era ella quien tuvo su vida en sus manos… Agradeció que no mirara hacia la puerta y que no viese su sombra al otro lado del cristal.

Ésta es la mujer que me devolvió a esta vida, pensó, vagamente excitado por la tibieza de su cuerpo, por la desnuda sensación de docilidad que se mezclaba con un deseo casi salvaje de tocarla, conocerla, poseerla quizá. Le habían descrito innumerables veces la mecánica de la recuperación, la respiración boca a boca alternada con masaje al corazón. De repente le pareció brutal que después de semejante intimidad hubieran estado separados tanto tiempo.

Incluso de perfil reconoció la cara, la recordaba, una cara de piel tersa y sutil belleza, con luminosos ojos grises hundidos en sus cuencas.

Y qué seductora era su postura, tan abierta, informal, tan llanamente masculina, esa forma de apoyarse contra la barandilla con un pie en el escalón de abajo.

La sensación de desamparo se hizo más extraña y sorprendentemente aguda, y junto con ella surgió el inevitable impulso de conquistador. No había tiempo para analizar todo aquello y, francamente, tampoco quería. De repente supo que se sentía feliz, feliz por primera vez desde el accidente.

Sí, sal, habla con ella. Ésta es la vez que más cerca has estado de aquel momento, es tu oportunidad. Y qué agradable es sentirse tan atraído por ella físicamente, sentirse desnudo por su presencia.

Michael echó una rápida ojeada a ambos lados de la calle. Sólo había un hombre, frente al umbral de una casa, un hombre al que, de hecho, la doctora Mayfair miraba fijamente. Pero sin duda era imposible que aquel viejo de cabello blanco, con un traje de mezclilla de tres piezas y cogido a un paraguas como si se tratara de un bastón, fuera un periodista.

Aunque era extraña la forma en que la doctora lo miraba y la manera en que el hombre le devolvía la mirada. Ambas figuras estaban inmóviles, como si fuera algo de lo más normal, y obviamente no lo era.

En aquel momento recordó lo que le había dicho tía Viv hacía unas horas, que un inglés había venido desde Londres para verlo. Y aquel individuo ciertamente parecía inglés, un inglés con muy mala suerte, que había hecho un largo viaje en vano.

Michael abrió la puerta. El hombre no hizo gesto de acercarse, aunque lo miró con la misma intensidad con la que había mirado a la doctora Mayfair. Michael salió y cerró la puerta.

Luego se olvidó por completo del inglés, porque en aquel momento la doctora Mayfair se volvió con una hermosa sonrisa que iluminaba su rostro. Reconoció en el acto la belleza de las nítidas cejas rubio ceniza y las espesas pestañas oscuras que hacían que sus ojos parecieran aún más grises y brillantes.

—Señor Curry —dijo con voz profunda, grave y perfectamente modulada—, ya ve, nos volvemos a encontrar. —Le tendió su larga mano derecha mientras él bajaba la escalinata. La forma en que lo examinaba de pies a cabeza parecía totalmente natural.

—Doctora Mayfair, muchas gracias por venir —dijo, y le estrechó la mano, aunque se la soltó inmediatamente, avergonzado por sus guantes—. Me ha vuelto a resucitar, me estaba muriendo en aquella habitación.

—Lo sé —respondió ella—. ¿Lleva esta maleta porque piensa enamorarse y quedarse a vivir conmigo de ahora en adelante?

Michael rió. La voz gruesa era un rasgo que le encantaba en las mujeres, algo demasiado raro y siempre mágico. No recordaba ese detalle del día del barco.

—No, no. Lo siento, doctora Mayfair, quería decir que… bueno, que después tengo que irme al aeropuerto. He de coger el avión a Nueva Orleans a las seis de la mañana. Tengo que hacerlo. Supongo que tomaré un taxi desde allí, quiero decir, desde donde estemos, porque si vuelvo aquí…

Se sintió confundido durante un momento, como si hubiera perdido el hilo.

—Lo siento —murmuró. Había perdido el hilo. Habría jurado que estaba en Nueva Orleans. Se sentía mareado. Había estado en medio de algo con una gran y agradable intensidad. Y ahora sólo quedaba esa humedad, ese cielo espeso en lo alto y la certeza de que todos los años de espera habían terminado, de que algo para lo que se había preparado estaba a punto de comenzar.

Se dio cuenta de que miraba fijamente a la doctora Mayfair. Era casi tan alta como él y lo observaba con firmeza, de una manera abierta y conscientemente generosa, como si disfrutara, como si lo encontrara guapo o interesante, o quizá las dos cosas. Michael sonrió, de pronto también le gustaba mirarla y estaba contento de que hubiera venido, tan contento que no se atrevió a decírselo.

Ella lo cogió del brazo.

—Vamos, señor Curry. —Se volvió lo suficiente para dirigir una mirada al distante inglés. Remolcó a Michael cuesta arriba hasta el Jaguar verde oscuro. Abrió la puerta y antes de que él pudiera detenerla, cogió su maleta y la puso en el asiento trasero.

—Suba —dijo ella, y le cerró la puerta.

Tapizados de cuero color caramelo. Un hermoso tablero de mandos de madera. Michael echó una ojeada por encima del hombro. El inglés seguía mirando.

—Es extraño —dijo.

Ella ya tenía la llave de arranque puesta antes de cerrar su puerta.

—¿Qué es extraño? ¿Lo conoce?

—No, pero creo que ha venido para verme… Creo que es inglés y… ni siquiera se ha movido cuando salí.

Rowan se sobresaltó. Parecía desconcertada, aunque no tuvo problemas para sacar el coche y dar una vuelta en «U» casi imposible, antes de pasar junto al inglés y lanzarle otra mirada directa.

—Juraría que he visto antes a ese hombre —dijo ella casi con un murmullo.

Michael se rió, no de lo que acababa de decir, sino de la forma en que condujo cuando giró a toda velocidad a la derecha y se internó en la neblina de Castro Street.

Se sentía como en la montaña rusa. Se abrochó el cinturón de seguridad, porque si no lo hacía se iría contra el parabrisas. En el momento en que pasaron rugiendo el primer semáforo, se dio cuenta de que empezaba a sentir náuseas.

—¿Está seguro de que quiere ir a Nueva Orleans, señor Curry? —le preguntó—. No parece en condiciones de hacerlo. ¿A qué hora sale el avión?

—Debo ir a Nueva Orleans —respondió él—. Tengo que ir a casa. Perdone, sé que parece absurdo. Se trata de esas sensaciones que me vienen como al azar y se apoderan de mí. Supuse que era todo por lo que les ocurre a mis manos, pero no. ¿Está enterada de lo de mis manos? Estoy destrozado, completamente destrozado. Escuche, ¿puede hacerme un favor? Por aquí, a la izquierda, hay una bodega, justo cruzando la Eighteen Street, ¿puede parar, por favor?

—Señor Curry…

—Doctora Mayfair, voy a vomitar en su espléndido coche.

Rowan se detuvo frente a la bodega. Castro Street estaba atestada con el habitual gentío de los viernes a la noche y bastante animada con tantos bares iluminados con la puerta abierta a la niebla.

—Sólo unas latas de Miller’s —dijo él—. Una caja de seis. Las tomaré poco a poco. Por favor.

—¿Y se supone que yo tengo que entrar y comprarle ese veneno? —Rowan rió, amable, sin crueldad. Su voz grave tenía una calidez aterciopelada. Y sus ojos, ahora iluminados por las luces de neón, eran grandes y perfectamente grises, como el agua de aquella tarde.

Pero Michael estaba a punto de morirse.

—No, desde luego que no tiene que entrar. Lo haré yo mismo. No sé en qué estoy pensando. —Se miró los guantes de cuero—. Me he estado ocultando de la gente, mi tía Viv lo hacía todo. Lo siento.

—Miller’s, una caja de seis —dijo ella, y abrió la puerta.

—Bueno, mejor doce.

—¿Doce?

—Doctora Mayfair, son sólo las once y media y el avión no sale hasta las seis —explicó, mientras buscaba el billetero en su bolsillo.

Ella le hizo el gesto de que se lo guardara, cruzó la calle, esquivó con gracia un taxi y desapareció en la bodega.

Dios, qué descaro pedirle que hiciera algo así, pensó, derrotado, empezamos mal; aunque no era del todo cierto. Ella era agradable con él y él todavía no lo había echado todo a perder. Comenzaba a saborear el gusto de la cerveza. Y el estómago no se le apaciguaría con ninguna otra cosa.

La música atronadora de los bares cercanos retumbaba de repente con fuerza y los colores de la calle brillaban demasiado. Le pareció que un joven transeúnte pasaba demasiado cerca del coche. Michael pensó que era el resultado de tres meses y medio de aislamiento. Pareces un tío que acaba de salir de la cárcel.

Ni siquiera habría sabido que era viernes si no hubiera sido porque el avión salía el sábado a las seis. Se preguntó si se podría fumar en ese coche.

En cuanto ella puso la bolsa en su regazo, Michael abrió una lata.

—Tener una lata de cerveza abierta en un coche es una multa de cincuenta dólares, señor Curry —dijo ella, y se la quitó.

—Bueno, si le ponen una la pagaré yo. —Debió de haberse bebido media lata de un trago. Ahora se encontraba bien.

Cruzó la ancha intersección de seis carriles a la altura de Market, giró a la izquierda en un sitio prohibido y enfiló colina arriba a todo gas.

—La cerveza nubla los sentidos, ¿verdad? —preguntó ella.

—No, no nubla nada —respondió—. Las sensaciones me llegan de todas partes.

—¿De mí también?

—Bueno, no. Pero el que quiere estar con usted soy yo, ¿comprende? —Tomó otro trago de cerveza; se sostenía con la otra mano mientras ella se lanzaba colina abajo hacia Haight—. Por lo general no me quejo, doctora Mayfair —añadió—, pero desde el accidente vivo la vida sin protección alguna. No puedo concentrarme, ni siquiera puedo leer ni dormir.

—Comprendo. Cuando lleguemos a casa, puede subir al barco y hacer lo que crea necesario. Pero de verdad me gustaría prepararle algo de comer.

—Me sentaría fatal, doctora Mayfair. Puedo preguntarle algo, ¿hasta qué punto estaba muerto cuando me rescató?

—Completa y clínicamente muerto, señor Curry. No se detectaba ningún signo vital. Si no hubiera mediado intervención, la muerte biológica irreversible habría sobrevenido inmediatamente. ¿No recibió mi carta?

—¿Me escribió una carta?

—Tendría que haber ido a visitarlo al hospital.

«Conduce como un piloto de carreras —pensó él—, no cambia de marcha hasta que el motor chirría».

—Pero usted le dijo al doctor Morris que yo no había dicho nada…

—Pronunció un nombre, una palabra, algo, apenas un murmullo. No pude oír bien las sílabas. Oí algo como una «I»…

El silencio ahogó el resto de la frase. Michael también había enmudecido. Sabía, por un lado, que estaba en el coche, que ella le hablaba, que habían cruzado Lincoln Avenue, que se internaban en el Golden Gate Park hacia Park Presidio Drive, pero en realidad no estaba allí. Estaba en el límite de un espacio ensoñado en el que una palabra con «I» tenía un significado crucial, algo extremadamente complejo y familiar. Una multitud de seres lo rodeaba, se apiñaban cerca de él y se aprestaban a hablar. La entrada…

Sacudió la cabeza. Concéntrate. Pero la imagen ya se estaba desintegrando. Sintió pánico.

Cuando ella frenó ante un semáforo en rojo en Geary Street, él botó sobre el asiento de cuero.

—Supongo que no operará el cerebro de la gente del mismo modo que conduce este coche, ¿verdad? —preguntó. Tenía el rostro acalorado.

—Sí, de hecho lo hago igual —respondió ella, y arrancó un poco más despacio.

—Lo siento —volvió a decir—. Creo que siempre estoy disculpándome. Desde que ocurrió aquello no paro de disculparme ante la gente. No hay nada malo en su forma de conducir. Soy yo. Antes del accidente era… un hombre corriente. Una de esas personas felices, ya sabe…

¿Asentía ella con la cabeza?

