—Ay, éste es el peor invierno de todos —dijo Beatrice—, ¿sabes que dicen que hasta nevará? —Se levantó y puso el vaso de vino sobre el carrito—. Bueno, querida, has tenido mucha paciencia. Estaba muy preocupada, pero ahora que veo que todo está bien, y que esta enorme casa es tan acogedora y alegre, me voy.
—No ha sido nada, Bea —dijo Rowan, y repitió lo que acababa de explicar—, sólo estaba un poco deprimida por la ausencia tan prolongada de Michael.
—¿A qué hora llega?
—Ryan dijo que antes del amanecer estaría aquí. Tenía que salir hace una hora, pero el aeropuerto de San Francisco está cerrado por niebla.
Observó cómo Beatrice bajaba por la escalera de mármol y cruzaba el portal, mientras el aire frío penetraba en el vestíbulo. Después cerró la puerta.
Se quedó en silencio durante un rato, dejando que el calor la envolviera, regresó entonces al salón y miró el enorme árbol. Estaba justo detrás de la arcada y llegaba hasta el techo. El árbol de Navidad más triangular y perfecto que había visto nunca. Cubría por completo la ventana del porche lateral. Una fina capa de agujas yacía sobre el suelo. Silvestre y primitivo, como si hubiera entrado en la casa un trozo de bosque. Se acercó a hogar y se arrodilló para poner otro tronco sobre el fuego.
—¿Por qué has intentado hacerle daño a Michael? —murmuró, mirando las llamas.
—No intenté hacerle daño.
—Me estás mintiendo. ¿También has intentado hacer daño a Aaron?
—He hecho lo que me ordenaste que hiciera, Rowan. —La voz era suave y profunda, como siempre—. Mi mundo se limita a complacerte.
Se apoyó sobre sus talones, con los brazos cruzados y los ojos húmedos, de modo que las llamas se convirtieron en una suave mancha borrosa.
—Él no sospecha nada, ¿me escuchas?
—Siempre te escucho, Rowan.
—Tiene que creer que todo sigue como antes.
—Yo también lo deseo, Rowan. Estamos de acuerdo. Temo su enemistad porque sé que te haría infeliz. No hago más que complacer tus deseos.
Pero esto no podía seguir así. De repente, sintió tanto miedo que se quedó muda e inmóvil.
—¿Cómo acabará todo esto, Impulsor? No sé qué hacer ni qué quieres de mí.
—Lo sabes, Rowan.
—Me llevará años de estudio. Hasta que no tenga una comprensión más profunda de ti, ni siquiera puedo empezar.
—Pero tú sabes todo de mí y quieres engañarme. Me amas y no me amas al mismo tiempo. Me convertirías en un ser de carne y hueso si supieras cómo destruirme.
—¿Crees que sí?
—Sí. Me entristece tu miedo y tu odio, porque sé la felicidad que nos aguarda, porque puedo ver a lo lejos.
—¿Y qué tendrías? ¿El cuerpo de algún hombre vivo, despojado de su conciencia mediante algún trauma, de modo que podrías fusionarte sin impedimentos con su mente? Eso es un asesinato, Impulsor.
Silencio.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Que cometa un asesinato? Porque ambos sabemos que ésa es la manera de hacerlo.
Silencio.
Rowan cerró los ojos. Oía cómo el ente se condensaba y aumentaba la presión, cómo se agitaban las cortinas mientras él serpenteaba y llenaba el salón a su alrededor, y le rozaba las mejillas y el pelo.
—No, déjame sola —suspiró—. Quiero esperar a Michael.
—Él no será suficiente para ti, Rowan. Me duele verte llorar, pero te digo la verdad.
—Dios mío, te odio —susurró, mientras se secaba los ojos con el dorso de la mano y veía a través de sus lágrimas el enorme árbol de Navidad—. Déjame sola, Impulsor —suplicó—. Si me amas, déjame sola.
Leiden. Sabía que era otra vez el sueño y quería despertar. Además, el bebé la necesitaba. Oía cómo lloraba. Quiero irme del sueño. Pero estaban todos reunidos junto a las ventanas, horrorizados por lo que le sucedía a Jan van Abel; el gentío trataba de desgarrarle los miembros.
—No se guardó el secreto —decía Lemle—. Es imposible que los ignorantes comprendan la importancia de la experimentación. Cuando se guarda el secreto, lo único que se hace es asumir personalmente la responsabilidad.
