40

Se preguntó si más adelante lo recordaría como uno de los días más felices de su vida. Las bodas debían de tener efectos mágicos sobre todo el mundo. Pero ella era más susceptible que la mayoría, se imaginó, porque ésta era tan exótica, tan del Viejo Mundo y clásica… y viniendo, como venía ella, de un mundo frío y solitario, ¡la deseaba tanto!

La noche anterior había ido a la iglesia para rezar a solas. Michael se había sorprendido. ¿Le rezaba de verdad a alguien?

—No lo sé —le había respondido ella.

Quería sentarse en la iglesia, a oscuras, preparada ya para la ceremonia, con sus cintas blancas, sus lazos y la alfombra roja que cubría el pasillo central, y hablar con Ellie, tratar de explicarle por qué había roto su promesa, por qué hacía lo que hacía y lo bien que saldrían las cosas.

Se lo explicó todo. Hasta le habló de la esmeralda. «Quiero que estés conmigo, Ellie —dijo—. Perdóname; es lo que más deseo».

Después habló a su madre, con sencillez, sin palabras. Se sintió muy cerca de ella. Trató de borrar de su memoria todos los recuerdos que tenía de Carlotta.

Por último, terminó sus plegarias de un modo extraño. Encendió dos velas para sus dos madres, otra para Antha y otra para Stella. Era un ritual tranquilizador ver arder la pequeña mecha y bailar la llama delante de la estatua de la Virgen. No era de extrañar que la gente, esos sabios católicos, hicieran este tipo de cosas. Podría decirse que la llama era una plegaria viva.

Luego se encontró con Michael, que se lo pasaba en grande en la sacristía, recordando viejos tiempos con el anciano sacerdote.

Y ahora, a la una en punto, al fin empezaba la ceremonia.

Rígida e inmóvil, esperaba soñadora con su vestido blanco. La esmeralda yacía sobre el encaje que cubría su pecho; el verde resplandor era la única nota de color. Hasta su pelo ceniciento y sus ojos grises parecían pálidos en el espejo. La joya le había recordado, qué extraño, las estatuas católicas de Jesús y María con el Sagrado Corazón, como la que había roto, enfadada, en el dormitorio de su madre.

Pero todos esos horribles pensamientos estaban ahora muy lejos de ella. La enorme nave de St. Mary’s Assumption estaba repleta. Habían llegado miembros de la familia Mayfair de Nueva York, Los Ángeles, Atlanta y Dallas. Había más de dos mil. Y, una a una, al compás de las notas del órgano, avanzaban por el pasillo las damas de honor. Beatrice tenía un aspecto más espléndido aún que las jóvenes. Y los escoltas, naturalmente todos caballeros Mayfair, qué grupo tan elegante, estaban preparados para ofrecer el brazo a las damas. Pero había llegado el gran momento…

Rowan temía olvidar cómo poner un pie delante de otro, pero no se olvidó. Se arregló deprisa el largo velo blanco y sonrió a Mona, la niña que llevaba el ramillete, preciosa como siempre, con su lazo en el cabello pelirrojo. Cogió a Aaron del brazo y empezaron a andar detrás de la niña, al compás de la música solemne. Los ojos de Rowan recorrían lentamente los cientos de rostros que tenía a ambos lados, deslumbrados por la blancura del velo y por los cientos de luces y velas que había en el altar.

Cuando al final vio a Michael, maravilloso con su chaqué gris, sintió que las lágrimas se le asomaban a los ojos. Qué hermoso estaba, su amante, su ángel, radiante de alegría junto al altar, con las manos —sin esos horribles guantes— cogidas delante, la cabeza ligeramente inclinada como si tratara de resguardarse de la brillante luz que se derramaba sobre él, aunque sus ojos azules, para ella, eran la luz más brillante de todas.

Dio un paso a un lado y se situó junto a ella. Una agradable serenidad descendió sobre Rowan en el momento en que se volvió hacia Aaron y éste le levantó el velo con gran elegancia y lo acomodó con suavidad sobre sus hombros. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Su vida nunca había incluido un gesto tan tradicional, consagrado por el tiempo. No había levantado el velo de su virginidad ni de su modestia, sino el de su soledad. Le cogió la mano y se la colocó en la de Michael.

