Absolutamente todo había salido mal. Cuando llegó a Liberty Street el techo tenía goteras; habían entrado ladrones en Castro Street para llevarse un miserable puñado de billetes de la caja; su propiedad de Diamond Street había sido saqueada y había tardado cuatro días en arreglarla para poder venderla; tardó una semana en embalar las antigüedades de tía Viv y envolver cuidadosamente todas sus chucherías para que no se rompieran. Luego tuvo que pasar tres días con el contable para poner orden en el tema de los impuestos. Ya era 14 de diciembre y aún quedaba mucho por hacer.
Lo único satisfactorio era que ya habían llegado las primeras dos cajas de tía Viv y ésta lo había llamado para decirle lo contenta que estaba de tener, por fin, sus queridas cosas, y ahora que sus muebles estaban en camino, al fin podría invitar a su casa a las encantadoras señoras Mayfair. Michael era «un tesoro», «un tesoro».
—Vi a Rowan el domingo, Michael, estaba paseando con este tiempo tan frío. ¿Sabes?, ha aumentado un poco de peso. Nunca he querido decirlo, pero antes estaba tan delgada y pálida, que me alegró muchísimo verla con un poco de color en las mejillas.
Michael no pudo menos que reírse del comentario. Echaba tanto de menos a Rowan. No había sido su intención quedarse tanto tiempo en San Francisco. Y las llamadas telefónicas no hacían más que empeorar las cosas, esa voz acaramelada lo volvía loco.
Rowan se mostraba comprensiva con las contrariedades imprevistas, pero él percibía preocupación detrás de sus preguntas. Y después de las llamadas no podía dormir. Se fumaba un cigarrillo tras otro y bebía demasiada cerveza, mientras oía la lluvia interminable del invierno.
Ahora, por fin, la casa estaba casi vacía. Sólo quedaban las dos últimas cajas en la buhardilla. Por alguna extraña razón, estos pequeños tesoros eran en realidad lo que había venido a recuperar y a llevarse consigo a Nueva Orleans; estaba ansioso por terminar el trabajo.
Qué extraño le parecía todo: las habitaciones más pequeñas de lo que recordaba, y las aceras de la calle, muy sucias. El pequeño turbinto que había plantado parecía a punto de morir. Era imposible que hubiera pasado tantos años aquí repitiéndose que era feliz.
Imposible que tuviera que pasar otra semana demoledora, clavando y etiquetando cajas en la tienda y llenando formularios de impuestos.
—Es mejor que lo hagas ahora —le había dicho Rowan aquella tarde, cuando la llamó—, pero a duras penas lo resisto. Dime una cosa, ¿te lo has pensado mejor? Me refiero a todo el cambio. ¿En algún momento has querido seguir tu vida ahí donde la dejaste, como si Nueva Orleans no hubiera existido?
—¿Estás loca? No pienso más que en regresar. Pienso marcharme antes de Navidad, pase lo que pase.
—Te amo, Michael.
Podía decírselo miles de veces y siempre sonaba natural. Qué pena no poder abrazarla. Pero ¿no había algo oscuro en su voz, un tono que no había oído antes?
—Michael, quema todo lo que quede. Por el amor de Dios, haz un buen fuego en el jardín y date prisa.
Le prometió que acabaría con las cosas de la casa esa misma noche, aunque terminara rendido.
—No ha sucedido nada, ¿no? Quiero decir, ¿no tienes miedo, Rowan?
—No, no tengo miedo. La casa está tan hermosa como la dejaste. Ryan me ha mandado un árbol de Navidad. Tendrías que verlo, llega hasta el techo. Está esperando en el vestíbulo a que lo adornemos juntos. Toda la casa huele a pino.
—Ah, qué maravilla. Tengo una sorpresa para ti… para el árbol.
—Lo único que quiero es tenerte a ti, Michael. Vuelve a casa.
Las cuatro. La casa ya estaba completamente vacía, hueca y llena de ecos. Él estaba de pie en su viejo cuarto; miraba afuera, por encima de los brillantes tejados que se desparramaban colina abajo por el distrito de Castro, y más allá, el racimo grisáceo de rascacielos del centro.
Volver a casa.
Pero se había olvidado otra vez de las cajas de la buhardilla, de sus cosas más queridas.
