41

Rowan se despertó antes que él. Después del primer asalto de náuseas, preparó las maletas con rapidez, con la ropa que previamente había doblado. Luego bajó las escaleras y fue a la cocina.

Todo estaba limpio y tranquilo a la luz del día. No había ni rastro de lo sucedido la noche anterior. La piscina brillaba al otro lado de la malla metálica del porche. Los rayos del sol se filtraban con suavidad por las mallas sobre los muebles claros de mimbre.

Rowan examinó las repisas, el suelo. No vio nada. De pronto la ira y el asco se apoderaron de ella y preparó el café deprisa para poder salir cuanto antes, y se lo llevó a Michael.

Él acababa de abrir los ojos.

—¿Por qué no nos vamos ahora? —preguntó ella.

—Pensé que no saldríamos hasta esta tarde —dijo, adormilado—. Pero si quieres podemos irnos ahora.

Su agradable héroe, como siempre.

—¿Cómo te sientes?

—Estoy bien —respondió Rowan, y tocó el pequeño crucifijo de oro que él llevaba sobre el vello del pecho—. Me he sentido mal durante media hora, es probable que me vuelva a suceder. Me gustaría llegar a Destin a tiempo para dar un paseo por la playa al atardecer.

—¿Qué te parece si te visita un médico antes de salir?

—Yo soy médico —respondió con una sonrisa—. ¿Y recuerdas ese sentido especial? Está todo bien aquí dentro.

—¿Te ha dicho tu sentido especial si él es niño o niña?

—¿Si él es niño o niña? —se rió Rowan—. Ojalá, pero creo que prefiero que sea una sorpresa.

—Rowan, ¿no estás… descontenta por lo del niño?

—No, por Dios, Michael. Quiero este hijo. Sólo que aún tengo un poco de náuseas. Verás, todavía no quiero contárselo a los demás. No hasta que volvamos de Florida. Si lo hacemos echaríamos a perder la luna de miel.

—De acuerdo. —Apoyó una mano tibia sobre su vientre—. Pasará un tiempo hasta que lo sientas, ¿verdad?

—Tiene seis milímetros de largo —dijo ella; sonreía de nuevo—. No pesa ni veinte gramos. Pero puedo sentirlo. Está flotando en estado de felicidad, mientras sus diminutas células se multiplican.

Michael lanzó un profundo suspiro de satisfacción.

—¿Qué nombre le pondremos?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué te parece Chris? ¿Sería muy… difícil para ti?

—No, me parece estupendo. Chris. Si es niño se llamará Christopher y, si es niña, Christine. ¿Cuántos meses tendrá para Navidad? —preguntó, mientras empezaba a calcular.

—Bueno, probablemente ahora tendrá seis o siete semanas. Quizás ocho. Bueno, en realidad es muy posible que tenga ocho. Así que serían… cuatro meses. Ya tendrá todas sus partes pero sus ojos todavía estarán cerrados. ¿Por qué? Te preguntas si preferirá un camión de bomberos o un bate de béisbol.

Michael se rió entre dientes.

—No, es que es el mejor regalo de Navidad que podía haber soñado. La Navidad siempre ha sido algo muy especial para mí, en un sentido casi pagano. Y éstas serán las Navidades más maravillosas de mi vida, es decir, hasta el año que viene, cuando ella ya corretee y empiece a destrozar su camioncito rojo de bomberos con el bate de béisbol.

Parecía tan vulnerable, tan inocente, y confiaba tanto en ella. Rowan le dio un beso rápido y entró en el lavabo. Se apoyó contra la puerta con los ojos cerrados.

—Demonio —murmuró—, lo has calculado bien, ¿verdad? ¿Te gusta mi odio? ¿Era eso lo que soñabas?

Luego recordó el rostro en la cocina, a oscuras, y la voz suave y acongojada, como si unos dedos la acariciaran. «¿Qué otra cosa hay en el mundo para mí como no sea complacerte?»

Salieron a eso de las diez. Conducía Michael. Ella ya se sentía mejor y consiguió dormir un par de horas. Cuando abrió los ojos ya estaban en Florida, salían de la autopista interestatal en dirección a la carretera de la playa, a través de un tupido bosque de pinos. Tenía la cabeza despejada y estaba descansada, y al ver el Golfo se sintió a salvo, como si la vieja cocina de Nueva Orleans y la aparición ya no existieran.