—Sé siempre bueno con ella, Michael —susurró.

Rowan cerró los ojos; deseaba que aquella cristalina sensación durara para siempre. A continuación, lentamente, levantó los ojos y miró el resplandeciente altar, con sus hileras de exquisitos santos de madera.

En el momento en que el cura empezó a pronunciar las palabras tradicionales, ella vio que los ojos de Michael estaban brillantes por las lágrimas. Sintió el temblor de su mano, mientras apretaba más fuerte la suya.

Rowan tenía miedo de que no le saliera la voz. Esa mañana había tenido náuseas, quizá por los nervios, y un ligero mareo.

Pero lo que en realidad la impresionaba en aquel momento de calma y despreocupación era que la ceremonia transmitía un inmenso poder y los rodeaba de una fuerza protectora invisible. Cómo solían burlarse de todo esto sus viejos amigos, hasta a ella misma, en una época, le habría parecido inconcebible. Y ahora, que estaba en medio de la ceremonia, la disfrutaba y abría su corazón para recibir toda la gracia que podía dispensar.

Por último se oyeron las palabras del viejo legado Mayfair, que acompañaban a la ceremonia y la transformaban.

—… ahora y para siempre, en público y en privado, ante tu familia y ante los demás, sin excepción, y a todos los efectos, llevarás el nombre de Rowan Mayfair, hija de Deirdre Mayfair, hija de Antha Mayfair, mientras tu leal esposo llevará su propio nombre…

—Sí.

—Quieres a este hombre, Michael James Timothy Curry…

—Sí, quiero.

Ya estaba. Las palabras finales habían retumbado bajo la alta bóveda. Michael se volvió y la cogió entre sus brazos, tal como había hecho cientos de veces en la secreta oscuridad de la habitación del hotel. Sin embargo, qué delicia era ahora este beso público y ceremonial. Rowan se entregó por completo, con los ojos cerrados. La iglesia estaba sumida en el silencio.

—Te amo, Rowan Mayfair —oyó que susurraba Michael.

—Te amo, Michael Curry, mi arcángel —respondió ella. Y a pesar del rígido vestido, lo apretó con fuerza contra ella y lo besó de nuevo.

Se oyeron las primeras notas de la marcha nupcial, sonoras y triunfales. Un murmullo de crujidos recorrió toda la iglesia. Ella se volvió ante la enorme reunión, el sol se filtraba por los vitrales, cogió a Michael del brazo y empezaron a andar por el pasillo hacia la salida.

Veía rostros sonrientes a ambos lados, inclinaciones de cabeza, irresistibles expresiones de excitación, como si toda la iglesia se hubiera contagiado de la sencilla y abrumadora felicidad que ella sentía.

En el momento en que subió al gran coche que los esperaba, mientras los Mayfair les tiraban arroz en medio de un exuberante coro de risas, pensó en el funeral en esta misma iglesia y recordó otro cortejo de relucientes coches negros.

Y ahora atravesaban las mismas calles, pensó, rodeada por toda esa seda blanca, mientras Michael le besaba los ojos y las mejillas.

Se acurrucó contra su hombro, sonrió y cerró los ojos mientras pensaba, tranquila y deliberadamente, en todos los momentos cruciales de su vida: su graduación en Berkeley, su primer día de guardia como residente, la primera vez que entró en el quirófano, la primera expresión al final de una operación, de: «Bien hecho, doctora Mayfair, puede cerrar».

—Sí, el día más feliz de todos —murmuró—. Y sólo es el comienzo.

Había cientos de personas sobre la hierba, bajo los enormes toldos blancos que se habían levantado para cubrir el jardín, la piscina y el patio trasero, delante de la garçonnière. Las mesas de fuera, cubiertas con manteles de hilo, se hundían bajo el peso de los manjares sureños: cangrejo de río, etouffée, langostinos a la creole, pasta jambalaya[7], ostras al horno, pescado ahumado, y hasta el modesto arroz con judías rojas. Los camareros de librea servían champán en copas altas; los barmans preparaban cócteles de todo tipo en los bares bien surtidos, instalados en el salón, el comedor y la piscina.