Michael la miró. Parecía distraída, sumida en sus pensamientos. La niebla era tan densa sobre el puente que el tráfico parecía desaparecer dentro.

—¿Quiere hablar conmigo? —preguntó ella, los ojos fijos en el tráfico que se desvanecía delante—. ¿Quiere contarme lo que le ha pasado?

Michael suspiró. Parecía una tarea imposible, pero lo peor de todo era que si empezaba no podría parar.

—Las manos, ya sabe, veo cosas cuando toco objetos, pero las visiones…

—Hábleme de las visiones.

—Ya sé lo que piensa. Usted es neuróloga; pensará que se trata de algún problema en el lóbulo temporal, alguna tontería así.

—No, yo no pienso eso.

Ahora conducía más aprisa. La desagradable silueta de un camión apareció delante con sus luces traseras como balizas. Rowan se quedó a salvo detrás y se mantuvo a ochenta y cinco para mantener la distancia.

Michael terminó la lata en tres tragos, la puso en la bolsa y se quitó un guante. Salieron del puente y la niebla —como ocurría a menudo— desapareció por arte de magia. El claro resplandor del cielo lo sorprendió. Las oscuras montañas se alzaban como hombros que se movían a medida que subían el Waldo Grade.

Michael miró su mano. Le pareció desagradablemente húmeda y arrugada. Se frotó los dedos y experimentó una sensación en cierto modo placentera.

Ahora circulaban a cien por hora. Tocó la mano de la doctora Mayfair, apoyada en la palanca de cambios, con sus largos dedos pálidos completamente relajados.

Ella dejó la mano quieta, sin resistirse. Lo miró y volvió al tráfico; entraban en el túnel. Michael levantó la mano de la palanca y colocó su pulgar contra la palma.

Un suave murmullo lo envolvió y su visión se hizo borrosa, como si el cuerpo de ella se hubiera desintegrado y lo cubriera, una nube de partículas que giraba. Rowan. Durante un instante temió que se salieran de la carretera. Pero no era ella la que sentía miedo, sino él. Sintió la palma húmeda y tibia de la mujer y el latir del corazón que llegaba a través de ella. Tuvo la sensación de estar en el centro de aquella presencia vivaz que lo envolvía y lo acariciaba como copos de nieve. La excitación erótica era tan intensa que le resultaba imposible contenerla.

Entonces, una fulguración borrosa le llevó a una cocina moderna y deslumbrante, con artefactos y aparatos brillantes, y un hombre tirado en el suelo. Pelea, gritos; pero aquello era algo que había ocurrido un momento antes. Eran secuencias que se sucedían, chocaban entre sí. No había ni arriba ni abajo, ni izquierda ni derecha. Michael estaba justo en medio de ellas. Rowan, con el estetoscopio, se arrodillaba junto al moribundo. «Te odio». Ella cerraba los ojos y se quitaba el estetoscopio de los oídos, no podía creer que tuviera la suerte de que él se estuviera muriendo.

Luego todo cesó. El tráfico se detuvo. Rowan había retirado su mano libre de la de Michael y cambiaba de marcha con un movimiento firme y eficiente.

—¿Qué ha visto? —preguntó Rowan. Su cara estaba prodigiosamente serena, bañada por las luces de los coches que pasaban.

—¿No lo sabe? Dios mío, ojalá desapareciera este poder de mi vida. Ojalá nunca lo hubiera tenido. No quiero saber estas cosas de la gente.

—Dígame lo que ha visto.

—Él murió en el suelo y usted estaba contenta. Al final no se divorciaron. Ella nunca supo que él planeaba hacerlo. Medía un metro ochenta y siete, había nacido en San Rafael, California, y éste era su coche. —Pero ¿dé dónde salía todo esto? Si hubiera querido, podría haber seguido y seguido—. Eso es lo que he visto. ¿Le interesa? ¿Quiere que siga hablando? Lo que yo debería preguntarle es ¿por qué quiso que yo viera todo aquello? ¿De qué le sirve que yo sepa que ésa era su cocina y que cuando usted volvió del hospital adonde lo habían llevado e ingresado, cosa completamente estúpida porque ya estaba muerto, se sentó y se comió lo que él había cocinado antes de morir?

Silencio.

—Tenía hambre —murmuró ella.

Michael se agitó en el asiento. Abrió otra lata de cerveza fresca; el delicioso aroma de malta llenó el coche.

—Y ahora no le caigo muy bien, ¿verdad? —preguntó.

Ella no contestó. Miraba fijamente el tráfico.

Michael estaba deslumbrado por las luces que aparecían delante. Gracias a Dios, ahora salían de la autopista y entraban en una carretera estrecha que llevaba a Tiburón.

—Me cae muy bien —contestó ella, por fin, en voz baja, con un ronroneo ronco.

—Me alegro. Tenía miedo de… Me alegro. No sé por qué dije esas cosas…

—Yo le pregunté qué veía —añadió ella, con sencillez.

Él rió y tomó un buen trago de cerveza.

—Ya casi hemos llegado. ¿Podría beber un poco menos? Es un consejo médico.

Michael tomó otro trago. Otra vez la cocina, el olor a asado que salía del horno, una botella de vino tinto que se abría, los dos vasos.

Y más que eso, mucho más. Lo único que tienes que hacer para ver es seguir pensando en ello. «Te he dado todo lo que has querido, Rowan. Tú sabes que siempre has sido el lazo que nos unía. Si no hubiera sido por ti, la habría abandonado hace mucho. ¿Te ha contado Ellie alguna vez que me mintió? Me dijo que podía tener hijos y sabía que no era verdad. De no haber sido por ti me habría marchado».

Giraron a la derecha, hacia el oeste, según creyó, por una calle arbolada que subía la colina y luego descendía. Otra vez el espectáculo del oscuro cielo despejado lleno de monótonas estrellas y, al otro lado de la bahía, Sausalito, que bajaba por las colinas hasta el atestado embarcadero. No hizo falta que ella le dijera que casi habían llegado.

—¿Puedo preguntarle algo, doctora Mayfair?

—¿Sí?

—¿Tiene… tiene miedo de hacerme daño?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Acabo de tener la extraña sensación de que usted intentaba… hace un momento, cuando le he cogido la mano… de que intentaba hacerme una advertencia.

Ella no contestó. Michael supo que lo que acababa de decir la había impresionado.

Circularon por una calle junto a la costa. Jardines y tejados inclinados que apenas se veían detrás de los altos setos. Cipreses de Monterrey cruelmente retorcidos por el implacable viento oeste. Un enclave de moradas de millonarios.

Michael percibió el olor a mar con más fuerza que en el Golden Gate.

Entraron por un camino de piedra y ella apagó el motor. Las luces se reflejaban contra una puerta doble de madera de secoya. La casa sólo era una sombra negra que se recortaba contra el cielo.

—Quiero pedirle un favor —dijo ella. Estaba inmóvil, con la mirada fija hacia delante. Bajó la cabeza y el cabello le cubrió el perfil.

—De acuerdo, se lo debo —respondió él sin dudarlo. Tomó otro trago de espumosa cerveza—. ¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Que entre, apoye las manos en el suelo de la cocina y le diga qué pasó, de qué murió?

Otro estremecimiento. Silencio en el interior de la noche. Michael percibió la proximidad de ella, la suave y limpia fragancia de su piel. Ella se volvió. La farola de la calle que se filtraba entre las ramas reflejaba manchas de luz amarilla sobre su rostro. Al principio creyó que Rowan había bajado la mirada, que tenía los ojos entrecerrados, pero luego vio que los tenía bien abiertos y lo miraban.

—Sí, eso es lo que quiero —respondió—. Eso es lo que quiero que haga.

—De acuerdo —dijo él—. Qué mala suerte que haya ocurrido durante una discusión. Debió de sentirse muy culpable.

Su rodilla rozó la de él. Otra vez escalofríos.

—¿Qué le hace pensar algo así?

—Usted no soporta la idea de hacer daño a alguien —respondió él.

—Qué ingenuo.

—Puede que esté loco, doctora —rió Michael—, pero no soy ingenuo. Los Curry nunca en su vida criaron un hijo ingenuo. —Se terminó la cerveza de un trago lento y se sorprendió mirando la pálida línea de la mandíbula y los cabellos ligeramente rizados de Rowan. El labio de abajo parecía lleno, blando, delicioso para besar…

—Entonces, si prefiere, llámelo inocente —añadió ella.

Michael se burló sin contestar. Si ella supiera lo que pensaba mientras miraba su boca, esa boca dulce y llena.

—La respuesta a esa pregunta es sí —dijo ella, y salió del coche.

Él abrió la puerta y bajó.

—¿A qué pregunta se refiere? —inquirió, ruborizado.

Rowan sacó la maleta del asiento trasero.

—Vamos, lo sabes bien —dijo.

—¡No, de verdad que no!

Ella se encogió de hombros y se dirigió hacia la entrada.

—Querías saber si me iría a la cama contigo. La respuesta es sí, como acabo de decirte.

Michael la alcanzó en el momento en que cruzaba la entrada. Un sendero de cemento llevaba hasta la puerta negra de madera de secoya.

—Bueno, me pregunto para qué demonios nos molestamos en hablar —dijo, y cogió la maleta de su mano mientras ella manipulaba la llave.

Parecía confundida otra vez. Le hizo el gesto de que pasara y le cogió la bolsa de cerveza de su mano sin que él lo notara.

La casa era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Había conocido y explorado innumerables viviendas antiguas, pero este tipo de casa, esta moderna obra maestra artesanal, era algo completamente desconocido.

Lo que tenía ahora ante sus ojos era un gigantesco espacio con suelo de madera, que empezaba en el comedor, pasaba por el salón y terminaba en la sala de juegos sin ninguna división; enormes ventanales que daban a una amplia terraza de madera al sur, al oeste y al norte; un porche descubierto, iluminado por un suave proyector. A lo lejos, la bahía era sencillamente negra e invisible. Las luces titilantes de Sausalito, al oeste, parecían íntimas y delicadas comparadas con la lejana y espléndida vista sur del horizonte de San Francisco, colorido y violento.

En un extremo de la casa estaba la cocina de su visión, una estancia grande, con armarios y mostradores de madera oscura y cacharros de cobre brillantes que colgaban de unos ganchos en lo alto. Una cocina para admirar y al mismo tiempo para cocinar Una chimenea de piedra con hogar amplio separaba la cocina de las otras habitaciones.

—Creí que no te gustaría —dijo ella.

—Pero si es hermosa —suspiró Michael—. Está hecha como un barco. Nunca he visto una casa nueva tan bien terminada.

—¿Sientes cómo se mueve? Está hecha para moverse, con el agua.

Michael caminó despacio por la gruesa alfombra de la sala. En aquel momento vio una escalera de caracol de hierro detrás de la chimenea. Una suave luz ámbar caía del vano de arriba. Pensó de inmediato en dormitorios, en cuartos espaciosos como éstos y en tumbarse con ella en la oscuridad, bajo el resplandor de las luces de la ciudad. Su rostro se encendió de nuevo.

Le echó una mirada. ¿Había captado su pensamiento de la misma forma que había afirmado haber captado su pregunta antes? Demonios, cualquier mujer se habría dado cuenta.

Ella estaba de pie, delante de la nevera abierta; Michael, por primera vez, veía bien su rostro iluminado por la luz blanca. Su piel tenía un brillo asiático, sólo que era demasiado rubia para ser asiática. Tenía una piel tan tensa que al sonreírle se le formaron dos hoyuelos.

Michael se dirigió hacia ella, profundamente consciente de su presencia física, de la forma en que la luz blanca se reflejaba sobre sus manos y del donaire con que se movía su pelo. Pensó que cuando las mujeres van peinadas de esa manera, el cabello, corto y espeso, como si acariciara el cuello al moverse, se convierte en parte esencial de cada gesto. Uno piensa en ellas y enseguida piensa en la belleza del pelo.

