52

Trataba de despertarse, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo volvía a hundirse, pesado y adormilado, dentro del mullido edredón de plumas que lo cubría. La desesperación se apoderaba de él y desaparecía a continuación.

Por fin lo despertaron las náuseas. Le pareció una eternidad el tiempo que estuvo en el suelo del baño, contra la puerta, vomitando con tanta violencia que después de cada arcada un dolor agudo le atenazaba las costillas. Cuando ya no tuvo nada más que arrojar, sólo le quedaron las náuseas sin promesa de alivio.

El cuarto parecía inclinado. Al final tuvieron que forzar la puerta y levantarlo del suelo. Quería decir que sentía haber cerrado, que había sido un acto reflejo, que había intentado llegar al picaporte, pero no le salían las palabras.

Medianoche. Vio la esfera del reloj de la cómoda. Medianoche de Nochebuena. Se esforzó por decir que aquello tenía sentido, pero era imposible hacer nada más que pensar en aquel ser, de pie detrás de la cuna del pesebre. Otra vez se hundía, y su cabeza tocaba la almohada.

Cuando volvió a abrir los ojos, el médico le hablaba de nuevo, aunque no conseguía recordar cuándo lo había visto antes.

—Señor Curry, ¿sabe qué le inyectaron?

No, pensé que ella quería matarme. Pensé que iba a morir. El solo hecho de intentar mover los labios le daba náuseas. Todavía se veía la negrura de la noche detrás de los cristales helados.

—… por lo menos otras ocho horas —decía el médico—. Todo lo demás es normal. Si pide algo de beber, denle sólo agua. Si hay algún cambio…

Bruja traicionera. Todo destruido. El hombre le sonreía desde el pesebre. Por supuesto, ése era el momento. El instante preciso. Sabía que la había perdido para siempre. La misa del gallo había terminado. Su madre lloraba porque había muerto su padre. Ahora nada volverá a ser como antes.

—Duerme. Estamos aquí, contigo.

He fracasado. No pude detenerlo. La he perdido para siempre.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—Desde ayer por la noche.

Navidad por la mañana. Miraba por la ventana con miedo a moverse, por las náuseas.

—Ya no nieva, ¿verdad? —Apenas escuchó la respuesta.

Se obligó a sentarse. No estaba tan mal como antes. Dolor de cabeza, sí, y la vista un poco borrosa, pero no era peor que una resaca.

Toda su ropa estaba en el armario, y había un pequeño neceser de viaje en el cuarto de baño. Se duchó, combatiendo algún mareo ocasional, se afeitó deprisa y descuidadamente con la maquinilla desechable y salió del cuarto de baño.

—Tengo que volver allí a ver qué ha sucedido.

—Le suplico que espere —dijo Aaron—. Coma un poco y espere a sentirse bien.

—Da igual cómo me siento. ¿Puede dejarme un coche? Si no, haré autostop.

Miró por la ventana. Todavía había nieve. Las carreteras estarían peligrosas, pero debía ir.

—¿Qué piensa hacer? No tiene ni idea de lo que encontrará. Rowan me dijo anoche que me ocupara de usted, que me ocupara de que no regresara.

—Al diablo con lo que ella dijo. Me voy.

—Entonces yo también voy.

—No, usted se queda aquí. Esto es algo entre ella y yo. Déjeme un coche, quiero irme.

Era un enorme Lincoln gris, un coche de ciudad, no muy de su gusto, aunque el tapizado suave de cuero era agradable y la máquina realmente corría cuando cogió la autopista. Aaron lo había seguido en otro coche hasta entonces. Pero en cuanto él empezó a adelantar un coche tras otro, lo perdió de vista.

Había nieve sucia a un lado de la carretera. El hielo se había derretido y el cielo era de un azul tan inmaculado que hacía que todo pareciera limpio y diáfano. La cabeza le dolía mucho y cada quince minutos sentía arcadas y mareos. Simplemente trataba de quitárselos de encima mientras mantenía el pedal del gas a fondo.