Una orquesta tocaba música dixieland, animada y alegre, debajo del toldo blanco dispuesto junto a la verja.

Michael y Rowan, de espaldas al espejo del extremo del salón, recibieron durante horas y horas a un Mayfair detrás de otro, estrecharon manos, dieron gracias y escucharon pacientemente los linajes y las conexiones e interconexiones.

También habían venido viejos compañeros de instituto de Michael, gracias a los diligentes esfuerzos de Rita Mae Lonigan, que formaban su propio grupo, bullicioso, mientras comentaban viejas historias de fútbol. Rita incluso había localizado a un par de primos lejanos, una agradable anciana, Amanda Curry, a la que Michael recordaba con cariño, y Franklin Curry, compañero de escuela de su padre.

Si alguien disfrutaba de todo esto más que Rowan ése era Michael, y con mucha menos reserva que ella. Beatrice se acercó a abrazarlo, con esa exuberancia característica, por lo menos dos veces en menos de media hora, y le arrancó unas lágrimas turbadoras. Estaba también muy emocionado por el cariño con el que Lily y Gifford se ocupaban de tía Viv.

Al final se terminaron los saludos y Rowan quedó en libertad para ir de un grupo a otro, saborear el éxito de la fiesta y aprobar la eficiencia del servicio y de la orquesta, como se sentía obligada a hacer.

El calor del día había desaparecido por completo gracias a la suave brisa. Algunos invitados se retiraron temprano. La piscina estaba llena de chiquillos casi desnudos que gritaban y se salpicaban; algunos nadaban en calzoncillos, mientras algunos adultos borrachos chapoteaban completamente vestidos.

El servicio no paraba de llevar comida y de abrir cajas de champán. El núcleo central de la familia, unos quinientos Mayfair a los que Rowan ya conocía personalmente, deambulaban como si estuvieran en casa, se sentaban a charlar en la escalera y entraban en las habitaciones para admirar las maravillosas reformas y la exposición, enorme y llamativa, de costosos regalos.

La gente se maravillaba de la restauración de la casa: el color melocotón claro de las paredes del salón, las cortinas beige de seda, el verde oscuro de la biblioteca y el blanco resplandeciente de toda la madera. Miraban los retratos, limpios y vueltos a enmarcar, colgados en el pasillo y en las habitaciones de arriba.

Peter y Randall, sentados en la biblioteca, con sus pipas, discutían sobre los diferentes retratos, sus fechas y autores. Y de lo que podía costar el «supuesto» Rembrandt si Ryan trataba de comprarlo.

Con el primer aguacero la orquesta se trasladó adentro, al fondo del salón, y se enrollaron las alfombras chinas mientras las jóvenes parejas, algunas quitándose los zapatos en medio del jaleo, empezaban a bailar.

Rowan, rodeada de rostros alegres y entusiastas, perdió de vista a Michael. En un momento dado se dirigió al pequeño tocador, junto a la biblioteca, y al pasar saludó a Peter con la mano, ahora solo y al parecer medio dormido.

Se quedó allí, en silencio, con la puerta cerrada, simplemente mirándose al espejo, mientras sentía los latidos de su corazón.

Parecía cansada y ajada, como el ramillete que más tarde tendría que lanzar desde la barandilla de la escalera. El carmín de sus labios había desaparecido, las mejillas estaban pálidas, pero sus ojos brillaban como la esmeralda. La palpó y la acomodó sobre el encaje. Cerró los ojos y pensó en el retrato de Deborah. Sí, estaba contenta de llevarla puesta, de haber hecho todo lo que ellos querían. Volvió a mirarse, aferrándose al momento, tratando de conservarlo para siempre, como una instantánea metida entre las páginas de un diario. «Este día, entre todos ellos, todos aquí presentes».

