5

Así que habían intentado llevarse otra vez a Deirdre después de todos estos años. Sin la señorita Nancy y con la señorita Carl cada día más débil era lo mejor. En todo caso, eso era lo que se decía. Lo habían intentado el 13 de agosto, pero Deirdre enloqueció completamente y la dejaron tranquila. Ahora cada vez estaba peor, muy mal.

Cuando Jerry Lonigan se lo contó a Rita, su mujer, ésta lloró.

Hacía treinta años que Deirdre había vuelto del sanatorio, un ser completamente idiota que no sabía ni cómo se llamaba, pero a Rita no le importaba. Ella nunca olvidaría a la auténtica Deirdre.

Deirdre y ella tenían dieciséis años cuando estuvieron en el internado Santa Rosa de Lima. Era un edificio feo de ladrillos a la entrada del Barrio Francés. A Rita la habían mandado allí por «mala»; había salido con chicos y bebido, y su padre decía que en Santa Rosa la enderezarían. Todas las chicas dormían en un dormitorio del desván y se iban a la cama a las nueve. Rita lloraba por tener que dormir en aquel sitio.

Hacía tiempo que Deirdre Mayfair estaba en Santa Rosa y no le importaba que fuera viejo, deprimente y estricto, pero cuando Rita lloraba, le cogía la mano, y cuando decía que era como una cárcel, la escuchaba.

—Déjalas —le decía Deirdre. A última hora de la tarde se la llevaba al patio y se subían a los columpios, debajo de los nogales. No podía decirse que fuera una gran diversión para chicas de dieciséis años, pero a Rita le encantaba estar con Deirdre.

Una vez en los columpios, Deirdre cantaba viejas baladas irlandesas y escocesas, según decía. Tenía voz de soprano, delicada y alta, y las canciones eran tan tristes… Rita se estremecía al oírlas. A Deirdre le gustaba quedarse hasta la puesta de sol, cuando el cielo se tornaba «púrpura puro» y las cigarras invadían los árboles. Lo llamaba crepúsculo.

Rita había visto esa palabra escrita, por supuesto, pero nunca había conocido a nadie que la usara. Crepúsculo.

Deirdre la cogía de la mano y caminaban junto a la pared de ladrillos, por debajo de los nogales; tenían que bajar la cabeza para esquivar las ramas. En algunos lugares una podía estar totalmente escondida entre los árboles. Era difícil describirlo, pero para Rita habían sido momentos extraños y agradables: quedarse allí con Deirdre en la semipenumbra, mientras la brisa agitaba los árboles y las pequeñas hojas caían sobre ellas.

Paseaban por el claustro cubierto de polvo, junto a la capilla, y espiaban el jardín de las monjas por la puerta de madera. Un lugar secreto, decía Deirdre, lleno de flores hermosísimas.

—No quiero volver nunca a casa —decía Deirdre—, hay tanta paz aquí.

¡Paz! Rita, sola por las noches, lloraba y lloraba. Oía la gramola del bar de los negros de enfrente, la música subía por la pared de ladrillos hasta el dormitorio del tercer piso. A veces, cuando todo el mundo dormía, se levantaba y se asomaba por el balcón a mirar las luces de Canal Street. Había como un resplandor rojizo sobre Canal Street. Toda Nueva Orleans se divertía mientras Rita permanecía encerrada, vigilada por monjas que dormían detrás de una cortina en cada extremo del dormitorio. ¿Qué habría hecho sin Deirdre?

Ella era diferente de todos cuantos Rita conocía. Tenía cosas muy bonitas, camisones de franela blancos y largos con puntillas de encaje.

Como los que usaba ahora, treinta y cuatro años más tarde, sentada en el porche lateral de aquella casa, «como un ser completamente idiotizado, en estado de coma».

Y también le había enseñado a Rita esa esmeralda que ahora siempre llevaba sobre el camisón blanco. La famosa esmeralda de los Mayfair, aunque Rita por aquel entonces no sabía nada. Por supuesto, Deirdre no la llevaba en el colegio. En Santa Rosa no dejaban llevar joyas y, además, nadie se hubiera puesto algo tan pasado de moda, salvo, quizá, para un baile de carnaval.

Cuando se sentaban en el borde de la cama, Deirdre dejaba que Rita tocara el collar. No había monjas a la vista para decirles que no arrugaran la colcha.

Rita giraba la esmeralda en su mano. El engarce de oro era pesado y parecía que hubiera algo grabado en el reverso. Rita había alcanzado a descifrar una «I» mayúscula. Parecía un nombre.

—No, no lo leas —le dijo un día Deirdre—. ¡Es un secreto!

Durante un momento pareció asustada, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, luego cogió la mano de Rita y se la cerró. No podía enfadarse con Deirdre.

—¿Es auténtica? —preguntó Rita—. Debió de costar una fortuna.

—Sí, claro —respondió Deirdre—. Viene de Europa y es muy muy antigua. Perteneció a una retatarabuela de una abuela.

Ambas se rieron de tantas abuelas.

Deirdre lo había dicho con toda inocencia, nunca alardeaba, no era su estilo. Tampoco hería nunca los sentimientos de nadie. Todos la querían.

—Me la dejó mi madre —explicó— y algún día se la pasaré a… mi hija, bueno, si llego a tener alguna. —Una expresión angustiada. Rita le pasó el brazo por los hombros. Una siempre quería proteger a Deirdre, a todo el mundo le inspiraba ese sentimiento.

Deirdre le explicó que no había conocido a su madre.

—Murió cuando yo era un bebé. Dicen que se cayó de la ventana de arriba y que su madre también murió joven, pero nunca hablan de ella. Yo creo que no somos como los demás.

Rita estaba perpleja. No conocía a nadie que dijera cosas así.

—Pero, Dee Dee, ¿a qué te refieres? —preguntó ella.

—Ay, no lo sé —respondió Deirdre—. Sentimos cosas, percibimos cosas. Sabemos cuando no caemos bien a los demás y si quieren hacernos daño.

—¿Quién va a querer hacerte daño, Dee Dee? —preguntó Rita—. Vivirás hasta los cien años y tendrás diez hijos.

—Te quiero, Rita Mae, eres puro corazón.

—Ay, no, Dee Dee, no —Rita Mae negó con la cabeza. Pensaba en las cosas que había hecho con su novio.

Y Deirdre, como si hubiera leído su mente, le dijo:

—No, Rita Mae, eso no importa. Tú eres buena. Nunca quieres hacer daño a nadie, ni siquiera cuando estás mal de verdad.

—Yo también te quiero —dijo Rita, aunque no entendía lo que le decía Deirdre. Y Rita nunca en su vida le había dicho a otra mujer que la quería.

Cuando expulsaron a Deirdre de Santa Rosa, Rita casi se sintió morir, aunque sabía que iba a pasar.

Ella misma había visto a aquel joven con Deirdre en el jardín del convento. La había visto escabullirse después de la cena, cuando nadie miraba. Se suponía que a esa hora se bañaban y se marcaban el pelo. Era una de las cosas de Santa Rosa que Rita consideraba extrañas. Las obligaban a marcarse el pelo y a usar un poco de pintalabios porque la hermana Daniel decía que eso era «etiqueta», pero a Deirdre no le hacía falta arreglarse el cabello, sus bucles caían libremente y sólo necesitaban un lazo.

