50

No se marcharon hasta las dos de la madrugada. Él nunca había visto tanta gente contenta, ajena por completo a lo que en realidad sucedía.

Cómo reían mientras resbalaban por las piedras cubiertas de nieve y aplastaban los trozos de hielo de los canalones. Había suficiente nieve para que los niños hicieran bolas y patinaran sobre la capa de hielo del jardín, abrigados con gorros y mitones.

Hasta tía Viv estaba encantada. Había bebido demasiado jerez, y en aquellos momentos le recordaba penosamente a su madre, aunque a Lily y Bea, que se habían convertido en sus mejores amigas, parecía no importarles.

Rowan había estado perfecta toda la noche, cantó villancicos con ellos al piano y posó delante del árbol para las fotos.

Y éste era su sueño, ¿no? Un sueño lleno de caras radiantes y voces sonoras, gente que sabía apreciar el momento, copas que chocaban en un brindis, besos en la mejilla y la melancolía de las viejas canciones.

—Sois muy amables por hacer esta fiesta tan pronto después de la boda.

—Todos reunidos como en los viejos tiempos.

—Una Navidad como es debido.

Y todos admiraron los preciosos adornos del árbol; y aunque les había advertido que no lo hicieran, desenvolvieron sus regalos allí mismo.

Aunque hubo momentos en que no lo soportó. Tuvo que subir al segundo piso para salir al tejado, y se había quedado junto al parapeto mirando las luces del centro de la ciudad. Nieve sobre los tejados, los antepechos, los frontones y las chimeneas. Nieve que caía fina y suave dondequiera que mirara.

Era lo que siempre había deseado, algo tan completo y magnífico como la boda, y nunca se había sentido más desdichado. Como si aquel monstruo lo tuviera cogido de la garganta. Habría dado un puñetazo a la pared de pura ansiedad.

—Estás aquí, Impulsor. Sé que estás aquí.

Algo retrocedió en las sombras, jugó con él, hizo como si las paredes se alejaran y luego se dispersó, lo dejó solo, a punto de perder el equilibrio, en la semipenumbra.

Si alguien lo hubiera visto habría pensado que era un demente. Michael se rió. ¿Era eso lo que parecía Daniel McIntyre en sus últimos años de borracheras delirantes? ¿Y el resto de maridos eunucos que habían percibido el secreto? Habían muerto o se habían convertido en amas de casa, en algo de lo más irrelevante. ¿Qué demonios sucedería con él?

Pero esto no era el final, sino sólo el principio, y ella tendría que participar aún bastante tiempo. No tenía más remedio que creer que detrás de sus silenciosos ruegos, su amor esperaba para resurgir otra vez.

Por fin se habían marchado.

Habían rechazado educadamente las últimas invitaciones para comer en Navidad, con promesas de futuros encuentros. Tía Viv cenaría con Bea en Nochebuena y no tendrían que preocuparse por ella. Podrían tener la Navidad para ellos solos.

¿Había habido alguna Navidad tan solitaria y triste como ésta?

Se sentó en el sofá durante un rato, mientras el fuego se consumía y hablaba en silencio con Julien y Deborah, como había hecho cientos de veces aquella noche: ¿qué era lo que tenía que hacer?

Al final subió las escaleras. La habitación estaba a oscuras y en silencio. Rowan estaba tapada, y lo único que se veía era su cabello sobre la almohada y la cara vuelta.

¿Cuántas veces durante la noche había tratado de cruzar una mirada con ella y no lo había conseguido? ¿Habían notado los demás que no se habían dirigido ni una sílaba? Todos estaban demasiado convencidos de su felicidad, al igual que lo había estado él.

Caminó en silencio hasta la ventana y abrió la pesada cortina de damasco para ver caer la nieve por última vez. La medianoche había quedado atrás, de hecho, ya era vísperas de Navidad. Aquella noche llegaría el momento mágico en el que haría inventario de su vida y sus logros y daría forma a sus sueños y planes para el año venidero.

Rowan, esto no terminará así. Es sólo una escaramuza. Desde el principio sabíamos mucho más que los demás…

Se volvió y vio su mano sobre la almohada, delgada y hermosa, con los dedos ligeramente curvados.

Se acercó en silencio. Quería tocarle la mano, sentir la tibieza de sus dedos, sujetarla como si se alejara de él flotando en un mar peligroso y oscuro. Pero no se atrevió.