Volvió otra vez al salón, al ruido de la orquesta y los bailarines, en busca de Michael. De pronto lo vio, completamente solo, apoyado en la segunda chimenea, mirando al otro extremo de la habitación repleta. Rowan conocía esa expresión, el rubor en sus mejillas, la agitación. Comprendió que sus ojos se habían detenido en algún punto distante, por lo visto sin importancia.

Apenas notó que ella se acercaba. Ni siquiera la oyó cuando pronunció su nombre. Rowan siguió la línea de su mirada. Sólo vio a las parejas que bailaban y el brillo de las gotas de lluvia que golpeaban contra las ventanas.

—Michael, ¿qué pasa?

No se movió. Rowan lo cogió del brazo y con la mano derecha le volvió la cara con suavidad para que la mirara. Luego, repitió de nuevo su nombre con claridad. Michael se apartó con rudeza de ella y volvió a mirar al otro lado del salón. Esta vez no había nada. Fuera lo que fuese, se había marchado. Gracias a Dios.

Rowan vio las gotas de sudor que le perlaban la frente y el labio superior. Se acercó a él y apoyó la cabeza sobre su pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada, de verdad… —murmuró. Estaba agitado—. Pensé que había visto… no importa. Ya se ha ido.

—¿Pero qué era?

—Nada. —La cogió por los hombros y la besó, intranquilo—. Nada estropeará este día, Rowan. —Se le quebró la voz—. Nada de locuras y cosas raras en un día como hoy.

—Quédate conmigo, no te separes de mí otra vez.

Lo llevó por el salón, cruzaron la biblioteca y entraron en el tocador para estar solos. Cuando ella lo abrazó, su corazón todavía latía deprisa, el ruido y la música sonaban lejanos y amortiguados.

—Estoy bien, querida —dijo, por fin. Su respiración se normalizaba—, de verdad. Lo que he visto no tiene ningún sentido. No te preocupes, Rowan, por favor. Son como imágenes, impresiones de cosas que vi hace mucho tiempo, eso es todo. Anda cariño, mírame. Bésame. Te amo y éste es nuestro día.

La fiesta continuó animada hasta la noche. Al final, la pareja cortó el pastel de bodas en medio de flashes fotográficos y risas de borrachos. Se sirvieron bandejas de dulces y café. Miembros de la familia, embarcados en sinceras conversaciones, se habían instalado en diversos rincones, en los sofás y en grupos alrededor de las mesas. Fuera llovía más fuerte. Los truenos retumbaban de cuando en cuando con sonora violencia. Los bares continuaron abiertos para que la concurrencia siguiera bebiendo.

Por último, y puesto que la pareja no partiría de luna de miel a Florida hasta el día siguiente, se decidió que tirara el ramo desde la escalera en aquel momento. Así pues, Rowan subió hasta la mitad de la escalera, miró el mar de rostros vueltos hacia arriba que se extendía en ambas direcciones hasta el salón y, cerrando los ojos, lanzó el ramo al aire. Se oyeron gritos alegres y hubo cordiales empujones. De repente, Clancy Mayfair, hermosa y joven, levantó el ramo entre voces de aprobación. Pierce la abrazó, para mostrar al mundo en general su satisfacción, personal y egoísta, por la buena suerte de la chica.

«Ah, así que se trata de Pierce y Clancy», pensó Rowan en silencio mientras bajaba. A lo lejos, apoyado contra la segunda chimenea, Peter sonreía, mientras Randall discutía, al parecer, acaloradamente con Fielding, que hacía rato que estaba instalado en una silla tapizada.

La orquesta nocturna acababa de llegar. Empezó a tocar un vals, y todo el mundo pareció alegrarse de oír esa música romántica y pasada de moda. Alguien apagó parcialmente la araña, para tener una luz suave y rosada. Las parejas mayores se levantaron para bailar. Michael cogió a Rowan y la llevó al centro del salón. Fue otro de esos momentos impecables, tan pleno y tierno como la propia música. Al cabo de un instante la habitación se llenó de parejas que bailaban.

Si Michael volvió a ver algo horrible o inesperado, no dio señales de ello. Sus ojos, por el contrario, miraban con devoción a Rowan.