Iba a ciento cincuenta por hora cuando llegó a Nueva Orleans. Frenó de golpe, y el vehículo casi patinó cuando tomó por St. Charles Avenue. El tráfico se deslizaba lentamente entre franjas de nieve sucia.

Al cabo de cinco minutos, giraba a la izquierda por First Street y el coche volvía a patinar peligrosamente. Frenó y se deslizó unos metros por el asfalto. Al final vio la casa, que se alzaba como una fortaleza cubierta de nieve, en su esquina oscura y sombría.

La cancela estaba abierta. Abrió la puerta principal con su propia llave y entró.

Se quedo petrificado durante un momento. Había sangre por el suelo y la huella sanguinolenta de una mano en el marco de la puerta. Algo parecido al hollín cubría las paredes.

El olor era asqueroso, parecido al de la habitación en la que había agonizado y muerto Deirdre.

Coágulos de sangre en la puerta de la sala, huellas de pies descalzos. Sangre sobre la alfombra china y una sustancia viscosa sobre las maderas del parqué. El árbol de Navidad tenía las luces encendidas, como un centinela absorto en un extremo del salón, un testigo sordo y ciego que nada podía declarar.

La cabeza le estallaba de dolor, pero no era nada comparado con el dolor de pecho y la taquicardia. La adrenalina le inundaba las venas mientras apretaba convulsivamente el puño derecho.

Se dio la vuelta, salió del salón al vestíbulo y enfiló hacia el comedor.

Sin un solo sonido, una figura dio un paso y cruzó el quicio en forma de cerradura de la puerta; lo miró un instante y apoyó una mano delgada en el marco.

Era un gesto extraño. La figura se mostraba insegura, tambaleante, impresionada quizá por la luz que entraba del porche. Michael se detuvo y la estudió, esforzándose por comprender lo que estaba viendo.

Era un hombre, vestido con unos pantalones muy holgados y una camisa. Nunca había visto un hombre así. Era muy alto, casi un metro noventa, y desproporcionadamente delgado. Los pantalones eran demasiado grandes y los llevaba muy ceñidos a la cintura; llevaba una camisa suya, una vieja camisa de deporte. Le colgaba como una túnica de una percha. Tenía una cabellera espesa, rizada y negra, y ojos grandes y azules, pero por lo demás se parecía a Rowan. Su misma piel, suave y joven, y unos labios idénticos, aunque algo más carnosos y sensuales. En los ojos del hombre, pese al color azul, estaba Rowan, así como en la sonrisa, súbita y fría.

Dio otro paso hacia Michael y éste vio que caminaba con inseguridad. Un resplandor emanaba de él. De pronto se dio cuenta que parecía un recién nacido, que tenía el suave brillo elástico de un bebé. Las manos largas y delgadas eran tersas como las de una criatura y el rostro no tenía ninguna línea de carácter.

Sin embargo, la expresión no era de bebé. Estaba llena de asombro, de aparente amor y de terrible burla.

Michael se abalanzó sobre él y lo cogió por sorpresa. Le apretó los brazos, fuertes y delgados, y se quedó impresionado y horrorizado por la suave carcajada viril que brotó de sus labios.

«El Impulsor, vivo antes, vivo otra vez, de carne y hueso, ¡te ha derrotado! Tu hijo, tus genes, tu carne y la de ella, te ama, te ha derrotado, te ha usado, gracias, mi padre elegido».

Un gemido escalofriante brotó de los labios de Michael.

—¡Has matado a mi hijo! ¡Rowan, le has dado nuestro hijo! —Era un grito gutural, de angustia, las palabras horadaban sus propios oídos—. ¡Rowan!

La criatura se apartó precipitadamente de él, hacia atrás, chocó contra la pared del comedor, extendió los brazos y rió. Empujó a Michael; una mano enorme y blanda que cayó sobre su pecho y lo lanzó contra la mesa del comedor.

—Soy tu hijo, padre, apártate. ¡Mírame!

Michael se incorporó.

—¿Mirarte? Te mataré.