Señalaba el cuerpo que había sobre la mesa. El hombre yacía pacientemente con los ojos abiertos. Tenía unos brazos y unas piernas muy pequeños y los órganos diminutos temblaban dentro.
—El llanto de esa criatura no me deja pensar.
—Tienes que tener una perspectiva más amplia, pensar en un resultado mayor.
Imposible. Ella miraba a aquel hombrecillo, con sus brazos y piernas truncados y los órganos diminutos. Sólo la cabeza era normal, es decir, de tamaño normal.
—Un cuarto del tamaño del cuerpo, para ser exactos.
Sí, una proporción conocida, pensó. El terror se apoderó de ella cuando miró hacia abajo. El gentío había roto las ventanas e invadía los corredores de la Universidad de Leiden. Petyr corría hacia ella.
—No, Rowan, no lo hagas.
Se despertó sobresaltada. Oyó pasos en la escalera.
Salió de la cama.
—¿Michael?
—Sí, querida, estoy aquí.
Sólo una sombra grande en la oscuridad, el olor al frío del invierno y sus tibias manos temblorosas sobre ella. Suavidad y aspereza, y su rostro apretado contra el de ella.
—Ay, Michael, ha sido una eternidad. ¿Por qué me has dejado?
—Rowan, cariño…
—¿Por qué? —lloraba—. No me sueltes, Michael, por favor. No me sueltes.
Él la acunaba entre sus brazos.
—No deberías haberte marchado, Michael, no debiste hacerlo.
Rowan lloraba y sabía que él ni siquiera comprendía lo que ella decía ni lo que no diría. Simplemente lo cubrió de besos, saboreó el gusto salado de su piel, su aspereza, y la suavidad de sus manos.
—Dime qué ocurre, qué ocurre en realidad.
—Que te amo. Que cuando no estás aquí, es como… si no fueras real.
Rowan estaba medio dormida cuando él se separó de ella. No quería que volviese aquel sueño. Se había acurrucado contra su pecho, cogida con fuerza a su brazo, y ahora, mientras Michael salía de la cama, observaba casi furtivamente cómo se ponía los tejanos y se pasaba la camiseta de rugby de manga larga por la cabeza.
—Quédate aquí —murmuró.
—Tocan el timbre —dijo—. Es mi pequeña sorpresa. No te levantes. No es nada, sólo algo que traje de San Francisco. Sigue durmiendo.
El sueño volvió a ella antes de que él saliese de la habitación.
No quiero ver ese muñeco en la mesa. ¿Qué es? No puede estar vivo.
Lemle llevaba la bata, la mascarilla y los guantes quirúrgicos. La miraba por debajo de sus tupidas cejas.
—Ni siquiera estás preparada. Ve a lavarte y esterilizarte, te necesito.
Las luces parecían dos ojos despiadados que apuntaban a la mesa.
Esa cosa ahí, tendida, con unos órganos diminutos y ojos inmensos.
Lemle sostenía algo entre las pinzas. Y el cuerpecito abierto en la incubadora de al lado era un feto que dormía con el pecho abierto. Sostenía un corazón con las pinzas, ¿no? ¡Monstruo, cómo puedes hacer algo así!
—Tendremos que trabajar deprisa para que el tejido conserve su estado óptimo…
—Es muy difícil que tengamos éxito —dijo la mujer.
—Pero ¿quiénes sois vosotros? —preguntó ella.
Rembrandt estaba sentado junto a la ventana, cansado por la edad, con la nariz redonda y el pelo ralo. Cuando ella le preguntó qué pensaba, la miró, adormilado, y luego le cogió la mano y se la puso sobre su propio pecho.
—Conozco esa pintura —dijo ella—, la de la joven novia.
Se despertó. El reloj daba las dos. En el sueño esperaba más campanadas, unas diez. Significaba que había dormido hasta tarde; ¿pero las dos? Eso era demasiado tarde.
Oyó música a lo lejos: un clavicordio y una voz, un lastimero villancico, una vieja canción celta que hablaba de un niño en el pesebre. Olor a árbol de Navidad, suave y fragante, y a leña que ardía. Una tibieza deliciosa.
Estaba tendida de lado y miraba la capa de hielo sobre el cristal de la ventana. Muy lentamente, una figura empezó a tomar forma: un hombre apoyado contra el cristal con los brazos cruzados.
