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«Martes, 27 de febrero, noche de carnaval

Nunca creeré que lo que vi la segunda vez fue una visión real. Sostengo, y he sostenido siempre, que fue cosa del Impulsor. No eran las brujas Mayfair porque no están aquí, ligadas a la tierra, a la espera de cruzar la puerta. Aunque es muy posible que ésa fuera la mentira que les contaba en vida y parte del pacto para lograr su cooperación.

Creo que a medida que cada una (o uno) de ellas moría, dejaban de existir y alcanzaban una sabiduría mayor, que ya no cooperaban en ningún plan de esta tierra. Si acaso, trataban de impedirlos.

Eso fue lo que intentaron Deborah y Julien la primera vez que vinieron a mí. Me hablaron del plan y me dijeron que debía intervenir, subvertir a Rowan para que el Impulsor no la sedujera. Y en San Francisco, cuando me dijeron que volviera a casa, intentaban otra vez que yo interviniera.

Creo en esto porque no hay otra explicación sensata. Yo jamás hubiera consentido hacer algo tan horrible como ser el padre del niño que le sirviera a ese monstruo voraz para entrar. Y si hubiera estado al corriente de semejante aberración, no habría despertado con aquella sensación de fervor y de tener un propósito, sino con un pánico terrible y con una profunda rebeldía contra quienes habían tratado de utilizarme.

No, esas últimas alucinaciones infernales de almas ligadas a la tierra, sin moral, ignorantes, fueron cosa del Impulsor. Y la pista de que así fue, por supuesto, me la da la presencia de las monjas en la visión.

No sé por qué Aaron no lo entiende así. Porque las monjas, sin duda, no formaban parte de aquel lugar y los tambores de carnaval tampoco. Procedían de mis temores infantiles.

Todo el espectáculo infernal fue sacado de mis miedos infantiles y el Impulsor los mezcló con las brujas Mayfair para crear un infierno a mi medida que me mantuviera muerto, ahogado y desesperado.

Si su plan hubiera funcionado ahora estaría muerto de verdad, por supuesto, y las visiones del infierno se habrían desvanecido. Y quizás, en alguna vida posterior, habría descubierto la verdadera explicación.

Es difícil pensar en esto último porque no he muerto. Y ahora dispongo, por el simple hecho de estar vivo y quedarme en la casa, por si interesa, de una segunda oportunidad para detener al Impulsor.

Después de todo, Rowan sabe que estoy aquí y no puedo creer que haya desaparecido todo vestigio del amor que sentía por mí. No encaja con lo que me demuestran mis sentidos. Al contrario, Rowan no sólo sabe que la espero, sino que quiere que espere, por eso me ha dejado la casa. A su modo me ha pedido que me quede aquí y que siga creyendo en ella.

No obstante, mi mayor temor es que ese monstruo voraz ahora es de carne y hueso y puede hacerle daño. Llegará el momento en que ya no la necesite y tratará de deshacerse de ella. Lo único que deseo, y ruego por ello, es que Rowan lo destruya antes de que llegue ese momento. Aunque cuanto más lo pienso, más cuenta me doy de lo difícil que le resultará. Ella está enamorada de las células de ese ser desde un punto de vista puramente científico, y las está estudiando. Estudia su organismo y su funcionamiento en el mundo. Examina si es o no una versión mejorada del ser humano, y si lo es, qué significa esa mejora y cómo puede emplearse, a la larga, para el bien.

No sé por qué Aaron no lo acepta. Es muy compasivo, pero constantemente elude el problema.

Los miembros de Talamasca, en realidad, son un grupo de monjes, y aunque él me ha insistido mucho para que vaya a Inglaterra, no me es posible. No podría vivir con ellos; son demasiado pasivos y exageradamente teóricos.

Además, es del todo imprescindible que espere a Rowan aquí. A fin de cuentas, sólo han pasado dos meses y es posible que pasen años antes de que ella pueda resolver este asunto. Tiene solo treinta años y hoy en día eso es ser muy joven.

Conociéndola como la conozco, y puesto que soy la única persona que la conoce en realidad, estoy convencido de que ella busca el conocimiento auténtico.

Teniendo en cuenta todo esto, mi postura con respecto a lo sucedido es la siguiente: las brujas Mayfair no existen ni han existido como una especie de aquelarre ligado a la tierra; el pacto es una mentira; y en mis visiones iniciales se presentaron seres buenos que me enviaron aquí con la esperanza de poner fin a un reino de maldad.

¿Están enfadados ahora conmigo? ¿Me han abandonado por mi fracaso? ¿O aceptan que lo intenté, con las únicas herramientas que poseía, y ven lo mismo que yo: que Rowan volverá y que la historia no ha terminado?