Se lanzó sobre la criatura, pero ésta lo esquivó y se metió en la despensa, con los brazos extendidos, como burlándose de él. Fue haciendo eses hacia atrás y cruzó la puerta de la cocina. Las piernas se le torcían y las volvía a enderezar como una marioneta. Otra vez se oyó aquella risa sonora y profunda, llena de absurda diversión. Era una risa loca, igual que los ojos de aquel ser, llenos de delirante y despreocupada satisfacción.

Michael volvió sobre él y lo lanzó contra la puerta. Se rompieron los cristales y se disparó la alarma de la casa, y aquel enloquecido repiqueteo se sumó a la confusión.

La criatura levantó unos brazos larguiruchos y miró a Michael con asombro, mientras éste le asía la garganta con las manos; aquel ser apretó entonces los puños y le dio un golpe en la mandíbula.

Michael perdió el equilibrio y rodó por el suelo. La puerta de cristal de la cocina estaba abierta, la alarma aún sonaba, y la criatura corrió hacia la piscina, tropezando y retozando con gran torpeza.

En el momento en que se lanzaba tras él, vio a Rowan por el rabillo del ojo que bajaba por la escalera de la cocina a toda prisa.

—¡Michael, apártate de él! —oyó que gritaba.

—¡Tú lo has hecho, Rowan! ¡Le has dado nuestro hijo! ¡Está dentro de nuestro hijo! —Se volvió con los puños apretados, pero no pudo pegarle. Se quedó inmóvil, y la miró.

Era la viva imagen del terror: pálida, los labios húmedos y temblorosos. Michael estaba indefenso y tiritaba; el dolor le comprimía el pecho, pero se volvió y observó a la criatura.

Patinaba de un lado a otro sobre la nieve que cubría las lajas que bordeaban el agua azul de la piscina. Inclinaba la cabeza hacia delante y apoyaba las manos en las rodillas. Señaló a Michael y dijo con una voz alta y clara, que se alzó por encima del repiqueteo agudo de la alarma:

—¡Te sobrepondrás, como dicen los mortales, saldrás de esto, como dicen los mortales! Has creado un hijo, Michael. Yo soy tu obra. Te amo. Siempre te he amado. El amor siempre ha sido la definición de mi ambición. Me ofrendo a ti con amor.

Michael salió corriendo, y Rowan detrás de él. Fue directo hacia aquel monstruo, resbaló sobre la nieve, y se soltó de Rowan, que trataba de detenerlo tironeándolo con toda su fuerza. De pronto sintió un dolor agudo en el cuello, ella había cogido el medallón de san Miguel, se había quedado con la cadena rota en la mano y el medallón se había caído en la nieve. Lloraba y le pedía que se detuviera.

No tenía tiempo para ella. La esquivó, al tiempo que su poderosa izquierda salía disparada contra la sien de la criatura. Ésta lanzó otra carcajada a pesar de que sangraba por el golpe. Se inclinó, dio un rodeo, resbaló sobre el hielo y trastabilló con las sillas de hierro, que se cayeron.

—Mira lo que has hecho, ni te imaginas lo que siento. ¡No sabes cuánto he esperado este momento, este momento extraordinario!

Con un giro inesperado, cogió el brazo derecho de Michael y se lo torció dolorosamente hacia atrás, levantando las cejas, con una sonrisa que dejaba a la vista unos dientes brillantes, que resaltaban sobre la lengua rosada. Nuevos, relucientes, prístinos, como los de un niño.

Michael le lanzó otro puñetazo sobre el pecho y sintió el crujido de los huesos.

—Te gusta, ¿eh?, maldito monstruo, codicioso hijo de puta. ¡Muérete! —Le escupió y le lanzó otro golpe con la izquierda, pese a que la criatura estaba cogida a su brazo derecho como si fuera una bandera desplegada, atada a él.

Le sangraba la boca.

—Te gusta, ¿eh? —exclamó Michael—. Te gusta sangrar, ¿eh?, hijo mío, sangre de mi sangre —rugió. A pesar de que el Impulsor le retorcía el brazo derecho y no conseguía soltarse, le apretó la garganta lechosa y le hundió el pulgar en la tráquea, al tiempo que le daba un rodillazo en los testículos—. Ah, la bruja te ha fabricado completo, ¿eh?, con todo lo que hay que tener, ¿verdad?