Deirdre siempre desaparecía a esa hora. Primero se daba un baño y luego se escabullía por las escaleras. No volvía casi hasta que apagaban las luces; siempre tarde, siempre apurada para llegar a las oraciones de la noche, con el rostro encendido, pero entonces le regalaba a la hermana Daniel aquella hermosa sonrisa inocente. Y cuando rezaba, parecía hacerlo de verdad.

Rita creía que era la única que se daba cuenta de que Deirdre desaparecía. No le gustaba que se fuera, Deirdre era la única que la hacía sentir bien en aquel lugar.

Una noche bajó a buscarla. Quizás estuviera en los columpios. El invierno había terminado y el crespúsculo no llegaba hasta después de la cena. Rita conocía la relación de Deirdre con el crepúsculo.

Pero no la encontró en el patio de juegos. Se dirigió entonces a la puerta abierta del jardín de las monjas. El lugar estaba muy oscuro y se veían los lirios brillar en la oscuridad. Las monjas los cortarían el Domingo de Resurrección. Pero a Deirdre no se le ocurriría romper las reglas y entrar.

Sin embargo, Rita oyó su voz y poco a poco distinguió la figura de Deirdre sentada en el banco de piedra, en las sombras. Los nogales allí eran tan grandes y frondosos como en el patio. Al principio, lo único que Rita distinguió con claridad fue la blusa blanca que llevaba, luego vio su rostro, el lazo violeta y al hombre alto que estaba junto a ella.

Todo estaba muy tranquilo. La gramola del bar de los negros no sonaba en aquel momento. El convento estaba en silencio y las luces del refectorio de las monjas llegaban amortiguadas por los árboles que crecían a lo largo del claustro.

—Amor mío —le dijo el hombre a Deirdre. Era apenas un susurro pero Rita pudo entenderlo.

—Sí, estás hablando. Puedo oírte —era claramente la voz de Deirdre.

—¡Amor mío! —llegó otra vez el susurro con claridad.

Luego Deirdre se puso a llorar y dijo algo más, un nombre quizá. Rita nunca lo sabría, pero era algo así como «mi Impulsor».

Luego se besaron; Deirdre echaba la cabeza hacia atrás y los dedos blancos del hombre resaltaban sobre el cabello de ella.

—Sólo quiero hacerte feliz, amor mío —volvió a decir el hombre.

—Dios mío —murmuró Deirdre. De repente se levantó del banco y Rita vio cómo corría por el sendero junto a los macizos de lirios. El hombre desapareció y se levantó un viento que agitó los nogales, mientras las ramas más altas golpeaban contra los porches del convento. De repente, todo el jardín se movía y Rita se encontró sola.

No debía haber escuchado. Se alejó avergonzada y corrió hasta llegar al tercer piso.

Deirdre tardó una hora más en aparecer. Rita se sentía fatal por haberla espiado.

Pero aquella noche, en la cama, se repitió esas palabras: «Amor mío. Sólo quiero hacerte feliz, amor mío». Ay, pensar que un hombre decía esas cosas a Deirdre.

«Amor mío». La hacía pensar en músicas hermosas, en caballeros elegantes, en viejas películas que había visto por la televisión. En voces de otra época, suaves y nítidas, hasta las palabras parecían besos.

Y además era muy guapo. En realidad no le había visto la cara, pero tenía el cabello oscuro, los ojos grandes, era alto y llevaba ropa buena, bonita. Había visto los puños y el cuello blancos de la camisa.

Rita también se habría citado con un hombre así en el jardín. Habría hecho cualquier cosa con él.

Cuando acusaron a Deirdre fue una pesadilla. Estaban en la habitación de recreo y el resto de las chicas tuvo que quedarse en el dormitorio, pero todo el mundo lo oyó. Deirdre se echó a llorar, pero no confesó nada.

—¡Yo misma he visto al hombre! —dijo la hermana Daniel—. ¡Me estás llamando mentirosa! —Luego se la llevaron al convento para que hablara con la vieja madre Bernard, pero ni ella pudo hacerle decir nada.

Rita estaba destrozada cuando llegaron las monjas para llevarse la ropa de Deirdre. Vio cómo la hermana Daniel sacaba la esmeralda de su caja y la miraba fijamente. Seguro que pensaba que era de vidrio, se notaba por la manera en que la miraba. A Rita le dolía ver cómo la tocaba, cómo cogía los camisones, la ropa, las cosas de Deirdre, y las metía en una maleta.

Esa misma semana, cuando ocurrió el terrible accidente con la hermana Daniel, Rita no lo sintió. Nunca deseó que aquella monja cruel muriera de esa forma, asfixiada en una habitación cerrada, con la estufa de gas abierta, pero así fue.

Ella tenía otras cosas en que pensar para llorar por alguien que había sido mala con Deirdre.

Luego se enfrentó violentamente con Sandy porque decía que Deirdre se había vuelto loca.

—¿Sabes lo que hacía por la noche? Te lo diré. ¡Cuando todas dormíamos, se destapaba y se movía como si alguien la besara! Yo la vi, abría la boca y se movía en la cama, ya sabes, ¡se movía como si de veras lo sintiera!

—¡Por qué no cierras tu sucia boca! —gritó Rita y trató de abofetear a Sandy. Todas se pusieron en su contra, pero Liz Conklin se la llevó aparte para calmarla y le dijo que Deirdre había hecho cosas peores que encontrarse con el hombre en el jardín.

—Rita Mae, lo dejó entrar al edificio y lo trajo aquí, a nuestro piso, yo lo vi —dijo Liz en voz baja, mirando por encima del hombro, como si alguien pudiera oírla.

—No te creo —le contestó Rita.

—Yo no la seguía —continuó Liz—. No quería que se metiera en líos. Simplemente me levanté para ir al lavabo y los vi al lado de la ventana de la sala de recreo, a los dos juntos, Rita Mae, a menos de tres metros de donde dormíamos todas.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Rita, convencida de que era una mentira. La descubriría porque ella sí lo había visto.

Pero Liz se lo describió correctamente: alto, moreno, muy «distinguido». La había besado y le susurraba cosas al oído.

—Rita Mae, imagínate, abrió todas las puertas y lo trajo aquí arriba. ¡Qué locura!

—Es todo lo que sé —le diría más adelante a Jerry Lonigan, cuando salían juntos—. Era la chica más dulce que he conocido. Créeme, era una santa comparada con esas monjas. Creía que iba a volverme loca en aquel lugar, entonces ella me cogía la mano y decía que comprendía cómo me sentía. Hubiera hecho cualquier cosa por ella.

Pero Rita no pudo hacer nada por Deirdre Mayfair cuando llegó el momento.

Había pasado más de un año. La adolescencia de Rita había terminado y no la echaba de menos. Se había casado con Jerry Lonigan, un hombre doce años mayor que ella —y mucho más agradable que cualquiera de los muchachos que había conocido—, decente y bondadoso, que se ganaba bien la vida con la Funeraria Lonigan e Hijos, una de las más antiguas de la parroquia, de la que se encargaba junto con su padre.

Era él quien le traía noticias sobre Deirdre. Le contó que estaba encinta de un hombre que se había matado en un accidente de coche y que las tías, esas Mayfair crueles y locas, querían obligarla a que diera a la criatura en adopción.

Rita deseaba ir a la casa a ver a Deirdre. Tenía que hacerlo, pero Jerry no quería.

—¿Qué demonios crees que puedes hacer? ¿No sabes que su tía, la señorita Carlotta, es abogada? Si Deirdre no quiere dar el bebé en adopción, podría hacer que la encierren.

Pero Rita fue.

