51

Sólo el árbol estaba iluminado y toda la casa dormitaba en una tibia oscuridad. El frío golpeaba los cristales, pero no conseguía entrar.

Ella estaba sentada en medio del sofá, piernas y brazos cruzados, y miraba el largo espejo al otro extremo de la habitación. Casi no se veía el pálido resplandor de la araña.

Las manecillas del reloj de péndulo se acercaban a la medianoche.

Y ésta era la noche que tanto significaba para ti, Michael. La noche que querías reservar para nosotros solos. Aunque estuvieras en la otra punta del mapa, no podrías estar más lejos de mí que ahora. Todas las cosas sencillas y agradables ahora están lejos de mí, como esa Nochebuena en la que Lemle me llevó puerta a puerta por su sombrío y secreto laboratorio. ¿Qué tienen que ver contigo todos esos horrores, querido?

Durante toda su vida, tanto si era larga, corta o ya hubiera terminado, recordaría la cara de Michael cuando lo abofeteó, recordaría el tono de su voz cuando le rogaba, recordaría la expresión de sorpresa cuando le clavó la aguja en el brazo.

¿Por qué no sentía ninguna emoción? ¿Por qué sólo aquel vacío y aquella marchita calma dentro de ella? Iba descalza y el suave camisón de franela la envolvía cómodamente.

La sedosa alfombra china debajo de sus pies estaba tibia. Sin embargo, se sentía desnuda y aislada, como si no hubiera tibieza y comodidad capaz de acogerla.

Algo se movió en el centro de la habitación. Todas las ramas del árbol temblaron y las campanillas plateadas tintinearon casi imperceptiblemente en el silencio. Los angelitos, con sus alas doradas, giraron sobre sí mismos.

La oscuridad era cada vez más espesa.

—Estamos cerca de la hora, amada mía, del momento de mi decisión.

—Y se supone que me enseñarás ciencia, porque yo no sé hacerte entrar.

—¿No? ¿No lo sabías desde siempre?

Ella no respondió. Parecía como si las imágenes de sus sueños cobraran forma para desaparecer a continuación, dejándola con una frialdad y una soledad cada vez mayores, casi insoportables.

La oscuridad se hizo más densa. Se reunía en una serpenteante densidad.

Rowan creyó ver el perfil de unos huesos humanos. Los huesos parecían bailar, unirse, y luego cubrirse de carne, mientras la luz del árbol se derramaba sobre el esqueleto y unos ojos verdes la miraban desde su cara.

—Ya casi ha llegado el momento, Rowan —dijo.

Vio sorprendida cómo se movían los labios. Vio el brillo de sus dientes. Se dio cuenta que se había puesto de pie y estaba junto a ella. La belleza diáfana de su rostro la impresionó. Él la miraba desde arriba, sus ojos eran algo oscuros y las pestañas rubias brillaban doradas a la luz.

—Es casi perfecto —murmuró.

Se quedó inmóvil; lo miraba, veía cómo sonreían sus labios.

—¡Ya! —dijo—, ¡lo has hecho!

—¿De verdad? —preguntó él. Su cara funcionaba a la perfección; contraía y relajaba los finos músculos, entrecerraba los ojos del mismo modo que lo hubiera hecho cualquier ser humano.

»¿Crees que esto es un cuerpo? ¡Es una réplica! Es una escultura, una estatua. No es nada, y tú lo sabes. ¿Crees que puedes engañarme y hacerme entrar en esta cáscara de minúsculas partículas muertas para controlarme a tu antojo? ¿Un robot? ¿Así puedes destruirme?

—¿Qué estás diciendo? —exclamó ella, y retrocedió—. No puedo ayudarte. No sé lo que quieres de mí.

—¿Adonde vas, querida? —preguntó, levantando ligeramente las cejas—. ¿Crees que puedes escapar de mí? Mira el reloj, mi bella Rowan. La hora de las brujas casi ha llegado, la hora en que Cristo vino a este mundo y La Palabra se hizo carne. Yo también naceré, mi bella bruja, y mi espera habrá acabado.

Se abalanzó sobre ella, la cogió del hombro con la mano derecha y cubrió su vientre con la izquierda. Un rayo de calor la penetró y le produjo náuseas.