Michael volvió a ver a Rowan, pero esta vez el monstruo tropezaba contra ella y la tiraba hacia la balaustrada. Al fin le soltó el brazo.

Chillaba de dolor y tenía los ojos en blanco. Antes de que Rowan se pusiera en pie otra vez, el Impulsor se echó hacia atrás, levantó los hombros como si fueran alas, alzó la cabeza y gritó:

—Me estás enseñando muy bien, padre. ¡Sí, me estás enseñando muy bien!

Un aullido feroz ahogó las palabras y se lanzó contra Michael a la carrera, asestándole un cabezazo en medio del pecho que lo arrojó a la piscina.

El grito de Rowan fue ensordecedor, mucho más alto y agudo que la alarma.

Pero Michael ya había caído en el agua helada. Se hundió hacia el fondo, la superficie azul brillaba en lo alto, lejos de él. La temperatura del agua le cortó la respiración. Estaba inmóvil, el frío lo quemaba, ni siquiera podía mover los brazos. De pronto sintió que su cuerpo tocaba el fondo.

En aquel momento, con gestos desesperados, convulsos, trató de alcanzar la superficie; la ropa le pesaba como si unos dedos lo cogieran y lo arrastraran hacia abajo. En el instante en que su cabeza salió a la superficie, sintió que otro golpe violento lo hundía otra vez, mientras sus manos se agitaban en el aire e intentaban en vano agarrar a ese monstruo que lo hundía. Tragó una y otra vez agua helada.

Volvió a ver el Pacífico, infinito y gris, y las luces de Cliff House, amortiguadas y difusas, mientras las olas se agitaban alrededor de él.

Sólo que esta vez no viajaba hacia lo alto, no se elevaba boyante y libre como aquel día, directamente hacia el cielo gris plomizo y las nubes, desde donde veía toda la tierra con sus millones y millones de diminutos seres.

Esta vez estaba en un túnel, y algo tiraba de él desde abajo, un túnel oscuro y cerrado que parecía no tener fin. Cayó en picado, en silencio, sin ninguna voluntad y lleno de una vaga sorpresa.

Al final lo envolvió un cegador resplandor de luz roja. Había caído en un lugar conocido. Sí, los tambores, oía los tambores, la vieja cadencia de carnaval, el desfile que avanzaba velozmente por la cansina oscuridad del invierno del martes de carnaval; y el resplandor de las llamas era el resplandor de las antorchas debajo de los retorcidos nudos de los robles; y su miedo era el miedo tan conocido de su infancia; y todo estaba allí, al fin sucedía lo que siempre había temido, no el mero reflejo de un sueño ni las visiones que había tenido con el camisón de Deirdre en sus manos, sino aquí, alrededor de él.

Sus pies habían tocado un suelo humeante, y mientras trataba de levantarse vio que las ramas de los robles atravesaban el techo del salón y envolvían la araña en un denso follaje que llegaba hasta los altos espejos. Estaba de verdad en la casa. Montones de cuerpos retorcidos en la oscuridad. ¡Y él caminaba por encima de ellos! Formas grises, desnudas, que fornicaban y se contorsionaban entre las llamas y en las sombras, el humo que subía en volutas y oscurecía las caras de aquellos que lo rodeaban y miraban. Pero él sabía quiénes eran. Camisas de tafetán, telas que lo rozaban. Trastabilló e intentó conservar el equilibrio, pero su mano tocó precisamente una roca ardiendo y sus pies se hundieron en una inmundicia humeante.

Las monjas se acercaban en círculo, figuras altas vestidas de negro con tocas blancas almidonadas, monjas cuyos rostros y nombres conocía desde su niñez, con los rosarios de sonoras cuentas, mientras avanzaban a paso firme sobre el parqué de pino y cerraban el círculo alrededor de él. Stella entró en el círculo, ojos encendidos, pelo ondulado y brillante por los ungüentos; le tendió la mano y lo atrajo hacia ella.

—Dejadlo solo, puede levantarse por su cuenta —dijo Julien.