No lo sé. Pero lo que sí sé es que el mal no se oculta en esta casa ni hay almas que rondan las habitaciones. Al contrario, es un lugar maravilloso, limpio y brillante, tal como yo quería que fuese.

Ojalá tuviera más energía, ojalá no tuviera que tomarme las cosas con tanta calma y no me costara tanto dar un paseo por aquí.

Las viejas rosas del jardín florecen con este tiempo tan primaveral y ayer, precisamente, tía Viv me dijo que siempre había soñado con cuidar rosas en su vejez, que de ahora en adelante ella se ocuparía de los rosales y que el jardinero sólo tenía que ayudarla un poco. Parece que éste recuerda a la “vieja señorita Millie”, que se ocupaba de cuidar los rosales, y que le ha estado llenando la cabeza a tía Viv de nombres de diferentes especies.

Es maravilloso que esté tan contenta.

Yo, personalmente, prefiero las flores más silvestres, menos delicadas.

La semana pasada pusieron otra vez las mallas mosquiteras en el viejo porche de Deirdre y llevé allí una mecedora nueva, y noté que la madreselva trepaba por la barandilla de madera y por la verja con renovada fuerza, tal como la vi nada más llegar.

Y en el jardín, en los macizos de flores detrás de las elegantes camelias, los dondiegos están floreciendo, así como las pequeñas lantanas, que llamamos huevos con tocino por sus flores anaranjadas y marrones. Les dije a los jardineros que no las tocaran, que las dejaran recuperar su viejo aspecto salvaje. En fin de cuentas, todo está demasiado bien cuidado.

Cuando doy un paseo me siento como si avanzara entre rombos, rectángulos y cuadrados, y me gustaría suavizarlo un poco, oscurecerlo, empaparlo de verde, como siempre ha sido Garden District en mi memoria.

Además, no proporciona suficiente privacidad. Hoy, precisamente, cuando las gentes pasaban en tropel rumbo al desfile de carnaval de St. Charles o, simplemente, cuando paseaban disfrazados, demasiadas cabezas se giraban para mirar por la verja. El jardín debería ser más íntimo.

A propósito, esta noche ha sucedido algo de lo más extraño.

Pero antes voy a pasar revista brevemente a este día, puesto que es martes de carnaval, el día.

Los “quinientos Mayfair” vinieron a casa temprano, a eso de las once, cuando el desfile del rey pasaba por St. Charles Avenue. Ryan se había ocupado de todos los preparativos, empezando por el gran desayuno a las nueve, siguiendo por el almuerzo al mediodía, además de café y té durante toda la jornada.

Yo estaba en la galería de arriba y miraba cómo corrían los niños de un lado a otro hasta la avenida, jugaban en el jardín y hasta se bañaban, puesto que hacía un día estupendo. Aunque no me acercaría a la piscina ni por todo el oro del mundo, es divertido verlos chapotear.

Es maravilloso darse cuenta de que la casa permite todo esto, incluso sin Rowan, incluso sin mí.

A eso de las cinco, cuando la reunión empezaba a decaer y algunos niños ya dormían y los demás esperaban el desfile final, mi tranquilidad llegó a su fin.

Levanté los ojos y vi que tía Viv y Aaron estaban ante mí y me miraban. Supe lo que iban a decirme antes de que me dijeran nada.

Que debería vestirme, comer algo, por lo menos los platos sin sal que habían preparado especialmente para mí, y bajar.

Que al menos debía acercarme a la avenida para ver el desfile, dijo tía Viv, el último de carnaval.

Como si yo no lo supiera.

Aaron se quedó en silencio, sin decir palabra, y luego se animó a sugerir que quizá me haría bien ver el desfile después de tantos años, para romper el mito que había construido alrededor de esta fiesta. Desde luego, él no se separaría de mí ni un minuto.

No sé lo que me pasó, pero dije que sí.

Fuera como fuese, a las seis y media empecé a caminar lentamente con Aaron hacia la avenida. Tía Viv iba delante, con Bea, Ryan y el resto de la legión, cuando de repente oí el sonido de aquellos tambores, la cadencia feroz y diabólica que parecía acompañar a un convicto que fuera a morir en la hoguera.

Me desagradó profundamente, así como todas aquellas luces en lo alto. Pero sabía que Aaron tenía razón: debía verlo. Además, no estaba asustado. Una cosa es el disgusto y otra el miedo. A pesar de mi desagrado me sentía muy tranquilo.

El gentío estaba bastante disperso, porque era el final del día, y no hubo problemas para encontrar un sitio cómodo sobre el césped pisoteado y lleno de basura desparramada tras un día de fiesta y jaleo. Me apoyé contra la parada del tranvía, con las manos a la espalda, mientras aparecían las primeras carrozas.