—¡Apártate de mí! —murmuró—. No puedo hacerlo. —Invocó su ira y su voluntad y horadó con la mirada a aquel ser que tenía delante—. ¡No puedes obligarme a hacer lo que no quiero! —dijo—, y no puedes hacerlo sin mí.

—Tú sabes lo que quiero y lo que siempre he querido. Basta de caparazones, Rowan, basta de toscas ilusiones. La carne viva que hay dentro de ti. Qué otra carne en el mundo está preparada para mí, plástica, adaptable, llena de millones y millones de diminutas células preparadas para ser perfeccionadas. ¡Qué otro organismo ha multiplicado mil veces su tamaño en pocas semanas! ¡Ahora está preparado para desarrollarse y expandirse en cuanto mis células se fusionen con él!

—Apártate de mí. ¡Apártate de mi hijo, estúpido monstruo! ¡No tocarás a mi hijo ni me tocarás a mí! —Rowan temblaba; su ira era tan grande que se sentía incapaz de contenerla, bullía en sus venas.

—¿Crees que puedes engañarme, Rowan, con esa pequeña actuación delante de Michael y Aaron? —dijo con su voz suave, paciente y hermosa. Su bella imagen no se desvanecía—. ¿Crees que no puedo ver en lo profundo de tu alma?

»Yo hice tu alma. Yo elegí tus genes. Elegí a tus padres y a tus antepasados. Yo te crié, Rowan. Sé cuándo carne y mente se fusionaron en ti. Conozco tu fuerza como nadie. Y tú siempre has sabido lo que quería de ti. Lo supiste nada más leer la historia. Viste esos fetos de Lemle dormidos en su lecho de tubos y productos químicos, y lo supiste. Mientras escapabas del laboratorio supiste lo que tu inteligencia y tu valor habrían hecho incluso entonces, sin mí, sin saber que te esperaba, te amaba, y que podía concederte el más grande de los dones: yo mismo, Rowan. Me ayudarás, Rowan, porque si no esa diminuta criatura que bulle en tu interior morirá en cuanto entre en ti. Y es algo que nunca permitirás.

—¡Dios, Dios mío, ayúdame! —murmuró, cubriéndose el vientre con las manos como si tratara de protegerlo de un temporal, con los ojos fijos en él. «¡Muere, maldito hijo de puta, muere!»

Las manecillas del reloj chasquearon al moverse, la grande se sobreponía a la pequeña. Se oyó la primera campanada de la hora.

—Cristo ha nacido, Rowan —exclamó con una voz poderosa, al tiempo que la imagen del hombre se disolvía en una gran nube ardiente, oscura, que se elevaba hacia el techo y giraba sobre sí misma como un embudo.

Rowan gritó y retrocedió contra la pared.

—¡No, Dios mío, no!

El pánico era total. Se dio la vuelta y cruzó corriendo la puerta del salón hacia el vestíbulo. Estiró el brazo para llegar al pomo de la puerta de entrada.

—¡Dios, ayúdame! ¡Michael, Aaron!

Pero el rugido se hizo más fuerte.

Sintió cómo las invisibles manos del Impulsor la cogían de los hombros y la empujaban con violencia contra la puerta. Su mano resbaló del pomo y cayó de rodillas. Un dolor intenso le subía por los muslos. La oscuridad y el calor la envolvían por completo.

—No, mi hijo no. Te destruiré con mi último aliento. ¡Te destruiré!

Se volvió en un desesperado intento furioso, de cara a la oscuridad, escupiéndole, dispuesta a matarlo, mientras unos brazos la rodeaban y la empujaban con fuerza contra el suelo.

La nuca golpeó contra la puerta y la cabeza rebotó con violencia sobre el parqué, mientras él le estiraba las piernas. Rowan miraba hacia arriba y se esforzaba por levantarse, sacudiendo los brazos. La oscuridad la rodeaba.

—Maldito seas, Impulsor, maldito seas en el infierno. Muere. ¡Muere como Carlotta! ¡Muere! —gritaba.

—Sí, Rowan, tu hijo, el hijo de Michael.