Allí estaba, con su cabello blanco rizado y sus pequeños ojos negros, brillantes, vestido con ropa elegante, inmaculada, mientras le hacía señas con la mano y sonreía.

—Vamos, Michael, levántate —le dijo con su fuerte acento francés—. Ahora estás con nosotros, ya casi ha terminado todo, deja ya de luchar.

—Sí, levántate, Michael. —Era Mary Beth. Su blusa negra de tafetán le rozaba la cara. Una mujer alta, imponente, con una cabellera llena de mechones grises.

—Ahora estás con nosotros, Michael. —Era Charlotte. Radiante pelo rubio, un pecho protuberante bajo el escote de tafetán. Lo levantaba pese a que él se esforzaba por apartarse. Su mano le atravesaba directamente el pecho.

—¡Basta, apártate de mí! —gritó él—. Vete.

Stella sólo llevaba una combinación, que le caía del hombro; tenía un lado de la cara cubierto de sangre, que manaba del agujero de un balazo.

—Ven, Michael, cariño, ahora estás aquí para quedarte, ¿no lo ves?, ha terminado, cariño. Has hecho un buen trabajo.

Los tambores repiqueteaban cada vez más cerca, al compás de una orquesta de dixieland, y el ataúd estaba abierto en un extremo de la habitación, con velas alrededor. ¡Las cortinas quemarían con las velas y todo el lugar ardería!

—Ilusiones, mentiras —exclamó él—. Es un engaño. —Trató de levantarse, de saber hacia dónde escapar, pero dondequiera que mirase veía ventanas de nueve cristales, puertas en forma de cerradura, y las ramas de los robles que horadaban el techo, las paredes y la casa entera, que parecía una enorme trampa que se transformaba alrededor de las ramas nudosas de los violentos árboles. Las llamas se reflejaban en los altos espejos, las sillas y los sillones estaban cubiertos de hiedras salvajes y de camelias en flor.

De repente, la mano de una monja le golpeó la cara con fuerza. El dolor lo sorprendió y enfureció.

—¡Qué has dicho, niño! ¡Por supuesto que estás aquí! ¡De pie! —Aquella áspera voz chillona—. ¡Niño, responde!

—¡Apártate de mí! —La empujó, aterrorizado, pero su mano pasó a través de ella.

Julien, de pie, con las manos a la espalda, sacudía la cabeza. Y detrás de Julien estaba el apuesto Cortland, con la misma expresión que su padre, la misma sonrisa burlona.

—Michael, debería ser obvio para ti que lo has hecho espléndidamente —dijo Cortland—. Te has acostado con ella, la has traído de vuelta, la has dejado embarazada. Exactamente lo que queríamos que hicieras.

—No queremos luchar —explicó Marguerite. Una cabellera de bruja le cubría el rostro mientras le tendía la mano—. Estamos del mismo lado, mon cher. Levántate, por favor, ven con nosotros.

—Ven, Michael, eres tú mismo quien crea toda esta confusión —intervino Suzanne, con esos ojos bobalicones, brillantes, y unos pechos que sobresalían por los harapos sucios, mientras trataba de ayudarlo a ponerse en pie.

—Sí, hijo mío, lo has hecho —explicó Julien—. Eh bien, habéis estado maravillosos, los dos, Rowan y tú, nacisteis para hacer precisamente lo que habéis hecho.

—Y ahora puedes volver con nosotros —dijo Deborah. Levantó las manos para que los demás se apartaran, las llamas crecían detrás de ella, el humo giraba por encima de su cabeza. La esmeralda brillaba y titilaba sobre su vestido de terciopelo azul oscuro. La chica de la pintura de Rembrandt, tan hermosa, con sus mejillas rosadas y sus ojos azules, tan hermosa como la esmeralda—. ¿No lo ves? Éste es el pacto. Ahora que él ha conseguido entrar, todos nosotros también lo haremos. Rowan sabe cómo hacerlo, del mismo modo que él lo consiguió. No, Michael, no luches. Tú deseas estar con nosotros aquí, ligado a la tierra, esperando tu turno, de otro modo tan sólo lograrías morir para siempre.