Atravesar aquella enorme mansión y tocar el timbre fue lo más difícil que había hecho en su vida, pero lo hizo. Y, por supuesto, salió a abrirle la señorita Carlotta, la que inspiraba más miedo a todos.

Con todo, Rita entró directamente, abriéndose paso de alguna manera a pesar de la señorita Carlotta. Bueno, ¿acaso no había abierto un poco la puerta? Además, no parecía mala; eficiente, en todo caso.

—Sólo quiero verla, ¿comprende?, fue mi mejor amiga en Santa Rosa…

Cada vez que la señorita Carl le decía que no educadamente, Rita, a su manera, insistía y decía que sí, explicándole lo amigas que habían sido.

En aquel momento escuchó la voz de Deirdre en lo alto de la escalera.

—¡Rita Mae!

Tenía el rostro húmedo por el llanto y el pelo enmarañado le caía sobre los hombros. Bajó corriendo descalza al encuentro de Rita, con la señorita Nancy, la gorda, detrás de ella. La señorita Carl cogió a Rita con firmeza del brazo y trató de empujarla hacia la puerta.

—¡Espere un minuto! —dijo Rita.

—¡Rita Mae, me van a quitar el bebé!

La señorita Nancy la cogió por la cintura y la levantó en vilo, impidiéndole bajar la escalera.

—¡Rita Mae! —gritó Deirdre. Tenía algo en la mano, parecía una tarjeta—. Rita Mae, llama a este hombre, dile que me ayude.

—Rita Mae Lonigan, márchate —dijo la señorita Carl, poniéndose frente a ella.

Pero Rita la esquivó y salió disparada. Deirdre luchaba por librarse de la señorita Nancy, que se apoyaba contra la barandilla y estuvo a punto de perder el equilibrio. Deirdre intentó tirar la tarjeta a Rita, pero la cartulina flotó en el aire y cayó sobre la escalera. La señorita Carl se abalanzó para cogerla.

Parecía una pelea de carnaval por las chucherías que tiraban de las carrozas del desfile. Rita empujó a la señorita Carl y cogió la tarjeta, del mismo modo que la gente se abalanzaba sobre cualquier baratija antes que el vecino.

—¡Rita Mae, llama a ese hombre! —gritó Deirdre—. ¡Dile que lo necesito!

—¡Lo haré, Dee Dee!

La señorita Nancy la arrastraba escaleras arriba; Deirdre balanceaba en el aire los pies descalzos y arañaba el brazo a su tía. Era horrible, horrible.

Entonces la señorita Carl cogió a Rita por la muñeca.

—Dame eso, Rita Mae Lonigan —dijo.

Rita se soltó de un tirón y salió corriendo por la puerta con la tarjeta bien apretada en su mano. Oyó que la señorita Carl cruzaba el porche tras ella.

En el momento en que la señorita Carl la cogió del pelo, por detrás, sintió un dolor agudo. La mujer casi la tira al suelo.

—¡Suélteme, vieja bruja! —gritó Rita, apretando los dientes. Rita no soportaba que le tironearan el pelo.

La señorita Carl trataba de quitarle la tarjeta. Sin duda, esto era casi lo peor que le había pasado a Rita en su vida. La señorita Carl retorcía y tironeaba la tarjeta por una punta, mientras con la otra mano seguía tirándole del pelo con toda su fuerza. Se lo iba a arrancar de raíz.

—¡Basta! —gritó Rita—. ¡Se lo advierto, se lo digo por última vez! —Apartó la tarjeta de la mano de la señorita Carl y la apretó en su puño. No estaba bien golpear a una mujer mayor.

Pero cuando la señorita Carl le volvió a tirar del pelo, Rita la golpeó. Le dio un puñetazo en el pecho con su mano derecha y la mujer fue a dar contra los cinamomos. De no ser por los árboles, se habría caído al suelo.

Rita salió corriendo.

Empezó a levantarse una tormenta. Los árboles se movían. Rita vio cómo se agitaban al viento las ramas oscuras de los robles, oyó el rugido de esos árboles enormes. Las ramas golpeaban la casa, azotaban la galería de arriba. De repente oyó el ruido de cristales al romperse.

Se detuvo, volvió la cabeza y vio una lluvia de hojas verdes que caía sobre todo el terreno de la casa. Las ramas finas se quebraban y también caían. Parecía un huracán. La señorita Carl, de pie en el sendero, miraba la copa de los árboles. Por lo menos no se había roto ni el brazo ni la pierna.

Dios Santo, empezaría a llover en un minuto. Rita se empaparía antes de llegar a Magazine Street, y para colmo le había tirado del pelo y tenía el rostro cubierto de lágrimas. Iba hecha una facha.

Pero no llovió. Regresó a Lonigan e Hijos sin mojarse y cuando se sentó en la oficina de Jerry no pudo hacer más que llorar. Luego miró la pequeña tarjeta blanca.

—¡Jerry, mira esto, por favor! ¡Míralo, por favor!

La cartulina estaba ajada y húmeda por el sudor de la palma. Rita volvió a desmoronarse.

—¡No se ven los números!

—Espera un minuto, Rita —dijo Jerry. Era un hombre paciente y de buen corazón. Se inclinó sobre ella para alisar la tarjeta sobre el secante del escritorio y cogió una lupa. El trozo del medio se veía claramente:

TALAMASCA

Pero era imposible leer nada más. Las palabras de abajo eran diminutas manchas de tinta en la abultada cartulina y al pie de la tarjeta ya no quedaba nada; el borde inferior estaba completamente roto.

Jerry la colocó debajo de dos libros pesados, pero fue inútil. En aquel momento entró su padre y le echó un vistazo, pero no sacó nada en limpio. El nombre de Talamasca no le decía nada, y Red conocía todo y a todos.

—Mira, detrás hay algo escrito con tinta —dijo Red—. Mira.

Sólo un nombre, Aaron Lightner, pero ningún número de teléfono. Seguramente los números estarían en el anverso. Plancharon la tarjeta con una plancha caliente, y fue inútil.

Rita hizo todo lo que pudo.

Buscó en la guía de teléfonos el número de Aaron Lightner y de Talamasca, fuera lo que fuese. Llamó a información. Le rogó a la operadora que le dijera si era un número que no aparecía en la guía. Puso un anuncio en la sección «personales» del Times-Picayune y en el States-Item.

—Querida, no vuelvas a aquella casa —le pidió Red—. No es que tenga miedo de la señorita Carlotta ni nada por el estilo, sólo que no quiero que te mezcles con esa gente.

Rita vio que Jerry y su padre intercambiaban una mirada. Sabían algo que no querían decir. Rita sabía que Lonigan e Hijos se habían ocupado del entierro de la madre de Deirdre, que se había caído de una ventana hacía años. Sabía también que Red recordaba a la abuela, que «había muerto joven», como le había contado Deirdre.

Pero los dos eran de una discreción absoluta, como debían ser los empresarios de pompas fúnebres. Y Rita se sentía demasiado mal para indagar sobre la historia de esa horrible casa y de esas mujeres.

Pasó un año antes de que Rita volviera a ver a Deirdre. El bebé hacía tiempo que se lo habían llevado unos primos de California. Todo el mundo decía que eran buenas personas y además ricos. El hombre era abogado, como la señorita Carl. La criatura estaría bien cuidada.

La hermana Bridget Marie, de St. Alphonsus, le dijo a Jerry que las monjas del hospital le habían contado que la niña era rubia y preciosa. No tenía esos rizos morenos de Deirdre. El padre Lafferty había puesto a la niña en brazos de Deirdre, le había dicho: «Besa a tu hija», y se la había quitado.

