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En algún momento antes del anochecer se dio cuenta de que estaba en la unidad de vigilancia intensiva y de que su corazón se había detenido tres veces: en la piscina, de camino al hospital y en la sala de urgencias. Ahora le regulaban el ritmo cardíaco con un potente medicamento llamado lidocaína, que lo mantenía atontado, incapaz de hilar un pensamiento completo.

Aaron tenía permiso para entrar a verlo cada hora durante cinco minutos. En algún momento también entró tía Viv. Y luego Ryan.

Algunas caras aparecían sobre su cama; diferentes voces le hablaban. Cuando el médico entró a explicarle que la debilidad que sentía era normal, ya era de día. Tenía buenas noticias: el músculo cardíaco no había sufrido grandes lesiones; de hecho, se estaba recuperando. Continuarían administrándole medicación reguladora y drogas para disolver el colesterol. Descansar y curarse fueron las últimas palabras que escuchó antes de caer dormido de nuevo.

Debió de ser en Nochevieja cuando por fin le explicaron todo. Para entonces le habían reducido la medicación y ya podía entender una frase completa.

Cuando llegó el camión de los bomberos no había nadie en la casa. Sólo la alarma que sonaba. Alguien había roto los protectores de cristal y apretado los botones auxiliares de alarma de incendio, policía y urgencias médicas. Los bomberos entraron por delante y cuando fueron al fondo vieron de inmediato el cristal roto de la puerta, todas las sillas de la galería tiradas y sangre sobre las piedras. Después vieron una sombra oscura que flotaba en la superficie de la piscina.

Aaron y la policía habían llegado en el momento en que reanimaban a Michael. Registraron toda la casa pero no encontraron a nadie. Inexplicablemente había sangre en toda la casa y señales de una especie de fuego. Los armarios y los cajones de arriba estaban abiertos y sobre la cama había una maleta a medio hacer. Pero no había rastros de ninguna pelea.

Fue Ryan, más tarde, aquel mismo día, quien se dio cuenta de que no estaba el Mercedes de Rowan, ni su bolso y toda su documentación. Nadie encontró tampoco su maletín médico, pese a que los primos estaban seguros de haberlo visto en alguna oportunidad.

Ante la falta de explicaciones coherentes de lo ocurrido, cundió el pánico en la familia. Era demasiado pronto para declarar a Rowan desaparecida, pero la policía empezó una investigación extraoficial. Antes de medianoche encontraron su coche en el aparcamiento del aeropuerto y confirmaron que, esa misma tarde, había comprado dos billetes a Nueva York. El avión había llegado a horario a su destino. Un empleado recordaba haberla visto en compañía de un hombre alto. La azafata también recordaba que ambos habían hablado y bebido durante todo el viaje. No había ninguna prueba de coerción o actuación ilegal. La familia no podía hacer nada más que esperar a que Rowan se pusiera en contacto con ellos, o que Michael explicara lo sucedido.

Tres días más tarde, el 29 de diciembre, recibieron un telegrama de Rowan procedente de Suiza, en el que explicaba que se quedaría en Europa durante un tiempo y que enviaría instrucciones respecto a sus asuntos. El telegrama contenía una serie de palabras en clave que sólo conocían la designada del legado y el bufete Mayfair y Mayfair. El mismo día recibieron instrucciones para que transfirieran una suma importante de dinero a un banco de Zurich con la clave correcta. Mayfair y Mayfair no tenía motivos para poner en tela de juicio las instrucciones recibidas.

El 6 de enero, cuando trasladaron a Michael de la unidad de vigilancia intensiva a una habitación individual, Ryan fue a visitarlo, visiblemente incómodo y confuso por los mensajes que tenía que transmitirle. Trató de actuar con el mayor tacto posible.

Rowan estaría ausente por tiempo «indefinido». Su paradero exacto era desconocido, pero se había puesto en contacto a menudo con Mayfair y Mayfair a través de un bufete de abogados de París.