La voz la envolvía, como el calor y la oscuridad. Volvió a empujarle la cabeza hacia atrás, se la golpeó otra vez, mientras le inmovilizaba los brazos en cruz, dejándola indefensa.

—¡Tú eres mi madre y Michael mi padre! Es la hora de las brujas, Rowan. El reloj da la hora. Seré carne de tu carne. Naceré.

La oscuridad serpenteaba otra vez, giraba sobre sí misma y caía en picado.

Entró en ella; la violó, la desgarró. Parecía un puño que le penetrara con fuerza el útero. Su cuerpo se convulsionó mientras el dolor la envolvía en un círculo, brillante como un latigazo.

El calor era insoportable. Una contracción de dolor tras otra la atenazaba, y sintió entonces que la sangre manaba de ella y que su útero rompía aguas, que se derramaba sobre el suelo.

—¡Lo has matado, maldito monstruo perverso, has matado a mi hijo, maldito!

Golpeaba la pared con las manos y se esforzaba por levantarse del suelo, viscoso y húmedo. El calor la mareaba, se le metía en los pulmones, y jadeaba tratando de respirar.

La casa se incendiaba. Debía de estar en llamas. Era ella la que se quemaba. El calor palpitaba en su interior; creyó ver las llamas que se elevaban, pero sólo era un espeluznante estallido de luz roja. Se las arregló de algún modo para ponerse a cuatro patas, aunque sabía que su cuerpo estaba vacío.

Había perdido el niño y ahora sólo pugnaba por escapar; una vez más estiró el brazo con desesperación para llegar al pomo de la puerta.

—¡Michael, Michael, ayúdame! Ay, Dios mío, intenté engañarlo, intenté matarlo. Michael, él está dentro del niño.

Otra contracción de dolor se apoderó de ella, mientras salía otro borbotón de sangre.

Se hundió; lloraba, mareada, incapaz de controlar sus brazos y piernas; el calor la quemaba, y un llanto feroz y violento le llenó los oídos. Era el bebé que lloraba, el mismo horrible llanto que había escuchado una y otra vez en el sueño. El lloriqueo de un bebé. Intentó taparse los oídos, incapaz de soportarlo, suplicó que cesara. El calor la sofocaba.

—Déjame morir —murmuró—. Deja que el fuego me queme. Llévame al infierno. Déjame morir.

«Rowan, ayúdame. Soy de carne y hueso. Ayúdame o moriré. Rowan, no puedes volverme la espalda».

Se apretó los oídos con fuerza, pero no pudo acallar la vocecilla telepática que hablaba al compás del llanto del bebé.

Su mano resbaló con la sangre y hundió la cara en la masa viscosa y húmeda que tenía debajo. Rodó sobre sí misma y volvió a ver el resplandor del calor, mientras el llanto del niño era cada vez más fuerte, como si muriera de hambre o dolor.

«¡Rowan, ayúdame! Soy tu hijo, el hijo de Michael. ¡Rowan, te necesito!»

Sabía lo que vería incluso antes de mirar. A través de sus lágrimas y de las ondas de calor, vio el muñeco, el monstruo. «No ha salido de mi cuerpo, no ha nacido de mí. Yo no…»

Yacía de espaldas, una cabeza de tamaño adulto que giraba de un lado a otro mientras lloraba. Sus brazos se alargaban mientras ella los observaba, unos dedos diminutos y extendidos palpaban el suelo y crecían. Los pies pateaban en el aire, pequeños como los de un bebé; las pantorrillas se estiraban, cubiertas de sangre y fluidos que se deslizaban sobre ellas y caían sobre sus cachetes gorditos y su pelo negro de recién nacido.

«Rowan, estoy vivo, no me dejes morir. No me dejes morir, Rowan. Tú tienes poder para salvar vidas y yo estoy vivo. Ayúdame».

Se esforzó por acercarse a él. Su cuerpo se sacudía todavía con agudas contracciones de dolor. Estiró la mano para coger aquella diminuta pierna resbaladiza, un pequeño pie se agitaba en el aire y, entonces, mientras su mano se cerraba sobre esa tierna y suave piel de bebé, la oscuridad descendió sobre ella y Rowan vio a través de sus párpados cerrados la anatomía, la forma de las células, los órganos que se desarrollaban, el viejo milagro de las células que se unían y las pequeñas cadenas de cromosomas serpenteantes y sus núcleos que se fusionaban, y todo guiado por ella, por el conocimiento que ella poseía, del mismo modo que un compositor posee una sinfonía, nota tras nota, barra tras barra, en un crescendo interminable.