Rita, al pensarlo, sentía escalofríos. «Besa a tu hija», como cuando la gente besaba el cuerpo de un difunto antes de cerrar el ataúd.

No era de extrañar que Deirdre estuviera mal de los nervios. Del Hospital de la Misericordia se la habían llevado directamente al sanatorio.

—No es la primera vez que ocurre en la familia —dijo Red Lonigan, sacudiendo la cabeza—, así murió Lionel Mayfair, con una camisa de fuerza.

Rita le preguntó qué quería decir, pero no le contestó.

—No tienen derecho a hacer algo así —protestó Rita—, es una persona muy buena, incapaz de hacer daño a nadie.

Al final Rita se enteró de que Deirdre había vuelto a casa, y aquel domingo decidió ir a misa a la capilla del Auxilio Perpetuo de Garden District. La mayoría de los ricos no asistían a las viejas parroquias de St. Mary y St. Alphonsus, al otro lado de Magazine Street.

Fue a misa con la intención de pasar a la vuelta por delante de la casa Mayfair. Pero no tuvo que hacerlo porque Deirdre estaba en la capilla, sentada entre sus dos tías abuelas, la señorita Belle y la señorita Millie. Gracias a Dios, no estaba la señorita Carlotta.

Deirdre tenía un aspecto espantoso, parecía el fantasma de Banquo[2], como habría dicho su madre. Tenía ojeras negras y llevaba un viejo vestido de gabardina, brillante por el uso y con hombreras, que le quedaba horrible. Seguramente se lo había dado alguna de las ancianas de la casa.

Después de la misa, mientras las mujeres bajaban la escalera de mármol, Rita tragó, respiró hondo y corrió detrás de Deirdre.

Deirdre le lanzó esa hermosa sonrisa que tenía, pero cuando intentó hablar casi no pudo, sólo le salió un susurro:

—¡Rita Mae!

Rita Mae se inclinó para darle un beso.

—Dee Dee, traté de hacer lo que me pediste, pero no pude encontrar a aquel hombre. La tarjeta estaba demasiado estropeada.

Deirdre la miró con ojos vacíos. ¿No se acordaba? Por suerte la señorita Millie y la señorita Belle no se habían dado cuenta, estaban muy ocupadas saludando a todos los que pasaban. Y, además, la pobre señorita Belle nunca se enteraba de nada.

Deirdre entonces pareció recordar algo.

—Está bien, Rita Mae —le dijo, y le dedicó otra vez aquella hermosa sonrisa suya. Le cogió la mano y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

—Querida, ahora debemos irnos. —Tía Millie se dirigía a Deirdre.

Vaya, ésa era la Deirdre Mayfair de siempre. Está bien, Rita Mae. La chica más dulce que había conocido.

Deirdre volvió al sanatorio al poco tiempo. Había paseado descalza por Jackson Avenue, hablando sola. Luego dijeron que estaba en un hospital psiquiátrico en Tejas y más tarde Rita se enteró de que Deirdre Mayfair tenía una «enfermedad incurable» y que nunca volvería a casa.

Cuando murió la vieja señorita Belle, las Mayfair llamaron como siempre al padre de Jerry. Quizá la señorita Carl no recordaba la pelea con Rita Mae. Al funeral asistieron parientes de todas partes, menos Deirdre.

El señor Lonigan detestaba abrir una tumba en el número uno de Lafayette. Era un cementerio antiguo, con muchas sepulturas en ruinas y ataúdes podridos que quedaban a la vista; hasta se veían algunos huesos. Le daba asco hacer un funeral allí.

Una tarde llevó allí a Rita y le enseñó las famosas sepulturas de la fiebre amarilla, en las que se veían largas listas de personas muertas durante la epidemia. Le mostró el panteón de los Mayfair, con doce criptas enormes dentro. Una verja de hierro lo rodeaba y encerraba una pequeña franja de césped. En el umbral había dos jarrones de mármol llenos de flores recién cortadas.

—Vaya, lo tienen muy bien cuidado, ¿no? —comentó Rita.

El señor Lonigan miró las flores y no contestó. Luego, tras aclararse la garganta, señaló los nombres de las personas que conocía.

—Esta de aquí, Antha Marie, 1941, era la madre de Deirdre.

—La que se cayó de la ventana —dijo Rita. El hombre siguió sin responder.

—Y esta otra, Stella Louise, muerta en 1929, era la madre de Antha. Y este de aquí encima, Lionel, su hermano, muerto en 1929, el que terminó con una camisa de fuerza después de disparar y asesinar a Stella.

—¡No me digas que mató a su propia hermana!

—Así es —respondió Lonigan y siguió señalando nombres—. La señorita Mary Beth, la madre de Stella y de la señorita Carl, y éste, Rémy Mayfair, el padre de la señorita Millie. Era tío de la señorita Carl y murió en First Street, pero antes de mi época. Sin embargo, recuerdo a Julien Mayfair, era lo que se suele llamar un hombre inolvidable. Hasta el día de su muerte fue un caballero de muy buena planta, al igual que su hijo, Cortland. Sabes, Cortland murió el año en que Deirdre tuvo la niña, pero yo no lo enterré.

»La familia de Cortland vivía en Metairie. Dicen que fue todo aquel jaleo con el bebé lo que mató a Cortland, aunque tenía ya ochenta años. La vieja señorita Belle era la hermana mayor de la señorita Carl. La señorita Nancy, en cambio, era hermana de Antha. La próxima será la señorita Millie, recuerda mis palabras.

A Rita no le importaban. Recordaba a Deirdre en Santa Rosa, hacía tiempo, cuando se sentaban juntas al borde de la cama. La esmeralda procedía de Stella y Antha.

—¿Pero no es extraño —inquirió Rita— que todas lleven el apellido Mayfair? ¿Por qué no usan el apellido de los maridos?

—No pueden —le respondió el señor Lonigan—, si lo hicieran no podrían acceder al dinero de los Mayfair. Así fue establecido hace mucho tiempo. Hay que ser un Mayfair para recibir el dinero de los Mayfair. Cortland Mayfair lo sabía; lo sabía todo sobre este tema; era un buen abogado y nunca trabajó para nadie más que para la familia. Recuerdo que una vez me dijo que era una cuestión de herencia. —Red volvió a clavar la mirada en las flores.

—¿Qué pasa, Red? —preguntó Rita.

—Nada, sólo que se cuenta por ahí —explicó— que esos jarrones nunca están vacíos.

—Bueno, ¿no es la señorita Carl la que encarga las flores?

—Que yo sepa, no —respondió Red—. Hay alguien que siempre llena los jarrones. —Pero volvió a quedarse callado, como siempre. Era una persona que nunca decía todo lo que sabía.

Cuando al cabo de un año murió, Rita se sintió tan apenada como si hubiese perdido a su propio padre. Pero continuó preguntándose qué secretos se había llevado con él. Siempre había sido muy bueno con ella. Jerry, tras su muerte, ya no volvió a ser el mismo, cada vez que tenía que tratar con esas viejas familias se ponía muy nervioso.

Deirdre regresó a la casa de First Street en 1976. Decían que había quedado completamente idiotizada por los electroshocks.

El padre Mattingly de la parroquia fue a verla. Había perdido todo entendimiento. Como un bebé, le dijo a Jerry, o como una anciana senil.

Rita fue a hacerle una visita. Habían pasado muchos años desde aquella horrible pelea con la señorita Carlotta. Rita tenía tres hijos y no temía a aquella anciana. Le llevó a Deirdre una bata de seda muy bonita.