Hacía frío, pero no más que cualquier día fresco de verano en el norte de California. Se pusieron unos jerseys gruesos y salieron a caminar por la playa desierta. Al atardecer cenaron junto a la lumbre, con las ventanas abiertas a la brisa del Golfo.

A eso de las ocho, Rowan se puso a trabajar en los planes del Centro Médico Mayfair. Continuó con su estudio sobre grandes centros hospitalarios «con fines de lucro», comparándolos con los modelos «sin fines de lucro», en los que estaba más interesada.

Pero su mente vagaba. En realidad no podía concentrarse en los densos artículos sobre pérdidas y ganancias y los abusos de diversos sistemas.

Al final tomó algunas notas y se fue a la cama. Se tumbó en la habitación, a oscuras, durante horas; oía el rugir de las aguas del Golfo, sentía la brisa del mar, mientras Michael trabajaba con sus planos en la otra habitación.

¿Qué iba a hacer? ¿Contárselo a Michael y a Aaron como había prometido? Si lo hacía, el Impulsor se aislaría y empezaría de nuevo con sus artimañas, y cada día que pasara la tensión iría en aumento.

Pensó en la criatura mientras se acariciaba el vientre. ¿Soñaría dentro de ella? Se imaginó las pequeñas conexiones de su cerebro en desarrollo. Ya no era un embrión, sino un feto completo. Cerró los ojos y trató de oír, de sentir. «Todo bien». En aquel instante su poderoso sentido telepático la asustó.

¿Tenía poder para hacer daño a esta criatura? La idea era tan aterradora que no podía soportarla. Cuando pensó en el Impulsor, él también le pareció una amenaza para aquel pequeño ser, frágil y laborioso, porque era una amenaza para ella, y ella era el mundo entero de su hijo.

¿Cómo podría protegerlo de sus propios poderes oscuros, y de la oscura historia que trataba de atraparla? Chris. No crecerás con maldiciones y espíritus, ni cosas que aparezcan por la noche. Apartó los pensamientos sombríos y turbulentos de su mente e imaginó el mar que había fuera, que golpeaba sin cesar la playa, no una ola detrás de otra, sino como una gran fuerza monótona, cargada de sonidos dulces y arrulladores, de incalculables variaciones.

Destruye al Impulsor. Sedúcelo, sí, como él trata de seducirte a ti. ¡Descubre lo que es y destrúyelo! Tú eres la única que puede hacerlo. Si se lo cuentas a Michael o a Aaron, se aislará. Tienes que engañarlo con un objetivo, y llevarlo a cabo.

Cuatro de la madrugada. Debió de dormirse. El irresistible hombretón estaba acostado contra ella, su pesado brazo la acunaba y la mano le cubría los pechos. Acababa de tener un sueño, muy triste, en el que aparecían esos holandeses con sombreros negros de ala ancha y un gentío que pedía la cabeza de Jan van Abel.

¡Ah, odiaba aquellos sueños!

Se levantó, caminó por la mullida alfombra y salió a la terraza. Qué cielo tan amplio y claro, salpicado de diminutas estrellas que titilaban. La espuma de las olas era de un blanco puro. Blanco como la playa que brillaba a la luz de la luna.

Pero a lo lejos había una figura solitaria, un hombre alto y delgado que la miraba. «Maldito seas». Vio cómo la figura se desvanecía poco a poco.

Rowan bajó la cabeza y se apoyó sobre la barandilla de madera; temblaba.

«Vendrás cuando te llame».

«Te amo, Rowan».

Se dio cuenta, horrorizada, de que la voz no venía de ninguna parte. Era un susurro dentro de ella y a su alrededor, íntimo, que sólo ella podía oír.

«Sólo te espero a ti, Rowan».

«Entonces déjame. No vuelvas a decir ni una palabra más ni a aparecer, o no te volveré a llamar».

Entró otra vez en la casa, enfadada, llena de amargura. La alfombra del dormitorio era suave bajo sus pies. Se metió en la cama, junto a Michael. Lo abrazó en la oscuridad, le apretó el brazo con los dedos. Quería despertarlo, desesperada, contarle lo que había sucedido.