A las nueve en punto, algunos Mayfair empezaron a llorar. Habían llegado a ese punto crucial de confesiones o entendimiento con algún primo lejano, o habían bebido y bailado demasiado y algunos simplemente tenían ganas de llorar. Rowan no sabría precisarlo. Parecía algo natural para Beatrice, que lloraba en el sofá mientras Aaron la abrazaba; o para Gifford, que hacía horas que le explicaba algo en apariencia muy importante a la paciente tía Viv, que la escuchaba con los ojos abiertos de par en par.

A las diez, el número de invitados había disminuido a unos doscientos. Rowan se había quitado los zapatos de tacón de satén blanco. Estaba sentada sobre sus pies, en un sillón, junto a la chimenea del salón, con las mangas arremangadas, mientras fumaba un cigarrillo y escuchaba a Pierce hablar de su último viaje a Europa. No recordaba cuándo ni dónde se había quitado el velo. Los pies le dolían más que después de una operación de ocho horas. Y el cigarrillo le producía náuseas. Así que lo apagó.

Michael y el viejo sacerdote de la parroquia estaban en animada conversación en el otro extremo de la habitación. La orquesta había pasado de Strauss a temas de amor más modernos. De vez en cuando se oían algunas voces que cantaban Blue Moon o The Tennessee Waltz. Habían devorado el pastel de bodas, salvo un trozo guardado por razones sentimentales, hasta la última migaja.

A las once, Aaron se despidió de Rowan con un beso. Iba a llevar a tía Viv a casa. Si lo necesitaban, estaría en el hotel. Les deseó un buen viaje a Destin por la mañana.

Michael acompañó a Aaron y a su tía hasta la puerta. Sus viejos amigos también se marcharon para continuar bebiendo en el bar Parasol del Canal Irlandés, no sin antes hacerle prometer que en un par de semanas se reuniría con ellos. La escalera seguía ocupada por parejas que conversaban.

Al final, Ryan se puso de pie, pidió silencio y anunció que la fiesta había terminado. Todo el mundo se levantó para buscar sus zapatos, abrigos, bolsos o lo que hubiera traído, y empezó a salir para dejar a los recién casados solos. Ryan cogió una copa de champán al pasar y se volvió hacia Rowan.

—Por los novios —brindó, con un tono que se elevó sobre el bullicio—, por su primera noche en esta casa.

Se oyeron risas mientras todos cogían su última copa, repetían el brindis y chocaban sus copas.

—Dios bendiga a todos los de esta casa —dijo el sacerdote, que acababa de salir.

Una docena de voces repitió la bendición.

—Por Darcy y Katherine —exclamó alguien.

—Por Julien y Mary Beth… por Stella…

La despedida, como era costumbre en la familia, tardó más de media hora, entre besos, promesas de reunirse otra vez y conversaciones a medio camino entre el tocador y el porche y desde allí hasta el portal.

Al final se fueron. Ryan fue el último en salir, después de pagar al servicio y comprobar que todo estaba en orden.

—Buenas noches, queridos —dijo, mientras la puerta principal se cerraba suavemente.

Durante un momento Rowan y Michael se miraron y luego se echaron a reír. Michael la levantó y le dio una vuelta en el aire antes de dejarla con suavidad otra vez. Ella lo abrazó de aquel modo que tanto le gustaba, apoyando la cabeza sobre su pecho. Reía sin parar.

—¡Lo hemos hecho, Rowan, tal como todos querían! Ya está, ¡lo hemos hecho!

Rowan seguía riendo en silencio, deliciosamente cansada y al mismo tiempo imbuida de una agradable excitación. Se oyeron las campanadas del reloj.

—Escucha —murmuró—, es medianoche, Michael.

Él la cogió de la mano, apretó el botón de la pared para apagar la luz y subieron juntos la escalera a oscuras.

Sólo una habitación del primer piso iluminaba el pasillo: la de ellos. Subieron en silencio hasta el rellano.

—Rowan, mira lo que han hecho.

Bea y Lily habían preparado el cuarto con un gusto exquisito. Había un enorme ramo de rosas fragantes sobre la repisa de la chimenea, entre los dos candelabros de plata.