La señorita Nancy la acompañó al porche.

—Mira lo que te ha traído Rita Mae Lonigan, Deirdre —le dijo.

Completamente ida. Y qué terrible ver esa hermosa esmeralda en su cuello. Era como si se burlaran de ella, ponerle algo así sobre el camisón de franela.

Tenía los pies hinchados y blandos, como las maderas del porche, y la cabeza caída a un lado, con la mirada perdida más allá de la malla de alambre del mosquitero. Aunque seguía siendo Deirdre, dulce y bonita. Rita no lo resistió, tuvo que marcharse.

Nunca más volvió a visitarla. Pero cada semana pasaba por delante de la puerta. Se detenía junto a la verja y saludaba a Deirdre con la mano. Ésta ni siquiera se daba cuenta, pero a pesar de todo Rita lo hacía. Le parecía que Deirdre estaba encorvada y flaca, que ya no apoyaba los brazos sobre el regazo, sino que los encogía contra el pecho, pero nunca se acercaba lo suficiente para comprobarlo. Ésa era la ventaja de quedarse junto a la verja y saludarla con la mano.

Cuando murió la señorita Nancy, Rita dijo que iría al funeral.

—Lo hago por Deirdre.

—Pero, querida —había replicado Jerry—, Deirdre ni sabrá que estás. —Deirdre no había pronunciado una sola sílaba en todos estos años.

A Rita no le importaba; iría de todos modos.

Jerry, por su parte, no quería tener nada que ver con los Mayfair. Detestaba a esas familias de abolengo.

—Por lo menos ha sido una muerte natural, o eso me han dicho —comentó.

Aquella tarde, después de preparar a la señorita Nancy, le dijo que había sido terrible entrar en aquella casa.

El dormitorio de arriba, con el ambiente de otros tiempos, las cortinas corridas y dos velas delante de la imagen de la Virgen de los Dolores, olía a orina, y la señorita Nancy estaba muerta desde hacía horas en aquel calor antes de que él llegara.

Y la pobre Deirdre, sentada en aquel porche como un despojo humano, con la enfermera negra que le cogía la mano y rezaba el rosario en voz alta como si Deirdre se enterara y sólo quisiera oír el avemaría.

La señorita Carlotta no había querido entrar en la habitación de Nancy. Se quedó en el pasillo con los brazos cruzados.

—La señorita Nancy tiene morados en los brazos y las piernas, señorita Carl. ¿Se ha caído?

—Tuvo el primer ataque en la escalera, señor Lonigan.

Ojalá aún viviera su padre, él sí sabía tratar con esas familias antiguas.

—Ahora bien, Rita Mae, dime una cosa: ¿por qué demonios no la llevaron al hospital? ¡No estamos en 1842! ¿Tienes alguna explicación?

—Hay gente que quiere morir en su casa —respondió Rita. ¿No tenía un certificado de defunción firmado?

Sí, claro que sí. Pero detestaba a esas viejas familias.

—Nunca sabes con qué te van a salir —se quejó—; y no sólo los Mayfair, sino todas esas familias.

Estaba sorprendida de que su marido hablara tanto. Los Mayfair lo perturbaban, eso era evidente, del mismo modo que habían perturbado a su padre; pero nadie se había ocupado de contarle a ella la historia.

Rita asistió a la misa de réquiem por la señorita Nancy en la capilla y siguió al cortejo en su propio coche. Pasó junto a la vieja casa de First Street por consideración a Deirdre, pero no vio ni rastro de ella a pesar de todos esos relucientes cochazos negros.

Había muchísimos Mayfair. ¿De dónde salían tantos? Rita reconoció acentos de Nueva York, de California e incluso del sur, de Atlanta y Alabama. ¡Y estaban también todos los de Nueva Orleans!

Cuando vio el libro de visitas casi no pudo creerlo. Había Mayfair en los barrios altos, en el centro, en Metairie y al otro lado del río.

Hasta había un inglés, un caballero de cabello blanco con traje de lino y bastón que se rezagó y quedó junto a ella.

—¡Dios mío, qué día tan terriblemente caluroso! —dijo con su elegante tono británico y, cuando Rita tropezó en el sendero, le ofreció su brazo. Bonito gesto por su parte.

Qué pensarían todas aquellas personas de la horrible mansión, se preguntaba Rita y del cementerio de Lafayette, con los panteones casi en ruinas. Los pasillos estaban atestados y la gente se ponía de puntillas para ver por encima de las altas tumbas. Abundaban los mosquitos por el césped sin cortar y, para colmo, precisamente en aquel momento se detenía en la puerta un autobús de turistas. Sí, seguro que les encantaría. ¡Qué suerte, esto sí que era un buen espectáculo!

Pero lo más sorprendente fue ver a la prima que se había llevado al bebé de Deirdre. Porque allí estaba Ellie Mayfair, de California. Jerry se la señaló mientras el sacerdote decía las últimas palabras. Una mujer alta, de cabello oscuro, con un vestido azul sin mangas y la piel bronceada. Llevaba un sombrero blanco y grande, como una capelina, y gafas oscuras. Parecía una estrella de cine. ¡Cómo se arremolinaban a su alrededor! Le estrechaban la mano, la besaban en las mejillas empolvadas. Cuando se inclinaban sobre ella, ¿le preguntaban por la hija de Deirdre?

Rita se enjugó las lágrimas. «Rita Mae, me van a quitar el bebé». ¿Qué había hecho con aquel trocito de tarjeta con la palabra Talamasca escrita? Seguramente estaría en alguna página de su misal. Ella nunca tiraba nada. Quizá debía hablar con aquella mujer, sólo para preguntarle cómo ponerse en contacto con la hija de Deirdre. Quizás algún día la chica querría saber lo que Rita tenía que decirle. Pero ¿tenía ella derecho a entrometerse?

Había estado a punto de desmoronarse allí mismo, y entonces la gente habría pensado que lloraba por la señorita Nancy. Qué ridículo. Fue entonces, en el momento en que se daba la vuelta y trataba de ocultar el rostro cuando vio que el caballero inglés la miraba fijamente. Tenía una expresión de verdad extraña, como si estuviera preocupado por su llanto. Ella se puso a llorar y le hizo un gesto como diciéndole: «Estoy bien». De todos modos, él se acercó.

Le ofreció su brazo, como había hecho antes, y la acompañó unos pasos para que se sentara en uno de los bancos. Cuando Rita levantó los ojos hubiera jurado que la señorita Carl los observaba, aunque en realidad estaba muy lejos y el sol se reflejaba en los cristales de sus gafas. Probablemente ni siquiera los veía.

El hombre le tendió entonces una pequeña tarjeta blanca y le dijo que le gustaría hablar con ella. Sobre qué, había pensado Rita, pero cogió la tarjeta y se la guardó en el bolsillo.

Más tarde, aquella noche, se la encontró. Buscaba el recordatorio con el responso cuando se topó con la tarjeta que le había dado el hombre; allí estaban los mismos nombres después de tantos años: Talamasca y Aaron Lightner.

Buscó la vieja tarjeta, o lo que quedaba de ella, en las páginas del misal. Sin duda se trataba del mismo nombre. El inglés había añadido a mano en la nueva tarjeta el nombre del hotel Monteleone de la ciudad y el número de habitación.

Rita se encontró con Jerry despierto y bebiendo frente a la mesa de la cocina.

—Rita Mae, no puedes ir a hablar con ese hombre. No puedes decirle nada sobre esa familia.