El corazón se le aceleraba y volvió a sentir aquel dolor en el pecho al mirar otra vez cómo caía la nieve, en aquel momento sus ojos se posaron sobre el rostro de ella.

Rowan tenía los ojos abiertos y lo observaba en la oscuridad con una especie de sonrisa perversa.

Michael se quedó helado. La cara de Rowan parecía muy blanca a la débil luz que venía de fuera, dura como el mármol, con una sonrisa helada y unos ojos que brillaban como dos trozos de cristal. El corazón le empezó a latir más aprisa y el dolor se extendió por todo el pecho. No podía apartar la mirada de ella. De repente, su mano salió disparada y, antes de que pudiera detenerla, le cogió la muñeca.

El cuerpo de Rowan se retorció y la máscara perversa se contrajo al tiempo que ella se incorporaba, ansiosa y confusa.

—¿Qué pasa, Michael? —Se miró la muñeca y él la soltó—. Me alegra que me hayas despertado —murmuró. Tenía los ojos muy abiertos y le temblaban los labios—. Tenía una pesadilla horrible.

—¿Qué soñabas?

Se quedó en silencio; miraba hacia el frente, con las manos cogidas con fuerza, como si tratara de arrancárselas. Él recordaba vagamente haber visto alguna vez aquel gesto desesperado.

—No lo sé —susurró ella—. No sé qué era. Era este lugar… hace cientos de años, y todos esos médicos reunidos. Y el cuerpo que yacía sobre la mesa era tan pequeño…

Hablaba muy quedo, con un tono de profunda tristeza. De pronto lo miró y se echó a llorar.

Michael, enfermo de alivio y dolor, sólo atinó a rodearle el cuello con las manos, y, mientras ella bajaba la cabeza, trató de no derrumbarse.

«Tú sabes que te amo, tú sabes todo lo que quiero decir».

Cuando ella se calmó un poco, él le cogió las manos y se las apretó con fuerza mientras cerraba los ojos.

«Confía en mí, Michael».

—De acuerdo, cariño —susurró—, de acuerdo.

Se quitó la ropa torpemente y se tendió a su lado, debajo de las mantas; trataba de capturar la fragancia limpia y tibia de su cuerpo. Se quedó allí, pensó que nunca descansaría, sintió el temblor de Rowan contra su cuerpo. Luego, poco a poco, sintió que ella se relajaba y cerraba los ojos, y se durmió con un sueño intranquilo.

Se despertó por la tarde. Estaba solo y en el dormitorio hacía un calor sofocante. Se duchó, vistió y bajó la escalera. No encontró a Rowan. Las luces del árbol seguían encendidas, pero la casa estaba vacía.

Recorrió una a una las habitaciones.

Salió al jardín y caminó sobre la fría capa de hielo que cubría el césped y los senderos. Dio una vuelta por debajo de los robles. Pero no la encontró en ninguna parte.

Al final se puso un abrigo y salió a dar una vuelta.

El cielo era de un color azul profundo. El barrio estaba precioso, todo vestido de blanco, exactamente como en su última Navidad en Nueva Orleans.

El pánico se apoderó de él.

Era víspera de Navidad y no habían preparado nada. Tenía un regalo para ella escondido en la despensa. Un pequeño espejo de plata que había encontrado en una tienda de San Francisco y que envolvió con cuidado mucho antes de volver, pero qué importaba. ¿Qué era comparado con todas esas joyas, todo aquel oro y todas las riquezas incalculables? Y él estaba solo. Sus pensamientos giraban en círculos.

Víspera de Navidad y las horas se esfumaban.

De pronto se encontró ante el cuartel de bomberos donde había trabajado su padre. Estaba completamente reformado y de no haber estado en el mismo sitio y de no haber sido por esa enorme arcada por la que pasaban los camiones cuando él era niño, casi no lo habría reconocido. Su padre y él solían sentarse juntos en unas sillas de respaldo recto en la acera.

Seguramente parecería un borracho, plantado allí, mirando el cuartel, mientras los bomberos tenían el suficiente sentido común de estar dentro, a cubierto. Y su padre, que había muerto en aquel fuego en Navidad hacía tantos años…

Miró el cielo y vio entonces que era de color pizarra, había empezado a oscurecer. Nochebuena y absolutamente todo había salido mal.