Cogió un plástico de embalar y una caja de cartón vacía y subió por la escalerilla, agachado, bajo el techo inclinado. Tanteó la pared para encender la luz. Ahora que la grieta estaba reparada, todo estaba limpio y seco. Se veía un cielo color pizarra por la ventana delantera. Las cajas tenían escrita la palabra «Navidad» con tinta roja.
Dejaría las luces del árbol a los nuevos inquilinos. Seguro que las usarían.
Pero volvería a empaquetar con cuidado los adornos. No podía hacerse a la idea de perder ni uno solo. Además, pensar que el árbol ya estaba en la casa…
Arrastró la caja debajo de la bombilla que colgaba del techo, la abrió y sacó el viejo papel de seda. Hacía años que coleccionaba estas pequeñas maravillas de porcelana que descubría en las tiendas especializadas de la ciudad. De vez en cuando vendía algunas en Grandes Esperanzas. Ángeles, reyes magos, pequeñas casas, caballitos de carrusel y otras figurillas de cerámica, pintadas con exquisito buen gusto. Eran más delicadas y frágiles que las piezas victorianas originales. Tenía pajarillos hechos con plumas auténticas, bolas de madera con espléndidas rosas pintadas, bastoncillos de porcelana y estrellitas de plata.
Empezó a trabajar con cuidado. Quitó cada adorno del papel de seda, lo envolvió en plástico de embalar y lo metió a su vez en una pequeña bolsa. Imagina la casa de First Street en Nochebuena con el árbol de Navidad en el salón. Imagina el año que viene cuando el bebé ya esté en casa.
De repente le pareció imposible que su vida hubiese experimentado un cambio tan profundo y prodigioso, sólo por haberse ahogado en el océano.
De pronto vio, no el mar, sino la iglesia, en Navidad, cuando era pequeño. Vio el pesebre detrás del altar, y al Impulsor de pie. El Impulsor cuando sólo era el hombre de First Street, alto, moreno y aristocráticamente pálido.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. «¿Qué hago aquí? Ella está sola. Es imposible que no se le haya aparecido».
La sensación era tan fuerte, tan llena de convicción, que lo envenenaba. Se dio prisa al empaquetar los adornos. Cuando terminó, limpió el lugar, bajó el cubo de basura, cargó la caja de adornos y cerró la buhardilla por última vez.
La lluvia había amainado cuando llegó a la oficina de correos de Eighteenth Street. Hizo cola durante un buen rato para enviar la caja, enfadado por la rutinaria indiferencia del empleado, una falta de amabilidad que no había visto ni una vez en el sur desde su regreso, y luego se dirigió deprisa, en medio de un viento helado, a su tienda de Castro.
Ella no le mentiría. No, no lo haría. El espíritu jugaba su viejo juego. Pero ¿por qué había recordado esa vieja Navidad? ¿Por qué esa cara que se inclinaba sobre el pesebre? Bueno, a lo mejor no significaba nada.
Después de todo, también había visto al hombre aquella inolvidable noche que escuchó por primera vez la música de Isaac Stern, y lo había visto infinidad de veces al pasar por First Street.
Pero no soportaba este pánico. Así que entró en la tienda y cerró la puerta detrás de él, cogió el teléfono y llamó a Rowan.
No respondió nadie. En Nueva Orleans era media tarde y también hacía frío. Quizá Rowan estuviera durmiendo la siesta. Dejó que el teléfono sonara unas quince veces antes de colgar.
Miró a su alrededor. Aún quedaba mucho por hacer. Todavía había que arreglar toda la grifería metálica para baño. ¿Y todas esas ventanas apiladas contra la pared? ¡Por qué demonios no se habían llevado todo aquello los ladrones!
Al final decidió guardar los papeles que había sobre el escritorio, los importantes y los inútiles. No tenía tiempo para clasificarlos. Se desabrochó los puños, se arremangó y empezó a meter carpetas en cajas de cartón. Por mucha prisa que se diera, sabía que no podría marcharse de San Francisco por lo menos en una semana.
A las ocho, por fin, salió de la tienda. Las calles aún estaban mojadas por la lluvia y repletas de los inevitables paseantes del viernes por la noche.
Con la cabeza gacha enfiló colina arriba hacia el lugar donde había dejado el coche. No pudo creer lo que veía: las dos ruedas delanteras habían desaparecido, el maletero estaba abollado, y ¿qué demonios era ese gato debajo del parachoques?