—Pero, Jerry, tengo que contarle lo que pasó, tengo que explicarle que Deirdre trató de ponerse en contacto con él.

—Pero eso ocurrió hace años, Rita Mae. Aquella criatura ahora es una adulta. ¿No sabías que es médica? Me he enterado de que está a punto de ser cirujana.

—No me importa, Jerry. —En ese instante Rita Mae rompió a llorar, pero a pesar de las lágrimas hizo algo extraño; miró la tarjeta y memorizó todo lo que había escrito en ella: el número de habitación del hotel y el número de teléfono de Londres.

Y tal como se había imaginado, de repente Jerry cogió la tarjeta y se la metió en el bolsillo. Ella no dijo ni una palabra, tan sólo continuó llorando. Jerry era el hombre más dulce del mundo, pero nunca comprendería.

—Querida, asistir al funeral ha sido un gesto muy bonito por tu parte —dijo.

Rita no volvió a mencionar a aquel hombre. No quería enfrentarse a Jerry. Al menos en ese instante todavía no se había decidido.

—Pero ¿qué sabe esa chica de California sobre su madre? —preguntó Rita—. Quiero decir, ¿sabe que Deirdre nunca quiso abandonarla?

—Déjalo, querida.

Jerry sacudió la cabeza. Se llenó el vaso de bourbon y se bebió casi la mitad.

—Querida, si tú supieras lo que sé sobre esa gente.

Sí, Jerry estaba bebiendo demasiado. Rita se dio cuenta. No era un charlatán. Un buen empresario de funeraria no podía serlo. Pero ahora había empezado a hablar y Rita lo dejó.

—Querida —dijo—, Deirdre nunca tuvo la más mínima oportunidad en esa familia. Se diría que la maldijeron al nacer. Eso decía mi padre.

Jerry era apenas un escolar cuando Antha, la madre de Deirdre, había muerto al caer desde el techo del porche al que daba la ventana de la buhardilla de aquella casa.

—Tuvimos que raspar las baldosas para quitar los sesos. Fue terrible. ¡Tenía sólo veinte años y era guapa! Más bonita incluso que lo que llegó a ser Deirdre. Y deberías haber visto los árboles de aquel jardín. Por la forma en que se agitaban, querida, parecía como si soplara un huracán sobre la casa. Hasta los firmes magnolios se inclinaban y retorcían.

—Sí, los he visto así —dijo Rita, pero volvió a quedarse en silencio para que Jerry continuara hablando.

—Lo peor fue cuando llegamos aquí y papá tuvo tiempo de echar un buen vistazo a Antha. Me dijo: «Mira esos rasguños alrededor de los ojos. Eso nunca ocurre en una caída, además, no había árboles bajo la ventana». Luego descubrió que uno de los ojos había sido arrancado de la cuenca. Papá sí sabía qué hacer en esas situaciones.

»Llamó directamente al doctor Fitzroy y le dijo que pensaba que era necesaria una autopsia. El doctor se lo discutió, pero él no cedió. Por último, el doctor Fitzroy confesó que Antha Mayfair se había vuelto loca y trató de arrancarse los ojos a arañazos. La señorita Carl intentó detenerla, pero en aquel momento Antha huyó corriendo hacia la buhardilla. Saltó, de acuerdo, pero estaba completamente fuera de sí. La señorita Carl lo había visto todo. Y no había motivo para que la gente hablara de ello, para que saliera en los periódicos. ¿Acaso esa familia no había sufrido ya bastante después de lo de Stella?

»“A mí no me parece que se haya autolesionado”, respondió mi padre, “pero si usted está dispuesto a firmar el certificado de defunción de este caso, pues… supongo que he hecho todo lo que he podido”. Nunca hubo ninguna autopsia, pero mi padre sabía muy bien lo que decía.

»Por supuesto, me hizo jurar que nunca diría una palabra de todo esto a nadie. Ahora confío en ti, Rita Mae.

—Ay, qué horrible —murmuró ésta—, arrancarse los ojos a arañazos.

»Ojalá Deirdre no lo supiera.

—Pues bien, y eso no es todo. —Jerry bebió otro trago de bourbon y siguió—. Cuando fuimos a limpiar el cuerpo, encontramos la gargantilla con la esmeralda, la misma que Deirdre lleva ahora, la famosa esmeralda de los Mayfair. La cadena estaba retorcida alrededor del cuello y la piedra enganchada al cabello de atrás. Estaba toda cubierta de sangre y Dios sabe qué más. Mira, hasta mi padre, con todo lo que había visto en este mundo, se impresionó al quitar los pelos y las astillas de hueso de esa cosa. «No es la primera vez que tengo que quitar sangre de esta gargantilla», dijo. También la había encontrado en el cuello de Stella Mayfair, la madre de Antha.

—Stella fue asesinada por su hermano.

—Sí, y escuchar a papá hablar de ello era algo terrible. Stella era la desenfrenada de aquella generación. Incluso antes de que muriera su madre, ya había llenado la vieja casa de luces y organizaba fiestas todas las noches, corría alcohol de contrabando y tocaban orquestas. Sólo Dios sabe lo que las señoritas Carl, Millie y Belle pensaban de todo aquello. Pero cuando empezó a traer a sus amantes a casa, Lionel intervino y la mató. Lo que pasaba es que estaba celoso. Le dijo ahí mismo, delante de todo el mundo: «Antes de que seas suya, prefiero matarte».

—¿Qué dices? —se sorprendió Rita—. ¿Que el hermano y la hermana se acostaban?

—Es posible, querida —le respondió Jerry—. Es muy posible. Nadie supo nunca el nombre del padre de Antha. Podría haber sido Lionel. Incluso decían… Pero a Stella nunca le importó lo que pensara la gente. Nunca le molestó tener una hija sin haberse casado.

—Vaya, es lo más horrendo que he oído nunca —murmuró Rita Mae—. Sobre todo en aquella época.

—Así fueron las cosas, querida. Y no sólo lo sé por boca de mi padre. Cuando Lionel disparó a Stella en la cabeza todos los invitados se desbandaron y rompieron las ventanas de los porches para poder salir de allí. Pánico generalizado. ¿Y puedes creer que la pequeña Antha bajó del piso de arriba durante aquel revuelo y se quedó mirando el cadáver de su madre en el suelo del salón?

Rita movió la cabeza. ¿Qué le había contado Deirdre aquella tarde, hacía mucho tiempo? «Dicen que su madre también murió joven, pero nunca hablan de ella».

—Lionel, después de matar a Stella, terminó con una camisa de fuerza. Papá siempre decía que la culpabilidad le había hecho perder la razón. No paraba de gritar que el diablo no lo dejaba en paz, que su hermana era una bruja que había mandado al demonio para perseguirlo. Murió de un ataque, se tragó su propia lengua y no había nadie para ayudarlo. Abrieron la celda acolchada y allí estaba, muerto y morado. Pero por lo menos aquella vez el cadáver llegó cosido después de la autopsia. Lo que nunca dejó tranquilo a mi padre fueron los arañazos en la cara de Antha, doce años más tarde.

—Pobre Dee Dee. Debió de saber algo de todo aquello.

—Sí —dijo Jerry—, hasta los bebés se enteran de las cosas. ¡Tú lo sabes! Cuando mi padre y yo fuimos a sacar el cuerpo de Antha del patio, oímos a la pequeña Deirdre llorando como si supiera que su madre había muerto. Y nadie la cogía, nadie la consolaba. Te digo que esa cría nació con una maldición. Con todo lo que pasó en esa familia, nunca tuvo la más mínima oportunidad. Por eso enviaron a su hija al oeste, para apartarla de todo aquello. Si yo estuviera en tu lugar, querida, no me metería.