Rowan entrecerró los ojos y observó el proceso: un rostro bronceado, formado por billones de diminutas células, y el profundo brillo de unos ojos verdes. Una réplica perfecta en tejanos y camisa. Veía y oía el movimiento de su ropa. En el momento en que se inclinaba sobre ella, vio incluso los poros de la piel.
Así que estamos celosos, ¿eh? Le tocó las mejillas, la frente, como se las había tocado a Michael, y sintió un latido debajo, como si allí hubiera un cuerpo de verdad.
—Miéntele —dijo, con voz profunda, casi sin mover los labios—. Si lo amas, miéntele.
Casi sentía su aliento sobre el rostro. Entonces se dio cuenta de que era transparente, que veía la ventana a través de él.
—No, no te vayas —dijo ella—, aguanta.
Pero la imagen sufrió una convulsión y empezó a ondear como un papel al caer por el aire. Ella sintió el pánico del Impulsor en forma de espasmos de calor.
Trató de cogerlo de la muñeca, pero su mano se cerró en el aire. La corriente cálida flotó sobre la cama, las cortinas se agitaron y se levantó un aire frío que volvió a cubrir los cristales de escarcha.
«Miéntele».
«Sí, por supuesto. Os amo a los dos, ¿no?»
Michael no la oyó bajar la escalera. Las cortinas estaban cerradas, y el vestíbulo oscuro, silencioso y tibio. La chimenea central del salón estaba encendida. Aparte del fuego, la única iluminación que había procedía del árbol de Navidad, decorado con innumerables lamparillas que titilaban.
Se quedó en el quicio de la puerta y observó a Michael, en lo alto de la escalera, que arreglaba algunos detalles y silbaba suavemente el villancico irlandés.
—Ah, aquí está mi bella durmiente —dijo, y le dirigió una de esas sonrisas cariñosas y protectoras que le provocaban el deseo de echarse en sus brazos. Pero Rowan no se movió. Lo vio bajar la escalera con movimientos rápidos y acercarse—. ¿Se siente mejor mi princesa?
—Ah, es tan hermoso —dijo ella—, y la canción tan triste.
Lo cogió por la cintura y apoyó la cabeza sobre su hombro mientras miraba el árbol.
—Has hecho un trabajo perfecto.
—Sí, pero ahora viene lo divertido —dijo él; le besó la mejilla y la llevó hacia la mesilla, junto a la ventana. Había una caja abierta y le hizo señas de que mirara dentro.
—¡Es precioso! —dijo, y levantó un ángel de porcelana con las mejillas pintadas con un ligero rubor y con alas doradas. Sacó también un Papá Noel en miniatura, un muñequito de porcelana con traje de auténtico terciopelo rojo—. ¡Son preciosos! ¿De dónde los has sacado? —preguntó, mirando una manzana dorada y una estrella de cinco puntas.
—Hace años que los tengo. Empecé a coleccionarlos en la escuela. No sabía que iban a ser para el árbol de esta habitación, pero así es. Muy bien, elige el primero. Te estaba esperando. Pensé que debíamos hacerlo juntos.
—El ángel —dijo. Lo levantó por el gancho y lo acercó al árbol para verlo mejor a la luz. Llevaba una diminuta arpa dorada en las manos, y tenía una cara perfectamente dibujada, los labios rojos y los ojos azules. Lo levantó lo más alto que pudo y lo enganchó en la parte gruesa de una rama temblorosa. El ángel se agitó, y se quedó colgando como un colibrí en vuelo.
—¿Qué haría sin ti? —dijo.
Michael le rodeó la cintura con los brazos y ella los apretó, palpó los músculos fibrosos y aquellos dedos fuertes que la asían con firmeza.
Durante un instante, el volumen del árbol y las luces que parpadeaban desde las ramas verde oscuro en sombras llenaron completamente su visión, mientras sonaba el triste villancico. Un momento suspendido en el aire, como el ángel. No había futuro, ni pasado.
—Estoy tan contenta de que hayas vuelto —murmuró, con los ojos cerrados—. La casa sin ti era insoportable. Sin ti nada tiene sentido. No quiero volver a estar lejos de ti.
Una punzada de dolor le recorrió el cuerpo, un estremecimiento feroz que guardó para sí mientras se daba la vuelta para apoyar una vez más la cabeza sobre su pecho.