Nadie respondió a su llamada cuando llegó a la puerta. Sólo el árbol iluminaba el salón con un suave resplandor. Se limpió los pies en el felpudo y atravesó el pasillo. Le dolían las manos y la cara por el frío. Sacó el pavo de la bolsa, con la intención de hacer todos los preparativos, paso a paso, como siempre había hecho. Y esa noche, a medianoche, el banquete estaría preparado, exactamente a la misma hora que en los viejos tiempos la iglesia solía estar repleta para la misa del gallo.

No se trataba de la sagrada comunión, sino de la cena para ellos dos, y era Navidad, y la casa no estaba encantada ni en ruinas.

En marcha.

Puso los paquetes en el aparador. Era una buena hora para empezar. Sacó las velas; tenía que buscar los candelabros. Lo más seguro es que Rowan estuviera por ahí; habría salido a dar un paseo y quizá ya habría vuelto.

La cocina estaba a oscuras. Había empezado a nevar otra vez. Quería encender las luces. En realidad, quería encender las luces de toda la casa, para llenarla, pero no se movió. Se quedó inmóvil en la cocina, mirando por la puerta de cristal el fondo del jardín, observando cómo se derretía la nieve al tocar la superficie de la piscina. Se había formado una placa de hielo alrededor del agua azul. Vio cómo brillaba y pensó en lo fría que estaría.

Fría como el Pacífico, aquel domingo de verano en que él estaba allí, vacío y bastante asustado. El camino recorrido desde entonces parecía infinitamente largo. Y ahora era como si toda su energía lo hubiera abandonado, como si el frío de la habitación se hubiera apoderado de él y no pudiera mover ni un dedo para ponerse cómodo ni para calentarse y relajarse.

Al cabo de un buen rato, se sentó a la mesa, encendió un cigarrillo y observó cómo caía la noche. Había parado de nevar, pero todo estaba cubierto de una límpida blancura.

Era el momento de hacer algo, el momento de empezar la cena. Lo sabía, pero no podía moverse. Encendió otro cigarrillo, se sintió bien al ver la pequeña llama roja, y lo apagó. Estaba allí, quieto, sin hacer nada, del mismo modo que pasaba las horas en su habitación de Liberty Street, entrando y saliendo de un pánico silencioso, incapaz de moverse o pensar.

No estaba solo. Lo sabía, y sabía también que sólo tenía que volverse para verla, de pie, en el vano de la puerta de la despensa, los brazos cruzados, la cabeza y los hombros recortados contra los armarios claros, para sentir su respiración como un susurro de lo más ligero y sutil.

Sufrió el miedo más intenso de su vida, terror puro. Se levantó, se metió el paquete de cigarrillos en el bolsillo y cuando levantó la mirada ya no estaba. Fue tras ella. Avanzó deprisa por el comedor a oscuras y otra vez por el pasillo, y entonces la vio, en la otra punta, iluminada por la luz del árbol, de pie contra la puerta de entrada.

Observó con claridad la forma de cerradura que se dibujaba a su alrededor, y lo pequeña que parecía allí, a medida que él se acercaba. Su inmovilidad lo impresionó. Cuando vio de cerca los rasgos de su cara en la fría oscuridad, sintió terror.

No era esa textura de mármol que había visto la noche anterior. Rowan, simplemente, lo miraba, mientras la suave luz de colores que proyectaba el árbol se reflejaba débilmente en sus ojos.

—Voy a preparar la cena. Lo he traído todo, está allí. —Qué inseguro sonaba, qué triste. Trató de recuperarse. Respiró hondo y se metió los pulgares en los bolsillos de los tejanos—. Voy a empezar ahora. Es un pavo pequeño. En un par de horas estará listo, ya lo tengo todo. Está en la cocina. Pondremos la mesa con la porcelana más bonita. Nunca la hemos usado. Tampoco hemos cenado en la mesa. Es… es Nochebuena.

—Debes irte —dijo ella.

—N… no te entiendo.

—Tienes que salir ahora mismo de aquí.

—¿Rowan?

—Michael, debes irte. Debo quedarme sola.

—Cariño, no entiendo lo que me dices.

—Vete, Michael. —Bajó la voz y el tono se hizo más violento—. Quiero que te vayas.