Pero en el momento en que cerró la nevera y desapareció aquella luz blanca, Michael vio a través del ventanal norte, a su izquierda, muy cerca de la puerta de entrada, un enorme yate blanco anclado.

Parecía monstruosamente grande, algo inimaginable —como una ballena encallada en la playa—, algo grotesco, tan cerca de los elegantes muebles y las alfombras que lo rodeaban. Una sensación cercana al pánico se apoderó de él. Un miedo extraño, como si reconociera el terror de la noche de su rescate como parte de lo que había olvidado.

No tenía más alternativa que ir hacia allí y apoyar sus manos sobre la cubierta. Se sorprendió caminando hacia los ventanales. Se detuvo, confuso, mientras observaba cómo ella quitaba los pasadores y abría el pesado ventanal.

Lo golpeó una ráfaga de aire salado. Oyó el crujir de la enorme embarcación. La tenue luz lunar le parecía cada vez más oscura y desagradable. Perfecto para la navegación marítima, solían decir. Y él, al ver aquel barco, comprendía lo que significaba. Algunos navegantes habían dado la vuelta al mundo en naves más pequeñas que ésta. Nuevamente volvió a parecerle grotesco, desproporcionado.

Salió al embarcadero —el cuello de la chaqueta le golpeaba el rostro— y caminó hasta el borde. El agua estaba completamente negra y le llegaba el olor desagradable, húmedo, de las cosas muertas del mar.

Pero aquí estaba el barco y había llegado el momento. Sin duda, no le gustaba subir allí, con aquellas portillas y una cubierta de aspecto resbaladizo que se mecía con suavidad contra los neumáticos de goma fijados a lo largo del muelle. Estaba condenadamente contento de llevar los guantes puestos.

Caminó hasta la popa de aquel yate, detrás del voluminoso puente de mando, se cogió de la barandilla, dio un salto —sorprendido por un instante de que el barco se ladeara bajo su peso— y pasó al otro lado, a la cubierta trasera, lo más rápido que pudo.

Ella subió inmediatamente detrás de él.

Aborrecía la sensación de que el suelo se moviera bajo sus pies. ¡Dios mío, cómo era posible que la gente soportara los barcos! Pero ahora la embarcación parecía bastante estable. Las barandillas que lo rodeaban eran lo bastante altas como para darle cierta sensación de seguridad. Hasta había una pequeña protección contra el viento.

Escrutó la cabina de mando a través de la puerta de cristal. Vio los relojes y los aparatos. Podría haber sido la cabina de un jet. Quizá la escalerilla que había dentro llevaba a los camarotes de abajo.

Bueno, eso no le importaba. Lo que sí importaba era la cubierta propiamente dicha, porque allí había estado tendido cuando le rescataron.

El viento sobre las olas resonaba en sus oídos. Michael se volvió y miró a Rowan. Su rostro permanecía oscuro contra las lejanas luces.

—Justo ahí —dijo ella; sacó la mano del bolsillo del abrigo y señaló las maderas de la cubierta delante de ella.

—¿Ahí abrí los ojos? ¿Ahí respiré por primera vez?

Ella asintió.

Michael se arrodilló. El movimiento del barco era ahora más suave y sutil; el único sonido que se oía era un débil crujido que no parecía provenir de ningún sitio en especial. Se quitó los guantes, los metió en el bolsillo y flexionó las manos.

A continuación las apoyó sobre la cubierta. Frío, humedad. La visión, como siempre, salía de ninguna parte y lo alejaba del presente. Pero no era su rescate lo que veía, sino fragmentos de otras personas, entre conversaciones y movimientos: la doctora Mayfair, luego otra vez el odiado muerto y con ellos una mujer mayor, más amada, una mujer llamada Ellie; pero esta visión dio paso a otra y luego a otra, mientras las voces lo aturdían.

Se tendió hacia delante, de rodillas. Empezaba a marearse, pero se negaba a dejar de tocar la cubierta. La palpaba como un ciego.

—Dios, tráeme el momento en que respiré por primera vez —murmuró; pero era como rebuscar en una biblioteca tratando de encontrar una simple línea. Graham, Ellie, voces que se levantaban y chocaban entre sí. Rehusó traducir en palabras lo que veía; se negó—. Dame el momento. —Y se tendió boca abajo con su mejilla sobre la cubierta.

De repente, el momento pareció estallar alrededor de él, como si la madera que tuviera debajo empezara a incendiarse. Una sensación de frío más intensa, un viento más violento. El barco se agitaba. Ella se inclinaba sobre él; y se vio a sí mismo ahí tirado, un hombre muerto con la cara mojada y pálida. Ella le apretaba el pecho. «¡Despierta, vamos, despierta!»

Abrió los ojos. «Sí, he visto muchas cosas, Rowan, sí. ¡Estoy vivo, estoy aquí! Rowan, muchas cosas…» El dolor en su pecho era insoportable. No sentía ni sus manos ni sus piernas. ¿Era su mano la que se levantaba y cogía la mano de ella?

«Antes debo explicar toda la historia…»

¿Antes de qué? Trató de aferrarse a aquello, de profundizar. ¿Antes de qué? Pero no veía nada más que el pálido rostro ovalado de ella tal como lo había visto aquella noche, con el cabello empapado debajo de la gorra.

De repente, en el presente, aporreaba la cubierta con el puño.

—Dame la mano —gritó. Ella se arrodilló junto a él—. Piensa, piensa en lo que ocurrió en el momento en que respiré por primera vez.

Pero se dio cuenta de que era inútil. Sólo vio lo que ella había visto: a sí mismo, un muerto que revivía, un ser empapado y sin vida tirado sobre la cubierta mientras le hacía la respiración artificial y, luego, sus párpados que se abrían y dejaban ver una línea plateada.

Se quedó inmóvil durante un buen rato, respiraba entrecortadamente. Sabía que ahora volvía a sentir un frío espantoso, aunque no era nada comparado con el frío terrible de aquella noche, y que ella estaba junto a él y esperaba, paciente. Hubiera gritado, pero estaba demasiado cansado para hacerlo, completamente derrotado. Era como si las imágenes se cerraran de golpe cuando él llegaba. Sólo quería tranquilidad. Tenía los puños apretados. No se movía.

Aunque había descubierto algo, un detalle que no sabía. Se trataba de ella.

En esos primeros segundos él ya sabía quién era ella, ya la conocía. Sabía que se llamaba Rowan.

¿Pero cómo confiar en semejante conclusión? Dios, le dolía el alma por el esfuerzo. Se quedó tendido, enfadado, vencido; se sentía necio y aun agresivo. Si ella no hubiera estado allí, quizás habría llorado.

—Inténtalo de nuevo —dijo Rowan.

—No, no sirve, es otro lenguaje, no sé cómo usarlo.

—Inténtalo.

Y lo hizo, pero no consiguió nada mejor que las otras veces. Imágenes de días soleados, apariciones de Ellie, luego de Graham y otros, muchos otros, rayos de luz que podrían haberlo llevado en una dirección u otra, la puerta de la cabina de mando que golpeaba al viento, un hombre alto sin camisa que subía por la escalerilla y Rowan. Sí, Rowan, Rowan, Rowan, Rowan con cada una de las personas que veía, siempre Rowan, a veces una Rowan alegre. Nadie había estado en este barco sin ella.

Volvió a ponerse de rodillas, más confuso por este segundo esfuerzo que antes. La idea de que aquella noche ya la conocía no era más que una ilusión, una fina capa de sensaciones que ella había dejado en este barco, mezclada con otras capas a las que él había accedido. La conocía quizá porque la había cogido de la mano o porque antes de volver en sí ya sabía cómo sería todo. Aunque nunca lo sabría con seguridad.

Michael se sentó.

—Maldición —murmuró. Se puso los guantes. Sacó un pañuelo, se sonó la nariz y se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento, aunque aquella fina chaqueta no suponía gran diferencia.

—Ven, vamos adentro —dijo ella y lo cogió de la mano como si fuera un chiquillo. Michael se sorprendió de lo mucho que apreció aquel gesto. Cuando bajó de aquel yate bamboleante y resbaladizo y pisó el embarcadero se sintió mejor.

—Gracias, doctora —dijo—. Valía la pena intentarlo y tú me lo has permitido. No tengo palabras para agradecértelo.

Ella deslizó un brazo alrededor de él. Su rostro estaba casi pegado al suyo.

—Bueno, quizá la próxima vez dé resultado.

De nuevo aquella sensación de conocerla. Debajo de la cubierta había un pequeño camarote en el que a menudo dormía con su foto pegada al espejo. ¿Se ruborizaba de nuevo?

—Ven, vamos adentro —insistió, y lo empujó con suavidad.

La protección de la casa le hizo sentir bien, pero estaba demasiado triste y cansado para pensar en ello. Quería descansar, pero no importaba. Tengo que ir al aeropuerto, pensó, tengo que coger mi maleta, salir de aquí y dormir en una silla de plástico. Ésta era sólo una de las dos maneras de poder averiguar algo, y ahora se había interrumpido, de modo que seguiría la otra lo más pronto posible.

Echó otra mirada al barco y pensó que quería volver para decirles que no había abandonado su propósito, simplemente no lo recordaba. Ni siquiera sabía si la entrada era una entrada en el estricto sentido de la palabra. Y el número, había un número, ¿no? Un número muy significativo. Se apoyó contra el ventanal y apretó la cabeza contra el cristal.

—No quiero que te vayas —murmuró ella.

—Yo tampoco —dijo él—, pero debo hacerlo. Hay alguien que espera algo de mí, ¿comprendes? Ellos me dijeron lo que era y tengo que hacer todo lo posible para conseguirlo. Sé que volver es parte de ello.

Silencio.

—Fue muy amable de tu parte traerme aquí.

Silencio.

—A lo mejor…

—¿A lo mejor qué? —Michael se volvió.

Ella estaba otra vez a contraluz. Se había quitado el abrigo y tenía un aspecto estilizado y elegante con su jersey de trenzas, sus piernas largas, sus pómulos espléndidos y sus estrechas muñecas.

—¿Podría ser que tuvieras que olvidarte? —preguntó.

Michael se quedó en silencio durante un momento, nunca se le había ocurrido.

—¿Crees en mis visiones? —preguntó—. Quiero decir, ¿has leído lo que decían los periódicos? Era verdad, esa parte. Los periódicos me hacían quedar como un estúpido, como un loco. Pero lo importante es que había mucho más, mucho más y…

Ojalá pudiera verle la cara un poco mejor.

—Te creo —dijo ella. Se detuvo y luego continuó—: Una llamada tan cercana siempre asusta, una posibilidad aparente que produce un gran impacto. Nos gusta creer que había una razón…

—¡Había una razón!

—Iba a decir que en este caso la llamada fue muy cercana porque casi era de noche cuando te vi allí, en el mar. Cinco minutos más tarde y no te habría visto, no te habría visto en absoluto.

—Estás dando vueltas, tratas de buscar explicaciones y es muy amable de tu parte, muchas gracias, de verdad. Pero ¿sabes?, lo que recuerdo, la impresión a la que me refiero, es tan fuerte que no hace falta nada de todo esto para explicarlo. Ellos estaban allí, doctora Mayfair, y…

—¿Qué?

Michael sacudió la cabeza.

—Era sólo uno de esos escalofríos, uno de esos momentos locos en los que parece que recuerde, aunque luego todo desaparece. También lo sentí ahí, en la cubierta. La certeza de que en el momento de abrir los ojos sabría lo que había pasado, sí… y luego desapareció todo…

—La palabra que pronunciaste, el murmullo…

—No he podido verlo. No me he visto pronunciar una palabra. Pero te diré algo, creo que sabía tu nombre en aquel momento. Sabía quién eras.

Silencio.

—Aunque no estoy seguro. —Michael miró a su alrededor, confundido. ¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde estaba su maleta? De verdad tenía que irse, pero estaba muy cansado… no quería.

—No quiero que te vayas.