La propiedad absoluta de la casa de First Street pasaría a manos de Michael. Ningún miembro de la familia tenía la intención de discutir su derecho exclusivo sobre la casa. Estaría en sus manos hasta el día de su muerte, tras lo cual volvería a formar parte del legado, según las disposiciones.

En cuanto a los gastos personales de Michael, tenía carta blanca hasta donde lo permitiera la fortuna de Rowan. En otras palabras, tendría todo el dinero que quisiera o que pidiera, sin límites.

Michael ni siquiera escuchó todo lo que Ryan le dijo. En realidad, no era necesario que le explicara, ni a él ni a nadie más, la ironía de aquel giro de los acontecimientos, ni la forma en que sus pensamientos habían dado vueltas día y noche —en aquel estado sombrío producido por los medicamentos— sobre los cambios habidos en su vida desde sus más lejanos recuerdos.

Cuando cerró los ojos volvió a ver a todas las brujas Mayfair en medio del fuego y el humo. Oyó el redoble de los tambores, la risa aguda de Stella, y percibió el hedor de las llamas.

Luego todo se disolvía.

Volvía la calma y el silencio de su primera infancia, cuando paseaba con su madre por First Street, aquella noche lejana de carnaval, mientras pensaba: «Ah, qué hermosa casa».

Ryan le explicó que todos esperaban que siguiera viviendo en la casa, que Rowan regresara y que de algún modo se reconciliaran. No sabía qué decir, parecía turbado y profundamente afectado. Para finalizar añadió, en voz baja, que la familia «sencillamente no comprendía lo sucedido».

Varias respuestas posibles pasaron por la mente de Michael. Por ejemplo, alguna explicación fría y distante. Se imaginó a sí mismo haciendo algún comentario misterioso para alimentar las viejas leyendas de la familia, oscuras alusiones al número trece, a la entrada y al hombre, comentarios que quizá serían discutidos durante los años venideros en los jardines, las cenas y los funerales. Pero era inconcebible hacer algo así, era fundamental que guardara silencio.

Se oyó entonces a sí mismo decir, con extraordinaria convicción: «Rowan volverá», y nada más.

En el silencio que siguió, Ryan se derrumbó. Dijo que no podía comprender en qué habían fallado él o la familia. Le contó que Rowan había empezado a sacar de sus manos enormes sumas de dinero, que había dejado de lado el proyecto del centro médico. Y no comprendía lo que había pasado.

—No es culpa tuya —lo tranquilizó Michael—, tú no tienes nada que ver con lo ocurrido.

Al cabo de un rato, durante el cual Ryan se quedó allí, sentado, aparentemente avergonzado por haber perdido la compostura, confundido y vencido, Michael añadió:

—Rowan volverá. Espera y verás. Esto no ha terminado.

El 10 de febrero, Michael salió del hospital. Todavía estaba muy débil, lo que resultaba de lo más frustrante, pero su músculo cardíaco había experimentado una notable mejoría. En general, estaba bien de salud. Aaron lo llevó al centro en un lujoso coche negro.

El conductor del coche era un mulato de piel clara llamado Henri, que se instalaría en la garçonnière, detrás del roble de Deirdre, y se ocuparía de él.

El día era cálido y despejado. Después de Navidad había habido algunas heladas y lluvias torrenciales, pero ahora el tiempo era francamente primaveral. Las azaleas rosadas y rojas estaban en flor por todo el jardín. Los olivos habían recuperado su follaje tras las heladas y las hojas de los robles eran de un verde nuevo y brillante.

Todo el mundo estaba contento, explicó Henri, porque carnaval «estaba al caer». Los desfiles empezarían cualquier día de éstos.

Michael dio un paseo por el jardín. Habían quitado todas las plantas tropicales muertas, y los nuevos plátanos empezaban a crecer de los tocones estropeados por las heladas. Hasta las gardenias dejaban caer sus hojas marchitas para que brotaran las nuevas, brillantes y oscuras. Los mirtos blancos todavía estaban desnudos, pero era normal. Las camelias se vestían de capullos rojos a lo largo de la verja. Y las magnolias acababan de perder sus flores enormes, dejando los senderos de piedra cubiertos de pétalos rosados.