Esas vibrantes estructuras de papel maché que avanzaban poco a poco por la avenida, detrás de las cabezas de la jubilosa multitud, habían sido en mi niñez algo fantasmagórico.

Recordé a mi padre que me gritaba cuando yo tenía siete años: “Michael, no tienes por qué tener miedo, nada de esto es real y tú lo sabes. Tienes que vencer tu estúpido miedo a los desfiles”. Y tenía razón, claro. En aquella época, yo sentía pánico y les estropeaba, a mi madre y a él, el desfile de carnaval porque no paraba de llorar. Me sobrepuse al miedo bastante rápido, o por lo menos aprendí a ocultarlo con el paso de los años.

Pues bien, ¿qué veía ahora mientras los portadores de antorchas marchaban haciendo cabriolas y el sonido de los tambores se volvía cada vez más ensordecedor según se acercaba la primera de las orgullosas bandas de las escuelas?

Sencillamente, un espectáculo frenético y hermoso, ¿no? Mucho más brillante ahora por una única razón: junto a las potentes luces de la calle, se conservaban las antorchas, en memoria de los viejos tiempos y no por razones de iluminación, y los muchachos y muchachas que tocaban los tambores eran simplemente jóvenes guapos de rostros alegres.

Pasó entonces la carroza del rey, entre gritos y risas, un gran trono de papel maché, alto y espléndidamente decorado, con un hombre bastante refinado en lo alto, con su corona de pedrería y una peluca de largos rizos. Qué extravagante tanto terciopelo. Por supuesto, agitaba el cetro con perfecta compostura, como si aquel extraño espectáculo fuera lo más normal del mundo.

Inofensivo, era todo absolutamente inofensivo. Nada sombrío ni terrible, y nadie a punto de ser ejecutado. De pronto, la pequeña Mona Mayfair me cogió la mano. Quería que la subiera a hombros porque su padre estaba cansado.

—Claro —le dije. La parte más difícil fue volver a enderezarme con la niña encima, no era lo mejor para mi viejo corazón, ¡casi me muero!, pero lo hice, y la chiquilla se lo pasó en grande, mientras gritaba y estiraba el brazo para pedir chucherías de plástico que llovían sobre nosotros lanzadas desde las carrozas.

—Unas carrozas antiguas, muy bonitas, como las de nuestra infancia —explicó Bea—, sin todos esos aparatos mecánicos o eléctricos de ahora. —Con árboles, flores y pájaros muy elaborados, recortados en láminas de metal brillantes. Los hombres de la comparsa, enmascarados y con disfraces de satén, se afanaban en arrojar las chucherías sobre el mar de manos levantadas.

Por fin terminó el desfile. El carnaval había acabado. Ryan ayudó a Mona a bajar de mis hombros y la riñó por molestarme. Yo protesté y dije que me había divertido mucho.

Aaron y yo regresamos despacio, detrás de los demás, y mientras la fiesta recomenzaba dentro, con champán y música, ocurrió algo extraño.

Yo di mi habitual paseo nocturno por el jardín; disfrutaba de las bellas azaleas blancas que florecían por doquier y de las petunias y otras plantas anuales que los jardineros habían puesto en los macizos. Cuando llegué al mirto del fondo, me di cuenta de que por fin empezaba a brotar otra vez. Unas diminutas hojas verdes cubrían todas las ramas, aunque a la luz de la luna todavía parecía desnudo y nudoso.

Me quedé bajo el árbol unos minutos; miraba en dirección a First Street, observaba a los últimos transeúntes que volvían de la avenida y pasaban junto a la verja. Creo que me preguntaba cómo ir a buscar un cigarrillo a la casa sin que nadie me entretuviera, cuando me acordé de que no tenía ni uno. Aaron y tía Viv, por indicación del doctor, los habían tirado todos.

Así pues, estaba perdido en mis pensamientos en medio de la cálida brisa primaveral cuando vi que un niño y su madre pasaban junto a la verja, y que aquél, al verme debajo del árbol, me señalaba y decía algo a su madre sobre “aquel hombre”.

Aquel hombre.

Se me escapó una carcajada sin poder evitarlo. Yo era “aquel hombre”. Había cambiado los papeles con el Impulsor. Me había convertido en el hombre del jardín. Había asumido ahora su puesto. Sin duda, yo era el hombre del cabello oscuro de First Street, y la ironía de todo aquello me hizo reír.