—¿Quieres decir… que puedo quedarme un rato? —Michael la miró y observó también la sombra de su delgada figura contra el cristal de la lejana ventana, apenas iluminada—. Ojalá nos hubiéramos conocido antes —dijo—. Ojalá yo… Me gustaría… quiero decir, es tan estúpido, pero eres tan…

Avanzó para verla mejor. Sus ojos parecían tan grandes y profundos, su boca tan generosa y suave… Pero a medida que se acercaba aquella visión empezó a cambiar. El rostro iluminado por el tenue reflejo de las paredes parecía amenazador, maligno, con unos ojos que lo espiaban por debajo del flequillo rubio con una actitud de claro odio.

Se detuvo. Tenía que ser un error. Sin embargo, ella seguía inmóvil, inconsciente del miedo que inspiraba, quizá no le importaba.

Luego empezó a acercarse a él, iluminada por la débil luz que llegaba de la entrada.

¡Qué bella y triste parecía! ¿Cómo podía haberse equivocado tanto? Ella estaba a punto de llorar. En realidad era sencillamente horrible ver la tristeza de su rostro, ver el silencioso y súbito deseo, el torrente de emoción.

—¿Qué pasa? —murmuró Michael, abriendo sus brazos. Ella, de repente, se apretó con suavidad contra él. Sus senos eran grandes y blandos. La abrazó, la rodeó por completo y le acarició el cabello con su mano enguantada—. ¿Qué ocurre? —volvió a murmurar. Pero en realidad no era una pregunta, sino más bien una pequeña caricia de palabras tranquilizadoras. Sentía el latido de su corazón. Él mismo estaba conmovido. El sentimiento de protección que bullía en su interior era cálido y se transformaba rápidamente en pasión.

—No lo sé —murmuró ella—, no lo sé. —Y empezó a llorar. Levantó la mirada, abrió su boca y avanzó muy suavemente buscando su beso. Era como si no quisiera besarlo en contra de su voluntad; le dio todo el tiempo del mundo para que él lo evitara, pero, por supuesto, Michael no tenía la más mínima intención de hacerlo.

Sintió que era absorbido como en el coche, cuando le había tocado la mano, pero esta vez era su cuerpo, voluptuoso, blando y sólido al mismo tiempo, que lo abrazaba. La besó una y otra vez, se entretuvo en su cuello, sus mejillas, sus ojos. Acarició sus pómulos con las manos enguantadas y sintió la tersura de su piel debajo del jersey de lana. Dios, si pudiera quitarse los guantes… pero si lo hacía se sentiría perdido y toda la pasión se evaporaría en medio de la confusión. Se aferraba desesperado a esto… y ella casi había estado a punto de creer, erróneamente, a punto de temer, tontamente…

—Sí, sí, claro que sí —dijo él—, ¿cómo has podido pensar que no lo deseaba, que no quería… cómo has podido creer en algo así? Abrázame, Rowan, abrázame fuerte. Ahora estoy aquí, sí, estoy contigo.

La besó otra vez en la boca, la besó en el cuello mientras ella echaba la cabeza hacia atrás. La levantó poco a poco en brazos y cruzó la habitación. Subió la escalera de hierro, vuelta tras vuelta hasta llegar a una habitación grande y oscura que daba al sur. Se desplomaron sobre una cama baja. Volvió a besarla y le echó el pelo hacia atrás, maravillado por la sensación que le producía a pesar de los guantes. Miró sus ojos cerrados y su boca abandonada con los labios separados. Trató de sacarle el jersey y ella se movió para ayudarlo, y al final consiguió quitárselo de un tirón; tenía el pelo alborotado, estaba hermosa.

Vio sus pechos a través de la fina tela de nilón y los besó. Antes de quitarle el sostén se entretuvo provocadoramente; su lengua se acercó al oscuro círculo del pezón antes de quitarle la prenda. ¿Cómo sentiría ella el cuero negro que le tocaba la piel, le acariciaba los pezones? Michael liberó sus senos y le besó el cálido pliegue que formaban debajo —le gustaba especialmente esa hendidura jugosa—, le chupó los pezones con fuerza, uno tras otro, frotando y apretando la carne febrilmente con las palmas.

Ella se retorcía debajo, su cuerpo se movía abandonado mientras los labios rozaban la desigual barbilla afeitada y se demoraban suavemente sobre su boca, y las manos se escurrían dentro de su camisa como si le gustara sentir la llanura de su pecho.

Rowan le pellizcaba los pezones mientras él le besaba los suyos. Michael se detuvo, iba demasiado rápido, estallaría. Se levantó sobre sus manos tratando de recuperar el aliento y se desplomó a su lado. Sabía que ella se estaba quitando los tejanos. La atrajo hacia sí, acarició la suavidad de la piel de su espalda y bajó lentamente hasta un culito que invitaba a ser tocado.

Ya no podía esperar, no podía. Con súbita impaciencia se quitó las gafas y las tiró sobre la mesilla de noche. Ahora ella era sólo una mancha voluptuosa, pero todos los detalles físicos que había percibido estaban en su mente. Se colocó sobre ella, mientras la mano de Rowan se movía sobre la bragueta, bajaba la cremallera, sacaba su sexo con violencia y lo palmeaba para comprobar su rigidez; un pequeño gesto que casi lo llevó al abismo. Michael sintió el cosquilleo de su vello púbico, el calor de sus labios internos y por último, al entrar, la apretada vagina palpitante.

—Hazlo con fuerza —murmuró. Fue como una bofetada, un aguijón afilado que llevó su furia contenida al punto de ebullición. La frágil figura de Rowan, su suave y quebradiza carne no hacían más que incitarlo. Ninguna violación imaginaria, cometida en sus innumerables sueños secretos, había sido más brutal.

Las caderas de ella golpeaban contra las suyas. Él vio entre brumas cómo su rostro y sus pechos se encendían y su garganta dejaba escapar un gemido. Entró una y otra vez en ella y en el momento en que los brazos de la muchacha caían inertes a un lado cerró los ojos y explotó dentro.

Al final, exhaustos, se separaron y se desplomaron en las suaves sábanas de franela. Tenían los miembros entrelazados y Michael el rostro hundido en la fragancia de sus cabellos. Ella se acurrucó contra él y cubrió con una sábana arrugada el cuerpo de ambos. Luego se volvió hacia él y se arrellanó contra su cuello.

Deja que se vaya el avión, que espere lo que tienes que hacer. Deja que se vaya el dolor y la agitación. En cualquier otro momento y lugar, Michael la hubiera encontrado irresistible. Pero ahora era más que eso, más que suculenta, cálida, llena de misterio y aparentemente perfecta: era algo divino y él la necesitaba tanto que lo entristecía.

—Rowan —murmuró. Sí, sabía todo sobre ella, la conocía.

Ellos estaban abajo. Despierta, Michael, decían, baja. Habían hecho un gran fuego en la chimenea, ¿o se trataba de un fuego alrededor de ellos, como un bosque en llamas? Le pareció oír el sonido de tambores. «Michael». Un pálido sueño o el recuerdo del desfile de carnaval aquella noche de invierno, hacía tanto, tanto tiempo. Las bandas tocaban con un ritmo feroz, espantoso, mientras las antorchas ardían en las ramas de los robles. Estaban allí, abajo; lo único que tenía que hacer era despertarse y bajar. Pero por primera vez en todas esas semanas, desde que los había dejado, no quería verlos ni quería recordar.

Se incorporó y observó el pálido cielo matinal. Sudaba y su corazón palpitaba con fuerza. Silencio absoluto; era demasiado temprano, todavía no había salido el sol. Cogió las gafas y se las puso.

No había nadie en la casa, ni tambores ni olor a fuego. Nadie, excepto ellos dos, aunque ella ya no estaba en la cama. Se oía el crujido de maderos y pilotes, pero era sólo el movimiento del agua. Luego oyó la vibración de un sonido profundo, un temblor más que un ruido, y Michael supo que se trataba del enorme yate que se movía en sus amarras. El fantasmal gigante que le decía «Estoy aquí».

Se sentó durante un momento y observó los austeros muebles. Todos de buena calidad, de la misma madera veteada que había visto abajo. Las personas que vivían aquí apreciaban la madera, las cosas bien hechas. En este cuarto todo era bajo: la cama, el escritorio, las sillas dispersas. Nada obstaculizaba la vista de los ventanales que se levantaban hasta el techo.

Pero realmente olía a fuego. Sí, y al escuchar con cuidado también lo oyó. Junto a la cama había un albornoz preparado para él, un albornoz blanco y grueso, como a él le gustaba.

Se lo puso y bajó la escalera en busca de Rowan.

El fuego crepitaba en la chimenea —en eso no se había equivocado—, pero no había ninguna horda de seres de ensueño bailando alrededor. Rowan estaba sola, sentada junto al hogar, con las piernas cruzadas y un albornoz holgado que cubría sus finos miembros entre sus pliegues, lloraba otra vez.

—Lo siento, Michael. Lo siento —murmuró con esa aterciopelada voz grave. Tenía el rostro alterado y congestionado.

—Pero, querida, ¿por qué dices eso? —preguntó él. Se sentó junto a ella y la envolvió entre sus brazos—. Rowan, ¿qué demonios es lo que sientes tanto?

Sus palabras brotaron tan deprisa que Michael casi no podía seguirlas: que ella le había exigido demasiado, que tenía tantas ganas de estar con él, que los últimos meses habían sido los peores de su vida, que su soledad era casi insoportable.

Él la besó repetidamente en las mejillas.

—Me gusta estar contigo —respondió—. Quiero estar aquí y no me apetece estar en ninguna parte…

Se detuvo. Pensó en el avión a Nueva Orleans. Bueno, eso podía esperar. Intentó explicar lo cautivo que se había sentido en la casa de Liberty Street.

—No fui a verte porque sabía que ocurriría esto —continuó ella—. Tenías razón, yo quería saber, quería que tocaras mis manos y el suelo de la cocina, allí donde él había muerto, quería… ¿sabes?, no soy lo que parezco.

—Yo sé qué eres —dijo él—: una persona muy fuerte a la que le resulta terrible admitir que necesita algo.

Silencio. Rowan asintió.

—Si eso fuera todo… —dijo. Las lágrimas fluían a raudales.

—Cuéntame, cuéntame toda la historia —la animó Michael.

Rowan se escurrió de entre sus brazos y se levantó. Iba de un lado a otro de la habitación, descalza y, por lo visto, sin percatarse del frío del suelo. Michael se esforzó por comprender otra vez aquel torrente de largas y delicadas frases que surgían a increíble velocidad, y por separar el significado de la seductora belleza de su voz.

La habían adoptado cuando tenía un día y se la habían llevado de Nueva Orleans, ¿lo sabía?, ella se lo explicaba en la carta que él nunca había recibido. Sí, seguro que debía de saberlo, porque cuando él había vuelto en sí, la había cogido de la mano y atraído hacia sí como si no quisiera dejarla marchar. Quizás entonces había hecho una absurda asociación de ideas, una fuerza de súbita intensidad conectada con aquel lugar. Pero lo curioso era que ella nunca había estado en Nueva Orleans. ¡Ni siquiera sabía el nombre completo de su madre!

La habían llevado de Nueva Orleans a Los Ángeles en el avión de las seis, el mismo día de su nacimiento. Durante años le habían dicho que había nacido en Los Ángeles. Eso era lo que decía su partida de nacimiento, uno de esos documentos falsos amañados para los niños adoptivos. Ellie y Graham le habían hablado miles de veces sobre el pequeño apartamento de West Hollywood y de lo contentos que estaban cuando la llevaron a casa.

Pero eso no era lo importante, lo importante era que ahora estaban muertos, que habían desaparecido y, con ellos, toda la historia, borrados con una velocidad que la aterrorizaba. A pesar de todo había tenido una de esas fantásticas vidas modernas, simplemente fantástica, aunque tenía que admitir que era un mundo egoísta y materialista. Y mientras Ellie yacía pidiendo morfina a gritos, la única que estaba junto a su cama era Rowan.