En la mesilla de noche esperaba una botella de champán en un cubo de hielo, con dos copas sobre una bandeja de plata.

La cama también estaba preparada. La colcha de encaje abierta, las almohadas acomodadas y la tela blanca y transparente del dosel corrida y atada a los postes del cabezal.

Un hermoso camisón y un salto de cama de seda estaban plegados sobre un lado de la cama, y un pijama de algodón, sobre el otro. Una rosa con un lazo yacía sobre las almohadas. En la mesilla de la derecha había una vela encendida.

—¡Qué detalle tan bonito! —dijo Rowan.

—Y es nuestra noche de bodas, Rowan —dijo Michael—. El reloj acaba de dar la medianoche. Es la hora de las brujas, cariño, y es toda nuestra.

Se volvieron a mirar y empezaron a reír suavemente, incapaces de parar. Ambos estaban demasiado cansados como para hacer algo más que caer en la cama bajo las mantas, y lo sabían.

—Por lo menos deberíamos beber el champán —dijo Rowan—, antes de caer muertos.

Michael asintió; arrojó la chaqueta y se aflojó la corbata.

—Te diré algo, Rowan, tienes que amar mucho a una persona para ponerte un traje así.

—Venga, Michael, aquí todo el mundo hace este tipo de cosas. Ven, ayúdame con la cremallera.

Le dio la espalda y sintió por fin que se aflojaba el corpiño y el vestido caía a sus pies. Luego se quitó descuidadamente la esmeralda y la dejó en una esquina de la repisa.

Al final recogieron todas las prendas y las colgaron. Se sentaron en la cama a beber el champán, deliciosamente helado y espumoso, como correspondía. Michael estaba desnudo. Le gustaba acariciarla a través del camisón de seda, y ella se lo dejó puesto. Por último, a pesar del cansancio, se dejaron cautivar por la comodidad de la nueva cama y la suavidad de la luz de la vela, y su natural ardor llegó al punto de ebullición.

Se amaron rápida y violentamente, como si la gigante y robusta cama de caoba fuera de piedra cincelada.

Ella se acurrucó contra él, adormilada y satisfecha, mientras escuchaba el latido regular de su corazón. Luego se incorporó, se arregló el camisón arrugado y tomó un trago de champán helado.

Michael, desnudo y con una pierna flexionada, encendió un cigarrillo mientras recorría con la mirada la alta cabecera de la cama.

—Ah, Rowan, todo ha salido bien, absolutamente todo. Ha sido un día perfecto. ¡Dios mío, cómo puede ser tan perfecto un día!

«Excepto por el hecho de algo que has visto que te ha asustado». Pero ella no se lo dijo, porque había sido perfecto, a pesar de ese extraño mal rato. ¡Perfecto! Nada lo había echado a perder.

Bebió otro trago de champán y disfrutó del sabor y de su propio cansancio. Sabía que todavía estaba demasiado excitada para cerrar los ojos.

De pronto sintió que se mareaba, tenía ligeras náuseas, como esa misma mañana. Agitó la mano para alejar el humo del cigarrillo.

—¿Qué te pasa?

—Nada, son los nervios, supongo. Cuando avanzaba por la nave me sentía como si levantara por primera vez el bisturí.

—Comprendo lo que dices. Ahora lo apago.

—No, no es eso, los cigarrillos no me molestan. Yo también fumo de vez en cuando.

Pero era el humo del cigarrillo, ¿no? Como antes. Se levantó; el camisón de seda era tan etéreo que apenas lo sentía, y fue descalza hasta el lavabo.

No había Alka-Seltzer, lo único que le servía en momentos como éste. Pero recordaba que había traído algunos. Los había dejado en el armario de la cocina, junto con las aspirinas y las tiritas.

Volvió a la habitación, se puso las zapatillas y el batín.

—¿Adónde vas? —preguntó Michael.

—Abajo, a buscar Alka-Seltzer. No sé lo que me pasa. Enseguida vuelvo.

—Espera un minuto, Rowan. Voy contigo.