—Es Nochebuena, Rowan, no quiero irme.

—Es mi casa, Michael, y te digo que te vayas. Te digo que salgas de aquí.

Michael observó durante un instante cómo se transformaba su rostro: un rictus en la boca, los ojos entrecerrados y la cabeza ligeramente agachada, de modo que lo miraba por debajo de sus cejas.

—Fuera de aquí, Michael —dijo Rowan con violencia—. Vete de esta casa y déjame hacer lo que debo hacer.

De pronto levantó la mano y él, antes de que se diera cuenta, sintió la bofetada sobre su rostro.

El dolor lo aguijoneó. Aumentó su ira; pero era la ira más amarga y dolorosa que había sentido en su vida. Impresionado y furioso, la miró fijamente.

—¡No eres tú, Rowan! —dijo; trató de tocarla, pero ella lo empujó contra la pared. La volvió a mirar, confundido y furioso. Ella se acercó, sus ojos brillaban con el resplandor procedente del salón.

—Vete —murmuró—. ¿No oyes lo que te digo?

Miró asombrado cómo los dedos de ella se le hundían en el brazo. Lo empujó hacia la izquierda, hacia la puerta. Estaba impresionado de su fuerza, aunque la fuerza física no tenía nada que ver con aquello. Era la maldad que emanaba de ella, esa vieja máscara de odio que otra vez cubría sus facciones.

—Vete ahora mismo de esta casa, te lo ordeno —dijo. Sus dedos lo soltaron y pasaron al pomo de la puerta. Lo hizo girar y abrió la puerta al aire frío.

—¡Como puedes hacerme algo así! —le preguntó—. Rowan, contéstame. ¿Cómo?

Desesperado, estiró el brazo para cogerla. Esta vez nada lo detuvo, la sacudió, ella echó la cabeza a un lado y se quedó mirándolo, obligándolo en silencio a soltarla.

—¿De qué me servirías muerto, Michael? —murmuró—. Si me amas, vete ahora mismo. Vuelve cuando te llame. Debo hacerlo sola.

Le dio la espalda y se alejó por el vestíbulo. Él la siguió.

—Rowan, no pienso irme, ¿me oyes? No me importa lo que pase, no pienso dejarte. No puedes pedirme algo así.

—Sabía que no lo harías —dijo Rowan, en voz baja, mientras él entraba tras ella en la biblioteca a oscuras.

Las cortinas estaban corridas y casi no la veía cuando ella se acercó al escritorio.

—Rowan, si no quieres no hablaremos de esto, pero está destruyéndonos. Rowan, escúchame.

—Michael, mi hermoso ángel, mi arcángel —dijo, de espaldas a él, las palabras surgían amortiguadas—. ¿Preferirías morir, verdad, antes que confiar en mí?

—Rowan, si tengo que hacerlo, lucharé con él a puño limpio.

Se acercó hacia ella. ¿Dónde estaban las luces de esta habitación? Estiró la mano, tratando de encontrar la lámpara de metal que había junto a la silla, pero ella se dio la vuelta Y se inclinó sobre él.

Michael vio que levantaba una jeringa.

—¡No, Rowan!

En ese instante le clavó la aguja en el brazo.

—¡Dios mío, qué me has hecho! —dijo, mientras caía hacia un lado, como si no tuviera piernas. La lámpara también cayó, y él se quedó mirando el filamento de la bombilla rota.

—Duerme, querido —dijo Rowan—. Te amo. Te amo con toda mi alma.

Michael oía a lo lejos el ruido de los botones del teléfono. Su voz era tan suave y las palabras… ¿qué decía? Hablaba con Aaron. Sí, Aaron…

Cuando lo levantaron, pronunció el nombre de Aaron.

—Sí, Michael, vas a ir con Aaron —murmuró ella—. Él se ocupará de ti.

No sin ti, Rowan, trató de decir, pero otra vez volvía a hundirse. Un coche se puso en marcha y oyó una voz de hombre.

—Se pondrá bien, señor Curry. Lo llevamos a casa de su amigo. Quédese ahí tumbado. La doctora Mayfair ha dicho que pronto se pondrá bien.

Bien, bien, bien…

Mercenarios. Ustedes no lo comprenden. Es una bruja, me ha dado una pócima con su veneno, igual que Charlotte hizo con Petyr, y les ha contado una maldita mentira.