—Mira, casi la mato —dijo Rowan—. Casi acabo con ella. Pero no pude, no pude… Nadie podía mentirme sobre lo que pasaba. Sé cuándo la gente miente. No es que lea la mente, es más sutil. Es como si la gente dijera en voz alta palabras en blanco y negro y yo viera lo que dicen en imágenes en color. A veces capto sus pensamientos, fragmentos de información. Además soy médica, ni lo intentaron, y tenía acceso a toda la información. Y había algo más, un don que me permite saber; yo lo llamo sentido diagnóstico, pero es más que eso. Apoyaba mi mano sobre ella e incluso cuando la enfermedad estaba en remisión lo sabía. Está allí, está volviendo. Le quedan seis meses como máximo. Y luego, cuando todo hubo terminado, volver a casa, a esta casa, con todos los aparatos, la comodidad y el lujo que se puede concebir…

—Lo sé —dijo Michael—. Todos los juguetes que hay, todo el dinero…

—Sí, ¿y qué es esta casa sin ellos? ¿Una cáscara? ¡No es mi sitio! Y si no es mi sitio, entonces no es el sitio de nadie… Miro a mi alrededor y… me asusta, te lo juro, me asusta. No, espera, no me consueles. Tú no lo sabes. No pude impedir la muerte de Ellie, tuve que aceptarla, pero yo maté a Graham. Yo lo maté.

—No, no lo hiciste. Eres médica y sabes…

—Michael, eres como un ángel caído del cielo. Pero escucha lo que te estoy diciendo. Tú tienes un poder en tus manos y sabes que es real. Yo sé que es real. Cuando veníamos hacia aquí lo demostraste. Pues bien, yo tengo un poder igual de fuerte. Lo maté. Y antes maté a dos personas más, a un desconocido y a una niña, hace años, una chiquilla, en el patio del colegio. Leí los informes de la autopsia. ¡Te digo que puedo matar! Si soy médica es porque estoy tratando de negar ese poder. ¡He edificado mi vida sobre la base de compensar por aquel mal!

Respiró hondo y se echó el cabello hacia atrás. Parecía perdida e indefensa con aquel albornoz flojo y grande ceñido a la cintura, un Ganimedes con una media melena revuelta. Michael hizo ademán de acercarse, pero ella se lo impidió.

—Hay tantas cosas. Verás, soñaba con contártelo, contártelo sólo a ti entre todos los demás…

—Estoy aquí y te escucho —dijo él—, quiero que me cuentes…

Cómo podía expresar la fascinación que sentía por ella, la forma en que se sentía totalmente absorbido y lo extraordinario que era tras todas esas semanas de desvarío y locura.

Le explicó en voz baja cómo había sido su vida, lo interesada que siempre había estado en la ciencia; para ella la ciencia era poesía. Nunca pensó que sería cirujana. Lo que la fascinaba era la investigación, los avances increíbles y casi fantásticos en el campo de la neurología. Quería pasarse la vida en un laboratorio, donde pensaba que todavía tenía la oportunidad de hacer grandes cosas; además, sin lugar a dudas, tenía un talento natural para ello.

Incluso había pensado en trabajar en el Instituto Keplinger, donde se desarrollaban métodos no quirúrgicos de intervención en el cerebro.

Los últimos descubrimientos allí eran asombrosos. Un profesor le mostró los laboratorios… Su nombre daba igual, y en todo caso estaba muerto; había tenido una serie de pequeños derrames poco después de aquello y, qué ironía, ningún cirujano del mundo había podido cortar y suturar aquellas pérdidas mortales… aunque ella no lo supo hasta más tarde. En fin, el caso es que ese profesor la había llevado al instituto en Nochebuena, porque era la única noche en la que no habría nadie allí y él estaba rompiendo las reglas al mostrarle los trabajos que estaban realizando: investigación en fetos vivos.

—Vi aquel feto en la incubadora. ¿Sabes cómo lo llamaba? Aborto. Me disgusta contarte esto porque sé cómo te sientes por lo del pequeño Chris, sé…

No se dio cuenta de la impresión que causaba en Michael. Él nunca le había hablado del pequeño Chris, pero ella no parecía consciente del hecho. Michael permaneció en silencio, escuchaba lo que ella decía, pensaba vagamente en todas aquellas películas de terror que había visto, con aquellas imágenes fetales, recurrentes y horribles. Pero no quería interrumpirla, deseaba que continuara.

—Había mantenido a aquel feto, de un aborto de cuatro meses, vivo. También había desarrollado medios para mantener con vida fetos más jóvenes. Hablaba de fecundaciones in vitro, no para implantar en el útero sino como fuente de órganos. Tendrías que haber oído sus argumentos: que el feto estaba jugando un papel vital en el desarrollo de la vida humana, ¿te imaginas? Pero te diré lo más horrible de todo, la parte realmente horrible era que yo estaba fascinada y me gustaba. Vi la utilidad potencial de lo que me describía. Sabía que algún día iba a ser posible crear cerebros nuevos e intactos para personas en coma. ¡Dios mío, sabes cuántas cosas se podrían hacer, las cosas que yo, con mi talento, podría haber hecho!

Michael asintió.

—Comprendo —dijo con suavidad—. Comprendo el horror y la tentación al mismo tiempo.

Empezaba a salir el sol y se reflejaba sobre el parqué, precisamente donde ella estaba. Pero Rowan no parecía notarlo. Lloraba otra vez, en voz baja; las lágrimas le corrían por las mejillas y se las enjugaba a la altura de la boca con el dorso de la mano.

Le explicó cómo había huido del laboratorio, de la investigación y de todo lo que podía haber logrado allí. Había escapado de su despiadada codicia de poder, de aquellas pequeñas células embrionarias de sorprendente plasticidad. ¿Comprendía la forma en que podían emplearse esos tejidos, trasplantes completamente diferentes, tejidos que continuarían su desarrollo y no provocarían los típicos rechazos inmunológicos en el receptor? ¿Se daba cuenta de que era un campo brillante y prometedor?

—Así es, como puedes ver, hay infinitas posibilidades. Imagina la magnitud de material virgen, una pequeña nación de millones de no personas. Claro que hay leyes contra ello. ¿Pero sabes lo que me dijo él? «Hay leyes porque todo el mundo sabe que se hace».

—No me sorprende —murmuró Michael—. No me sorprende en absoluto.

—A esa altura de mi vida yo había matado sólo a dos personas. Pero dentro de mí sabía que lo había hecho, porque está relacionado con la naturaleza de mi carácter, con mi capacidad para elegir hacer algo y mi rechazo a aceptar la derrota. Llámalo temperamento en su forma más cruda. Llámalo furia en su sentido más dramático. ¿Puedes imaginar cómo hubiera usado en la investigación esa capacidad para elegir, para hacer y para resistir a la autoridad, para seguir mis instintos en un rumbo completamente amoral y hasta desastroso? No es mera voluntad; es demasiado ardiente para llamarla voluntad.

—Determinación —dijo él.

Ella asintió.

—Ahora bien, un cirujano es alguien que interviene; es una persona que tiene que tener determinación. Tú entras con un bisturí y dices, voy a cercenarle medio cerebro y estará mejor. ¿Qué persona que no fuera muy decidida, muy fuerte y que se guiara por sus propias normas, sería capaz de tener el temple suficiente para hacer algo semejante? —Rowan sonrió con amargura—. Pero la seguridad de un cirujano no es nada comparada con lo que hubiera surgido de mí en un laboratorio. Y quiero decirte algo más, algo que creo puedes entender teniendo en cuenta tus manos y las visiones, algo que no he dicho nunca a ningún médico porque sería inútil. Cuando opero veo lo que hago. Quiero decir que tengo en mi mente una imagen multidimensional completa de los efectos de mis acciones. Mi mente piensa en términos de imágenes perfectamente detalladas. Cuando estabas muerto en la cubierta del barco y respiré en tu boca, veía tus pulmones, el corazón, el aire que entraba en los pulmones. Y cuando maté al hombre del Jeep, cuando maté a la chiquilla, primero imaginé que les hacía daño, me los imaginé escupiendo sangre. Entonces no tenía los conocimientos necesarios para imaginarlo de una manera más perfecta, pero fue el mismo proceso, lo mismo.

—Pudieron haber sido muertes naturales, Rowan.

Ella negó con la cabeza.

—Lo hice yo, Michael, guiada por el mismo poder con el que opero, por el mismo poder con el que te he salvado la vida.

Michael no dijo nada, sólo esperaba que ella continuara, lo último que quería hacer era discutir. Sin embargo, no estaba del todo seguro de que no tuviera razón.

—Nadie sabe esto —dijo ella—. Me he quedado en esta casa vacía llorando y hablando sola en voz alta. Ellie era mi mejor amiga, pero no podía contárselo. ¿Y qué he hecho? He intentado encontrar salvación a través de la cirugía. He elegido el medio más brutal y directo de intervención, pero todas las operaciones con éxito del mundo no pueden ocultarme lo que soy capaz de hacer. Yo maté a Graham.

»¿Sabes?, creo que en aquel momento, cuando Graham y yo estábamos allí, creo… Creo que en realidad recordé a Mary Jane en el patio del recreo y al hombre del Jeep y, creo, creo que en realidad tuve intención de usar el poder, aunque lo único que recuerdo es que vi la arteria, la vi reventar. Creo que lo maté deliberadamente. Quería que muriera para que no hiciera daño a Ellie. Hice que muriera.

Se detuvo como si no estuviera segura de lo que acababa de decir, o como si acabara de darse cuenta de que era verdad.

—Cuando leí sobre el poder de tus manos —continuó—, supe que era real. Lo comprendí. Supe lo que estarías pasando. Son estas cosas secretas las que nos mantienen aislados. No esperes que los demás lo crean, aunque en tu caso lo hayan visto. En mi caso nadie debe verlo jamás, porque no debe volver a ocurrir…

—¿Es eso lo que temes, que vuelva a ocurrir?

—No lo sé. —Lo miró—. Pienso en esas muertes y la sensación de culpabilidad es terrible… No tengo propósito, idea ni plan alguno. Se interponen entre la vida y yo. Y, sin embargo, vivo, vivo mejor que todos los que conozco. —Rió suave y amargamente—. Cada día entro en el quirófano. Mi vida es excitante, pero no es lo que podría haber sido… —Se echó a llorar otra vez; lo miraba, pero no lo veía. El sol le daba de lleno sobre el cabello rubio—. Quería contarte todas estas cosas —dijo. Estaba confundida, insegura. Su voz se quebró—. Quería… estar contigo y contártelo. Supongo que sentía este deseo porque te había salvado la vida, quizá, de algún modo…

Esta vez nada pudo evitar que se acercara a ella. Se levantó lentamente y la cogió entre sus brazos. Le besó el cuello sedoso, las mejillas mojadas de llanto y las lágrimas.

—Tenías razón en sentirlo —dijo. Se separó, se quitó los guantes con impaciencia y los arrojó a un lado. Observó sus manos durante un momento antes de volver a mirarla.

Rowan tenía una vaga expresión de sorpresa en su rostro, las lágrimas reflejaban el resplandor del fuego. Le acarició entonces el cabello y las mejillas.

—Rowan —murmuró. Ojalá cesara aquel torbellino de enloquecidas imágenes fortuitas; lo único que deseaba era verla a ella a través de sus manos; ahí estaba otra vez aquella sensación de ser absorbido por su presencia que había percibido tan rápidamente en el coche, la sensación de que ella lo envolvía. De golpe, como un violento zumbido, como una descarga eléctrica que corría por sus venas, la vio, vio la honestidad de su vida, y la intensidad, comprendió su bondad, su innegable bondad. Las imágenes precipitadas y cambiantes no importaban. Lo que percibía era la verdad en su conjunto, y lo que importaba era el conjunto y su valor.

Deslizó sus manos dentro del albornoz, tocó su cuerpo pequeño y delgado, y sus dedos sintieron la tibieza de su piel. Inclinó la cabeza y le besó la curva de sus senos. Huérfana, sola, aterrorizada, pero tan fuerte, tan implacablemente fuerte.

