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El cementerio estaba cerrado de noche, pero no importaba. La oscuridad y el frío no importaban. La cerradura de la puerta lateral estaría rota y ella podría abrirla con facilidad y volver a cerrarla tras su paso, y avanzar por el sendero cubierto de nieve.

Tenía frío, pero tampoco importaba. La nieve era muy bonita. Quería ver la tumba cubierta de nieve.

—Tú la encontrarás para mí, ¿verdad? —murmuró. La oscuridad era casi completa y los invitados llegarían pronto. No tenía mucho tiempo.

Tú sabes dónde está, Rowan, le decía esa voz sutil dentro de su cabeza.

Y la encontró. Era verdad. Se quedó ante la tumba mientras el viento la helaba y traspasaba su falda fina. Allí estaban, doce pequeñas lápidas, una para cada cripta y, más arriba, una puerta cincelada en forma de cerradura.

«No morir nunca».

Ésa es la promesa, Rowan, ése es el pacto que hay entre tú y yo. Casi hemos llegado al comienzo…

—No morir nunca, pero ¿qué le prometiste a las otras? Les prometiste algo. Estás mintiendo.

No, amada mía, ahora nadie importa, sólo tú. Todas están muertas.

Todos sus huesos yacen debajo, en una negrura helada. Y el cuerpo de Deirdre, en perfecto estado todavía, lleno de productos químicos, frío dentro del ataúd forrado de satén. Frío y muerto.

—Madre.

No puede oírte, hermosa mía, se ha ido. Tú y yo estamos aquí.

—¿Cómo puedo ser la entrada? ¿Siempre ha estado escrito que yo sería la entrada?

Siempre, amor mío, y casi ha llegado el momento. Pasarás una noche más con tu ángel de carne y hueso después serás mía para siempre. Las estrellas se mueven en el firmamento. Forman un diseño perfecto.

El mármol parecía de hielo. Rowan deslizó los dedos por las letras: Deirdre Mayfair. No llegaba a la talla de la entrada en forma de cerradura.

—¿Y tú me mostrarás cómo ser la entrada?

Tú lo sabes, querida. En tus sueños y en tu corazón lo has sabido desde siempre.

Caminó erguida sobre la nieve. Tenía los pies mojados, pero no importaba. Las calles estaban vacías y brillaban en la semioscuridad gris. La nieve era tan liviana que parecía un espejismo. Faltaba poco para que llegaran los invitados.

En cuanto terminara de caer la noche, llegarían todos. Era esencial fingir que todo era normal. Caminaba lo más rápido que podía. Le ardía la garganta. Pero el aire frío le sentaba muy bien, la refrescaba y le calmaba la fiebre que tenía dentro.

Y allí estaba la casa, a oscuras, esperándola. Había llegado a tiempo. Tenía la llave en la mano.

—¿Y si no logro que él se vaya mañana? —murmuró ante la puerta, mirando las ventanas vacías. Como aquella primera noche en la que Carlotta le había dicho, ven, elige.

Debes hacer que él salga, querida mía, mañana al anochecer. Porque si no lo mataré.

Se quedó en el porche, hablaba en voz alta con nadie, y la nieve caía a su alrededor. Nieve en el paraíso, que golpeaba las hojas heladas del platanero, que se deslizaba por entre las altas cañas de bambú. Pero ¿qué hubiera sido del paraíso sin la belleza de la nieve?

—Me comprendes, ¿verdad? No puedes hacerle daño. De ningún modo. Prométemelo. Haz un pacto conmigo. A Michael no le pasará nada.

Como quieras, mi amor. También lo quiero, pero no puede interponerse entre nosotros en la noche de las noches. Las estrellas se mueven hacia una constelación perfecta. Ellas son mis testigos eternos, viejas como yo, y brillarán sobre mí en el momento perfecto. Si quieres proteger de mi ira a tu amante mortal, intenta que esté fuera de mi vista.