Pero era algo a lo que debía enfrentarse sola. Lo sabía. Siempre lo había sabido.

Tuvo náuseas todas las mañanas durante una semana. Luego se le pasaron y los días empezaron a ser gloriosos, como si hubiera redescubierto las mañanas y estar despejada fuera un regalo de los dioses.

El Impulsor no volvió a hablarle ni a aparecerse. Cuando pensaba en él, veía su propia ira como un calor desintegrador que caía sobre las misteriosas e inclasificables células que formaban aquel ser y las secaba y marchitaba. Pero casi siempre que pensaba en él, tenía miedo.

Mientras tanto, la vida siguió su curso normal, porque ella mantuvo el secreto bien guardado.

Concertó por teléfono una visita con un obstetra de Nueva Orleans y convinieron en que ella se haría los primeros análisis de sangre en Destin, y le enviaría los resultados. Todo iba bien, como esperaba.

No podían entender que, gracias a su capacidad de diagnóstico, ella hubiera sido la primera en enterarse de que le pasaba algo a la criatura.

Los días cálidos no eran muy frecuentes, pero tenían la playa de sus sueños casi para ellos solos. El silencio absoluto de la aislada casa sobre las dunas era mágico. Cuando hacía calor, Rowan se sentaba debajo de una bonita sombrilla blanca a leer sus revistas médicas y diversos materiales que le enviaba Ryan por mensajeros.

También leía los libros de puericultura que encontraba en las librerías locales. Imprecisos y sentimentales, pero divertidos. Especialmente por las fotos de bebés, con sus caritas expresivas, sus cuellos gordos y llenos de arrugas y esos pies pequeñitos, esas manitas preciosas. Ella y Beatrice hablaban casi todos los días. Pero era mejor guardar el secreto.

Pensaba en el dolor que sentirían ella y Michael si algo iba mal; si los demás lo sabían, sólo haría más dolorosa la pérdida para todos.

Los días demasiado fríos para nadar caminaban por la playa durante horas. Cenaban en los restaurantes elegantes de la zona, daban paseos en coche por los pinares y exploraban los grandes complejos turísticos, con sus pistas de tenis y sus campos de golf. Pero lo que más les gustaba era estar en casa, con el mar infinito tan cerca.

Michael estaba bastante preocupado por su negocio. Tenía un equipo trabajando en la vieja propiedad de Annunciation Street, había abierto una nueva empresa en Magazine y resolvía las pequeñas complicaciones por teléfono. Y, por supuesto, todavía estaban pintando la casa, la vieja habitación de Julien, y reparando el techo posterior.

Era evidente que en esos momentos no necesitaba una luna de miel larga, una que Rowan se empeñaba en prolongar día tras día.

Pero era tan agradable estar con Michael… No sólo hacía lo que ella quería, sino que parecía tener una inagotable capacidad para sacar el máximo provecho de cada instante, tanto si paseaban por la playa cogidos de la mano, como si comían mariscos en alguna pequeña taberna, visitaban los barcos que estaban en venta, o leían, cada uno sus cosas, en cualquier rincón de la casa.

El día de Acción de Gracias cenaron tranquilamente en la terraza que daba a la playa. Aquella noche, más tarde, una tormenta eléctrica azotó Destin. El viento sacudió puertas y ventanas y se cortó la luz en la costa. Fue una oscuridad completa, divina y natural.

Se sentaron durante horas junto a la chimenea y hablaron del pequeño Chris y de la habitación que tendría. Rowan dijo que los primeros años no dejaría que el centro médico interfiriera, que pasaría todas las mañanas con la criatura y no iría a trabajar hasta las doce. Por supuesto, tendrían toda la ayuda que hiciera falta para que todo marchara bien.

Gracias a Dios, Michael no preguntó si había vuelto a ver «esa maldita cosa». Ante la alternativa de mentir o no, no sabía qué habría hecho. El secreto estaba guardado en un pequeño compartimento de su mente, como la cámara secreta de Barba Azul, y había arrojado la llave al pozo.

El tiempo era cada vez más frío. Pronto ya no habría excusas para seguir allí. Sabía que debían volver.