—Rowan —volvió a murmurar—, ahora olvidémoslo.

Sintió que ella suspiraba y se entregaba como un tallo quebrado contra su pecho, y, mientras aumentaba el ardor, el dolor la abandonaba.

Michael estaba tumbado sobre la alfombra, con su brazo izquierdo doblado debajo de la cabeza; sostenía perezosamente en la mano derecha un cigarrillo, sobre el cenicero, y junto a él había una taza de café humeante. Serían las nueve de la mañana. Había llamado a la compañía aérea, lo pondrían en el avión del mediodía.

Después de hacer el amor por segunda vez hablaron durante horas.

Hablaron tranquilamente sobre sus vidas, sin urgencias ni arrebatos de emoción. Ella le contó cómo se había criado en Tiburón. Salía a navegar casi cada día. Le habló de los buenos colegios a los que había asistido, de su relación con la medicina, de su temprano amor por la investigación y de sus sueños de descubrimientos al estilo Frankenstein, aunque de una forma más controlada y sistemática. Luego se había dado cuenta de su talento en el quirófano. Indudablemente era una excelente cirujana. No tenía necesidad de jactarse de ello, simplemente lo describía. La excitación que le producía, la gratificación inmediata, la necesidad cercana a la desesperación que tenía de estar siempre operando desde que habían muerto sus padres, siempre paseando por las salas, siempre en el trabajo.

Michael hablaba poco, y con cierta humildad, de su mundo. Contestaba a sus preguntas entusiasmado por su aparente interés. «Clase obrera», le había explicado. Qué curiosa reacción había tenido ella. ¿Cómo era el sur? Le había hablado de las familias importantes y los grandes funerales, de la pequeña casita con los suelos de linóleo y las tardes en el jardín de tarjeta postal. ¿Era algo pintoresco para ella? Quizás ahora también lo fuera para él, aunque pensarlo le hacía daño, tenía tantos deseos de regresar.

—No es sólo por ellos, las visiones y todo eso. Quiero volver allí, pasear por Annunciation Street…

—¿Es el nombre de la calle donde te criaste? Qué hermoso.

Michael no le habló de los hierbajos junto a las aceras, de los hombres sentados en las escalinatas, con sus latas de cerveza, del olor a col hervida que nunca se iba, de los trenes de la ribera haciendo vibrar las ventanas.

Hablarle de su vida en San Francisco le había resultado un poco más fácil, de su vida con Elizabeth y del aborto que había destrozado su pareja con Judith; explicarle el extraño vacío que había sentido durante los últimos años, con la sensación de estar esperando algo, aunque no sabía qué. Le habló de las casas y de lo mucho que las amaba; le explicó los tipos que existían en San Francisco: las grandes estilo reina Ana, las italianas, habló también de la pensión en Union Street que tantas ganas tenía de restaurar y luego se fue desviando a las casas que realmente le gustaban, las casas de su infancia en Nueva Orleans. No le sorprendían las historias de fantasmas que rondaban las casas, porque eran algo más que simples viviendas, y no era de extrañar que le robaran a uno el alma.

Incluso llegó a hablar de aquella locura de las películas y de las reiterativas imágenes de bebés y niños vengativos, de cómo se sentía cuando veía tales escenas, como si todo a su alrededor le hablara. Quizás estuviera a un paso del manicomio, y se preguntaba si algunos no estarían allí porque se tomaban las mismas cosas que él sentía demasiado literalmente. ¿Qué pensaba ella? Y la muerte, bueno, tenía un montón de ideas sobre la muerte, pero la primera y principal, la más reciente y que incluso ya tenía antes del accidente, era que la muerte de otra persona era tal vez el único acontecimiento auténticamente sobrenatural que experimentábamos.

—No me refiero a los médicos. Estoy hablando de la gente corriente del mundo moderno. Lo que digo es que cuando miras un cuerpo y te das cuenta de que la vida ha desaparecido, ya puedes gritar, darle una bofetada, intentar incorporarlo y probar todos los trucos que aparecen en los libros, pero está muerto, absoluta e inequívocamente muerto…

—Comprendo lo que dices.

—Y tienes que recordarlo, porque la mayoría de nosotros tenemos ocasión de verlo quizás una o dos veces en veinte años. Quizá nunca. California hoy por hoy es una civilización entera que nunca presencia la muerte. ¡La gente nunca ve un cadáver! Cuando la gente se entera de que alguien ha muerto, piensa que era porque no tenía una dieta saludable, o no hacía suficiente ejercicio…

Rowan rió con suavidad.

—Piensan que cualquier muerte corriente es un asesinato. ¿Por qué crees que nos persiguen a los médicos con sus abogados?

—Exacto, pero es más profundo. ¡No creen que también ellos morirán! Y cuando se muere otro lo hace a puerta cerrada y con el ataúd clavado, si es que el pobre palurdo tuvo el mal gusto de querer un funeral y un ataúd, cosa que por supuesto no debía de haber querido. Mejor es un servicio in memoriam en algún lugar fino, con sushi[3], vino blanco y la gente evitando decir en voz alta por qué está allí. ¡En California he asistido a servicios en memoria de un difunto en los cuales nadie mencionó al muerto!

—Deja que te explique otro acontecimiento sobrenatural —dijo ella; sonreía—. Consiste en tener un muerto sobre la cubierta de tu barco; tú le das unas bofetadas, le hablas y de repente abre los ojos y está vivo.

Le dirigió una sonrisa tan hermosa que él no pudo evitar besarla. Así había llegado a su fin aquel segmento en particular de la conversación. Pero lo más importante era que él no la había perdido con sus locas divagaciones; Rowan no lo había censurado ni una sola vez.

¿Por qué tenía que ocurrir lo otro? ¿Por qué esa sensación de tiempo perdido?

Ahora, tirado sobre la alfombra, pensaba en lo mucho que Rowan le gustaba y en cómo lo perturbaba su tristeza y soledad. No quería dejarla, y sin embargo debía marcharse.

Tenía la cabeza sorprendentemente despejada. En todo el verano no había pasado tanto tiempo seguido sin beber. Y la sensación de poder pensar con claridad le gustaba bastante. Rowan acababa de llenarle otra vez la taza de café y sabía bien, aunque había tenido que ponerse de nuevo los guantes porque empezaba a ver aquellas estúpidas imágenes casuales de cualquier cosa: Graham, Ellie, y hombres, un montón de hombres diferentes, hombres guapos, todos ellos hombres de Rowan, eso era evidente. Ojalá no hubiera estado tan claro.

El sol se filtraba por los ventanales y las claraboyas del este. Michael la oía trajinar en la cocina. Pensó que tenía que levantarse y ayudarla, dijera lo que dijese, pero Rowan había estado de lo más convincente: «Me gustaría cocinar, es como la cirugía. Quédate donde estás».

Pensó que ella era lo primero que le importaba de verdad en todas estas semanas, que le permitía olvidarse del accidente y de sí mismo. Qué alivio poder pensar en alguien más que en uno mismo. En realidad, ahora que gozaba de esta nueva claridad, se daba cuenta que desde que había llegado aquí había sido capaz de concentrarse, concentrarse en la conversación, en hacer el amor, en conocerla; y que era algo completamente nuevo porque durante todas aquellas semanas su falta de concentración —su incapacidad para leer más de una página de un libro o seguir una película más que unos pocos minutos— lo mantenía en una agitación continua. Había sido tan desagradable como la falta de sueño.

Se daba cuenta de que nunca había empezado una relación con ningún ser humano con tal intensidad, con tal profundidad y tan rápido. Era lo que se suponía pasaba con el sexo, aunque raramente ocurría.

¿Cómo podría ahora conocerla mejor, enamorarse incluso, poseerla, y hacer aquello que debía hacer? Y que aún no había hecho. Todavía debía volver a Nueva Orleans para saber cuál era su misión.

Que ella hubiera nacido en el sur no tenía nada que ver con esto. La cabeza de Michael estaba llena de infinidad de imágenes de su pasado, y la sensación de que el destino las unía era demasiado fuerte como para que simplemente fueran recuerdos casuales de su hogar inspirados por ella. Además, anoche, en la cubierta del barco, no había captado nada. Conocerla, sí, pero creía que incluso podían ser figuraciones, porque no hubo un reconocimiento profundo, no, cuando le contó su historia. Sólo fascinación auténtica. Su poder no era científico; podía ser algo físico, sí, y mesurable al fin, incluso controlable con alguna droga que atontara, pero no era científico. Era más bien como la música o el arte.

Pero el problema era que tenía que irse y no quería. De repente se sintió muy triste, casi desesperado, como si tanto ella como él estuvieran condenados de algún modo.

Si durante todas estas semanas hubiera podido verla, estar con ella… Tuvo un pensamiento de lo más extraño: ojalá ese horrible accidente no hubiera ocurrido, ojalá la hubiera conocido en un lugar normal y corriente y hubieran empezado a hablar. Pero ella era parte inseparable de lo que había ocurrido, su rareza y su fuerza eran parte de ello. Completamente sola en aquel horrible yate justo en el momento en que caía la noche. ¿Quién más habría estado allí? ¿Quién demonios lo habría sacado del agua? No, no era difícil creer lo que ella había dicho sobre determinación, sobre sus poderes.

Recordó que cuando describió detalladamente su rescate había dicho algo extraño: que una persona pierde la consciencia casi de inmediato en el agua muy fría; sin embargo, ella se había tirado y no le había pasado nada.

—No sé cómo llegué a la escalerilla —era lo único que había dicho—; honestamente, no lo sé.

—¿Crees que fue el poder? —le preguntó él.

Meditó durante un momento y luego respondió:

—Sí y no. No sé, a lo mejor fue sólo suerte.

—Bueno, para mí sí que lo fue —respondió Michael. En aquel momento sintió un extraordinario bienestar y no sabía muy bien por qué.

Quizás ella lo sabía, porque añadió:

—Estamos asustados de lo que nos hace diferentes.

Él estuvo de acuerdo.

—Pero mucha gente tiene este tipo de poderes —continuó Rowan—. No sabemos qué es ni cómo medirlo, pero sin duda forma parte de la naturaleza de los seres humanos. Lo veo en el hospital. Hay médicos que saben cosas, pero no pueden explicar cómo. Hay enfermeras a quienes ocurre lo mismo. Supongo que habrá abogados que saben infaliblemente cuándo una persona es culpable, o si el jurado va a votar a favor o en contra, y tampoco pueden explicar cómo lo saben.

»El hecho es que por cada cosa que sabemos sobre nosotros, que catalogamos, clasificamos y definimos, hay una inmensa cantidad de misterios que permanecen ignotos. Pongamos, por ejemplo, la investigación genética. El ser humano hereda muchas cosas; la timidez se hereda, la predilección por una marca de jabón determinada o por un nombre en particular puede que sea hereditaria. ¿Pero qué más es hereditario? ¿Qué poderes invisibles recibe uno? Por eso me resulta tan frustrante no saber quién es realmente mi familia. No sé nada sobre ellos. Ellie era prima tercera o algo así. Maldición, un parentesco lejano…

Sí, Michael estaba de acuerdo con todo. Habló un poco de su padre y su abuelo, y le explicó que se parecía a ellos más de lo que se molestaba en admitir.

—Pero uno tiene que creer que puede cambiar su herencia —dijo—, que puede producir cambios mágicos con esos ingredientes, sino no habría esperanza.

—Claro que puede —respondió ella—. Tú lo has hecho, ¿no? Yo también quiero creer que lo he hecho. Puede que parezca una locura, pero creo que deberíamos…

—Dime…

—Que deberíamos aspirar a la perfección —dijo ella con tranquilidad—. ¿Por qué no?

Ahora, mientras daba una calada al cigarrillo, volvía a pensar en todo aquello. Tenía ganas de quedarse con ella. Si no tuviera esa sensación de que debía volver a sus raíces…

—Pon otro tronco en el fuego —interrumpió Rowan su ensoñación—, el desayuno está listo.