Rita pensó en Ellie Mayfair, tan guapa… Probablemente ahora estaría volando rumbo a San Francisco.

—Dicen que esa gente de California es muy rica —siguió Jerry—. Me lo contó la enfermera de Deirdre. El padre es un abogado importante, un maldito hijo de puta, pero gana mucho dinero. Si hay una maldición sobre las Mayfair, la chica ha conseguido librarse.

—Jerry, tú no crees en maldiciones —afirmó Rita— y lo sabes.

—Querida, piensa un minuto en la esmeralda del collar. Mi padre la limpió de sangre dos veces. Y siempre me pareció que la señorita Carlotta, personalmente, pensaba que estaba maldita. La primera vez que papá la limpió, cuando mataron a Stella, ¿sabes lo que le pidió que hiciera? Que la pusiera en el ataúd con Stella. Me lo contó él, así que no lo dudo. Y mi padre se negó a hacerlo.

—Bueno, a lo mejor no es auténtica.

—Vamos, Rita Mae, con esa esmeralda te puedes comprar una manzana entera en el centro de Canal Street. Papá pidió a Hershman, de Magazine Street, que la tasara. Imagínate, viene la señorita Carlotta y le dice: «Deseo expresamente que la ponga en el ataúd con mi hermana». Así que mi padre llamó a Hershman, siempre habían sido buenos amigos, y éste le dijo que era auténtica, la esmeralda más perfecta que había visto en su vida. Ni siquiera podía ponerle precio. Dijo que ése era el tipo de joyas que terminan en un museo.

—Bueno, ¿qué le dijo Red a la señorita Carlotta?

—Le dijo que no, que él no iba a meter un millón de dólares en un féretro. Limpió el collar con alcohol, compró una caja de terciopelo a Hershman y se lo devolvió. Lo mismo que hicimos años más tarde cuando Antha se tiró por la ventana. Esa vez la señorita Carl no nos pidió que la enterráramos. Tampoco nos pidió que hiciéramos el velatorio en el salón.

—¡En el salón!

—Sí, allí es donde colocaron a Stella, justo allí. Antiguamente siempre lo hacían. Al viejo Julien Mayfair lo velaron en el salón y también a la señorita Mary Beth, en 1925. Stella pidió que fuera hecho del mismo modo. Así lo dejó escrito en su testamento y así lo hicieron. Pero con Antha no ocurrió nada de aquello. Papá y yo devolvimos el collar. Entramos y allí estaba la señorita Carl sentada a oscuras en aquel salón doble meciendo suavemente a la pequeña Deirdre en su cuna, con los porches y los árboles alrededor no se veía nada. Yo me acerqué con mi padre y él le dio el collar. ¿Sabes qué hizo? Dijo: «Gracias, Red Lonigan», se volvió y puso la caja con la joya en la cuna de la niña.

—Bueno, ¿y si el collar está de verdad maldito? —exclamó Rita. Dios, pensaba en esa joya alrededor del cuello de Deirdre y en el estado en que ella estaba ahora. Le costaba soportar la idea.

—Mira, si está maldito, puede que también lo esté la casa —respondió Jerry—, porque las joyas van con la casa y con un montón de dinero más.

—¿Quieres decir, Jerry Lonigan, que la casa pertenece a Deirdre?

—Rita, todo el mundo lo sabe. ¿Cómo es que tú no?

—¿Me estás diciendo que es su casa y que esas mujeres han vivido allí todos estos años mientras ella estaba encerrada y que luego la trajeron en ese estado y la sentaron…?

—Vamos, no te pongas histérica, Rita Mae. Sí, eso es lo que te estoy diciendo. Sí, es de Deirdre, y fue de Antha y de Stella, y pasará a la hija de California cuando muera Deirdre, a no ser que alguien se las arregle para cambiar esos viejos papeles, aunque no creo que se pueda cambiar algo así. El testamento viene de muy lejos, de la época en que tenían la plantación, e incluso de antes, de la época en que estaban en las islas, ya sabes, en Haití, antes de que llegaran aquí. Un legado, así es como lo llaman. Recuerdo que Hershman solía decir que la señorita Carl había empezado a estudiar derecho de joven sólo para averiguar cómo impugnar el legado. Pero no lo consiguió. Todo el mundo sabía que Stella era la heredera, incluso antes de que muriera la señorita Mary Beth.

—Pero ¿y si la chica de California no lo sabe?

—Es la ley, querida. Y la señorita Carlotta puede que sea muchas otras cosas, pero sobre todo es una buena abogada. Además, es algo que va ligado al nombre Mayfair. Tienen que conservar el nombre, si no, no heredan nada. Y la chica lo conserva, me enteré cuando nació. Y su madre adoptiva, Ellie Mayfair, la que ha venido hoy y firmó el libro, también. Lo saben. La gente siempre sabe cuándo le va a tocar dinero.

—Pero, Jerry, ¿y si hay otras cosas que la hija de Deirdre no sabe? —preguntó Rita—. ¿Por qué no ha venido hoy? ¿Por qué no quiere ver a su madre?

«¡Rita Mae, me van a quitar el bebé!»

Jerry no contestó, tenía los ojos rojos. Se había pasado con el bourbon.

—Papá sabía muchas más cosas sobre esa gente —dijo; ahora farfullaba—, mucho más de lo que me contó. Pero me explicó que habían hecho bien en quitarle la niña a Deirdre y dársela a Ellie Mayfair, por la criatura. Y dijo algo más: que Ellie no podía tener hijos y que el marido estaba muy desilusionado y a punto de abandonarla cuando la señorita Carl la llamó para preguntarle si quería a la niña de Deirdre. «No le cuentes todo esto a Rita Mae», me dijo mi padre, «pero ha sido una bendición para todo el mundo. El viejo señor Cortland, que Dios lo tenga en la gloria, estaba equivocado».

Rita Mae sabía lo que iba a hacer. Nunca en su vida había mentido a Jerry Lonigan. Simplemente, no se lo diría. A la tarde siguiente llamó al hotel Monteleone. El inglés acababa de dejar la habitación, pero pensaban que quizá todavía estuviera en el vestíbulo.

Mientras esperaba, el corazón le latía con fuerza.

—Soy Aaron Lightner. Sí, señora Lonigan. Por favor, tome un taxi, yo pagaré la carrera. Estaré esperándola.

El inglés la llevó al Desire Oyster Bar, un bonito lugar con ventiladores de techo, espejos grandes y puertas que daban a Bourbon Street. A Rita le parecía tan exótico como siempre le había parecido aquel barrio. Casi nunca iba a esa parte de la ciudad.

Se sentaron a una mesa de mármol y ella pidió una copa de vino blanco; era lo que él había pedido y sonaba muy bien. ¡Qué hombre tan bien parecido! En un caballero como él no importaba la edad; era más guapo que cualquier joven. Sentarse tan cerca del inglés la puso un poco nerviosa y la forma en que la miraba hizo que se turbara como si volviera a ser una colegiala.

—Hable, señora Lonigan —le dijo—, la escucho.

Rita trató de hablar con calma, pero no pudo: las palabras salieron a borbotones. Enseguida empezó a llorar; probablemente el inglés no entendería ni una palabra de lo que decía. Le dio aquel trozo de tarjeta viejo y ajado. Le habló de los anuncios que había puesto y le explicó cómo le había contado a Deirdre que no había podido dar con él.