—Ahora todos estamos salvados, Michael —intervino la frágil Antha, vestida como una chiquilla, con un sencillo vestido floreado. La sangre que le manaba de la nuca aplastada le chorreaba por ambos lados de la cara—. No puedes imaginar cuánto hemos esperado. Aquí llegas a perder la noción del tiempo…

—Pero esta casa seguirá en pie eternamente —dijo Maurice, con seriedad, recorriendo el techo con la mirada, las molduras, los candelabros inclinados—, gracias a tus denodados esfuerzos por restaurarla, y tendremos un sitio seguro y maravilloso donde esperar nuestro turno para convertirnos otra vez en seres de carne y hueso.

—Estamos muy contentos por tenerte entre nosotros, cariño. —Era Stella, con la misma expresión de aburrimiento, y movía el peso de su cuerpo, de pie, para que la seda de la combinación se adhiriera mejor sobre su cadera—. No querrás perderte una oportunidad como ésta.

—¡No os creo! ¡Sois mentiras, invenciones! —gritó Michael; dio una vuelta con rapidez y su cabeza golpeó la pared color melocotón claro. La maceta con el helecho se cayó al suelo. Aquellas parejas se retorcían ante él y protestaban, mientras los pies de Michael atravesaban la espalda de un hombre, el vientre de una mujer.

Stella se rió, cruzó corriendo la habitación y se lanzó dentro del ataúd forrado de satén al tiempo que levantaba una copa de champán. Los tambores sonaban cada vez más fuerte. ¿Por qué no se incendia todo, por qué no se quema todo?

—Porque esto es el infierno, hijo —explicó la monja, y levantó la mano para abofetearlo otra vez—, y simplemente arde y arde.

—Lo único que puedes hacer ahora es quedarte con nosotros y volver a entrar —dijo Deborah—. ¿No lo comprendes? La puerta está abierta, es sólo cuestión de tiempo. El Impulsor y Rowan nos harán pasar: primero Suzanne, luego yo, después…

—No, espera un minuto, yo nunca estuve de acuerdo con ese orden —dijo Charlotte.

—Ni yo —añadió Julien.

—¡Quién ha hablado de ningún orden! —rugió Claudette; se despojó de la colcha de una patada y se incorporó en la cama.

—¿Por qué sois tan tontos? —preguntó Mary Beth, con aire aburrido y práctico—. Dios mío, si ya se ha cumplido todo y ahora no hay límites. La transmutación puede efectuarse todas las veces que se quiera. ¿Os imagináis la excelente calidad que tendrán nuestros tejidos y los genes mutantes? En realidad, es un avance científico de asombrosa brillantez.

—Absolutamente natural, Michael, y entender esto es entender la esencia del mundo, entender que las cosas están… hummm, más o menos predeterminadas —dijo Cortland—. ¿No te das cuenta de que has estado en nuestras manos desde el principio?

—Ésa es la clave para que lo comprendas —dijo Mary Beth, tratando de razonar.

—El fuego que mató a tu padre no fue un accidente… —añadió Cortland.

—¡No me digáis eso! —gritó Michael—. Vosotros no lo habéis hecho. No lo creo. ¡No lo acepto!

—… para hacerte como eres y asegurarnos que tuvieras la deseada combinación de sofisticación y encanto que atrajera a Rowan, de modo que bajara la guardia…

—No os molestéis en hablar con él —intervino, bruscamente, la monja; las cuentas del rosario colgaban de su cinturón—; es incorregible. Dejádmelo a mí, yo lo arreglaré.

—No es verdad —dijo él, tratando de apartar la vista del resplandor de las llamas mientras el redoble de los tambores le perforaba las sienes—. Ésa no es la explicación —gritó, por encima de los tambores—, no es el sentido final.

—Michael, te lo advertí —era la compasiva vocecilla de la hermana Bridget Marie, que asomaba la cabeza junto a la monja cruel—, te dije que eran brujas, llenas de oscuros secretos.

—Ven aquí, toma un poco de champán —dijo Stella— y deja de crear todas estas imágenes infernales. ¿No te das cuenta de que cuando estás ligado a la tierra creas tu propio entorno?