Sirvió café y zumo de naranja. Michael se dedicó a comer durante cinco minutos enteros sin pronunciar palabra. Nunca había tenido tanta hambre. Miró fijamente el café durante un buen rato. No, no quería cerveza y no iba a tomar ninguna. Se tomó el café y volvió a llenar la taza.

—Qué maravilla —dijo.

—Quédate —dijo ella—, al mediodía haré la comida y mañana otro desayuno.

No podía responder. La estudió durante un momento, trataba de ver no sólo la belleza y el objeto de su considerable deseo, sino cómo era. Una auténtica rubia, pensó, absolutamente suave, casi sin vello en el rostro y brazos, con unas cejas rubio ceniza y pestañas oscuras que hacían resaltar el gris de sus ojos. En realidad parecía una cara de monja, sin una gota de maquillaje, con labios llenos y alargados que tenían un cierto aspecto virginal, como el de las chiquillas que aún no han empezado a usar carmín. Ojalá pudiera quedarse, sentado aquí, con ella para siempre…

—Pero sé que de todas formas vas a marcharte —dijo ella.

—Tengo que hacerlo.

Rowan estaba pensativa.

—¿Quieres hablar sobre las visiones? —le preguntó.

Michael dudó.

—Cada vez que trato de describirlas termino frustrado —explicó—. Además, la gente se molesta.

—Yo no me voy a molestar. —Ahora parecía más calmada; los brazos cruzados, el cabello cuidadosamente revuelto, el café humeante delante. Se parecía más a la mujer que había conocido anoche.

Michael se recostó contra la silla y miró por la ventana. Todos los veleros del mundo estaban en la bahía. Las gaviotas que volaban sobre el puerto de Sausalito parecían diminutos trozos de papel.

—Sé que en conjunto la experiencia duró bastante tiempo —dijo—, aunque es un tiempo imposible de medir. —Le echó una mirada—. ¿Comprendes lo que quiero decir? Igual que en la antigüedad, cuando la gente era atraída por los duendes. Se marchaban y pasaban una noche con ellos, pero cuando volvían a sus pueblos descubrían que habían estado cincuenta años fuera.

Rowan sonrió suavemente.

—¿Es algún cuento irlandés?

—Sí, me lo contó una monja irlandesa —le dijo Michael—, solía contarnos cosas extraordinarias: que en el Garden District de Nueva Orleans había brujas que nos cogerían si caminábamos por esas calles…

Ella esperó.

—Había mucha gente en las visiones —continuó él—, pero la persona que recuerdo más claramente era una mujer morena. Ahora no consigo verla, pero sé que su rostro me resultaba tan familiar como si la hubiera conocido durante toda mi vida. Sabía su nombre, sabía todo sobre ella. Pero no sé si sucedió en medio de todo o justo al final, antes de ser rescatado, cuando, quizá, ya sabía de algún modo que el barco venía en camino y tú estabas allí. —Sí, era un auténtico misterio, pensó.

—Continúa.

—Creo que me habrían permitido volver y seguir viviendo aunque hubiera rechazado lo que ellos me proponían. Pero yo acepté la misión, por así decirlo, quería cumplir el objetivo. Y parecía… parecía que todo lo que querían de mí, todo lo que me revelaron, estaba relacionado con mi pasado, con lo que yo había sido. ¿Me sigues?

—Había una razón por la que te escogieron a ti.

—Sí, exacto. Yo era el indicado, precisamente por ser quien era. Pero no me malinterpretes. Sé que suena a manicomio; soy condenadamente bueno para confundirlo todo. Soy consciente de que parece el discurso de los esquizofrénicos que escuchan voces que les dicen que salven al mundo. Hay algo que mis amigos solían decir de mí.

—¿Qué?

Se acomodó las gafas y le lanzó su mejor sonrisa.

—Michael no es tan estúpido como parece.

Rowan rió con todo su encanto.

—No pareces estúpido —dijo—. A mí me pareces demasiado guapo para ser real. —Echó la ceniza en el cenicero de un golpecito—. Y tú sabes muy bien lo guapo que eres, no hace falta que te lo diga. ¿Qué más recuerdas?

Michael dudó, electrizado por el cumplido. ¿No era el momento de ir otra vez a la cama? No, de ninguna manera. Era casi la hora de ir a coger el avión.

—Algo sobre una entrada —dijo—. Podría jurarlo, pero de verdad que ahora no consigo ver nada de todo aquello. Cada vez se hace más difuso. Pero sé que había un número en medio y una joya, una joya hermosa. Ahora ni siquiera puedo llamarlo recuerdo, es más bien fe. Creo que todos esos elementos estaban mezclados en el problema y en conjunto tenían que ver con volver a mis raíces, con esa sensación de tener que hacer algo tremendamente importante, y Nueva Orleans es parte de ello, esa calle por la que acostumbraba a pasear de niño.

—¿Una calle?

—First Street. Un paseo muy hermoso, desde Magazine Street, cerca de donde me crié, hasta St. Charles Avenue, unas cinco manzanas más o menos. Es una parte de la ciudad muy antigua llamada Garden District.

—En la que viven las brujas.

—Ah, sí, claro, las brujas de Garden District —rió Michael—, o por lo menos eso es lo que decía la hermana Bridget Marie.

—¿Es un barrio sombrío y lúgubre? —le preguntó Rowan.

—No, en realidad, no, pero es como un pedazo de bosque profundo en medio de la ciudad. Árboles grandes, gigantescos, ni te lo imaginas. Hay casas enormes junto a las aceras, pero separadas una de la otra, rodeadas por jardines. Y hay una, especialmente, frente a la que siempre pasaba, una casa alta y estrecha en la que solía detenerme a mirar, con una verja de hierro forjado con dibujos de rosas. ¿Sabes?, desde que tuve el accidente no dejo de verla y de pensar que es preciso que vuelva allí. Ahora mismo, aquí sentado, me siento culpable por no estar en el avión.

El rostro de Rowan se oscureció por un instante.

—Me gustaría que te quedases un tiempo —dijo Rowan, con su voz hermosa, profunda—, pero no solamente porque me apetece, sino porque no estás en buenas condiciones. Tienes que descansar, descansar de verdad, sin alcohol.

—Tienes razón, pero no puedo, Rowan. No puedo explicar la tensión que siento y que sentiré hasta que haya vuelto a casa. He estado demasiado tiempo en el exilio —se rió—. Lo sabía incluso antes del accidente. La mañana anterior, qué cosa tan extraña, me levanté pensando en Nueva Orleans. Pensé en la ciudad durante todo el trayecto hasta Gulf Coast, en el calor que hacía al atardecer, calor de verdad…

—¿Podrás mantenerte apartado del alcohol cuando te vayas de aquí?

Michael suspiró. Le lanzó deliberadamente su mejor sonrisa, una de aquellas que siempre le habían dado resultados en el pasado.

—¿Quieres saber la verdad o una de esas mentiras irlandesas? —preguntó, guiñándole un ojo.

—Michael… —No había sólo censura en su voz, había auténtica desilusión.

—Ya sé, ya sé… Tienes razón. Mira, no sabes cuánto significa lo que has hecho por mí, sacarme de mi encierro y escucharme… Me gustaría poder hacer lo que me dices…

—Cuéntame más sobre esa casa.

Antes de empezar volvió a quedarse pensativo.

—Era de estilo renacentista, ¿sabes lo que es?, pero diferente. Tenía porches delante y a los lados, auténticos porches de Nueva Orleans. Es difícil describir una casa así a alguien que nunca ha estado en Nueva Orleans. ¿Has visto alguna vez fotos…?

Rowan movió la cabeza.

—Era un tema del que no se podía hablar con Ellie.

—Parece bastante injusto, Rowan.

Ella se encogió de hombros.

—A Ellie le gustaba creer que yo era su propia hija. Si le preguntaba por mis padres biológicos, pensaba que yo era desdichada o que ella no me había querido lo suficiente. —Bebió un sorbo de café—. Antes de ir por última vez al hospital, quemó todo lo que tenía en su escritorio. Vi cómo lo hacía. Lo quemó todo en aquella chimenea. Fotos, cartas, todo. Sabía que no iba a volver. —Se detuvo durante un minuto y sirvió más café en su taza y en la de Michael—. Tras su muerte, ni siquiera pude encontrar una dirección de su familia. Su abogado tampoco sabía nada. Ella le había dicho que no quería que se avisara a nadie. Me dejó todo su dinero. Sin embargo, recuerdo que solía visitar y llamar por teléfono a su familia de Nueva Orleans. Nunca lo comprendí del todo.

—Eso es muy triste, Rowan.

—Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Volvamos a la casa. ¿Por qué la recuerdas ahora?

—Ah, las casas de Nueva Orleans no son como las de aquí —explicó—. Cada una tiene su personalidad, su carácter. Y ésa en particular, bueno, es melancólica e imponente, envuelta en una especie de oscuridad esplendorosa. Se alza justo en una esquina, una parte da a la acera de la calle lateral. Sólo Dios sabe cuánto me gustaba esa casa. Vivía allí un hombre, un hombre que parecía sacado de una novela de Dickens, te lo juro, alto, todo un caballero, ya me entiendes. Siempre lo veía en el jardín… —En ese momento dudó; se acercaba a algo, a algo crucial…

—¿Que pasa?

—Otra vez esa sensación de que todo tiene que ver con él y aquella casa. —Tembló como si hiciera frío, a pesar de que la temperatura era agradable—. No puedo explicarlo —dijo—, pero sé que el hombre tenía que ver con el asunto. No creo que ellos tuvieran la intención de que me olvidara, la gente que vi en las visiones, digo. Creo que querían que actuara rápidamente porque va a pasar algo.

—¿Y qué puede ser? —preguntó ella amablemente.

—Algo en esa casa.

—¿Por qué van a querer que vuelvas a aquella casa? —volvió a preguntar. La pregunta era sencilla, sin ningún desafío.

—Porque tengo poder para hacer algo. Tengo un poder para producir algo. —Se miró las manos, siniestras con los guantes negros—. ¿Qué piensas? ¿Que estoy loco?

Ella negó con la cabeza.

—Me parece demasiado especial para que sea sólo eso.

—¿Especial?

—Concreto, quiero decir.

Michael lanzó una carcajada. Nadie en todas aquellas semanas le había dicho algo semejante.

Rowan apagó el cigarrillo.

—¿Pensabas a menudo en aquella casa durante los últimos años?

—Casi nunca. Nunca la olvidé, pero tampoco es que pensara mucho. Bueno, de vez en cuando, supongo que cada vez que pensaba en Garden District pensaría en ella. Podría decirse que parecía un sitio encantado.

—¿Pero la obsesión no empezó hasta las visiones?

—Definitivamente —le respondió—. Tengo otros recuerdos de Nueva Orleans, pero el de la casa es el más intenso.

Rowan lo miraba como si siguiera escuchándolo, pese a que él había dejado de hablar. Michael pensaba en esos extraños poderes errantes que en lugar de aclarar las cosas las confundían aún más.

—Bueno, ¿qué me pasa? —preguntó—. ¿Qué piensas como médica, como neuróloga? ¿Qué debo hacer?

Rowan se sumió en sus pensamientos, en silencio, inmóvil, con sus grandes ojos grises fijos en un punto distante y sus brazos finos cruzados otra vez. Luego dijo:

—Bueno, creo que tienes que volver, de eso no cabe duda. No descansarás tranquilo hasta que lo hayas hecho. Ve y busca la casa. ¿Quién sabe? Quizá ya no esté allí, o no sientas nada especial cuando la veas. De cualquier forma, debes hacerlo. Puede que exista alguna explicación psicológica para esta idea fija, como suelen llamarla, pero no lo creo. Sospecho que en realidad has visto algo, que has estado en alguna parte. Sabemos de mucha gente que ha pasado por lo mismo, o por lo menos eso es lo que afirman cuando regresan. Aunque es posible que lo estés interpretando equivocadamente.

—No tengo muchas otras pistas que seguir —admitió él—; eso es verdad.

—¿Crees que ellos provocaron el accidente?

—Dios mío, nunca pensé en ello.

—¿Nunca?