Incluso la casa estaba reluciente, limpia y en perfecto orden.

Michael, durante días, recibió una procesión de visitas. Fueron a visitarlo Lily y Bea, después Cecilia, Clancy y Pierce; Randall pasó con Ryan, que tenía varios papeles para que firmara, y muchos otros cuyos nombres no conseguía recordar. A veces hablaba con ellos y otras no.

Pero se daba cuenta de lo afectados que estaban los primos. Lo disimulaban, pero estaban perplejos. Se sentían incómodos en la casa y, por momentos, hasta asustados.

Michael, en cambio, no. Para él, la casa estaba vacía y limpia. Y conocía palmo a palmo cada una de las reparaciones, los colores de pintura empleados, cada trozo de revoque o de madera. Era su obra maestra, desde las cañerías de cobre hasta el parqué de pino que él mismo había pulido y encerado. Se sentía bien en ella.

—Me alegra que ya no uses esos horribles guantes —le comentó Beatrice. Era domingo, la segunda vez que iba a visitarlo, y estaban sentados en la cama.

—No, ya no los necesito —respondió Michael—. Es algo de lo más extraño, pero después del accidente de la piscina mis manos han vuelto a la normalidad.

—¿Ya no ves cosas?

—No. Quizá nunca usé el poder del modo correcto, o en el momento adecuado, así que lo he perdido.

—Más bien parece una bendición —dijo Bea, tratando de ocultar su confusión.

—Ahora ya no importa.

Aaron se encontró con ella en la puerta y Michael oyó por casualidad que Bea le decía:

—Parece diez años más viejo. —En realidad, lloraba mientras le rogaba a Aaron que le explicara cómo había sucedido semejante tragedia—. Después de todo, creo que esta casa está maldita, llena de maldad. No tendrían que haber venido a vivir aquí. Deberíamos habérselo impedido. Intente sacarlo de aquí.

Michael volvió a su habitación y cerró la puerta a sus espaldas.

Se miró al espejo de la vieja cómoda de Deirdre y vio que Bea tenía razón: parecía más viejo. No se había dado cuenta de que tenía las sienes canosas y mechones grises por toda la cabellera. Y más arrugas, muchas más, sobre todo alrededor de los ojos.

De repente sonrió. Ni siquiera se había dado cuenta de lo que se había puesto encima aquella tarde. Ahora veía que llevaba el batín de satén con solapas de terciopelo que Bea le había mandado al hospital. Tía Viv se lo había dejado preparado para que se lo pusiera. Imagínate, Michael Curry, el chaval del Canal Irlandés, con una cosa así, pensó.

Eh bien, monsieur —se dijo imitando la voz de Julien que había oído en aquella calle de San Francisco.

Hasta su expresión había cambiado, parecía como si tuviera el toque de resignación de Julien.

Bajó la escalera poco a poco, como le había recomendado el doctor, y entró en la biblioteca. Desde la muerte de Carlotta el escritorio siempre había estado vacío, así que lo había convertido en su mesa de trabajo. Se sentaba allí para llevar su cuaderno de notas, su diario.

Desde luego, se lo había contado todo a Aaron. Y él era la única persona con la que hablaba del tema.

Pero necesitaba aquella relación silenciosa y contemplativa con la página en blanco, para vaciar su alma por completo. Era muy agradable sentarse en aquella habitación y mirar de vez en cuando a través de las cortinas de encaje a los transeúntes que se dirigían a St. Charles Avenue a ver el desfile de Venus. Sólo faltaban dos días para el martes de carnaval.

Lo único que no le gustaba era el sonido de los tambores que por momentos rompían el silencio. Los había oído el día anterior y le habían desagradado profundamente.

Cuando se cansó de escribir, sacó su ejemplar de Grandes esperanzas del estante, se acomodó en un extremo del sillón de cuero, junto a la chimenea, y empezó a leer. Dentro de un rato llegarían Eugenia y Henri y le traerían algo de comer. No sabía si comería o no.