—Sí, estás haciendo que todo sea muy desagradable aquí —intervino Antha.

—Aquí no hay fuego —dijo Stella—, está en tu cabeza. Ven, bailemos al compás de los tambores. Ah, he madurado tanto que hasta me gusta esta música. ¡Tus locos tambores de carnaval!

Los pulmones le ardían, su pecho estaba a punto de reventar.

—No pienso creerlo. Todos vosotros sois su broma, su triquiñuela, su confabulación…

—No, mon cher —insistió Julien—, somos la respuesta final, el sentido.

Mary Beth sacudió la cabeza con tristeza.

—Siempre lo fuimos. —Lo miraba a los ojos.

—¡No es verdad, maldita sea!

Al fin estaba de pie. Se apartó torpemente de la monja y agachó la cabeza para esquivar la bofetada. Resbaló y pasó a través de ella y de la forma densa de Julien, cegado durante un instante, pero emergiendo libre y ajeno a las risas y los tambores.

Las monjas cerraron filas, pero él las atravesó. Nada lo detendría. Veía la salida, veía la luz que se filtraba por la puerta en forma de cerradura.

—No pienso creerlo, no pienso…

—Querido, trata de recordar la primera vez que te ahogaste —dijo Deborah, que se colocó junto a él y trataba de cogerle la mano—. ¿Recuerdas que cuando estabas muerto te explicamos que te necesitábamos y tú estuviste de acuerdo? Por supuesto, sabíamos que negociabas por tu vida, que mentías, así que si no hacíamos que lo olvidaras, sabíamos que nunca lo cumplirías…

Sólo faltaban unos metros para llegar a la puerta; podía hacerlo. Se lanzó hacia allí; tropezó de nuevo con los cuerpos que se apilaban en el suelo, pisó espaldas, hombros, cabezas, y el humo le escocía en los ojos. Pero se acercaba cada vez más a la puerta.

Y había una figura en el quicio, y conocía ese casco, aquel capote, el uniforme. Sí, sabía que era alguien muy familiar.

—¡Estoy saliendo! —gritó.

Pero sus labios apenas se movieron.

Estaba tumbado de espaldas.

Tenía el cuerpo atenazado por ráfagas de dolor, lo envolvía un silencio helado. El cielo, en lo alto, era de un azul deslumbrador.

Oyó la voz de un hombre por encima de él que le decía:

—¡Sí, hijo, respira!

Sí, conocía el casco y el capote porque era un uniforme de bombero, estaba tumbado sobre las frías piedras, junto a la piscina. El pecho le ardía, le dolían los brazos y las piernas, y había un bombero sobre él, que sostenía la máscara de oxígeno sobre su rostro y apretaba la bolsa de plástico junto a él. Un bombero con una cara como la de su padre, que volvía a decirle:

—¡Así, hijo, respira así!

Cada bocanada de aire que inspiraba le producía un dolor terrible, y, con todo, respiraba hondo. Cuando lo levantaron cerró los ojos.

—Estoy aquí junto a ti, Michael —dijo Aaron.

El dolor en el pecho era enorme y le llenaba los pulmones. Tenía los brazos inertes. Pero la oscuridad era límpida y la camilla parecía que flotara en el aire mientras la hacían rodar.

Alguien le apretó la máscara de oxígeno cuando lo metieron en la ambulancia.

—Urgencia cardíaca, vamos hacia allí, solicitamos…

Mantas a su alrededor.

De nuevo la voz de Aaron, y después otra:

—¡Otra vez la arritmia, maldita sea! ¡Vámonos!

Las puertas de la ambulancia se cerraron y su cuerpo se meció ligeramente mientras tomaban la curva.

Un puñetazo contra su pecho, una, dos, tres veces. Otra vez. El oxígeno que entraba por la máscara como una lengua fría.

La alarma seguía sonando, ¿o era la sirena? Un llanto lejano, como el piar desesperado de los pájaros a primeras horas de la mañana, cuervos que graznaban en los robles, como si arañaran el cielo rosado, el oscuro silencio amortiguado.