—Quédate aquí. No estás vestido. Enseguida vuelvo. Cogeré el ascensor.

La casa no estaba del todo a oscuras. La suave luz del jardín entraba por las ventanas e iluminaba el suelo lustroso del pasillo, el comedor y hasta la despensa. No hacía falta que encendiera la luz.

Sacó el Alka-Seltzer del armario y uno de los vasos de cristal que había comprado con Lily y Bea. Lo llenó de agua del grifo de la cocina y se lo tomó con los ojos cerrados.

Sí, se sentía mejor. Debía de ser algo puramente psicológico, y ya estaba mejor.

—Qué bien. Me alegro de que estés mejor.

—Gracias —respondió Rowan. Qué voz tan agradable y suave, pensó, con ese ligero acento escocés, ¿no? Una voz bella y melodiosa.

Abrió los ojos con un violento sobresalto, y se echó hacia atrás, contra la puerta de la nevera.

Él estaba de pie al otro lado del mostrador, a un metro de distancia. El susurro había sonado tosco, aunque sincero. La expresión de su rostro era un poco más fría, pero absolutamente humana, algo apenada, pero en modo alguno implorante como aquella noche en Tiburón.

Tenía que ser un hombre de verdad, y tal vez se tratara de alguna broma. Era un hombre de verdad. Un hombre de pie, en la cocina, que la miraba, alto, moreno, con unos ojos grandes, oscuros, y una boca bien formada y sensual.

La luz que entraba por las puertas vidrieras mostraba con claridad la camisa y el chaleco de cuero crudo que llevaba. Una ropa muy muy antigua, hecha a mano, con costuras irregulares y mangas anchas.

—¿Y bien? ¿Dónde está tu deseo de destruirme, belleza? —murmuró con el mismo tono bajo, vibrante y acongojado—. ¿Dónde está tu poder para expulsarme otra vez al infierno?

Rowan temblaba de manera incontrolada. El vaso se le escapó de los dedos, cayó sobre el suelo con un ruido sordo y rodó hacia un lado. Lanzó un suspiro profundo, feroz, y no apartó la mirada de él. Su parte racional registró que era alto, más de un metro ochenta, que tenía unos brazos robustos y musculosos, manos fuertes y el pelo ligeramente revuelto, como si se lo hubiera despeinado el viento. No era aquel delicado caballero andrógino que había visto en la terraza, no.

—Lo mejor para amarte, Rowan —murmuró—. ¿Qué forma te gustaría que adoptase? Él no es perfecto, Rowan, es humano pero no perfecto. No.

Por un instante tuvo tanto miedo que sintió una opresión terrible dentro de ella, como si fuera a morirse. A pesar de todo, avanzó hacia aquel ser, desafiante y furiosa. Le temblaban las piernas, pero llegó al otro lado del mostrador y le tocó la mejilla.

Áspera como la de Michael. Y los labios suaves como la seda. ¡Dios! Una vez más retrocedió, paralizada e incapaz de moverse o hablar. Le temblaban todos los miembros.

—¿Tienes miedo de mí, Rowan? —preguntó. Los labios apenas se movieron—. ¿Por qué? Olvídate de tu amigo Aaron, eres tú quien me manda y yo he hecho lo que me has ordenado, ¿no?

—¿Qué quieres?

—Ah, sería muy largo de explicar —respondió, el acento escocés era más fuerte— y tu amante, tu marido, te espera, ésta es vuestra noche de bodas. Empieza a ponerse nervioso porque no vuelves.

Su rostro se suavizó, y se desencajó con una mueca súbita de dolor. ¿Cómo podía una ilusión ser tan real?

—Ve, Rowan, vuelve a su lado —dijo con tristeza— y si le cuentas que yo he estado aquí, lo harás más desdichado de lo que te imaginas. Yo volveré a esconderme de ti, el miedo y la sospecha lo devorarán y yo volveré a aparecer sólo cuando quiera hacerlo.

—De acuerdo. No se lo diré —murmuró Rowan—. Pero no le hagas daño. No le inspires el más mínimo miedo, ni preocupación. Y termina con todos esos trucos. ¡No lo atormentes con tus trucos! Porque si no, te juro que jamás volveré a hablar contigo. Y te echaré.