Luego llegó a la parte difícil.

—¡Hay cosas que esa chica de California no sabe! La propiedad es suya, y los abogados quizá se lo digan, pero ¿y la maldición, señor Lightner? Estoy poniendo toda mi confianza en usted, le estoy contando cosas que mi marido no quiere que le cuente a nadie. Pero Deirdre confió en mí y, a fin de cuentas, eso a mí me basta. Lo que le digo es que las joyas y la casa están malditas.

Al final se lo contó todo. Le contó lo que Jerry le había dicho, todo lo que Red había dicho. Le contó todo lo que consiguió recordar.

Y lo más increíble fue que el inglés en ningún momento pareció sorprendido ni impresionado y le aseguró que haría todo lo posible para que la chica de California recibiera aquella información.

Una vez dicho todo —el vino blanco seguía intacto—, Rita se sonó la nariz y el hombre le pidió que guardase su tarjeta y lo llamase si había algún «cambio» en Deirdre. Si no lo encontraba, podía dejar un mensaje; la persona que respondiera el teléfono lo comprendería. Lo único que tenía que decir era que estaba relacionado con Deirdre Mayfair.

Rita sacó el misal de su bolso.

—Deme el teléfono otra vez —dijo, y debajo escribió las palabras: «relacionado con Deirdre Mayfair».

Después de haberlo escrito todo, se le ocurrió preguntar:

—Dígame, señor Lightner, ¿cómo llegó a conocer a Deirdre?

—Es una larga historia, señora Lonigan. Se podría decir que hace años que observo a esta familia. Tengo dos cuadros pintados por el padre de Deirdre, Sean Lacy. Uno es un retrato de Antha. Él murió en una autopista, en Nueva York, antes de que Deirdre naciera.

—¿Murió en un accidente en una autopista? No lo sabía.

—Dudo que alguien lo sepa por aquí —continuó Lightner—. Era un buen pintor. Pintó un hermoso retrato de Antha con la famosa esmeralda al cuello. Llegó a mis manos a través de un marchante de Nueva York cuando ambos ya estaban muertos.

—Qué curioso que el padre de Deirdre haya muerto en la carretera —comentó Rita— lo mismo le pasó al novio de ella, al hombre con el que iba a casarse. ¿Sabía que se salió de la carretera del río camino de Nueva Orleans?

Rita creyó ver un pequeño cambio en la cara del inglés, pero no estaba segura. Parecía como si sus ojos se hubieran achicado durante un segundo.

—Sí, lo sabía —respondió. Parecía pensar en cosas que no quería contar. Luego empezó a hablar otra vez—. Señora Lonigan, quiero que me prometa algo.

—¿Qué, señor Lightner?

—Si llegara a ocurrir algo, algo completamente inesperado, y la hija de California volviera a casa, por favor, no intente hablar con ella, llámeme. Llámeme a cualquier hora del día o de la noche y le prometo que vendré tan pronto como consiga salir en avión de Londres.

—¿Quiere decir que no le cuente todo esto? ¿Es eso lo que me pide?

—Sí —respondió Lightner muy serio, y le tocó la mano por primera vez, de una manera de lo más correcta y caballerosa—. No vuelva a aquella casa, sobre todo si está allí la hija. Le prometo que si yo no puedo venir, vendrá otra persona, alguien que llevará a cabo lo que queremos hacer, alguien muy familiarizado con toda la historia.

—Ay, me quitaría un peso de encima —dijo Rita. Sin duda no quería hablar con aquella chica, una completa desconocida, y explicarle todas estas cosas. Pero de repente todo aquello empezó a intrigarla. Por primera vez se preguntó quién sería ese hombre tan agradable. ¿No sería un error confiar en él?

—Puede confiar en mí, señora Lonigan —dijo, como si adivinara su pensamiento—. Por favor, no lo dude. Conozco a la hija de Deirdre y sé que es una persona bastante reservada y… digamos, severa. No es alguien con quien resulte fácil hablar, no sé si me entiende. Pero creo que yo podré explicarle las cosas.

—Claro, señor Lightner.

El hombre la miraba. Quizá comprendía lo confundida que estaba. Qué tarde tan rara, con toda esa charla sobre maldiciones, muertos y ese extraño collar.

—Sí, son cosas muy extrañas —dijo él.

Rita se rió.

—Parece como si me adivinara el pensamiento —comentó.

—Deje de preocuparse —dijo Lightner—. Haré que Rowan Mayfair se entere de que su madre no quiso abandonarla, haré que se entere de todo lo que usted quiere que sepa. Se lo debo a Deirdre, ¿no le parece? Ojalá hubiera estado allí cuando ella me necesitaba.

Bueno, para Rita era más que suficiente.

Habían pasado ya doce años desde que Deirdre ocupaba su sitio en el porche, más de un año desde que había venido el inglés, y volvían a hablar de llevársela. Era su casa la que se desmoronaba a su alrededor en aquel triste jardín salvaje e iban a encerrarla otra vez.

Quizá Rita debería llamar al hombre. Quizá debería contárselo. No lo sabía.

—Llevársela es lo más sensato que pueden hacer —opinó Jerry— antes de que la señorita Carlotta sea demasiado vieja para tomar la decisión. El asunto es, bueno, no me gusta decirlo, querida, pero Deirdre se está viniendo abajo deprisa. Dicen que se está muriendo.

«Muriendo».

Esperó hasta que Jerry se fue al trabajo y luego hizo la llamada. Sabía que aparecería en la factura y que probablemente a la larga tendría que explicarle algo. Pero no importaba. Lo importante ahora era que el operador comprendiera que tenía que llamar a un número al otro lado del océano.

Contestó una mujer agradable y, tal como había prometido el inglés, aceptó el cobro revertido. Al principio Rita no conseguía entender todo lo que la mujer decía —hablaba muy deprisa—, pero al final comprendió que el señor Lightner estaba en Estados Unidos, en San Francisco. La mujer lo llamaría enseguida. ¿Tenía Rita algún inconveniente en dejar su número?

—No, no. No quiero que llame aquí —dijo—. Sólo transmítale mi recado, es muy importante. Dígale que llamó Rita Lonigan, que se trata de Deirdre Mayfair. Apúntelo, por favor. Que Deirdre Mayfair está muy enferma, que se está consumiendo deprisa. Que quizá se esté muriendo.

Rita lloraba cuando colgó.

Aquella noche soñó con Deirdre, pero al despertarse lo único que consiguió recordar era que Deirdre estaba allí durante el crepúsculo y que el viento soplaba entre los árboles de Santa Rosa de Lima.

Rita se levantó y fue a la primera misa. Se acercó al altar de la Virgen Bendita y encendió una vela. Por favor, haz que el señor Lightner venga, rezó. Por favor, haz que hable con la hija de Deirdre.

Y mientras rezaba se dio cuenta de que no era la herencia lo que la preocupaba, ni la maldición del hermoso collar con la esmeralda, porque, pese a todo lo cruel que pudiera ser la señorita Carl, no creía que tuviera en mente transgredir la ley. Además, tampoco creía en las maldiciones.

En lo que sí creía era en el amor que sentía de todo corazón por Deirdre Mayfair.

Y creía que una hija tenía derecho a saber que su madre había sido en una época la más dulce y bondadosa de las criaturas, una niña a quien todo el mundo quería, una hermosa muchacha a quien un hombre apuesto y elegante llamó «amada mía» en un jardín, a la hora del crespúsculo, en la primavera de 1957.