—Quiero decir que pensé, en fin, que el accidente ocurrió, que ellos estaban allí y que de repente se presentó la oportunidad. Sería horrible pensar que ellos lo provocaron. Cambiaría todo, ¿no?

—No lo sé. Lo que me preocupa es lo siguiente: si ellos son poderosos, sean lo que sean, si pueden decirte algo importante referente a una misión, si pueden mantenerte con vida en el mar cuando en realidad tendrías que haber muerto, si pueden organizar un rescate, bueno, ¿por qué no podrían haber provocado el accidente y por qué no podrían ser ahora la causa de que no recuerdes?

—Es una idea horrible —murmuró Michael. Ella iba a empezar a hablar otra vez, pero él hizo un educado gesto para que esperara. Trataba de encontrar las palabras para decir lo que quería—. Mi concepción de ellos es diferente —dijo al fin—. Creo que ellos existen en otro reino; y eso se refiere tanto a lo espiritual como a lo físico. Que son…

—¿Seres superiores?

—Sí, y sólo pueden llegar a mí, conocerme, preocuparse por mí cuando estoy cerca de ellos, es decir, entre la vida y la muerte. Lo que trato de decir es que se trata de algo místico, pero espero encontrar otra palabra para ello. Existió comunicación sólo porque estaba físicamente muerto.

Rowan esperó.

—Intento decir que son seres de otra especie. No pueden hacer que un hombre se caiga de una roca y se ahogue en el mar, porque si pudieran hacer semejantes cosas en el mundo material, bueno, ¿entonces para qué demonios me necesitarían?

—Entiendo —dijo ella—. Sin embargo…

—¿Qué?

—Presumes que son seres superiores. Hablas de ellos como si fueran buenos. Supones que debes hacer lo que ellos te piden.

Volvió a quedar en silencio otra vez.

—Tienes razón —respondió—. Todo son conjeturas mías pero, Rowan, ¿sabes?, es una sensación. Me desperté con la sensación de que eran buenos, que yo volvía con la confirmación de su bondad y que estaba de acuerdo con la misión. No me he cuestionado estas hipótesis y lo que tú estás diciendo es que quizá debería hacerlo.

—Podría estar equivocada y quizá no debería decir nada. Pero ya sabes lo que te he dicho sobre los cirujanos. Nos metemos y lo desmenuzamos todo.

Michael rió.

—No sabes cuánto significa para mí hablar de ello, simplemente pensar en voz alta. —Pero se detuvo; sonreía, porque era perturbador hablar del tema de esta forma, y ella lo sabía.

—Hay otra cosa —dijo Rowan.

—¿Qué?

—Cada vez que hablas del poder de tus manos dices que no es importante, que lo que importa son las visiones. Pero ¿por qué no puede estar relacionado? ¿Por qué no crees que la gente de tus visiones te ha dado el poder de tus manos?

—No lo sé, pero no me gusta la idea, tengo la impresión de que el poder es una distracción. Es decir, la gente que me rodea quiere que emplee el poder, y si empiezo a hacerlo, no volvería nunca a Nueva Orleans.

—Comprendo. Y cuando veas la casa, ¿vas a tocarla con las manos?

Michael meditó un instante. Tenía que admitir que no había pensado en esa posibilidad. Había imaginado que todo se aclararía de un modo más inmediato y maravilloso.

—Sí, supongo que sí. Si puedo, tocaré la entrada, la puerta. Subiré por la escalinata y tocaré la puerta.

¿Por qué le daba miedo todo aquello? Poder ver la casa era algo hermoso, pero tocar los objetos… Sacudió la cabeza y cruzó los brazos mientras se reclinaba contra la silla. Tocar la entrada. Tocar la puerta…

Rowan permanecía en silencio, obviamente desconcertada, quizás incluso preocupada. Michael la observó durante un largo rato mientras pensaba cómo le molestaba marcharse.

—Michael, no te vayas tan pronto —dijo ella entonces.

—¿Puedo preguntarte algo, Rowan? El papel que firmaste, el compromiso de no ir nunca a Nueva Orleans… ¿crees en ese tipo de cosas, en la validez de la promesa hecha a Ellie, a una persona que está muerta?

—Por supuesto —respondió, débilmente, casi con tristeza—. Y tú también crees en ese tipo de cosas.

—¿Sí?

—Quiero decir que eres una persona de palabra, lo que se llama una buena persona en el amplio sentido de la palabra.

—De acuerdo, espero que sí. Formulé mal la pregunta, en realidad lo que quiero decir es si hay alguna posibilidad de que vengas conmigo. Supongo que las buenas personas no mienten.

Silencio.

—Sé que puede sonar presuntuoso —continuó Michael—, sé que hubo algunos hombres en esta casa, no estoy diciendo que yo sea la luz de tu vida, que…

—Alto. Podría enamorarme de ti y lo sabes.

—Bueno, entonces escucha lo que voy a decirte porque se trata de dos seres vivos. Y quizá yo ya… bueno, yo… lo que quiero decir es que si quieres ir, si tienes necesidad de ir y ver por ti misma el lugar donde naciste y quiénes eran tus padres… Bueno, ¿por qué demonios no vienes conmigo? —Suspiró y se echó hacia atrás; se metió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Supongo que sería un paso terrible, ¿no? Es algo muy egoísta por mi parte, pero quiero que vengas.

Rowan volvía a mirar afuera, luego empezó a temblar y su boca se puso rígida. Michael se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.

—Me gustaría ir —dijo, mientras le asomaban las lágrimas.

—Dios mío, Rowan, perdóname. No tenía derecho a pedírtelo.

Las lágrimas se abrieron paso mientras ella seguía mirando el agua, como si de momento fuera lo único que le permitiera contenerse. Pero lloraba. Michael veía el sutil movimiento de la garganta que se hinchaba y la rigidez de los hombros. Pensó que era la persona más sola que había conocido en su vida.

—Rowan…

—Michael —murmuró—, yo soy la que lo siente. Yo soy la que ha caído en tus brazos. Ahora deja de preocuparte por mí.

—No, no digas eso. —Hizo el gesto de levantarse porque quería volver a abrazarla, pero ella no lo dejó. Le cogió las manos por encima de la mesa—. ¿De qué tienes miedo en realidad? —le preguntó.

Le contestó con un murmullo tan bajo, que él apenas logró oírla.

—De ser una mala persona, Michael, una persona que en realidad puede hacer daño. Una persona con una gran capacidad para el mal.

—Rowan, no es pecado ser mejor que Ellie o Graham, ni tampoco odiarlos por tu soledad, por haberte aislado de los lazos de sangre que podías tener.

—Lo sé, Michael. —Le dirigió una sonrisa cálida y dulce llena de gratitud y callada aceptación, pero era evidente que no creía en lo que él acababa de decir. Rowan sentía que él no había conseguido ver algo crucial en ella, y que además lo sabía. Sentía que Michael había fracasado, igual que en la cubierta del barco. Observó las aguas azul oscuras y luego lo miró.

—Rowan, pase lo que pase en Nueva Orleans, tú y yo nos volveremos a ver pronto. Podría jurarte sobre la Biblia que volveré, pero, de verdad, no creo que vuelva. Cuando salí de mi casa de Liberty Street sabía que no volvería a vivir allí. Pero nosotros, Rowan, nos encontraremos en alguna otra parte. Si no puedes pisar Nueva Orleans, entonces elige el lugar, dímelo, y yo iré.

Rowan quiso llevarlo al aeropuerto, pero Michael insistió en tomar un taxi. Era un viaje muy largo y él sabía que ella estaba cansada. Necesitaba dormir.

Se duchó y afeitó. No había tomado ni un trago durante casi doce horas. Sorprendente de verdad.

Cuando bajó se la encontró otra vez sentada junto al hogar, con las piernas cruzadas. Estaba muy guapa, con los pantalones blancos de lana y otro de esos jerséis holgados de trenzas que la hacían parecer aún más esbelta, como un ciervo. Olía apenas a un perfume suave cuyo nombre Michael conocía y que todavía le gustaba.

La besó en la mejilla y la abrazó durante un rato. Le llevaba dieciocho años, quizá más, y los sintió dolorosamente cuando sus labios volvieron a rozar su mejilla firme y llena.

Rowan se apartó un paso, se metió las manos en los bolsillos y lo miró a los ojos, inclinando ligeramente la cabeza.

—No te emborraches otra vez, Michael —dijo.

—Sí, doctora —rió—. Ahora mismo podría prometértelo, querida, pero en el momento en que pase la azafata…

—Michael, no bebas en el avión ni cuando llegues. Volverán los recuerdos y estarás a kilómetros de cualquier conocido.

Michael sacudió la cabeza.

—Tienes razón, doctora. Tendré cuidado. Estaré bien.

Se acercó a la maleta, sacó el walkman Sony del bolsillo exterior y comprobó si llevaba algún libro para el viaje.

—Vivaldi —dijo, y colocó el walkman con sus pequeños auriculares en el bolsillo de la chaqueta— y mi Dickens. Me vuelvo loco si viajo sin ellos. Te juro que es mejor que un Válium con vodka.

Ella sonrió, una sonrisa deliciosa, y luego lanzó una carcajada.

—Vivaldi y Dickens —dijo—, ¡qué cosa!

Michael se encogió de hombros.

—Todos tenemos nuestras debilidades. Dios mío, ¿por qué vivo de esta manera? —preguntó—. ¿Estaré loco?

—Si no me llamas esta tarde…

—Te llamaré más pronto y más a menudo de lo que esperas.

—El taxi ya esta aquí —dijo ella.

Él también había oído la bocina.

La cogió entre sus brazos y la besó, apretándola con fuerza. Durante un instante tuvo la sensación de que no podía separarse. Recordó lo que ella le había dicho sobre la posibilidad de que ellos hubieran provocado el accidente y la amnesia, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, algo parecido al miedo auténtico. ¿Y si se olvidaba de ellos para siempre? ¿Y si simplemente se quedaba con ella? Parecía una posibilidad, una especie de última oportunidad, de verdad.

—Creo que te amo, Rowan Mayfair —murmuró.

—Sí, Michael Curry —respondió ella—, ahora mismo creo que a los dos nos sucede lo mismo.

Rowan le lanzó otra de esas radiantes sonrisas y él vio en sus ojos toda la fuerza que había hallado tan seductora durante las últimas horas, y también toda la ternura y la tristeza.

Mientras esperaba la salida del avión se le ocurrió algo en lo que no había pensado ni por asomo hasta entonces.

Había hecho el amor tres veces con ella en las últimas horas sin tomar ninguna precaución anticonceptiva. Ni siquiera había pensado en los preservativos que llevaba siempre en el bolsillo de su chaleco. Tampoco le había preguntado si tomaba precauciones. Era la primera vez en tres años que se le escapaba algo así.

Pero por el amor de Dios, era médica; seguramente lo tenía controlado. Aunque quizá debería llamarla para hablar de ello. No le haría ningún daño escuchar su voz. Cerró la tapa de David Copperfield y fue a buscar un teléfono.

En aquel momento vio otra vez al hombre, aquel inglés de cabello blanco y traje de mezclilla. Estaba sentado unos asientos más allá, con su maletín, el paraguas y un periódico doblado en la mano.

«Oh no —pensó Michael, deprimido, mientras se volvía a sentar—, lo único que me falta es encontrarme con él».

Llamaron a embarcar y Michael observó ansioso cómo el inglés se levantaba, cogía sus cosas y se dirigía a la puerta.

Al cabo de un rato, cuando Michael pasó a su lado y se sentó junto a la ventanilla, al fondo del compartimento de primera clase, el viejo caballero ni se molestó en mirarlo. Ya había abierto su maletín y estaba escribiendo muy rápido en un cuaderno grande de cuero.

Michael pidió un bourbon con una cerveza helada antes de que el avión despegara. Cuando llegaron a Dallas, para una escala de cuarenta y cinco minutos, iba por su sexta cerveza y el capítulo siete de David Copperfield y ya ni se acordaba de que el inglés estaba ahí.