El hermoso rostro parecía embargado por la tragedia y los ojos pardos se ablandaron con una expresión de infinita tristeza.

—Como tú digas, Rowan —respondió. Las palabras flotaban como música, llenas de pena y silenciosa fortaleza—. ¿Qué otra cosa hay en el mundo para mí como no sea complacerte? Ven a mí cuando él duerma. Esta noche, mañana, cuando lo desees.

»El tiempo no existe para mí. Yo estaré aquí cuando pronuncies mi nombre. Pero cumple tu palabra, Rowan. Ven sola y en secreto, o no responderé. Te amo, mi bella Rowan. Pero tengo una voluntad, no lo olvides.

De pronto, la figura brilló débilmente, como si una luz de la nada la alcanzara; se iluminó y miles de diminutas partículas se hicieron de repente visibles. Después se volvió transparente; una ráfaga de aire caliente envolvió a Rowan, y la asustó, dejándola sola en la oscuridad.

Se tapó la boca con la mano. Volvieron las náuseas. Aguardó a que pasaran, temblando y a punto de gritar, cuando oyó los pasos inequívocos de Michael que cruzaba la despensa y entraba en la cocina. Rowan se obligó a abrir los ojos.

Se había puesto los tejanos, pero estaba descalzo y con el pecho desnudo.

—¿Qué pasa, cariño? —murmuró. Vio el vaso brillando en la oscuridad, junto a la nevera. Se agachó para recogerlo y lo puso en el fregadero—. ¿Qué te pasa, Rowan?

—Nada, Michael —se apresuró a responder; trataba de controlar su temblor mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Tengo un poco de náuseas. Me pasó lo mismo esta mañana, esta tarde, y en realidad también ayer. No sé lo que es. Ahora mismo ha sido por el cigarrillo. De verdad, Michael, no es nada, ya se me pasará.

—¿No sabes qué es?

—No, supongo que… bueno, los cigarrillos nunca me han dado náuseas…

—Doctora Mayfair, ¿estás segura de que no lo sabes?

Sintió las manos de Michael sobre sus hombros, el cabello le rozaba las mejillas cuando él se inclinó para besarle suavemente el nacimiento de sus pechos, y se echó a llorar. Le cogió la cabeza y le acarició el pelo.

—Doctora Mayfair —dijo él—, hasta yo sé lo que es.

—¿De qué estás hablando? —murmuró ella—, sólo me hace falta dormir, ir arriba.

—Estás embarazada, cariño. Ve a mirarte al espejo.

Le tocó los pechos muy suavemente y ella sintió la hinchazón, un ligero dolor, y supo, sin lugar a dudas, por el resto de los pequeños síntomas, que él tenía razón. Con toda certeza.

Era un torrente de lágrimas. Dejó que Michael la levantara y la llevara a trompicones por la casa. Le dolía todo el cuerpo por la tensión de esos espantosos momentos en la cocina, y los sollozos le subían de la garganta secos y dolorosos. Pensaba que él no podría cargarla por la escalera, pero lo hizo, y ella dejó que lo hiciera mientras lloraba contra su pecho y le apretaba el cuello con los dedos.

La dejó sobre la cama y la besó. Rowan observó aturdida cómo soplaba las velas y volvía a su lado.

—Te quiero tanto, Rowan —dijo. También lloraba—. Te quiero tanto… nunca en mi vida he sido tan feliz… son como oleadas de felicidad, y cada vez que pienso que he llegado al máximo voy más allá todavía. Y descubrirlo justo esta noche… Dios mío, qué regalo de bodas, Rowan. Ojalá supiera qué he hecho para merecer toda esta felicidad.

—Yo también te amo, querido mío. Sí… tan feliz.

Michael se metió en la cama y puso sus rodillas debajo de las de ella. Rowan se volvió y se acurrucó contra él. Lloraba sobre la almohada, con la mano de Michael entre sus pechos.

—Es todo tan perfecto —murmuró él.

—Nada lo echará a perder —susurró ella—, nada.