La piel palpitaba debajo de sus dedos, viva, y respiraba a través de sus poros. El llanto se hacía más fuerte, profundo y sonoro, y ella se caía, perdía el conocimiento y volvía a levantarse. Su mano tanteaba la oscuridad y encontraba la frente de aquel ser, la masa de rizos espesos, los ojos que se movían debajo de su palma, la boca semiabierta por los sollozos, el pecho, y el corazón debajo, y los brazos largos que se agitaban sobre el parqué —sí, la criatura era ya grande y ella podía apoyar su cabeza sobre el pecho y escuchar los latidos del corazón—, y el pene entre las piernas, sí, y los muslos, sí; se esforzó por ponerse de pie y apoyó ambas manos sobre el pecho, sintió cómo subía y bajaba al ritmo de la respiración, los pulmones que crecían, se llenaban, el corazón bombeaba, y un vello oscuro y sedoso surgía alrededor del pene, y una maraña, una maraña brillante en la oscuridad, llena de química, misterio y certeza. Rowan se hundió en la oscuridad, en el silencio.

Una voz le hablaba, íntima, suave.

—Detén la hemorragia.

Ella no podía responder.

—Estás sangrando. Detén la hemorragia.

—No quiero vivir —dijo.

Seguramente la casa ardía. Ven, Carlotta, con tu lámpara. Quema las cortinas.

—¿Me estoy muriendo?

—No —se rió él. Qué risa tan suave y agradable—. ¿Lo oyes? Me estoy riendo, Rowan. Ahora puedo reír.

Llévame al infierno. Déjame morir.

—No, cariño mío, mi bello y precioso amor, detén la hemorragia.

La luz del sol la despertó. Estaba tirada en el suelo de la sala, sobre la mullida alfombra china, y lo primero que pensó fue que la casa no se había quemado. El horrible calor no la había consumido. De algún modo se había salvado.

Durante un momento no comprendió lo que veía.

Un hombre estaba sentado junto a ella y la miraba desde arriba. Tenía la inmaculada tersura de la piel de bebé, en un rostro de hombre terriblemente parecido al de ella. Nunca había visto un ser humano tan parecido a sí misma, aunque había algunas diferencias. Los ojos eran grandes y azules, y las pestañas negras. El cabello también era negro, como el de Michael. Era el cabello de Michael. El cabello y los ojos de Michael.

Pero era esbelto como ella. Tenía el pecho liso, sin vello, estrecho, como el de ella en su niñez, con dos brillantes tetillas rosadas, y unos brazos delgados, aunque bien musculados, rematados con manos de dedos delicados y finos, como los suyos, con los que se tocaba el labio pensativamente mientras la miraba.

Pero era más grande que ella, grande como un hombre. Una mucosidad seca y sangre lo cubrían por completo, como una capa de goma rojiza.

Rowan sintió que un gemido subía por su garganta y llegaba a la boca.

Su cuerpo entero se convulsionó súbitamente mientras gritaba. Se incorporó en el suelo y continuó gritando más fuerte y salvajemente que la noche anterior con todo su miedo.

Él se inclinó sobre ella.

—No grites —susurró. Era la vieja voz. Su voz, por supuesto, con aquella inconfundible inflexión.

Un rostro terso, absolutamente inocente, la viva imagen del asombro; mejillas radiantes y lisas, nariz fina y unos ojazos azules que parpadeaban ante ella. Se abrían y cerraban de modo mecánico, como los ojos del muñeco de la mesa de operaciones de su sueño.

—Te necesito —dijo, con una sonrisa—. Te amo. Soy tu hijo.

Al cabo de un rato levantó la mano.

Ella se sentó. Tenía el camisón lleno de sangre, seco y rígido. El olor a sangre estaba por todas partes, como en la sala de urgencias.