—Jodidos gamberros —murmuró, y se apartó del flujo de peatones de la acera—. Si alguien lo hubiera planeado, no habría resultado peor.
Planeado.
Alguien le rozó el hombro.
—Eh bien, monsieur, otro pequeño desastre.
—Sí, y que lo diga —respondió en voz baja, sin molestarse en levantar la mirada y sin notar el acento francés.
—Muy mala suerte, monsieur, tiene razón. Quizá lo planeó alguien.
—Sí, eso mismo pensaba —dijo Michael, con un leve sobresalto.
—Váyase a casa, monsieur, que es ahí donde lo necesitan.
—¡Eh!
Se volvió pero la figura ya se alejaba. Vio fugazmente una cabellera canosa, pero el gentío se lo había tragado. Lo único que consiguió divisar fue una nuca que avanzaba con rapidez y lo que parecía la chaqueta de un traje oscuro.
Se precipitó tras el hombre.
—¡Eh! —volvió a gritar, pero al llegar a la esquina de Castro y Eighteen lo había perdido de vista. La gente cruzaba la calle y había empezado a llover otra vez. Un autobús, que arrancaba junto al bordillo, lanzó una bocanada de humo negro de diesel.
Los ojos de Michael, abatidos, recorrieron con indiferencia el autobús. Estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando vio por casualidad un rostro familiar que lo miraba detrás de una ventanilla, al tiempo que el vehículo se alejaba rápidamente. Ojos negros, cabello blanco.
«… con las herramientas más simples y más viejas a tu disposición, con ellas puedes vencer, aunque los pronósticos sean imposibles…»
—¡Julien!
«… incapaz de creer en tus sentidos, pero confía en lo que sabes que es verdad y en lo que sabes que es correcto. Y sobre todo confía en que realmente tienes poder, el sencillo poder humano…»
«Sí, lo haré, comprendo…»
De repente, sintió cómo lo apartaban de un tirón, sintió un brazo alrededor de la cintura y una persona muy fuerte que lo arrastraba hacia atrás. Antes de que consiguiera razonar o resistir, vio el guardabarros rojo de un coche que mordía el bordillo y chocaba con ruido sordo contra el poste del semáforo. Alguien gritó. El parabrisas explotó y millares de cristales volaron en todas direcciones.
—Maldita sea —exclamó al perder el equilibrio. Se cayó encima del mismo hombre que lo había apartado.
La gente corría hacia el coche. Alguien se movía dentro. Los cristales seguían cayendo por toda la calzada.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien. Hay alguien atrapado ahí dentro.
La luz de destellos de un coche de policía lo deslumbró. Alguien gritaba a un policía que llamara a una ambulancia.
—Tío, casi te mata —dijo el que lo había empujado, un negro corpulento con un abrigo de cuero, que sacudía la cabeza de pelo gris—. ¿No has visto que el coche iba directo hacia ti?
—No. Me has salvado la vida.
—Maldición, sólo te quité de en medio. No es nada. Lo hice sin pensar —dijo, restando importancia al hecho con gestos de las manos, mientras se alejaba y observaba a los dos hombres que trataban de sacar a la mujer que gritaba dentro del coche.
Cada vez se apiñaba más gente, y una mujer policía gritaba que se apartaran.
—No sé cómo agradecértelo —gritó Michael.
Pero el negro ya estaba lejos, subiendo por Castro, y simplemente lo miró por encima del hombro y lo saludó con la mano.
Michael temblaba, apoyado contra la pared del bar. La gente empujaba a quienes se habían detenido a mirar. Volvía a sentir aquella opresión en el pecho, no era dolor, sino como un nudo, mientras el pulso se le aceleraba y los dedos de la mano izquierda se entumecían.
Dios mío, ¿qué había pasado? No podía marearse ahí, debía regresar al hotel.
Avanzó con torpeza, pasó junto a la mujer policía, que le preguntó si había visto el choque. No, en realidad no lo había visto, de verdad. Se acercaba un taxi. Cógelo.
—Al hotel St. Francis, Union Square —dijo.
—¿Está usted bien?
—Sí, más o menos.
¡Julien había hablado, era él la persona que había visto detrás de la ventanilla del autobús, sin ninguna duda! Pero ¿y el maldito coche, qué?