No me sorprende que el hijo de puta dijera que me amaba. Tenía motivos. Me robó mi hijo, mi esposa y mi amor, y me dejó aquí plantado, en su lugar. Se llevó mi vida y me dio a cambio su fantasmagórico territorio. ¿Cómo no me iba a amar?

No sé cuánto tiempo me quedé allí, sonriéndome a mí mismo en silencio, en medio de la oscuridad, pero poco a poco empecé a cansarme. El mero hecho de estar de pie me cansa.

En aquel momento se apoderó de mí una especie de tristeza desgarradora, porque la trama parecía cobrar sentido.

Pensé que tal vez me había equivocado desde el principio y que las brujas existen de verdad. Y que todos estamos condenados.

Pero no lo creo.

Quizás Aaron, con su pasividad y su dogmática imparcialidad, pueda abrigar la idea de que todo estaba planeado, que hasta la muerte de mi padre era parte del plan y yo estaba destinado a ser el semental de Rowan y el padre del Impulsor. Pero yo no puedo aceptarlo.

Simplemente, no lo creo. No puedo.

No puedo creerlo porque mi razón me dice que semejante sistema, en el que nadie puede decidir sus propios movimientos, ser un dios o un demonio en su propio subconsciente o en su propia tiranía genética, es simplemente imposible.

La vida tiene que ser por fuerza una combinación de infinitas posibilidades de elección y accidentes fortuitos. Y si no podemos probarlo, por lo menos debemos creerlo. Debemos creer que podemos cambiar, que podemos controlar y dirigir nuestro propio destino.

Las cosas habrían podido ser diferentes. Rowan habría podido negarse a ayudar a aquel monstruo. Lo habría podido matar y todavía puede hacerlo. Es posible que detrás de sus acciones exista la trágica posibilidad de que no se resigne a destruirlo porque ahora es un ser de carne y hueso.

Y yo decidí quedarme aquí, esperarla y creer en ella, haciendo uso de mi libre albedrío.

Esta confianza en ella es el principio primordial de mi credo. Y a pesar de lo gigantesca e intrincada que esta trama de acontecimientos parezca, a pesar de lo mucho que se asemeja a todos estos diseños de senderos, barandillas y repetitivas verjas de hierro forjado que dominan este pequeño trozo de tierra, mantengo mi credo.

Creo en el libre albedrío, en la fuerza del Todopoderoso, mediante la cual caminamos por esta vida como hijos e hijas de un Dios justo y sabio, aun cuando no exista tal Ser Supremo. Y mediante el libre albedrío podemos elegir hacer el bien en esta tierra, aunque seamos mortales y no sepamos adónde vamos ni cuándo moriremos, ni si nos aguarda justicia o alguna explicación.

Creo que por medio de nuestros mejores esfuerzos podemos crear el cielo en la tierra, y lo hacemos cada vez que amamos, cada vez que abrazamos, cada vez que conseguimos crear en lugar de destruir, cada vez que anteponemos la vida a la muerte, lo natural a lo monstruoso, hasta donde podemos definirlo.

Y supongo que creo que ante los peores horrores y las peores pérdidas, la reflexión final nos pondrá en paz con nuestro espíritu. Podemos alcanzar esta paz mediante la fe en el cambio, en la voluntad y en lo fortuito, mediante la fe en nosotros mismos, en que ante la adversidad haremos más bien lo correcto que lo incorrecto.

Porque nuestro es el poder y la gloria, porque somos capaces de tener ideas y fantasías que, en última instancia, son más fuertes y duraderas que nosotros mismos.

Éste es mi credo. Por eso creo en mi interpretación de la historia de las brujas Mayfair.

Probablemente no sea muy sólida frente a los filósofos de Talamasca. Quizá ni siquiera sea incorporada al informe. Pero, por si interesa, es mi creencia y me sostiene. Y si tuviera que morir ahora mismo, no tendría miedo, porque no puedo creer que nos aguarde el horror y el caos.

Y si no es así, entonces estamos en las garras de una asombrosa ironía y todos los espectros del infierno pueden bailar tranquilamente en el salón, puede existir el diablo y las personas que queman a otras serían perfectamente normales. Puede existir cualquier cosa.

Pero el mundo, sencillamente, es demasiado hermoso para que sea así.

Por lo menos así me lo parece ahora, cuando estoy aquí, sentado en la mecedora del porche, y escribo a la luz de la lámpara distante del salón, ahora que todos los ruidos del carnaval se han acallado.

Nuestra capacidad para el bien es tan espléndida como esta brisa aterciopelada que viene del sur, como el olor a la lluvia que empieza a caer con un débil murmullo sobre las hojas brillantes, suave como hebras de plata que atraviesan la envolvente textura de la oscuridad.

Vuelve a casa, Rowan. Te espero».