Se apartó a gatas, sobre la alfombra, se echó hacia delante, con las rodillas flexionadas, y lo miró.

Pezones perfectos, sí; pene perfecto, sí, aunque debería pasar la prueba cuando estuviera erecto. Cabello perfecto, sí, pero ¿qué pasaba en el interior? ¿Qué pasaba con cada uno de los órganos del sistema?

Apoyó la mano sobre su pecho y escuchó. Un latido fuerte y regular surgía de su interior.

No hizo gesto de detenerla cuando ella apoyó las manos sobre ambos lados del cráneo. Blando, como el cráneo de un bebé, capaz de sanar después de golpes que matarían a un hombre de veinticinco. Dios, ¿durante cuánto tiempo sería así?

Apoyó un dedo sobre su labio inferior y le abrió la boca para mirarle la lengua. Luego se echó hacia atrás y dejó las manos inertes sobre sus piernas cruzadas.

—¿Estás bien? —preguntó él. Su voz era muy dulce. Entrecerró los ojos; durante un instante dejó entrever una expresión de madurez antes de volver al asombro del bebé—. Has perdido mucha sangre.

Ella lo miró en silencio.

Él, simplemente, esperó, sin dejar de mirarla.

—Sí, estoy bien —respondió ella, en voz baja. Volvió a mirarlo detenidamente, durante un largo rato—. Necesito algunas cosas —dijo al fin—. Necesito un microscopio. Tengo que sacar algunas muestras de sangre para ver qué tipo de tejidos tienes.

»¡Dios mío, necesito un equipo completo de laboratorio! Tenemos que irnos de aquí.

—Sí —dijo él, y asintió con la cabeza—, eso es lo que tenemos que hacer: irnos.

—¿Puedes ponerte de pie?

—No lo sé.

—Bueno, tendrás que intentarlo —dijo ella, al tiempo que se cogía del borde de la repisa de mármol para levantarse. Le cogió la mano, agradable al tacto—. Anda, levántate, no lo pienses, simplemente hazlo, haz que tu cuerpo lo sepa, tienes la musculatura completa, es lo que te diferencia de un recién nacido: tienes el esqueleto y la musculatura de un hombre.

—De acuerdo, lo intentaré —dijo. Parecía asustado y al mismo tiempo, de algún modo, encantado.

Se esforzó, temblando, primero, por ponerse de rodillas, como había hecho ella, y luego por erguirse del todo, sólo que tropezó hacia atrás y evitó la caída con un rápido movimiento de pies.

—Ahhhh —exclamó—, estoy caminando, camino…

Rowan se precipitó hacia él, lo abrazó y dejó que se cogiera a ella. Él la miraba en silencio, desde arriba, luego levantó la mano y le acarició la mejilla con gesto torpe, sin coordinación, como el de un borracho. Sus dedos eran suaves y excitantes.

—Rowan —gimió, y la apretó contra sí, otra vez a punto de caerse hacia atrás. Pero ella lo sostuvo y lo cogió entre sus brazos.

—Ven, no tenemos mucho tiempo. Tenemos que encontrar un sitio seguro, un lugar completamente desconocido…

—Sí, querida, sí… pero es todo tan nuevo y hermoso. Déjame abrazarte otra vez, déjame besarte…

—No hay tiempo —dijo ella; pero los tiernos labios de bebé se posaron sobre los suyos, mientras el pene le apretaba su sexo dolorido. Se apartó de él y lo llevó cogido de la mano—. Eso es —dijo, mirándole los pies—, no pienses, sólo mírame a mí y camina.

Durante un segundo, mientras miraba la puerta en forma de cerradura, recordó las viejas discusiones acerca de su significado y todo el misterio y la belleza de su vida desfilaron ante sus ojos, todos los esfuerzos y las viejas promesas.

Sí, ésta era una nueva puerta. Era la puerta que había vislumbrado en su niñez, hacía un millón de años al abrir por primera vez los mágicos volúmenes de historias científicas. Y ahora estaba abierta, más allá de los horrores del laboratorio de Lemle y de los holandeses reunidos alrededor de la mesa de la mítica ciudad de Leiden.

Lo guió poco a poco por el pasillo y la escalera, paso a paso, caminando pacientemente a su lado.