Ryan estuvo de lo más amable.
—Por supuesto, habríamos podido ayudarte con todo esto antes, Michael. Para eso estamos. Mañana mismo enviaré alguien para que haga el inventario y embale toda la mercancía. Y buscaré un agente inmobiliario de confianza para discutir el precio cuando estés aquí.
—Siento mucho molestarte, pero no consigo dar con Rowan, y tengo la sensación de que debo regresar cuanto antes.
—No te preocupes, estamos aquí para ocuparnos de todo, de lo grande y de lo pequeño. ¿Tienes reserva de avión? Deja que yo lo arregle. Quédate donde estás y te volveré a llamar enseguida.
Michael se tendió en la cama y se fumó el último cigarrillo, mirando el techo. La sensación de tumefacción de la mano izquierda se le había pasado y se sentía bien. No tenía náuseas, ni estaba mareado, ni le pasaba nada grave. Y no le importaba. Todo aquello no era real.
Lo real era la cara de Julien en la ventanilla del autobús. Y también esas visiones fragmentadas que se apoderaban de él, poderosas como siempre.
Pero ¿estaba preparado que fuera hacia aquella peligrosa esquina? ¿Para deslumbrarlo y dejarlo inmóvil ante un coche que avanzaba veloz hacia él? ¿Igual que lo habían dejado en el camino del barco de Rowan?
Ah, era tan fuerte aquel recuerdo. Cerró los ojos y vio otra vez sus caras: Deborah y Julien; oyó sus voces.
«… tienes el poder, el sencillo poder humano…»
«Tengo que creerlo, porque si no me volveré loco. Váyase a casa, monsieur, es ahí donde lo necesitan».
Estaba tumbado, con los ojos cerrados, y dormitaba, cuando sonó el teléfono.
—Michael, soy Ryan.
—Sí.
—Escucha, lo he preparado todo para que regreses en un avión privado. Es mejor así. Pasará alguien a recogerte. Si necesitas ayuda con tus maletas…
—No, sólo dime a qué hora, y estaré listo.
¿Qué era ese olor? ¿Había apagado el cigarrillo?
—Dentro de una hora, ¿qué te parece? Te llamarán desde el vestíbulo. Otra cosa, Michael, de ahora en adelante no dudes en pedirnos lo que necesites, lo que sea.
—Sí, gracias, Ryan, muchas gracias, de verdad. —Miraba el agujero del cubrecama, donde había caído el cigarrillo al quedarse dormido. ¡Dios, era la primera vez en su vida que le pasaba algo así! Y la habitación estaba llena de humo—. Gracias, Ryan, gracias por todo.
Colgó, fue al baño a llenar de agua el cubo para el hielo y lo tiró deprisa sobre la cama. Luego retiró la colcha y la sábana y tiró más agua sobre el agujero del colchón. El pulso se le aceleraba otra vez. Se acercó a la ventana y forcejeó hasta que se dio cuenta de que no se abriría. Se hundió pesadamente en el sillón mientras el humo empezaba a disiparse.
Una vez preparado el equipaje, llamó de nuevo a Rowan. Seguía sin responder. Dejó que sonara quince veces, y cuando iba a colgar, escuchó su voz vacilante.
—¿Michael? Lo siento, estaba durmiendo.
—Escucha, cariño. Soy irlandés, y un hombre muy supersticioso, como sabemos ambos.
—¿De qué estás hablando?
—He tenido una racha de mala suerte, muy mala suerte. ¿Puedes hacer una pequeña brujería para mí, Rowan? Lanza un halo de luz blanca a mi alrededor. ¿Has oído alguna vez hablar de ello?
—No, Michael, ¿qué pasa?
—Voy camino de casa, Rowan. Ahora trata de imaginártelo, cariño, un halo de luz blanca a mi alrededor para que me proteja de cualquier cosa mala hasta que llegue. ¿Comprendes lo que digo? Ryan ha puesto un avión a mi disposición. Salgo dentro de menos de una hora.
—Michael, ¿qué pasa?
¿Estaba llorando?
—Hazlo, Rowan, lo de la luz blanca. Confía en lo que te digo. Servirá para protegerme.
—Un halo de luz blanca a tu alrededor —murmuró.
—Sí, una luz blanca. Te amo, querida. Pronto estaré allí.