¿Por qué no se lo contaba a Michael y a Aaron? ¿Qué estaba haciendo? ¿Huir, esconderse?

Pero cuanto más se quedaba allí, mejor comprendía sus razones y sus conflictos.

Quería hablar con el ser. El recuerdo de su presencia en la cocina la llenaba de su poderosa sensación, sobre todo después de oír la ternura de su voz. Sí, ¡quería conocerlo! Exactamente como había predicho Michael aquella horrible noche tras la muerte de la anciana. ¿Qué era el Impulsor? ¿De dónde venía? ¿Qué secretos yacían detrás de esa cara impecable y trágica? ¿Qué diría sobre la entrada y las trece brujas?

Y lo único que tenía que hacer era llamarlo. Guardar el secreto y pronunciar su nombre.

Ah, eres una bruja, se dijo; y el sentimiento de culpabilidad aumentaba. Todos lo sabían. Lo sabían la tarde que hablaste con Gifford; lo sabían por el poder fuerte y brillante que emanaba de ti, y que todos confunden con indiferencia y astucia, pero que no es más que una fortaleza no deseada. El anciano Fielding tenía razón con sus advertencias. Y Aaron lo sabe, ¿verdad? Claro que lo sabe.

Todos menos Michael; es tan fácil engañar a Michael.

Pero ¿y si decidiera no engañar a nadie, no seguir con el juego? Quizá buscaba el valor para tomar esa decisión. O a lo mejor, simplemente, se resistía. Tal vez pretendía hacer esperar al demonio igual que él la había hecho esperar a ella.

Fuera lo que fuese, ya no sentía aquella aversión por él, esa horrible repulsión que siguió al incidente del avión. Todavía estaba enfadada, pero la curiosidad y la atracción eran cada vez mayores…

El primer día en verdad frío Michael salió a la playa, se sentó junto a ella y le dijo que él tenía que regresar. En realidad, ella disfrutaba del viento frío, al sol, enfundada en su jersey de algodón y con pantalones largos, de la misma forma que habría hecho en la terraza de California.

—Verás —comentó Michael—, lo que sucede es que tía Viv quiere que le traiga sus cosas de San Francisco, y ya sabes cómo es la gente mayor. Además, no hay nadie para cerrar la casa de Liberty Street, salvo yo. También tengo que tomar algunas decisiones sobre mi negocio. El contable me acaba de llamar para decirme que hay alguien interesado en alquilar la vieja tienda. Tengo que regresar y ocuparme personalmente del inventario.

Continuó hablando sobre vender algunas propiedades en California, enviar ciertas cosas, alquilar la casa. Y, además, la verdad era que lo necesitaban en Nueva Orleans. Hacía falta su presencia en el nuevo negocio de Magazine Street. Si quería que el negocio funcionara…

—Para ser sincero, prefiero ir ahora a San Francisco que más adelante. Estamos casi en diciembre, Rowan, pronto será Navidad. ¿Te das cuenta?

—Sí, claro, lo comprendo. Volveremos esta noche.

—Pero no hace falta que tú vuelvas, cariño. Puedes quedarte aquí, en Florida, hasta que yo regrese, o el tiempo que quieras.

—No, volveré contigo —dijo ella—. Voy a preparar las maletas. Además, ahora se está bien, pero esta mañana cuando salí hacía mucho frío.

Él asintió.

—No te gusta, ¿verdad?

Rowan rió.

—A pesar de todo, hace menos frío que en California cualquier día de verano.

Rowan se acomodó otra vez en la silla de playa mientras Michael se alejaba. El Golfo era ahora una llamarada plateada, siempre era así cuando el sol estaba en su cenit. Acarició indolente la arena fina, blanca como el azúcar. Enterró los dedos y cogió un puñado que dejó escapar poco a poco.

—Real —murmuró—, tan real.

Pero ¿no era demasiado perfecto que él se tuviera que ir precisamente ahora y ella se quedara sola en First Street? ¿No era como si alguien lo hubiera dispuesto de ese modo? Y ella que pensaba que controlaba las cosas.

—No te pases, amigo mío —murmuró al frío viento del Golfo—. Si le haces daño a mi amor, jamás te perdonaré. Ocúpate de que vuelva a mí sano y salvo.